Muerte de mi padre

Afuera me llamaba un zorzal enjaulado

que yo había traído de Córdoba esos días.

El caluroso enero entre persianas frías

mostraba con pasión su filo iluminado

y miré con asombro sintiéndome una extraña

las plantas, los espejos, los retratos, las sillas,

los ancestrales géneros, las frescas esterillas,

la lustrosa quietud trémula de la araña,

como si yo a mí misma entre objetos me viera

desertando lo humano. Sin duda me enajena

de un modo misterioso, imperioso, la pena

y me vuelve insensible como un mármol cualquiera.

Ni la noche ni el día en la casa variaban

mas yo reconocía el día por los cantos

de tantos benteveos y la noche por tantos

grillos que en el silencio incesante cantaban.

Horas oscurecidas, con las costumbres diurnas

entreabrían las puertas para que las cerraran

penumbras y moría como si le clavaran

a mi padre, en el pecho, una espada. Esas urnas

de agonía llenaban la casa de pasión.

Lo imaginé luchando hasta una aurora inerte

contra ejércitos, fuego y hielo hasta la muerte.

¡Llovió por fin! La lluvia cayó en su corazón.