Delgada es nuestra patria
y en su desnudo filo de cuchillo
arde nuestra bandera delicada .
PABLO NERUDA ,
«Sí, camarada, es hora de jardín»,
El mar y las campanas
A fines de agosto el Winnipeg llegó a Arica, el primer puerto en el norte de Chile, muy diferente a la idea que los refugiados tenían de un país sudamericano: nada de jungla lujuriante o de luminosas playas con cocoteros; se parecía mas bien al Sáhara. Les dijeron que tenía clima templado y era el lugar habitado más seco de la Tierra. Pudieron ver la costa desde el mar y a lo lejos una cadena de montañas moradas como brochazos de acuarela contra un cielo límpido color espliego. El barco se detuvo en alta mar y pronto se aproximó un bote con funcionarios de Inmigración y del Departamento Consular de la Cancillería, que subieron a bordo. El capitán les cedió su oficina para que procedieran a entrevistar a los pasajeros, extenderles documentos de identidad y visas e indicarles en qué lugar del país iban a residir, según sus ocupaciones.
Víctor y Roser, con Marcel en brazos, se presentaron en el estrecho camarote del capitán, ante un joven funcionario consular, Matías Eyzaguirre, quien estampaba la visa en cada documento y ponía su firma.
—Aquí dice que su residencia será en la provincia de Talca —les explicó—. Eso de indicarles dónde deben establecerse es una tontería de los de Inmigración. En Chile hay libertad absoluta de movimiento. No hagan caso de eso, vayan a donde quieran.
—¿Usted es vasco, señor? Por el apellido, digo —le preguntó Víctor.
—Mis bisabuelos eran vascos. Aquí todos somos chilenos. Bienvenidos a Chile.
Matías Eyzaguirre había emprendido el viaje a Arica en tren para alcanzar al Winnipeg , que llegó con días de atraso por el problema en Panamá. Era uno de los empleados más jóvenes del departamento y le tocó acompañar a su jefe. Ninguno de los dos iba de buena gana, porque estaban en total desacuerdo con la idea de aceptar en Chile a los refugiados, esa manada de rojos, ateos y posiblemente criminales, que venían a quitarles el trabajo a los chilenos justamente cuando había una grave cesantía y el país no se había recuperado de la depresión económica ni del terremoto; pero cumplían con su deber. En el puerto los subieron en un bote enclenque y desafiando a las olas los llevaron al barco, donde debieron trepar por una escalera de cuerdas sacudida por el viento, empujados desde abajo por unos marineros franceses de lo más rudos. Arriba los recibió el capitán Pupin con una botella de coñac y cigarros cubanos. Los funcionarios sabían que Pupin había hecho ese viaje a contrapelo y detestaba a su carga, pero se llevaron una sorpresa con el hombre. Resultó que en el mes de convivencia con los españoles, Pupin fue cambiando de opinión respecto a ellos, aunque mantuvo intactas sus convicciones políticas. «Esta gente ha sufrido mucho, señores. Son personas de buena moral, ordenados y respetuosos, vienen a su país dispuestos a trabajar y rehacer sus vidas», les dijo.
Matías Eyzaguirre provenía de una familia que se consideraba aristocrática, de un ambiente católico y conservador, opuesto a la inmigración, pero al encontrarse cara a cara con cada uno de esos refugiados, hombres, mujeres y niños, adquirió una perspectiva diferente de la situación, como Pupin. Se había educado en un colegio religioso y vivía protegido por los privilegios de su clase. Su abuelo y su padre fueron jueces de la Corte Suprema y dos de sus hermanos eran abogados, de modo que él estudió leyes, como se esperaba en su familia, aunque no estaba hecho para esa profesión. Alcanzó a ir a la universidad esforzadamente un par de años y después entró en la Cancillería gracias a los contactos de su familia. Empezó desde abajo y a los veinticuatro años, cuando le tocó estampar visas en el Winnipeg , ya había probado tener pasta de buen funcionario y diplomático. Al cabo de un par de meses saldría para Paraguay en su primera misión y esperaba hacerlo casado, o por lo menos de novio, con su prima Ofelia del Solar.
