Guardemos cólera, dolor y lágrimas,
llenemos el vacío desolado
y que la hoguera en la noche recuerde
la luz de las estrellas fallecidas .
PABLO NERUDA ,
«José Miguel Carrera (1810)»,
Canto general
V íctor Dalmau pasó varios meses en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer, sin sospechar que también Roser había estado allí. No había tenido noticias de Aitor, pero suponía que había cumplido el encargo de sacar de España a su madre y a Roser. Para entonces la población del campo se componía casi exclusivamente de decenas de miles de soldados republicanos sometidos al hambre, la miseria, los golpes y las humillaciones constantes de sus carceleros. Las condiciones seguían siendo inhumanas, pero al menos fue pasando lo más crudo del invierno. Los prisioneros se organizaron para sobrevivir sin enloquecer. Hacían mítines revolucionarios, divididos en partidos políticos, como durante la guerra. Cantaban, leían lo que les caía en las manos, alfabetizaban a quienes lo necesitaban, publicaban un periódico —una hoja escrita a mano que circulaba de un lector a otro— e intentaban preservar la dignidad cortándose el pelo y quitándose los piojos mutuamente, lavándose y lavando la ropa en el agua helada del mar. Dividieron el campo en calles con nombres poéticos, crearon el delirio de plazas y ramblas como las de Barcelona en la arena y el lodo, inventaron la ilusión de una orquesta sin instrumentos para tocar música clásica y popular y de restaurantes de comida invisible, que los cocineros describían en detalle y los demás saboreaban a ojos cerrados. Con el poco material que lograban conseguir levantaron cobertizos, barracones y chabolas. Vivían pendientes de las noticias del mundo, que estaba al borde de otra guerra, y de la posibilidad de salir en libertad. Algunos, los mejor preparados, solían ser empleados en el campo o en la industria, pero la mayoría antes de ser soldados habían sido labriegos, leñadores, pastores, pescadores, en fin, carecían de un oficio útil en Francia. Soportaban la presión constante de las autoridades para ser repatriados y en algunos casos los llevaban a la frontera española engañados.
Víctor se quedó junto a un pequeño grupo de médicos y enfermeros porque en esa playa infernal tenía una misión, estaba al servicio de los enfermos, los heridos y los locos. Lo había precedido la leyenda de que había echado a andar el corazón de un chico muerto en la estación del Norte. Eso le ganó la confianza ciega de los pacientes, aunque él les repetía que para los males mayores debían acudir a los médicos. Le faltaban horas del día para su tarea. El tedio y la depresión, flagelos de la mayoría de los refugiados, no lo afectaban; al contrario, en el trabajo encontraba una exaltación parecida a la felicidad. Estaba tan flaco y debilitado como el resto de la población del campo, pero no sentía hambre y en más de una ocasión le dio su magra porción de bacalao seco a otro. Sus camaradas decían que se alimentaba de arena. Trabajaba desde el amanecer, pero al ponerse el sol todavía le quedaban algunas horas que llenar. Entonces cogía la guitarra y cantaba. Lo había hecho rara vez durante los años de la Guerra Civil, pero se acordaba de las canciones románticas que le enseñó su madre para combatir la timidez y, por supuesto, de las revolucionarias, que los otros coreaban. La guitarra había pertenecido a un joven andaluz que hizo la guerra abrazado a ella, salió al exilio sin soltarla y vivió con ella en Argelès-sur-Mer hasta finales de febrero, cuando lo despachó una pulmonía. Como Víctor lo cuidó en sus últimos días, le dejó la guitarra en herencia. Era de los pocos instrumentos reales en el campo; había otros de fantasía cuyos sonidos eran imitados por los hombres con buen oído.
En esos meses se fue aliviando la congestión humana en el campo. Los viejos y los enfermos se morían y eran enterrados en un cementerio adyacente. Los más afortunados consiguieron auspicio y visas para emigrar a México y Sudamérica. Muchos soldados se incorporaron a la Legión Extranjera, a pesar de su disciplina brutal y su reputación de albergar criminales, porque cualquier cosa era preferible a permanecer en el campo. Quienes reunían los requisitos fueron empleados en la Compañía de Trabajadores Extranjeros, creada para reemplazar a la fuerza laboral francesa movilizada en preparación para la guerra. Más tarde otros se irían a la Unión Soviética a luchar en el Ejército Rojo o se unirían a la resistencia francesa. De estos, miles morirían en campos de exterminio de los nazis y otros en los gulags de Stalin.
Un día de abril, cuando el frío insoportable del invierno había dado paso a la primavera y ya se anunciaban los primeros calores del verano, llamaron a Víctor a la oficina del comandante del campo, porque tenía una visita. Era Aitor Ibarra, con sombrero de pajilla y zapatos blancos. Le costó casi un minuto reconocer a Víctor en el espantapájaros harapiento que tenía delante. Se abrazaron emocionados, ambos con los ojos húmedos.
—No sabes cómo me ha costado encontrarte, hermano. No figuras en ninguna lista, pensé que estabas muerto.
—Casi. Y tú ¿cómo es que andas vestido de chulo?
—De empresario, dirás. Ya te contaré.
—Primero dime qué pasó con mi madre y con Roser.
