Ingratitud

Cuántas veces pasé ¡oh ingratitud!

frente a tu muro impávido de piedra

llevando el corazón entre mis manos

como si fuera una torcaza gris,

herida, que podía proteger

de los embates de tu indiferencia.

“Qué importa”, murmuraba entre mis labios,

“qué importa ser el blanco del olvido.

Desdeño yo el desdén que me dedican,

mas si mi corazón fuera una piedra

lo arrojaría contra tu edificio.

Me pesa el corazón entre las manos

y envenenado está como tus flechas...”

Y cada flecha entraba más adentro

del corazón que nada protegía

porque estaba en mis manos, no en mi pecho,

como granada y no como torcaza.