Una vez resuelta la documentación, una docena de pasajeros fueron desembarcados porque había trabajo para ellos en el norte, y el Winnipeg navegó hacia el sur de ese «largo pétalo» de Neruda. A bordo, una expectación callada se iba apoderando de los españoles. El 2 de septiembre vieron el perfil de Valparaíso, su destino final, y al anochecer el barco fondeó frente al puerto. La ansiedad a bordo rayaba en el delirio colectivo, más de dos mil rostros anhelantes se agolparon en la cubierta superior esperando el momento de pisar esa tierra desconocida, pero las autoridades portuarias decidieron que el desembarco se haría al día siguiente con luz de amanecida y en calma. Millares de luces temblorosas del puerto y de las viviendas de los altos cerros de Valparaíso competían con las estrellas, de modo que no se sabía dónde terminaba el paraíso prometido y dónde comenzaba el cielo. Era una ciudad estrafalaria de escaleras y ascensores y calles angostas para burros, de viviendas locas colgando de laderas empinadas, llena de perros vagos, pobretona y sucia, una ciudad de comerciantes, marineros y vicios, como casi todos los puertos, pero maravillosa. Desde el barco brillaba como una ciudad mítica salpicada de diamantes. Nadie se acostó esa noche; se quedaron en la cubierta admirando aquel espectáculo mágico y contando las horas. Víctor habría de recordar esa noche como una de las más hermosas de su vida. Por la mañana el Winnipeg atracó por fin en Chile, con un gigantesco retrato del presidente Pedro Aguirre Cerda pintado en un lienzo y una bandera chilena colgados a un costado.
Nadie a bordo esperaba la acogida que recibieron. Tanto les habían advertido de la campaña de desprestigio de la derecha, de la oposición cerrada de la Iglesia católica y de la proverbial sobriedad de los chilenos, que en los primeros momentos no comprendieron qué sucedía en el puerto. La multitud apiñada detrás de cordones de contención, con pancartas y banderas de España, de la República, de Euskadi y de Cataluña, los vitoreaba en un solo clamor ronco de bienvenida. Una banda musical tocaba los himnos de Chile y de la España republicana, así como La Internacional , coreados por cientos de voces. La canción nacional de Chile resumía en pocas líneas, algo sentimentales, el espíritu hospitalario y la vocación de libertad del país que los recibía: «Dulce patria, recibe los votos / con que Chile en tus aras juró, / que o la tumba serás de los libres, / o el asilo contra la opresión ». En la cubierta, los rudos combatientes, que tantas pruebas brutales habían sufrido, lloraban. A las nueve comenzó el desembarco en fila india por una pasarela. Abajo, cada refugiado pasó primero frente a una tienda de Sanidad para ser vacunado y después cayó en brazos de Chile, como lo expresaría años más tarde Víctor Dalmau, cuando pudo darle las gracias personalmente a Pablo Neruda.
Aquel 3 de septiembre de 1939, el día esplendoroso de la llegada a Chile de los desterrados españoles, estalló la Segunda Guerra Mundial en Europa.
Felipe del Solar había hecho el viaje al puerto de Valparaíso el día anterior a la llegada del Winnipeg , porque deseaba estar presente en ese evento histórico, como lo definió. Según sus compinches del Club de Los Furiosos, era un exagerado. Decían que su fervor por los refugiados se debía menos a su buen corazón que a las ganas de llevarles la contra a su padre y a su clan. Pasó buena parte del día saludando a los recién llegados, mezclándose con la gente que los había ido a recibir y conversando con los conocidos que encontró. Entre la muchedumbre entusiasta del muelle había autoridades del gobierno, representantes de los trabajadores y las colonias catalana y vasca, con quienes había estado en contacto durante los últimos meses para preparar la llegada del Winnipeg, artistas, intelectuales, periodistas y políticos. Entre ellos se hallaba un médico de Valparaíso, Salvador Allende, dirigente socialista que al cabo de unos días fue nombrado ministro de Salud y tres décadas más tarde sería presidente de Chile. A pesar de su juventud, era un personaje destacado en los medios políticos, admirado por unos, rechazado por otros y respetado por todos. Había participado en más de una ocasión en las tertulias de Los Furiosos y al reconocer a Felipe del Solar entre la multitud, lo saludó desde lejos.