Aitor le contó la desaparición de Carme. Había hecho indagaciones sin lograr averiguar nada concreto, sólo que no había vuelto a Barcelona y que la casa de los Dalmau había sido requisada. Otra gente vivía allí. De Roser, en cambio, le traía buenas noticias. Le resumió la salida de Barcelona, la travesía a pie por las cumbres de los Pirineos y cómo fueron separados en Francia. No supo de ella por un tiempo.
—Yo me escapé apenas pude, Víctor, y no entiendo por qué tú no lo has intentado. Es fácil.
—Aquí me necesitan.
—Con esa mentalidad, camarada, siempre vas a estar jodido.
—Cierto. Qué le vamos a hacer. Volvamos a Roser.
—A ella la localicé sin problemas apenas pude recordar el nombre de tu amiga, la enfermera esa. Con tantos sobresaltos se me borró de la mente. Roser estuvo aquí, en este mismo campo, y salió gracias a Elisabeth Eidenbenz. Vive con una familia que la ha recibido en Perpiñán y trabaja de costurera y dando clases de piano. Tuvo un niño sano, que ya tiene un mes y es de lo más guapo.
Aitor se las había arreglado como antes, negociando. En la guerra conseguía lo más apreciado, desde cigarrillos y azúcar, hasta zapatos y morfina, que cambiaba por otras cosas en un trueque de hormigas, pero siempre con un margen de beneficio para él. También obtenía tesoros, como la pistola alemana y el cortaplumas americano, que tanto impresionaron a Roser. De esos no se hubiera desprendido nunca y todavía rabiaba acordándose de cuando se los quitaron. Había logrado ponerse en contacto con unos primos lejanos, emigrados a Venezuela varios años antes, que iban a recibirlo y conseguirle trabajo en ese país. Gracias a su innata habilidad había juntado dinero para el pasaje y la visa.
—Me voy dentro de una semana, Víctor. Hay que salir de Europa lo antes posible: se viene encima otra guerra mundial y será peor que la primera. Apenas llegue a Venezuela voy a hacer los trámites para que puedas ir y te mandaré el pasaje.
—No puedo dejar a Roser y a su niño.
—Ellos también, claro, hombre.
La visita de Aitor dejó a Víctor mudo durante varios días. Tuvo la certeza una vez más de estar atrapado, suspendido en un limbo, sin control sobre su destino. Después de pasar horas caminando por la playa, pesando y midiendo su responsabilidad con los enfermos del campo, decidió que había llegado el momento de dar prioridad a su responsabilidad hacia Roser y el niño, así como a su propio destino. El 1 de abril, Franco, como Caudillo de España, dignidad que ostentaba desde diciembre de 1936, había dado por terminada la guerra, que había durado novecientos ochenta y ocho días. Francia y Gran Bretaña habían reconocido su gobierno. La patria estaba perdida, no había esperanza de retornar. Víctor se bañó en el mar, refregándose con arena a falta de jabón, se hizo cortar el pelo por un camarada, se afeitó cuidadosamente y pidió su pase para ir a buscar la caja de medicamentos, que le entregaban en un hospital local, como hacía cada semana. Al principio iba acompañado de un guardia, pero después de varios meses de ir y venir le permitían hacerlo solo. Salió sin problemas y simplemente no regresó. Aitor le había dejado algo de dinero, que utilizó en su primera comida decente desde enero, un traje gris, dos camisas y un sombrero, todo usado pero en buen estado, y un par de zapatos nuevos. Según su madre: bien calzado, bien recibido. Un camionero le recogió y así llegó a Perpiñán a la oficina de la Cruz Roja a preguntar por su amiga.
Eidenbenz recibió a Víctor en su improvisada maternidad, con un infante en cada brazo, tan atareada que ni se acordó del romance entre ellos que nunca ocurrió. A Víctor no se le había olvidado. Al verla con sus ojos límpidos y su uniforme albo, serena como siempre, concluyó que era perfecta y él debía de ser idiota para imaginar que podría fijarse en él; esa mujer no tenía vocación de enamorada, sino de misionera. Al reconocerlo, Elisabeth le entregó los niños a otra mujer y lo abrazó con genuino afecto.
—¡Cómo has cambiado, Víctor! Debes de haber sufrido mucho, amigo mío.
—Menos que otros. He tenido suerte, dentro de todo. Tú, en cambio, estás tan bien como siempre.
—¿Te parece?
—¿Cómo haces para estar siempre impecable, tranquila y sonriente? Así te conocí en medio de una batalla y sigues igual, como si los malos tiempos que vivimos no te afectaran para nada.
—Los malos tiempos me obligan a ser fuerte y trabajar duro, Víctor. Has venido a verme por Roser, ¿verdad?
—No sé cómo agradecerte lo que has hecho por ella, Elisabeth.
—No hay nada que agradecer. Vamos a tener que hacer hora hasta las ocho, cuando ella termine su última clase de piano. No vive aquí. Está con unos amigos cuáqueros que me ayudan a conseguir recursos para la maternidad.
