Frente al Sena, rememorando el Río de la Plata
A Octavio Paz
Ningún paisaje me ama y me deleita,
Octavio, si no ofrece en el misterio
de sus colinas y de sus llanuras
una joya del agua que perdure
idéntica a los ojos que adoramos
en el óvalo ardiente de una cara
o en el amor que sólo es un espejo.
Ningún paisaje tiene un corazón
ni tanta claridad en la memoria
como ese que en recreos nos regala
un cielo con estrellas en el agua,
con ciudades y gente que lo cruzan
y puentes con palomas, plenilunios.
¡Los ríos se asemejan a las venas
que de los corazones parten, vuelven!
Se asemejan a las cintas azules
que unen un corazón de oro con otro,
en los libros románticos o en un cuello.
Yo quisiera mostrarte un río enorme:
a veces se confunde con el mar,
lo llamamos el Río de la Plata,
(¡Son los ríos de América tan grandes!).
Poco importa que tenga esa virtud,
lo que importa es que yo lo vea siempre,
amarillo o rosado iridiscente,
sin casas y sin gente, sobre el barro,
un río en que las nubes se reflejan
con sus escalinatas y sus torres,
con sus cumbres de hierro, con sus ángeles,
que obedece a la luz entre las sombras,
como el ala del cuervo entre las ramas,
y ese río lo he visto en otros ríos,
en el Tíber, y el Arno, y en el Támesis,
en el Ródano verde, entre las hojas
y aquí en las ondas grávidas del Sena,
como vemos un rostro que fue nuestro
en algún rostro nuevo descubierto.