Felipe había conseguido invitación para subir al tren especial que transportó a los viajeros de Valparaíso a Santiago. Allí dispuso de varias horas para aprender de primera mano lo sucedido en España, que sólo conocía por la prensa y los testimonios de unos pocos, como Pablo Neruda. Vista desde Chile, la Guerra Civil era un acontecimiento tan remoto como si hubiera ocurrido en otra época. El tren avanzaba sin detenerse, pero pasaba muy lentamente frente a las estaciones de los pueblos del camino, porque en cada una había un gentío saludando a los recién llegados con banderas, canciones y empanadas o pasteles, que les entregaban por las ventanillas, corriendo junto a los vagones. En Santiago los esperaba una muchedumbre frenética en la estación, tan densa que era imposible circular; había gente subida en las columnas y colgada de las vigas saludando a gritos, cantando y lanzando flores al aire. Fue tarea de los carabineros sacar a los españoles de la estación para llevarlos a la cena, con un contundente menú chileno, que había preparado el Comité de Recepción.
En el tren, Felipe del Solar había escuchado diferentes historias unidas por el hilo común de la desgracia. Terminó entre dos carros, fumando con Víctor Dalmau, quien le dio su perspectiva de la guerra desde la sangre y la muerte de las estaciones de primeros auxilios y los hospitales de evacuación.
—Lo que padecimos en España es una muestra de lo que van a sufrir en Europa —concluyó Víctor—. Los alemanes probaron su armamento con nosotros, dejaron pueblos enteros reducidos a escombro. En Europa será peor.
—Por el momento sólo Inglaterra y Francia le hacen frente a Hitler, pero seguramente contarán con aliados. Los americanos tendrán que pronunciarse —dijo Felipe.
—¿Y cuál será la posición de Chile? —le preguntó Roser, que se había acercado con su niño a la espalda en la misma mochila que había usado durante meses.
—Esta es Roser, mi mujer —la presentó Víctor.
—Encantado, señora. Felipe del Solar, para servirla. Su marido me habló de usted. Pianista, ¿verdad?
—Sí. Trátame de tú —dijo Roser y le repitió la pregunta.
Felipe le habló de la numerosa colonia alemana, establecida en el país desde hacía varias décadas, y citó a los nazis chilenos, pero agregó que no había nada que temer. Seguramente Chile se mantendría neutral en la guerra. Compartió con ellos la lista de industriales y empresarios que deseaban darles trabajo a algunos españoles de acuerdo con sus habilidades, pero ninguno de esos empleos le calzaba a Víctor. No podría dedicarse a lo único que sabía sin un diploma. Felipe le aconsejó que se inscribiera en la Universidad de Chile, gratuita y muy prestigiosa, y estudiara medicina. Tal vez le reconocerían los cursos hechos en Barcelona y los conocimientos adquiridos en la guerra, pero aun así iba a costarle años obtener su título.
—Lo primero es ganarme la vida —replicó Víctor—. Trataré de conseguir un empleo nocturno para estudiar de día.
—Yo también necesito trabajo —apuntó Roser.
—Para ti será fácil. Siempre necesitamos pianistas por estos lados.
—Eso dijo Neruda —añadió Víctor.
—Por el momento vendrán a vivir a mi casa —decidió Felipe.
Disponía de dos habitaciones libres y, anticipando la llegada del Winnipeg , había contratado más personal doméstico; contaba con una cocinera y dos empleadas; así evitaba más problemas con Juana. Las llaves de los cuartos vacíos de la casa paterna, que la buena mujer no soltaba, fue el único motivo de pelea que habían tenido en veintitantos años, pero se querían demasiado como para permitir que eso los separara. Cuando llegó el telegrama de su padre desde París, dejando claro que ningún rojo pisaría su casa, Felipe ya había resuelto organizarse para recibir a algunos españoles bajo su techo. La familia Dalmau le pareció ideal.
—Te lo agradezco mucho, pero entiendo que el Comité de Refugiados nos ha conseguido alojamiento en una pensión y pagarán los seis primeros meses —dijo Víctor.
