39 . Sofía

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Después de cenar, Samuele acompañó a Sofía a la habitación de huéspedes y la hizo elegir un vestido de su madre. Al principio, Sofía se rehusó ante la propuesta, temía arruinar aquellas bellísimas prendas, pero al final cedió. En su corazón necesita distraerse y salir.

Sofía se mira en el espejo, gira la cabeza de lado. Luego hacia el otro. Un vestido de raso negro, corto hasta la mitad de las piernas y un cuello vistoso, que deja entre ver el pecho oprimido en un sujetador de encaje. Tal vez es un poco excesivo, Sofía todavía no logra habituarse a su imagen reflejada. Por mucho que ahora su rostro sea perfecto, encuentra siempre algún defecto. Los tacones de doce centímetros, sin embargo, se adaptan como un guante. La hacen ver esbelta.

Sofía se sienta. Es verdad, necesita sacarse la espina, pero siente que todavía es pronto. Tendrá todo el tiempo para divertirse, salir, conocer personas. Ha decidido, se quitará aquel hermoso vestido, agradecerá a Samuele y se irá directo a casa.

—Estás simplemente impresionante.

En un rectángulo de espejo aparece la imagen de Samuele. Las mejillas de Sofía se inflaman.

—Deja de bromear.

—No estoy bromeando. Eres un encanto, una de las más bellas chicas que conozco. Es más, la más bella.

Sofía no responde. Nunca nadie le ha dicho esas palabras.

—Y te queda muy bien ese vestido.

La otra se voltea, poco convencida.

—No es verdad, Sam.

—Eso es lo que pienso.

—Termina con eso. No basta un vestido para transformarme en un cisne.

—Siempre lo has sido.

—Pero estoy blanca como un cadáver.

—Se dice blanca leche, y es sexy.

—Tengo las piernas demasiado secas.

—Se dice delgadas, y son sexy.

—Tengo cabellos terribles. Parecen tentáculos.

—Se dice rizos, y son sexy.

Sofía se rinde ante el hecho de que no logrará vencer a Samuele. Capitula.

—Ok, como quieras. Dado que ya estoy robando todo a tu madre, llévame a donde tiene el maquillaje.

—Se dice coiffeeuse, y es sexy.

—Te odio. Basta, te lo digo por última vez.

—¿Qué dices? ¿Me mandas al diablo?

—Se dice vaffanculo, y es sincero.

*

Con Samuele había convenido quince minutos como máximo, pero Sofía se dio cuenta de que maquillar un rostro simétrico es más complicado de lo que pensaba. Es una experta de la base, ha aprendido a esconder la segunda mitad de su rostro, hacer menos evidentes las cicatrices junto a los labios y las mejillas. Pero maquillarse en modo leve, sin exagerar, no ha sido simple.

Escucha el sonido del claxon. Samuele la está esperando en el patio. Lleva el abrigo, toma la bolsa y se apresura a bajar las escaleras. Entra en el auto, un descapotable negro, con revestimientos de piel y un estéreo dotado de un panel de LCD.

Samuele la observa por un par de segundos. Sonríe. No comenta.

—Vamos, entonces.

Sofía asiente. Intercambia una sonrisa.  Y lo mira. Lleva una gabardina de piel negra, con un suéter blanco y un par de vaqueros desgarrados. Los cabellos, peinados hacia atrás, resaltan los rasgos decididos del rostro y las líneas de los ojos.

Samuele es bellos. Es atractivo. Tiene un carácter fuerte y firme, pero al mismo tiempo, premuroso y dulce. No ama la vida mundana, prefiere pasar la noche delante de la Televisión o la chimenea. Organizó aquella noche solo para ella.

Quisiera agradecerle. Demostrarle su afecto y reconocimiento. Porque Samuele es la única persona que ha estado a su lado en verdad durante aquellos años. Quisiera decirle todas esas palabras que nunca le ha dicho. Al final, sin embargo, también ella prefiere no comentar. Sus silencios se encuentran perfectamente, desde que eran pequeños, como piezas de un solo rompecabezas.

Sofía no tiene la pálida idea de a dónde la quiera llevar. Al principio pensaba en un teatro, o en algún restaurante en el centro. Se queda quieto cuando el automóvil se detiene junto a un bar, un lugar para chicos que está lleno de gente en la entrada.

—¿Vamos a una discoteca?

—Disco pub, para ser precisos.

—Ah, ¿a bailar?

—A bailar. A beber. A divertirse.

Bailar, beber y divertirse. Sofía repite más veces aquellas palabras en su mente. Nunca ha estado en un bar, nunca ha bailado más que en su habitación, sola, con el estéreo a todo volumen y la puerta tapiada. Comienza a sudar frío, hará el ridículo con Samuele y sus amigos.

