La Recoleta
He imaginado el tigre inesperado
que del río llegó a La Recoleta.
Lo acompañaba aquella luz violeta
del antiguo poniente iluminado
sobre la gente de la romería
que, hacinada, a sus casas regresaba:
obediente rebaño que bajaba
por las mesetas tristes si llovía.
El oscuro bandido o el fantasma
lo he imaginado oculto en un arbusto
con un cuchillo, y desnudo el busto
jadeante de emoción como con asma.
Y aquellos niños que querían ver
al monstruo miserable que degüella
con tanta habilidad sin dejar huella
de un crimen que cumplió como un deber.
Ese mismo lugar tiene hoy gomeros,
río de coches y confiterías,
ferias y cementerios, florerías,
monumentos, iglesia y pregoneros
que venden globos, caramelos, diarios,
en días rojos de calor, helados,
café y flores con pétalos pesados
que se regalan para aniversarios.
Del viejo asilo el paredón oscuro
ampara novios, onanistas, perros,
mendigos que se abrazan entre hierros
y una estatua abismal de rostro duro.
El tiempo es aquel tigre; se perfila,
va renovando historias en la tierra,
y otra vez, otro espectro acá se aferra
a los arbustos de follaje lila.
Quiero echarme en el pasto y hay basuras
entre las hojas de papel de diario;
con devoción paciente de rosario
hay emociones en la noche puras.
Todo salvo lo inexplicable miente.
El Río de la Plata resplandece.
Todo lo humano y frágil estremece
nuestra impronta en el polvo. ¡Y tanta gente!