Así lo hicieron. Elisabeth le presentó a las madres que vivían en la casa, le mostró las instalaciones y después se sentaron a tomar té con galletas, mientras se ponían al día sobre las vicisitudes que cada uno había experimentado desde Teruel, cuando se vieron por última vez. A las ocho Elisabeth lo llevó en su coche, más atenta a la conversación que al volante. Víctor pensó cuán irónico sería haber sobrevivido a la guerra y al campo de concentración para morir aplastado como cucaracha en el vehículo de esa novia improbable.
La casa de los cuáqueros quedaba a veinte minutos de distancia y fue Roser quien les abrió la puerta. Al ver a Víctor dio un grito y se llevó las manos a la cara, como si estuviera ante una alucinación, y él la estrechó en sus brazos. La recordaba delgada, de caderas estrechas y pecho plano, cejas gruesas y facciones grandes, el tipo de mujer sin vanidad, que con los años se vería enjuta o masculina. La había visto por última vez a finales de diciembre, con una barriga prominente y acné en la cara. La maternidad la había dulcificado, le había dado curvas donde antes tenía ángulos, estaba amamantando a su hijo y tenía los pechos grandes, la piel clara y el cabello brillante. El encuentro fue tan emotivo que hasta Elisabeth, acostumbrada a presenciar escenas desgarradoras, se conmovió. A Víctor, su sobrino le resultó indescriptible; todos los críos de esa edad se parecían a Winston Churchill. Era gordo y calvo. Una mirada más atenta le reveló algunos rasgos familiares, como los ojos negros de aceituna de los Dalmau.
—¿Cómo se llama? —le preguntó a Roser.
—Por el momento le decimos el chiquillo. Estoy esperando a Guillem para ponerle nombre e inscribirlo en el Registro Civil.
Era la hora de darle la mala noticia, pero una vez más a Víctor le faltó valor para hacerlo.
—¿Por qué no le pones Guillem?
—Porque Guillem me advirtió que ninguno de sus hijos se llamaría como él. No le gusta su nombre. Dijimos que si era varón se llamaría Marcel y si era niña Carme, en honor a tu padre y tu madre.
—Bueno, entonces ya sabes…
—Voy a esperar a Guillem.
La familia de cuáqueros, padre, madre y dos niños, invitaron a Víctor y Elisabeth a cenar. Para ser ingleses, la comida resultó aceptable. Hablaban buen español, porque habían pasado los años de la guerra en España, ayudando a organizaciones de la infancia, y desde la Retirada trabajaban entre los refugiados. A eso se dedicarían siempre, como dijeron; tal como sostenía Elisabeth, siempre hay guerra en alguna parte.
—Estamos muy agradecidos —les dijo Víctor—. Gracias a ustedes el niño está con nosotros. En el campo de Argelès-sur-Mer no hubiera sobrevivido y creo que Roser tampoco. Esperamos no abusar de su hospitalidad por mucho tiempo.
—Nada tiene que agradecer, señor. Roser y el niño ya son de la familia. ¿Qué prisa tienen en irse?
Víctor les habló de su amigo Aitor Ibarra y el plan de emigrar a Venezuela cuando él pudiera ayudarlos. Parecía la única salida viable.
—Si emigrar es lo que queréis, tal vez podríais considerar iros a Chile —indicó Elisabeth—. Vi una noticia en el diario de un barco que llevará españoles a Chile.
—¿Chile? ¿Dónde queda eso? —preguntó Roser.
—A los pies del mundo, me parece —dijo Víctor.
Al día siguiente Elisabeth encontró la nota mencionada y se la hizo llegar a Víctor. El poeta Pablo Neruda, por encargo de su gobierno, estaba acondicionando un barco llamado Winnipeg para llevar exiliados a su país. Elisabeth le dio dinero para tomar el tren a París y probar suerte con aquel poeta, para él desconocido.
Valiéndose de un mapa de la ciudad, Víctor Dalmau llegó a la avenida de la Motte-Picquet, 2, cerca de Les Invalides, donde se alzaba la elegante mansión de la legación de Chile. Había cola en la puerta, controlada por un portero de mal talante. También eran hostiles los funcionarios del interior del edificio, incapaces de responder a un saludo. A Víctor le pareció una señal de mal augurio, como de mal augurio era el ambiente pesado y tenso de aquella primavera parisina. Hitler se iba tragando a mordiscos voraces territorios europeos y el nubarrón negro de la guerra ya oscurecía el cielo. La gente en la cola hablaba español y casi todos tenían el recorte de periódico en la mano. Cuando llegó su turno, a Víctor le señalaron la escalera, que comenzaba de mármol y bronce en los primeros pisos y terminaba angosta y pobretona en una especie de buhardilla. No había ascensor y debió ayudar a otro español más cojo que él, pues le faltaba una pierna y apenas podía subir aferrado a la barandilla.
—¿Es cierto que sólo aceptan a comunistas? —le preguntó Víctor.
—Así dicen. ¿Tú qué eres?
—Republicano nada más.
—No enredes las cosas. Mejor dile al poeta que eres comunista y ya está.
En un cuarto pequeño, amueblado con tres sillas y un escritorio, lo recibió Pablo Neruda. Era un hombre todavía joven, de ojos inquisidores y párpados de árabe, pesado de hombros y algo encorvado; parecía más macizo y entrado en carnes de lo que realmente era, como Victor pudo comprobar cuando se puso de pie para despedirlo. La entrevista duró diez minutos escasos y lo dejó con la impresión de que había fracasado en su intento. Neruda le hizo unas cuantas preguntas de cajón, edad, estado civil, estudios y experiencia de trabajo.