—Tengo un piano y paso el día en mi bufete. Podrás tocarlo cuanto quieras sin que nadie te moleste, Roser.
Ese fue el argumento definitivo. La casa, en un barrio que a los huéspedes les pareció tan señorial como el mejor de Barcelona, era elegante por fuera y estaba casi vacía por dentro, porque Felipe sólo había adquirido los muebles indispensables; detestaba el estilo rebuscado de sus padres. No había cortinas en las ventanas de vidrios biselados ni alfombras sobre los pisos de parquet, ni un florero o una planta a la vista y las paredes permanecían desnudas, pero a pesar de la escasa decoración emanaba un aire de innegable refinamiento. Les ofrecieron dos habitaciones, un baño y la atención exclusiva de una de las empleadas a quien Felipe le asignó el papel de niñera. Marcel tendría quien lo cuidara mientras sus padres trabajaban.
Dos días más tarde Felipe llevó a Roser a una emisora de radio, cuyo director era amigo suyo, y esa misma tarde la pusieron ante un piano para acompañar un programa. De paso anunciaron su talento de concertista y maestra de música. Nunca habría de faltarle trabajo. A Víctor le consiguió empleo en el bar del Club Hípico con el mismo sistema tradicional entre conocidos, donde el mérito contaba mucho menos que el compadrazgo. El turno era de siete de la tarde a dos de la madrugada; eso le permitiría estudiar apenas pudiera inscribirse en la Escuela de Medicina, que según Felipe iba a ser muy fácil, porque el rector era pariente de la familia de su madre, los Vizcarra. Víctor comenzó acarreando cajas de cerveza y lavando vasos, hasta que aprendió a diferenciar vinos y preparar cócteles. Entonces lo pusieron detrás de la barra, donde debía presentarse de traje oscuro, camisa blanca y corbata de pajarita. Sólo tenía una muda de ropa interior y el traje comprado con el dinero de Aitor Ibarra al escapar de Argelès-sur-Mer, pero Felipe puso su ropero a su disposición.
Juana Nancucheo aguantó una semana sin preguntar por los alojados de Felipe, hasta que la curiosidad pudo más que el orgullo y, provista de una bandeja de bollos recién horneados, fue a husmear. Le abrió la puerta la nueva mucama con un niño en brazos. «Los patrones no están», dijo. Juana la hizo a un lado de un empujón y entró con largos pasos. Inspeccionó todo de arriba abajo, comprobando que los rojos, como los llamaba don Isidro, eran bastante limpios y ordenados; destapó las ollas en la cocina y le dio instrucciones a la niñera, a quien juzgó demasiado joven y con cara de boba: «¿Dónde anda callejeando la madre del mocoso? Bien bueno eso de tener hijos y dejarlos tirados. Simpático, el Marcelito, no se puede negar. Ojos grandes, rollizo y nada tímido, me echó los brazos al cuello y se me colgó de la trenza», le contó más tarde a Felipe.
El 4 de septiembre en París, Isidro del Solar estaba preparando a su mujer para comunicarle su decisión sobre el colegio de señoritas en Londres, donde ya había inscrito a Ofelia, cuando los sorprendió la noticia de que había comenzado la guerra. El conflicto se veía venir desde hacía meses, pero él se las había arreglado para descartar el temor colectivo porque interfería con sus vacaciones. La prensa exageraba. El mundo siempre estaba al borde de algún problema bélico, qué necesidad había de angustiarse por eso, pero le bastó asomarse a la puerta de su habitación para adivinar la gravedad de lo ocurrido. Se encontró con una actividad frenética, los empleados del hotel corrían con maletas y baúles, los huéspedes se empujaban, las damas con sus perritos falderos, los señores peleando por los taxis disponibles, los niños confundidos y llorando. En la calle también reinaba un alboroto de batalla: media ciudad pretendía escapar al campo hasta que se aclararan las cosas, el tráfico estaba detenido por la aglomeración de vehículos cargados de bultos hasta el techo intentando avanzar entre peatones apurados, sonaban instrucciones perentorias por altoparlantes y guardias a caballo procuraban mantener el orden. Isidro del Solar tuvo que aceptar que sus planes de volver a Londres tranquilamente, retirar el automóvil último modelo que había comprado para llevar a Chile y embarcarse en el Reina del Pacífico , se habían ido al diablo. Debía salir de Europa rápidamente. Llamó al embajador de Chile en Francia.