—Pero, cuánta gente. Me parece que nunca entraremos. ¿En verdad queremos pasar toda la noche aquí afuera? Hace frío, Sam, qué dices, ¿lo intentamos otro día?

—Digo que estamos en la lista, ningún problema.

—Sam... lo sabes —se confía finalmente—. Nunca fui a bailar.

—Bien, diría que ha llegado la hora. Por lo demás, no estamos obligados a bailar.

Samuele estaciona el automóvil. Abre la portezuela, le hace camino hacia la entrada secundaria. Provee el nombre al guardia, que lo deja pasar. Sofía lo sigue en silencio.

Entra en la oscuridad.

Oscuridad que dura sólo unos momentos. Girando a la esquina al final de pasillo, entra en la sala principal del local. El techo es alto, al centro hay luces estroboscópicas, láser y esferas con espejos, las paredes están cubiertas de litografías de Florencia y pantallas que proyectan videos musicales. Hace un calor asfixiante, casi pegajoso. La pista está llena de chicos que bailan, se abrazan, ríen. Su vestimenta es casual, Sofía se siente inmediatamente molesta. Su vestido está completamente fuera de lugar. Samuele la toma del brazo, se abre espacio entre la gente y llega al bar. Se dirige a la barra, dice algo al oído del barman.  Este último mira a Sofía y levanta las cejas. Una expresión de maravilla. Sofía intercepta solo fragmentos de frases.

—Ah, pero.

—Nada mal.

—¿Por qué no me la habías presentado?

Sofía cruza la mirada con un chico en camiseta, que sorbe un coctel a su lado. Este sonríe, amistoso. Hace por acercarse a decirle algo.

Sofía se gira de pronto, pero golpea contra un banco. Pierde el equilibrio, el tacón izquierdo cede. Cae sobre Samuele, que levanta los brazos por no rociarle encima los dos vasos que tiene en la mano.

—Disculpa.

Es lo único que logra decir. Se avergüenza de su torpeza. No lo piensa un instante más. Arranca un vaso de la mano de Samuele. Líquido rosado. Olor fuerte. Desciende rápido a la garganta. Y es como lava.

—¡Cristo santo! —balbucea Sofía, tosiendo—. ¿Qué tomaste? ¿Alcohol puro?

—Qué exagerada, es buenísimo. Se llama invisible.

—Llámalo invisible.

—Es con fresa.

—No me parece que sea de fresa.

—Bébelo y quédate callada —ríe Samuele.

Sofía sacude la cabeza, continúa bebiendo aquella lava invisible. Después de unos sorbos de alcohol parece incluso menos fuerte. Es la única medicina para deshacer la vergüenza y arrojarse a la pista.

Pocos minutos. Samuele continúa hablando con el amigo. Mientras tanto, Sofía se siente cada vez más ligera, libre. Quiere reír. Quiere bailar.

La música a todo volumen. Los destellos de las luces. El humo que borra los rostros de las personas.

Sofía se encuentra al centro de la pista, junto a los amigos de Samuele. Manos, brazos, sonrisas. Nombres que olvida en un instante. Alguien se acerca. Alguna broma que Sofía no logra comprender.

En la hoja que recubre una columna ve a una chica feliz. Una chica atractiva que ríe, se divierte, baila. Circundada por personas que llaman su nombre, la quieren abrazar, desean tocar su cuerpo.

Sofía, por primera vez en toda la vida, se siente bella y atractiva. Las miradas que se posan sobre ella no son de compasión, broma o disgusto. Tienen una luz que revela alegría y excitación.

Llegan otros cocteles. Otros rostros desconocidos. Otras voces que le piden que tome un sorbo.

Un sorbo más, un sorbo menos, no hay diferencia.

El tiempo se dilata. Los minutos se vuelven segundos. De pronto la música asume tonalidades distorsionadas, las palabras de Samuele son cada vez más lejanas y sordas.

Los rostros se deforman, como si fueran de papel maché. Las sonrisas se alargan desmedidamente, de modo antinatural. Los ojos se hunden en círculos negros como pozas.

—Sam, Ayuda.

*

Cuando se despierta, Sofía se encuentra en el automóvil de Samuele. Este último está conduciendo, bebe de una botella de cerveza. Le sonríe, canta vigorosamente una canción que transmiten en el radio.

—Bienvenida, Sofy.

Sofía aprieta los ojos, desorientada.

—Qué... ¿qué ha sucedido?

—Nada, me pediste que te llevara, estabas por vomitar. ¿Pero cuánto bebiste?

—Un poco.