—Oí que escogerán sólo a comunistas… —dijo Víctor, extrañado de que el poeta no le hubiera preguntado su filiación política.
—Oyó mal. Esto es por cuotas, comunistas, socialistas, anarquistas y liberales. Lo decidimos entre el Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles y yo. Lo más importante es el carácter de la persona y la utilidad que pueda tener en Chile. Estoy estudiando cientos de solicitudes y en cuanto tome una decisión se lo haré saber, no se preocupe.
—Si su respuesta es afirmativa, señor Neruda, por favor tenga en cuenta que no viajaré solo. Una amiga con su niño de pocos meses vendría también.
—¿Una amiga, dice?
—Roser Bruguera, la novia de mi hermano.
—En ese caso su hermano tendría que venir a verme y llenar la solicitud.
—Suponemos que mi hermano murió en la batalla del Ebro, señor.
—Lo lamento mucho. Se da cuenta de que debo dar prioridad a los familiares inmediatos, ¿verdad?
—Lo entiendo. Volveré a verlo dentro de tres días, si me lo permite.
—En tres días no tendré una respuesta, amigo mío.
—Pero yo sí. Muchas gracias.
Esa misma tarde tomó el tren de vuelta a Perpiñán. Llegó cansado, de noche cerrada. Durmió en un hotel con pulgas, donde ni siquiera pudo darse una ducha, y al día siguiente se presentó en el taller de costura de Roser. Salieron a la calle para poder hablar. Victor la tomó del brazo, la condujo a un banco solitario en una plaza cercana y le contó su experiencia en la legación de Chile, omitiendo detalles, como la mala voluntad de los funcionarios chilenos y la escasa seguridad que le dio Neruda.
—Si ese poeta te acepta, Víctor, tienes que irte de todos modos. No te preocupes por mí.
—Roser, hay algo que debí decirte hace meses, pero cada vez que lo intento, una mano de hierro me estrangula y me callo. Cómo quisiera no ser yo quien…
—¿Guillem? ¿Es algo sobre Guillem? —exclamó ella, alarmada.
Víctor asintió, sin atreverse a mirarla. La estrechó contra su pecho en un firme abrazo y le dio tiempo para que llorara a gritos, como una niña desesperada, estremecida, con la cara hundida en su chaqueta de segunda mano, hasta quedar ronca y sin lágrimas. A él le pareció que Roser se desahogaba de un llanto largamente contenido, que la terrible noticia no era una sorpresa, que debía de sospecharla desde hacía mucho, porque sólo eso podía explicar el silencio de Guillem. Cierto, la gente se pierde en la guerra, las parejas se separan, las familias se dispersan, pero el instinto debió de advertirle a Roser que había muerto. Ella no pidió pruebas, pero él le mostró la billetera medio quemada y la fotografía, que Guillem siempre llevaba consigo.
—¿Ves por qué no puedo dejarte, Roser? Tienes que venir conmigo a Chile, si nos aceptan. En Francia también habrá guerra. Debemos proteger al niño.
—¿Y tu madre?
—Nadie la ha visto desde que salimos de Barcelona. Se perdió en el tumulto y si estuviera viva, se habría comunicado conmigo o contigo. Si apareciera en el futuro, ya veremos cómo ayudarla. Por el momento tú y tu hijo sois lo más importante, ¿entiendes?
—Entiendo, Víctor. ¿Qué debo hacer?
—Perdona, Roser… Tendrás que casarte conmigo.
Ella se lo quedó mirando con una expresión tan despavorida que Víctor no pudo contener una sonrisa, que resultó algo inapropiada para la solemnidad del momento. Le repitió la información de Neruda respecto a dar prioridad a las familias.
—Tú ni siquiera eres mi cuñada, Roser.
—Me casé con Guillem sin papeles ni bendición de un cura.
—Me temo que eso no cuenta en este caso. En pocas palabras, Roser, eres viuda sin serlo realmente. Nos vamos a casar hoy mismo, si se puede, y vamos a inscribir al niño como hijo nuestro. Yo seré su padre; lo voy a cuidar, proteger y querer como si fuera mi hijo, te lo prometo. Y lo mismo corre para ti.
—No estamos enamorados…
—Pides mucho, mujer. ¿No te basta con el cariño y el respeto? En los tiempos que corren, eso es más que suficiente. Nunca te voy a imponer una relación que no desees, Roser.
—¿Qué significa eso? ¿Que no te vas a acostar conmigo?
—Eso mismo, Roser. No soy un sinvergüenza.
