El caballo blanco

¿Te interesa saber cómo me relacioné

con la pintura o el dibujo?

Fue en la infancia.

Mis hermanas tomaban clases de dibujo

con una profesora francesa

cuya cara se ha borrado

pero no la mano ni el sexo,

ni esa goma de borrar o de no borrar.

Tal vez hago un trait-d’union: prosa-verso;

para mí prosa equivale a pintura (femenino),

verso (masculino) al dibujo.

Debajo de una mesa

recogía los restos de dibujos rechazados

y los examinaba a hurtadillas

y hasta robaba alguna lámina

que servía de modelo.

Había ojos, bocas, orejas sacadas, creo,

de alguna estatua griega.

La oreja era mi preferida

porque parecía un caracol;

era algo independiente que no se asociaba

demasiado a lo que era,

no una oreja para oír sino para adornar,

para placer o adorno,

de donde colgaban aros o piedritas,

cuanto más grandes las señoras

más grandes las piedritas.

Sin embargo me seducían las sombras

más que un juguete,

las líneas más que un caramelo.

Cuántas veces dejé de chupar

hasta el fin un “sucre d’orge”

por entusiasmarme ante alguna de estas láminas

que provocaron alguna reprobación

por haberla tocado

con las manos pringosas o destructoras

y no tan respetuosa como requería mi corazón

gobernado en aquellos tiempos

por mis ojos.

Entre tanto papelerío

se encontraban esas imágenes menos clásicas

que esas cabezas francesas:

dos bailarinas y un caballo

(así lo recuerdo al menos).

Una bailarina que calqué

con papel carbónico,

porque ya me habían dado como juguete

un lápiz maravilloso.

La bailarina fue aplaudida por toda la clase

que se componía de tres personas,

lo que me hizo sentir

en el pináculo de la gloria.

Pero no fue lo mismo con el caballo.

Ciertas protuberancias

demasiado evidentes pero reconocibles

escandalizaron a alguien.

Recuerdo el rubor de ciertas caras jóvenes

que reían

escondiendo la risa detrás de un papel,

coqueto, como abanico improvisado.

Las menos jóvenes, impávidas,

controlaban la infidelidad del dibujo.

La implacable goma de borrar comenzó a destruir

la parte más importante de mi dibujo

porque era la que más

me había costado armonizar con el resto del dibujo

por ser insustituible.

Estaba a un paso de ser una niña prodigio,

el rubor me cubría la frente

pero la goma de la modestia me lo impedía.

¡Esas gomas de borrar variadas!

Entonces fue revelada la belleza

“me dio falicidad”

de esperar la pintura en un museo

que me dio la facilidad de la esperanza.

Fue en un museo que descubrí

la presencia de aquel caballo.

Entré por la escalinata de mármol

de aquella construcción tan preciosa

y me detuve frente a un caballo de mármol.

Me quedé sin moverme,

mirándolo un rato,

las personas grandes que me rodeaban

consideraron un siglo.

No me alcanzaban los ojos

para descifrar el misterio

de este caballo tan parecido

al que había dibujado aquella tarde.