—Te volviste también un peligro —ríe Samuele. —Sofía mira fuera por la ventana. Una pared negra y luces que zumban en el muelle—. Caíste en el asiento y te dormiste de inmediato —continúa Samuele—. ¿Cómo te sientes ahora?

Sofía se masajea las sienes.

—¡Qué desastre!

Abre la bolsa. Verifique que esté todo. La cartera y el móvil. Lo enciende. Ningún mensaje de Ana o de Lorenzo. Algunos minutos más tarde, Samuele detiene el automóvil en la calle de la villa Álvarez y de los Ricci. Estira los brazos y bosteza.

—Logras caminar hasta la casa, ¿verdad?

Sofía se mira en el espejo retrovisor. Tiene el maquillaje deshecho, el peinado se ha acabado. Tiene el rostro destruido.

—Sí, creo. Te debo devolver el vestido.

—Mañana, no hay prisa.

Sofía desciende del auto, pero las piernas le tiemblan. Cae de nuevo al suelo, sobre el asfalto. Sam la socorre y la ayuda a levantarse, estrechándola entre sus brazos.

—¿Sofía? —Ella lo mira a los ojos, luego se suelta a reír—. ¡Sofía!

—Oh, Dios mío. ¡Soy un total desastre!

—Tal vez es mejor que te acompañe.

Le responde con otra carcajada.

—Oye, baja la voz. Son las cinco de la mañana. —Ella deja escapar un grito por despecho, y Samuele la detiene con una mano. Con el otro brazo le envuelve la cintura. Sofía hurga en la bolsa y saca las llaves, pero cuando trata de meterlas en la cerradura del portón, caen al suelo. Y Sofía ríe. Y Samuele la ayuda. La acompaña dentro de la villa, hasta la entrada principal. Sofía levanta la cabeza, escudriña la fachada de la villa, luego le señala un camino lateral—. Puerta de servicio. Ana nunca duerme.

Llegan a la Villa de Atrás. Samuele toma el mazo de llaves. Abre la puerta.

—¿Te acompaño a la habitación?

—Sólo si me llevas en los hombros —le responde Sofía, de manera amistosa.

Samuele sacude la cabeza, se dobla y la hace subir. Pasando el umbral, entran en el jardín.

Sofía se quita los tacones y los arroja lejos. Luego desliza de su espalda y comienza a correr sobre la hierba hasta llegar al árbol. Ahí, junto al tronco, hay un stereo. El que Lorenzo encendía mientras cumplía el milagro que ha transformado el jardín de cenizas en el Paraíso Terrenal.

Oprime play, no sabe qué CD está dentro. Es una canción triste, parece un canto litúrgico. Deja caer el abrigo al suelo, levanta los brazos y piernas como una bailarina de danza clásica.

—Oye, hace un frío de perros.

Dos brazos se enredan alrededor de sus caderas. Un estremecimiento cálido la invade.

—Entonces, caliéntame —le susurra.

Samuele la aprieta al pecho y la lleva hacia atrás, contra el tronco del Árbol.

“La belleza es el pecado, la vista es su tormento”.

La voz hace eco desde lejos, se une a la música de fondo. Una melodía que se hace cada vez más triste, casi un gemido.

Sofía no se da cuenta ni siquiera que Samuele le está besando el cuello, desatando el sujetador. Levanta la mirada, la visión está empañada y la cabeza continúa girando. Las flores moradas apuntan hacia ella, como miles de ojos abiertos. Algunos se caen de las ramas al suelo, girando como copos de nieve.

Una tormenta de nieve morada.

Siente la lengua de Samuele tocarle el cuerpo, las manos se mueven con pasión, llegan a lugares inexplorados. Sobre el esternón, a lo largo del abdomen, cada vez más bajo. Los dedos tocan la piel, dibujan ondas, curvas, círculos similares a espirales de una serpiente.

Sofía debería alejarse. Rechazar a Samuele. Escapar. Pero no lo logra, no lo quiere. Todo lo que desea es liberarse del pasado. Ser feliz, destruir aquella cúpula de cristal para siempre.

Samuele no se detiene, la respiración se excita. Sus cuerpos se adhieren, Sofía siente su sexo hacerse duro y pulsar. Un golpe violento, le arranca las bragas. Sofía se sobresalta, los labios de Samuele se pegan a los suyos. La lengua se abre espacio en la boca. Sofía enarca la espalada, abre las piernas. Levanta la cabeza, contempla la cortina de oscuridad y halos morados que se cierran a su alrededor. Un manto de oscuridad, donde ondea una sombra.

Una silueta que se hace cada vez más clara. Un fantasma del pasado que se transforma en un susurro.

—No puedo creer a mis ojos.