El incendio
A Enrique Anderson Imbert
(En 1871 una norteamericana escribe esta epístola a un argentino, mientras Chicago se incendia.)
Empezó ayer el fuego, lo estoy viendo;
a ejemplo de la lluvia, en mi ventana
su imagen me consuela. Están creciendo
los corrosivos pétalos de grana.
Nada como un incendio se asemeja
al amor. Lo que fue goce mata.
Me pregunto si habrá dicha sin reja
que encarcela y corrompe y arrebata.
El fuego que recorre mi ciudad
entra en el teatro, en las confiterías,
salta los ríos y en la claridad,
con ojos que jamás olvidarías,
mira los monumentos y edificios,
y el antro innominado. En su locura
destruye las viviendas de los vicios
y los jardines, con igual premura.
Su ardiente prisa es mía, la contemplo.
Desconoce los sitios hipotéticos
donde juntos quisimos huir, el templo
con frontones de mármol tan patéticos.
Al Misisipi llegará tal vez
y en los cajones negros y violados
de la noche, entre harapos y ciempiés
guardará sus rubíes colorados.
Han entrado ladrones en las tiendas,
cortesanas impávidas los siguen,
como en los escenarios. Por las sendas
corren caballos, sin que los hostiguen.
Las aves se desploman de los nidos,
iluminadas por la luz intensa;
el viento con enfático silbido
las empuja. Y nadie en ellas piensa.
Con su almohada amarilla y con su chal,
la curandera negra llega al puente,
donde cayó la azúcar y la sal,
robadas en los carros, por la gente.
¿Y yo qué hago perdida entre las llamas
que protegen el crimen y la huida?
Como una esposa fiel tiendo las camas
de mi familia y sirvo la comida.
Cenizas del color del alelí
invaden mi alma con su extraño efluvio:
No pensarás como en tu madre en mí,
la noche que bajaste del Vesubio.
Ignoras que las cartas desdeñadas
son el mayor peligro de la ausencia,
que la pueblan de noches desveladas,
de venganzas y de odios, de impaciencia.
Mujeres han quedado sin sus casas,
pero mis lágrimas no caen por eso.
Recogería con mis manos brasas,
que sentiría frías como el yeso.
Arde el pinar y huele más que el pan,
a mi infancia. Me acuerdo del ombú
inútil, de la higuera de San Juan,
porque la tierra para mí eras tú.
Si este fuego que brilla me destroza
sabrás que el frío, precursor del fuego,
me quemó en una muerte escrupulosa
y que esta hoguera fue un alegre juego.