Pasaron tres días angustiosos antes de que la legación les consiguiera pasajes en el último barco chileno disponible, un carguero lleno a reventar con trescientos pasajeros, donde normalmente iban cincuenta. Para darles cabida a los Del Solar estuvieron a punto de bajar a una familia judía, que había pagado sus boletos y sobornado a un cónsul chileno con las joyas de la abuela para obtener las visas. Ya había sucedido que no dejaran subir a bordo a judíos o que el barco regresara con ellos al punto de partida, porque ningún país los aceptaba. Esa familia, como varias otras entre los pasajeros, había salido de Alemania después de sufrir tremendas vejaciones, sin derecho a llevar consigo nada de valor. Para ellos, alejarse de Europa era cuestión de vida o muerte. Ofelia los oyó suplicarle al capitán y se adelantó a cederles su cabina sin consultar con sus padres, aunque eso significaba compartir una angosta litera con su madre. «En tiempos de crisis hay que adaptarse», dijo Isidro, pero estaba incómodo con la mezcolanza de gente de varios pelajes, incluyendo sesenta judíos, la comida pésima de arroz y más arroz, la falta de agua para el baño, el susto de navegar a oscuras para ocultarse de los aviones. «No sé cómo vamos a soportar un mes apretados como sardinas en este cascarón oxidado», decía, mientras su mujer rezaba y su hija se mantenía ocupada entreteniendo a los niños y dibujando retratos y escenas de a bordo. Pronto Ofelia, inspirada por la proverbial generosidad de su hermano Felipe, distribuyó parte de su ropa entre los judíos que subieron sin más que lo puesto. «Tanto gastar en las tiendas para que esta chiquilla reparta lo que compramos, menos mal que su ajuar de novia está en los baúles de la bodega», masculló Isidro, sorprendido del gesto de esa hija suya que parecía tan frívola. Meses más tarde, Ofelia se enteraría de que la Segunda Guerra Mundial la salvó del colegio de señoritas.
La navegación en tiempos normales duraba veintiocho días, pero se hizo a toda máquina en veintidós, sorteando minas flotantes y evitando a los buques de guerra de ambos bandos. En teoría estaban a salvo porque iban bajo la bandera neutral de Chile, pero en la práctica podía haber un trágico malentendido y acabar hundidos por los alemanes o los aliados. En el canal de Panamá presenciaron medidas de protección extraordinarias contra sabotajes, redes de arrastre y buzos para recoger posibles bombas dejadas en las esclusas. Para Laura e Isidro del Solar el calor y los mosquitos eran un tormento, la incomodidad abrumadora y la angustia de la guerra los tenía con el estómago hecho un nudo, pero para Ofelia la experiencia era más divertida que el viaje en el Reina del Pacífico , con su aire acondicionado y sus orgías de chocolate.
Felipe los esperaba en Valparaíso con su automóvil y un camión alquilado, conducido por el chófer de la familia, para transportar el equipaje. Su hermana, que siempre le había parecido necia de carácter y cursi de aspecto, lo sorprendió. Se la veía mayor y más seria, se le había estirado el cuerpo y definido las facciones; ya no era la chica con cara de muñeca que se fue, sino una joven bastante interesante. De no ser su hermana, hubiera dicho que Ofelia era muy bonita. Matías Eyzaguirre también estaba en el puerto, con su automóvil y un ramo de rosas para su novia renuente. Como Felipe, se impresionó al ver a Ofelia. Siempre había sido atractiva, pero ahora le parecía preciosa y lo invadió la duda atroz de que llegara otro más inteligente o más rico y se la arrebatara. Decidió adelantar sus planes. Le anunciaría de inmediato la noticia de su primera misión diplomática y tan pronto estuvieran solos le ofrecería el anillo de brillantes que había sido de su bisabuela. Un sudor nervioso le empapaba la camisa, quién sabía cómo iba a reaccionar esa joven caprichosa con la perspectiva de casarse y vivir en Paraguay.
