Trenza
Trenza trenzada tantas veces,
variada como el destino, trenza: a veces
en la pretérita oscuridad
de un cuarto
entre todas las noches recuerdo
que dormí a tu lado una vez.
A ejemplo del poema,
más bien del tiempo,
tejido ondulante de mimbre,
que vuelve y que se hinca,
en el nido, en el moño, en la alhucema,
en la madreselva, en la cadena de oro, en la hiedra,
en la enredada rosa,
en la soga,
en todo lo que se trenza te veo
hasta en el canto del benteveo.
La vida se resume en unas pocas horas
como el taponcito perdido que no se pierde del perfume,
la libélula repetida que se esfuma
o como la diminuta, la íntima, la última,
la que no tiene cara de las muñecas rusas
amarilla, azul, colorada, la que el niño guarda brillando en el
hueco de la mano
temiendo no encontrarla, por ser tan importante e ínfima, nunca nunca más.
El vestido de fiesta, los guantes de cabritilla,
las guindas del sombrero, la efímera sombrilla,
venían del verano a descansar
adentro del armario
(ni pobreza, ni lujo,
ni llaves, ni muros)
sola,
en el día de la creación
atada contigo misma con el pelo hecho cintas
resplandecías, trenza, con tu belleza vívida.
Despojada de tus vestimentas,
yo de mis juguetes
(pero ¿qué era yo? como ahora
nada o casi nada entonces,
el piano, sus candelabros,
la oscuridad)
en un barco, en un tren o en una isla desierta
compartiríamos el sueño.
Algo insólito pasaba
algo triste tal vez en la casa.
¿Por qué no estaba sobre la mesa como siempre
el frasco redondo de caramelos verdes?
¿Y por qué otro motivo cambiarían
mi cama que era tan importante de sitio?
La arena de las playas estaba lejos
pero no sus fortalezas de mi pensamiento,
yo trataba de dormir o de no dormirme tal vez
ignorando lo que otras noches me inquietaba:
la posible, la aterradora, la intolerable orfandad.
Una inquietud que no fuera esa, cualquier otra,
era para mí una inquietud maravillosa.
Liszt, tal vez Schubert,
Chopin o Schumann,
el zigzag de su voz,
el corazón
que late en cualquier sitio
dentro de la distancia rítmica
resonaban como dedos divertidos en los bordes de los vasos de cristal,
en el espejo exánime
golpeando los barrotes de bronce de la cama
con sonido santo de campanas.
Dije “tengo miedo”
o pensé o sentí ese único secreto
semejante a otros secretos lacerantes subsiguientes
que disipaste igualmente.
Una forma sedante de lirio
me volvió feliz:
sobre el bordado frío de la sábana
venías a mi encuentro y me buscabas.
Y supe esa noche al asirme de tu madeja, trenza perfecta,
que ni los asesinos de la muerte, ni las tormentas
podrían acecharnos
porque dormías a mi lado.
Y seguirías viviendo,
y seguirás viviendo.