Y así, en poco rato en el banco de la plaza, tomaron la decisión que habría de marcar el resto de sus vidas y también la del niño. En la huida precipitada, muchos desterrados llegaron a Francia sin documentos de identidad y otros los perdieron por el camino o en los campos de concentración, pero ellos tenían los suyos. Los amigos cuáqueros sirvieron como testigos del matrimonio en una breve ceremonia en el ayuntamiento. Víctor había lustrado sus zapatos nuevos y lucía una corbata prestada; Roser, con los ojos hinchados de tanto llorar, pero tranquila, se había puesto su mejor vestido y un sombrero primaveral. Después de casarse, registraron al niño como Marcel Dalmau Bruguera. Ese sería su nombre si su padre viviera. Celebraron con una cena especial en la pequeña maternidad de Elisabeth Eidenbenz, que culminó con una tarta de crema chantillí. Los esposos partieron el pastel y lo distribuyeron equitativamente entre los presentes.
Tal como Víctor le había anunciado a Pablo Neruda, a los tres días exactos volvió a la oficina de la legación chilena en París y le puso sobre el escritorio su certificado de matrimonio y el de nacimiento de su hijo. Neruda levantó su mirada de párpados somnolientos y lo examinó durante largos segundos, intrigado.
—Veo que tiene imaginación de poeta, joven. Bienvenido a Chile —dijo finalmente, poniendo su timbre en la solicitud—. ¿Dice que su mujer es pianista?
—Sí, señor. Y también costurera.
—Tenemos costureras en Chile, pero pianistas nos hacen falta. Preséntese con su mujer y su hijo en el muelle de Trompeloup, en Burdeos, el viernes muy temprano. Partirán en el Winnipeg al anochecer.
—No tenemos dinero para el pasaje, señor…
—Nadie lo tiene. Ya veremos. Y olvídese del pago de la visa chilena, que algunos cónsules pretenden cobrar. Me parece repugnante cobrarles visa a los refugiados. Eso también lo veremos en Burdeos.
Ese día de verano, 4 de agosto de 1939, en Burdeos, quedaría para siempre en la memoria de Víctor Dalmau, Roser Bruguera y otros dos mil y tantos españoles que partían a ese país larguirucho de América del Sur, aferrado a las montañas para no caerse al mar, del que nada sabían. Neruda habría de definirlo como un «largo pétalo de mar y vino y nieve… » con una «cinta de espuma blanca y negra », pero eso no les habría aclarado su destino a los desterrados. En el mapa Chile era delgado y remoto. La plaza de Burdeos hervía de gente, una multitud inmensa que crecía por minutos, medio sofocada de calor, bajo un cielo azulísimo. Iban llegando trenes, camiones y otros vehículos llenos de gente, la mayoría salida directamente de los campos de concentración, hambrienta, débil, sin haber tenido oportunidad de lavarse. Como los hombres habían permanecido separados durante meses de las mujeres y los niños, los encuentros entre parejas y familias eran un delirio de drama y emoción. Se descolgaban de las ventanillas, se llamaban a gritos, se reconocían y se abrazaban llorando. Un padre que creía muerto a su hijo en el Ebro, dos hermanos que nada sabían el uno del otro desde el frente de Madrid, un curtido soldado que descubría a su mujer y a sus hijos, a quienes no esperaba volver a ver. Y todo esto en perfecto orden, con un instinto natural de disciplina que allanó la tarea de los guardias franceses.
Pablo Neruda, vestido de blanco de pies a cabeza, con su esposa, Delia del Carril, ataviada también de blanco y con un gran sombrero de alas, dirigía las maniobras de identificación, sanidad y selección, como un semidiós, ayudado por cónsules, secretarios y amigos instalados en largos mesones. La autorización quedaba lista con su firma en tinta verde y un timbre del Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles. Neruda resolvió el problema de las visas con una visa colectiva. Los españoles se colocaban en grupos, les tomaban una foto, que revelaban apuradamente, después alguien cortaba los rostros de la foto y los pegaba en la autorización. Voluntarios caritativos repartían una merienda y útiles de aseo a cada persona. Los trescientos cincuenta niños recibieron un ajuar completo, a cargo de cuya distribución estaba Elisabeth Eidenbenz.
Era el día de la partida y todavía al poeta le faltaba bastante dinero para pagar aquel traslado masivo que el gobierno de Chile rehusó costear, porque era imposible justificarlo ante una opinión pública hostil y dividida. Entonces, inesperadamente, se presentaron en el muelle un pequeño grupo de personas muy formales dispuestas a pagar la mitad de cada pasaje. Roser los vio de lejos, le puso al niño en los brazos a Víctor, abandonó la fila y corrió a saludarlos. En el grupo estaban los cuáqueros que la habían acogido. Venían en nombre de su comunidad a cumplir con el deber, que se habían impuesto desde sus orígenes en el siglo XVII , de servir a la humanidad y promover la paz. Roser les repitió lo que había oído de Elisabeth: «Ustedes siempre están donde más se necesitan».
Víctor, Roser y el niño subieron de los primeros por la pasarela. Era un viejo barco de unas cinco mil toneladas, que transportaba carga de África y había servido para llevar tropas en la Primera Guerra Mundial. Estaba concebido para veinte marineros en trayectos cortos y lo acondicionaron para llevar a más de dos mil personas durante un mes. Habían construido deprisa literas triples de madera en las bodegas, y habían instalado cocina, comedor y una enfermería con tres médicos. A bordo les asignaron sus dormitorios, Víctor con los hombres en la proa y Roser con las mujeres y niños en la popa.