La caravana de dos coches y un camión pasó entre un grupo de unos veinte jóvenes con esvásticas protestando contra los judíos que viajaban a bordo y gritando insultos a quienes habían llegado a recibirlos. «Pobre gente, vienen escapando de Alemania y mira con lo que se encuentran aquí», comentó Ofelia. «No les hagas caso. Los carabineros los van a dispersar», la tranquilizó Matías.
En el viaje a Santiago, cuatro horas por un camino de curvas sin pavimentar, Felipe, que iba con sus padres en uno de los automóviles, tuvo tiempo de contarles cómo los españoles se estaban adaptando de maravilla y en menos de un mes la mayoría de ellos estaban instalados y trabajando. Muchas familias chilenas los habían hospedado; era bochornoso que teniendo una casa grande con media docena de habitaciones vacías ellos no lo hicieran. «Ya sé que usted tiene a unos ateos comunistas en su casa. Se va a arrepentir», le advirtió Isidro. Felipe le aclaró que de comunistas nada, tal vez eran anarquistas, y en cuanto a lo de ateos, habría que averiguarlo. Les habló de los Dalmau, de cuán decentes y cultos eran, y del niño, que estaba enamorado de Juana. Isidro y Laura ya sabían que la fiel Juana Nancucheo los había traicionado, que iba a diario a ver a Marcel para supervisar su comida y sacarlo al parque a tomar el sol con Leonardo, en vista de que la madre era callejera, como decía, y no estaba nunca en la casa con la disculpa del piano, mientras el padre vivía metido en un bar. A Felipe le pareció prodigioso que sus padres hubieran obtenido tanta información en alta mar.
En diciembre Matías Eyzaguirre partió a Paraguay a las órdenes de un embajador déspota con los subalternos y servil con quienes lo superaban en la escala social. Matías entraba en esa categoría. Fue solo, porque Ofelia rechazó el anillo con el pretexto de haberle prometido a su padre permanecer soltera hasta los veintiún años. Matías sabía que si ella quisiera casarse, nadie se lo podría impedir, pero se resignó a esperar, con el riesgo que eso implicaba. A Ofelia le sobraban admiradores, pero sus futuros suegros le aseguraron que estaría muy bien cuidada. «Dele tiempo a la niña, es muy inmadura. Voy a rezar por ustedes, para que se casen y sean muy felices», le prometió doña Laura. Matías pensaba seducir definitivamente a Ofelia desde la distancia mediante una ininterrumpida correspondencia, un diluvio de cartas de amor, para eso existía el correo y él podía ser mucho más elocuente por escrito que de palabra. Paciencia. Amaba a Ofelia desde que eran unos críos, estaban hechos el uno para el otro, de eso no tenía duda.
Días antes de la Navidad, Isidro del Solar hizo traer del campo un cerdo criado con leche, como hacía cada año en esa fecha, y contrató a un matarife para que lo faenara en el tercer patio de la casa, lejos de la vista de Laura, Ofelia y el Bebe. Juana supervisó la transformación del infeliz animal en carne para asado, salchichas, chuletas, jamón y tocino. Estaba a cargo de la cena del 24 de diciembre, que reunía a la extensa familia, y de poner una Natividad en la chimenea con figuras de yeso traídas de Italia. Temprano por la mañana, cuando fue a llevarle el café a su patrón en la biblioteca, se le plantó al frente.
—¿Pasa algo, Juana?
—Según mi parecer, habría que invitar a los comunistas del niño Felipe.
Isidro del Solar levantó la vista del periódico y se quedó mirándola, perplejo.
—Lo digo por Marcelito —dijo ella.
—¿Quién?
—Usted sabe de quién le hablo, patrón. El mocosito, pues, el hijo de los comunistas.
—Los comunistas se abanican con la Navidad, Juana. No creen en Dios y les importa un bledo el Niño Jesús.
Juana ahogó un grito y se persignó. Felipe le había explicado un montón de tonterías de los comunistas sobre igualdad y lucha de clases, pero nunca había oído de alguien que no creyera en Dios y se abanicara con el Niño Jesús. Le costó un minuto entero recuperar el habla.
