Endecasílabos frente a la iglesia de San Miguel
Hubo un desierto alguna vez, aquí,
y la bignonia y luego el colibrí
trepando juntos por la primer casa
hacia la luz que a San Miguel traspasa
con la espada de piedra en el abismo.
Aquí donde estudié mi catecismo
hubo hombres de a caballo, galopaban;
nubes de polvo, arbustos que arañaban;
figuras con paciencia lenta en coches
con zigzag de murciélago en las noches;
hubo plantas y patios numerosos
como en Pompeya en sitios voluptuosos.
Si tanto vértigo me da el pasado
como el futuro mundo imaginado
es porque se construyen mutuamente
en las caras y voces de la gente,
en el aviso que parece antiguo,
en el insulto del transeúnte ambiguo,
en la locomotora de maní
lila y naranja y de color rubí,
en los semáforos y rascacielos,
en los dibujos del avión, sus vuelos,
en el verde edificio con figuras
vecinas de la iglesia y ya tan puras
como si hubieran algún día entrado
en el atrio y furtivas, meditado.
Aquí, detrás de vidrios con alfombras,
terciopelos y sábanas en sombras
ortigas hubo, alguna vez, mucho antes,
indios con plumas y ojos de diamantes,
luego lo inexplorado, el brillo incierto
en un mapa elucubrado para un puerto
de antemano confiado a la fortuna:
lo que es para nosotros hoy la luna.