En las horas siguientes terminaron de subir los afortunados pasajeros; en tierra quedaron cientos de refugiados que no tuvieron cabida. Al anochecer, con la marea alta, el Winnipeg levó anclas. En la cubierta unos lloraban en silencio y otros entonaban en catalán, con la mano en el pecho, la canción del emigrante: «Dolça Catalunya, / pàtria del meu cor, / quan de tu s’allunya / d’enyorança es mor ». Tal vez presentían que no volverían nunca a su tierra. Desde el muelle, Pablo Neruda los despidió agitando un pañuelo hasta que se perdieron de vista. También para él ese día sería inolvidable y años más tarde escribiría: «Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie ».
Las literas eran como nichos en un cementerio; había que trepar a gatas y permanecer acostados sin moverse en colchonetas rellenas con paja, que parecían un lujo comparadas con las madrigueras en la arena mojada de los campos de concentración. Contaban con un excusado por cada cincuenta personas y había tres turnos en el comedor, que se respetaban sin chistar. Quienes venían de la miseria y el hambre se hallaban en el paraíso: llevaban meses sin probar un plato caliente y en el barco la comida era muy simple pero sabrosa; además podían repetir el plato de legumbres cuantas veces desearan; habían vivido atormentados por piojos y chinches y allí podían lavarse en palanganas con agua fresca y jabón; habían estado presos en la desesperación y ahora navegaban hacia la libertad. ¡Hasta tabaco había! Y cerveza o licor en un pequeño bar para quienes pudieran pagarlo. Casi todos los pasajeros se ofrecieron para colaborar con las faenas de a bordo, desde operar las máquinas hasta pelar patatas y cepillar la cubierta. En la primera mañana Víctor se puso a las órdenes de los médicos en la enfermería. Le dieron la bienvenida, le dejaron una bata blanca y le informaron de que varios refugiados tenían síntomas de disentería, bronquitis y había un par de casos de tifus que habían escapado a la atención del servicio de sanidad.
Las mujeres se organizaron para el cuidado de los niños. Habían delimitado un espacio en la cubierta, protegido con barandas, destinado a jardín infantil y escuela. Desde el primer día hubo guardería, juegos, arte, ejercicio y clases, hora y media por la mañana y hora y media por la tarde. Roser se mareó, como casi todos los demás, pero apenas pudo levantarse se dispuso a enseñar música a los pequeños con un xilófono y tambores improvisados con baldes. En eso estaba cuando llegó el segundo de a bordo, un francés del Partido Comunista, con la buena nueva de que Neruda había hecho llevar un piano y dos acordeones a bordo para ella y otros que supieran tocarlos. Algunos pasajeros disponían de un par de guitarras y un clarinete. Desde ese momento hubo música para los niños, conciertos y bailes para los adultos, además del enérgico coro de los vascos.
Cincuenta años después, cuando Víctor Dalmau fue entrevistado en televisión para narrar la odisea de su exilio, hablaría del Winnipeg como la nave de la esperanza.
Para Víctor Dalmau el viaje resultó una placentera vacación, pero Roser, que había pasado meses cómodamente en casa de sus amigos cuáqueros, sufrió al principio con el hacinamiento y el mal olor. No se le ocurrió mencionarlo, habría sido el colmo de la descortesía, y pronto se acostumbró al punto de no notarlos. Colocó a Marcel en una improvisada mochila y andaba siempre con él pegado a la espalda, incluso mientras tocaba el piano; se turnaba con Víctor, quien también lo cargaba cuando no estaba en la enfermería. Ella era la única que podía amamantar a su crío, las otras madres, desnutridas como estaban, contaban con un impecable servicio de biberones para los cuarenta infantes de a bordo. Varias mujeres ofrecieron lavarle la ropa y los pañales a Roser para que no se dañara las manos. Una campesina curtida por años de trabajo pesado, madre de siete niños, le examinaba las manos maravillada, sin entender cómo podía sacarle música al piano sin mirar las teclas. Esos dedos eran mágicos. Su marido era trabajador del corcho antes de la guerra y cuando Neruda le hizo ver que en Chile no había alcornoques, él replicó secamente: «Pues los habrá». Al poeta le pareció una respuesta espléndida y lo embarcó junto a pescadores, campesinos, obreros manuales, trabajadores y también intelectuales, a pesar de las instrucciones del gobierno chileno de evitar a personas con ideas. Neruda hizo caso omiso de esa orden; era una sandez dejar atrás a los hombres y mujeres que habían defendido heroicamente sus ideas. Secretamente esperaba que sacudieran la modorra insular de su patria.
La vida transcurría en la cubierta hasta muy tarde, porque abajo había pésima ventilación y el espacio era tan estrecho que apenas se podía circular. Los pasajeros crearon un periódico con las noticias del mundo, que empeoraban día a día a medida que Hitler iba tragando más territorio. A los diecinueve días de navegación, cuando se supo del pacto de no agresión entre la Unión Soviética y la Alemania nazi firmado el 23 de agosto, muchos comunistas que habían luchado contra el fascismo se sintieron profundamente traicionados. Las divisiones políticas que habían fracturado al gobierno de la República se mantuvieron a bordo; a veces estallaban peleas por culpas y resentimientos pasados, que eran rápidamente sofocadas por otros pasajeros antes de que interviniera el capitán Pupin, hombre de derecha sin ninguna simpatía por los pasajeros a su cargo, pero con un inalterable sentido del deber. Los españoles, que no conocían ese aspecto de su carácter, sospechaban que podía traicionarlos, cambiar rumbo y llevarlos de vuelta a Europa. Lo observaban con la misma atención con que observaban el curso de la navegación. El segundo oficial y la mayoría de los marineros eran comunistas; ellos también tenían a Pupin en la mira.