—Así será, patrón, pero el mocoso no tiene la culpa de eso. Según pienso, deberían comer aquí en la Nochebuena. Ya se lo dije al niño Felipe y está de acuerdo. También la señora Laura y la Ofelita.
Así fue como los Dalmau pasaron su primera Navidad en Chile con la familia Del Solar en pleno. Roser se puso el mismo vestido que cosió para su boda en Perpiñán, azul oscuro con aplicación de flores blancas en el cuello, y se recogió el pelo en la nuca con una red de mostacillas negras y un broche de azabache, que le había regalado Carme cuando supo que estaba esperando un hijo de Guillem. «Ya eres mi nuera, para eso no se requieren papeles», le dijo. Víctor se puso un terno de Felipe, que le quedaba un poco ancho y corto de perneras. Cuando llegaron a la casa de la calle Mar del Plata, Juana se apoderó de Marcel y se lo llevó a jugar con Leonardo, mientras Felipe empujaba a los Dalmau al salón para las presentaciones de rigor. Les había contado que en Chile las clases sociales son una torta de mil hojas, es fácil descender, pero casi imposible subir, porque el dinero no compra linaje. Las únicas excepciones eran el talento, como Pablo Neruda, y la belleza de ciertas mujeres. Ese había sido el caso de la abuela de Ofelia, hija de un modesto comerciante inglés, una beldad con porte de reina, que llegó a mejorar la raza, como decían sus descendientes, los Vizcarra. Si los Dalmau fueran chilenos, jamás hubieran sido invitados a la mesa de los Del Solar, pero como extranjeros exóticos, por el momento flotaban en el limbo. Si les iba bien, terminarían en alguna de las numerosas subclasificaciones de la clase media. Felipe les advirtió de que en casa de sus padres serían examinados como fieras del circo por gente conservadora, religiosa e intolerante, pero una vez superada la curiosidad inicial serían acogidos con la obligada hospitalidad chilena. Así fue. Nadie les preguntó por la Guerra Civil ni por las razones del exilio, en parte por ignorancia —según Felipe, apenas leían las páginas sociales del diario El Mercurio —, pero también por amabilidad; no deseaban incomodarlos. A Víctor le volvió de sopetón la timidez de su adolescencia, que creía superada, y permaneció de pie en un rincón del salón francés, entre dos sillones estilo Luis XV con tapizado de seda color musgo, mudo o contestando lo mínimo posible. Roser, en cambio, estaba a sus anchas y no se hizo de rogar para tocar canciones alegres en el piano, coreada por varios de los presentes que habían bebido una copa de más.
La más impresionada con los Dalmau fue Ofelia. Lo poco que sabía de ellos se basaba en comentarios de Juana e imaginaba a un par de tétricos funcionarios soviéticos, a pesar de que Matías le había contado su buena experiencia con los españoles en general cuando les estampó las visas en el Winnipeg . Roser era una joven que irradiaba seguridad, sin asomo de vanidad o de arribismo. Le explicó a un corrillo de damas, todas de negro con un collar de perlas, el uniforme de las chilenas distinguidas, que había sido pastora de cabras, panadera y costurera antes de ganarse el sustento con el piano. Lo dijo con tal naturalidad, que fue celebrada como si hubiera hecho esos oficios por capricho. Después se sentó al piano y terminó de seducirlas. Ofelia sintió una mezcla de envidia y vergüenza al comparar su existencia de señorita ignorante y ociosa con la de Roser, quien era sólo un par de años mayor que ella, según le había dicho Felipe, pero había vivido tres vidas. Venía de la pobreza, había sobrevivido a una guerra perdida y sufrido la desolación del destierro, era madre y esposa, había cruzado los mares y llegado a tierra ajena con una mano delante y otra detrás, sin miedo a nada. Quiso ser digna, fuerte y valiente, quiso ser ella. Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Roser se le acercó y estuvieron a solas un rato fumando en el balcón para escapar al calor. Para Roser, una Navidad en pleno verano resultaba incomprensible. Ofelia se sorprendió confesándole a esa desconocida su sueño de irse a París o a Buenos Aires y dedicarse a pintar y de cómo eso era una locura, porque tenía la desdicha de ser mujer, prisionera de su familia y de las convenciones sociales. Agregó con un mohín burlón, para disimular las ganas de llorar, que el peor obstáculo era la dependencia: nunca sería capaz de ganarse la vida con el arte. «Si tienes vocación para la pintura, tarde o temprano vas a pintar y es mejor que sea temprano. ¿Por qué tiene que ser en París o Buenos Aires? Sólo necesitas disciplina. Es como el piano, ¿sabes? Rara vez da para vivir, pero hay que intentarlo», argumentó Roser.