Las tardes se ocupaban con recitales de Roser, coros, bailes, juegos de cartas y dominó. Víctor organizó un club de ajedrez para quienes supieran jugar y quienes quisieran aprender. El ajedrez lo había salvado de la desesperación en los ratos perdidos de la guerra y el campo de concentración, cuando el alma ya no daba para más y le venía la tentación de echarse por tierra como un perro y dejarse morir. En esos momentos, si no tenía un contrincante, jugaba de memoria contra sí mismo con un tablero y piezas invisibles. En el barco también ofrecían conferencias sobre ciencia y otros temas, pero nada de política, porque el compromiso con el gobierno chileno era abstenerse de propagar doctrinas capaces de instigar una revolución. «En otras palabras, señores, no vengan a revolvernos el gallinero», resumió uno de los pocos chilenos que viajaban en el Winnipeg . Los chilenos daban charlas a los demás como preparación para lo que iban a encontrar. Neruda les había entregado un breve folleto y una carta bastante realista sobre el país: «Españoles: Tal vez de toda la vasta América fue Chile para vosotros la región más remota. También lo fue para vuestros antepasados. Muchos peligros y mucha miseria sobrellevaron los conquistadores españoles. Durante trescientos años vivieron en continua batalla contra los indomables araucanos. De aquella dura existencia queda una raza acostumbrada a las dificultades de la vida. Chile dista mucho de ser un paraíso. Nuestra tierra sólo entrega su esfuerzo a quien la trabaja duramente ». Esa advertencia y otras de los chilenos no asustaron a nadie. Les explicaron que Chile les había abierto las puertas gracias al gobierno populista del presidente Pedro Aguirre Cerda, quien había desafiado a los partidos de oposición y aguantado la campaña de terror de la derecha y de la Iglesia católica. «Es decir, allá tendremos a los mismos enemigos que teníamos en España», observó Víctor. Eso inspiró a varios artistas a pintar un lienzo gigantesco en homenaje al presidente chileno.
Se enteraron de que Chile era un país pobretón, cuya economía se basaba en la minería, sobre todo del cobre, pero había mucha tierra fértil, miles de kilómetros de costa para la pesca, bosques infinitos y espacios casi despoblados para establecerse y prosperar. La naturaleza era prodigiosa, desde el desierto lunar del norte, hasta los glaciares del sur. Los chilenos estaban acostumbrados a la escasez y a las catástrofes naturales, como los terremotos, que solían destruir todo y dejar un rosario de muertos y damnificados, pero a los desterrados eso les pareció un mal menor comparado con lo que habían vivido y lo que sería España bajo la férula de Franco. Les dijeron que se prepararan para retribuir, porque iban a recibir mucho; a los chilenos las penurias colectivas no los hacían amargos, sino hospitalarios y generosos, estaban siempre dispuestos a abrir los brazos y sus hogares. «Hoy por mí, mañana por ti», ese era el lema. Y también aconsejaron a los solteros cuidarse de las chilenas, porque a quien le ponían el ojo encima, no tenía escapatoria. Eran seductoras, fuertes y mandonas, una combinación letal. Todo esto sonaba como fantasía.
A los dos días de viaje, Víctor intervino en el nacimiento de una niña en la enfermería. Había visto las heridas más atroces y la muerte en todas sus formas, pero no le había tocado presenciar el comienzo de una vida y cuando pusieron a la recién nacida en el pecho de su madre, le costó disimular las lágrimas. El capitán extendió el acta de nacimiento de Agnes América Winnipeg. Una mañana, el hombre que ocupaba una de las literas superiores en el dormitorio de Víctor, no acudió al desayuno. Creyéndolo dormido, nadie fue a molestarlo hasta el mediodía, cuando llegó Víctor a sacudirlo para el almuerzo y lo encontró muerto. Esta vez el capitán Pupin tuvo que extender un certificado de defunción. Esa tarde, en una breve ceremonia, lanzaron al mar el cuerpo envuelto en una lona. Lo despidieron sus camaradas formados en la cubierta, entonando con el coro de los vascos una canción de la guerra. «Ya ves, Víctor, cómo la vida y la muerte andan siempre de la mano», comentó Roser, conmovida.
Las parejas soslayaron el inconveniente de la falta de privacidad utilizando los botes salvavidas. Debían turnarse ordenadamente para el amor, como se turnaban para todo, y mientras los enamorados disfrutaban del bote, un amigo montaba guardia para advertir al resto de los pasajeros y distraer a cualquier miembro de la tripulación que se acercara. Al saberse que Víctor y Roser estaban recién casados, más de uno les cedió su turno, que ellos rechazaron con efusivas muestras de agradecimiento; pero como habría levantado sospechas pasar el mes completo sin manifestar ninguna urgencia amorosa, en un par de ocasiones fueron al lugar de los amores separadamente, como hacían todas las parejas de acuerdo con un protocolo tácito, ella colorada de vergüenza y él sintiéndose como un idiota, mientras un voluntario paseaba a Marcel por la cubierta. El interior del bote era sofocante, incómodo y olía a bacalao podrido, pero la posibilidad de estar solos y conversar en susurros sin testigos los unió más que si hubieran hecho el amor. Tendidos lado a lado, ella con la cabeza en el hombro de él, hablaron de los ausentes, Guillem y Carme, a quien no querían imaginar muerta, especularon sobre la tierra desconocida que los esperaba en el fin del mundo y planearon el futuro. En Chile tratarían de establecerse y conseguir trabajo en lo que fuera, eso era lo más apremiante; después podrían divorciarse y ambos quedarían libres. La conversación los puso tristes. Roser le pidió que siempre siguieran siendo amigos, ya que él era la única familia que les quedaba a ella y a su hijo. No se sentía parte de su familia original en Santa Fe, que había visitado en muy escasas ocasiones desde que Santiago Guzmán se la llevó a vivir con él y con la cual ya nada tenía en común. Víctor le reiteró la promesa de ser un buen padre para Marcel. «Mientras yo pueda trabajar, a vosotros nada os va a faltar», agregó. Ella no se refería a ese punto, porque se sentía plenamente capaz de mantenerse sola y sacar adelante al niño, pero prefirió callarse. Ambos evitaban ahondar en temas sentimentales.
La primera escala fue en la isla de Guadalupe, posesión francesa, para abastecer el barco de víveres y agua; siguieron navegando hasta Panamá, siempre alertas ante la posibilidad de cruzarse con submarinos alemanes. Allí se detuvieron muchas horas sin saber qué ocurría, hasta que escucharon por los altoparlantes que habían tropezado con problemas administrativos. Eso casi provocó una revuelta entre los viajeros, convencidos de que el capitán Pupin había encontrado un buen pretexto para regresar a Francia. A Víctor y otros dos hombres, escogidos por su ecuanimidad, les asignaron la tarea de averiguar lo que ocurría y negociar una solución. Pupin, de muy mal humor, les explicó que la culpa era de los organizadores del viaje, que no habían pagado los derechos del canal, y ahora él estaba perdiendo tiempo y dinero en ese infierno. ¿Sabían cuánto costaba nada más que mantener a flote al Winnipeg? En resolver el problema se perdieron cinco días de angustiosa espera, apiñados en el barco con un calor de fragua, hasta que por fin les dieron el pase y entraron en la primera esclusa. Víctor, Roser y los otros pasajeros y tripulantes observaron maravillados el sistema de compuertas que los llevaba del Atlántico al Pacífico. Las maniobras eran un prodigio de precisión en un espacio tan ajustado que desde la cubierta podían conversar con los hombres que trabajaban en tierra a ambos lados del barco. Dos de ellos resultaron ser vascos y fueron agasajados por el coro de sus compatriotas del Winnipeg cantando en euskera. En Panamá los refugiados sintieron el alejamiento definitivo de Europa; el canal los separaba de su tierra y del pasado.
—¿Cuándo podremos volver a España? —le preguntó Roser a Víctor.
—Pronto, espero, el Caudillo no será eterno. Pero todo depende de la guerra.
—¿Por qué?
—La guerra es inminente, Roser. Será una guerra de ideología y de principios, una guerra entre dos maneras de entender el mundo y la vida, una guerra de la democracia contra nazis y fascistas, una guerra entre libertad y autoritarismo.
—Franco pondrá a España en el bando de Hitler. ¿En qué bando estará la Unión Soviética?
—Es una democracia del proletariado, pero no confío en Stalin. Puede aliarse con Hitler y puede convertirse en un tirano peor que Franco.
—Los alemanes son invencibles, Víctor.
—Eso dicen. Habrá que verlo.
A los viajeros que navegaban por primera vez por el océano Pacífico, les sorprendió el nombre, porque de pacífico tenía poco. Roser, como muchos otros que se creían curados del mareo inicial, volvió a caer fulminada por la furia de las olas, pero a Víctor lo afectó poco, porque pasó la turbulencia ocupado en la enfermería con el nacimiento de otro niño. Después de dejar atrás Colombia y Ecuador, entraron en las aguas territoriales de Perú. La temperatura había descendido, estaban en el invierno del hemisferio sur, y una vez que pasó el calor tremendo, que había sido lo peor del hacinamiento a bordo, el ánimo de los pasajeros mejoró mucho. Estaban lejos de los alemanes y había menos probabilidades de que el capitán Pupin cambiara de rumbo. Se iban acercando a su destino con una mezcla de esperanza y aprensión. Por las noticias del telégrafo sabían que en Chile las opiniones estaban divididas y su situación era motivo de apasionadas discusiones en el Congreso y la prensa, pero también se enteraron de que había planes para ayudarlos con hospedaje y trabajo por parte del gobierno, de partidos políticos de izquierda, de sindicatos y de agrupaciones de inmigrantes españoles llegados mucho antes al país. No estarían desamparados.