Durante la noche, Ofelia sintió varias veces la mirada ardiente de Víctor Dalmau siguiéndola por el salón, pero como él permaneció en su rincón sin hacer amago de acercarse, le susurró a Felipe que se lo presentara.
—Este es mi amigo Víctor, de Barcelona. Fue miliciano en la Guerra Civil.
—En realidad fui paramédico, nunca tuve que disparar un arma —aclaró Víctor.
—¿Miliciano? —preguntó Ofelia, que nunca había oído esa palabra.
—Así se llamaban los combatientes antes de que se incorporaran al ejército regular —le explicó Víctor.
Felipe los dejó solos y Ofelia estuvo un rato con Víctor, tratando de entablar conversación sin encontrar un tema común ni eco de su parte. Le preguntó por el bar, porque Juana se lo había mencionado, y a tirones logró sonsacarle que pretendía terminar los estudios de medicina que había comenzado en España. Por fin, fastidiada con tantas pausas, lo dejó solo. Volvió a sorprenderlo observándola y su atrevimiento le molestó un poco, aunque ella también lo estudió con disimulo, fascinada por ese rostro ascético de nariz aguileña y pómulos tallados, esas manos nervudas de dedos largos, ese cuerpo delgado y duro. Le gustaría dibujarlo, hacerle un retrato con pinceladas negras y blancas en fondo gris, formato grande, con un fusil en las manos y desnudo. Enrojeció ante esa idea; nunca había pintado a nadie desnudo y lo poco que sabía de anatomía masculina lo había aprendido en los museos de Europa, donde la mayoría de las estatuas estaban mutiladas o cubiertas con una hoja de parra. Las más atrevidas eran decepcionantes, como el David de Miguel Ángel con sus manos enormes y su pirulo de infante. A Matías no lo había visto desnudo, pero se habían acariciado lo suficiente como para adivinar lo que ocultaban sus pantalones. Habría que ver para juzgar. ¿Por qué cojeaba el español? Podría ser una heroica herida de guerra. Se lo preguntaría a Felipe.
La curiosidad de Ofelia por Víctor fue mutua. Él concluyó que venían de planetas diferentes y que esa joven era de otra especie, distinta a las mujeres de su pasado. La guerra lo deformaba todo, hasta la memoria. Tal vez antes hubo muchachas como Ofelia, frescas, preservadas de la fealdad del mundo, con vidas impolutas, como páginas en blanco, donde podían escribir sus destinos con elegante caligrafía sin un solo borrón, pero no recordaba a ninguna así. Su belleza lo intimidó, estaba acostumbrado a mujeres marcadas prematuramente por la pobreza o la guerra. Parecía alta, porque todo en ella era longitudinal, desde el cuello largo hasta los pies delgados, pero cuando se le acercó vio que le llegaba a la barbilla. Tenía una melena en varios tonos de color madera, contenida por un cintillo de terciopelo negro, la boca siempre entreabierta, como si le sobraran dientes, y pintada color rubí. Lo más llamativo eran sus ojos azules de cejas arqueadas en punta, muy separados y con la expresión perdida de quien mira el mar. Lo atribuyó a que era un poco bizca.
Después de cenar, la familia en pleno, con los niños y los sirvientes, fueron en cortejo a la misa de medianoche en la iglesia del barrio. A los Del Solar les sorprendió que los Dalmau, supuestamente ateos, los acompañaran, y que además Roser siguiera el rito en latín, como le habían enseñado las monjas. Por el camino, Felipe cogió a Ofelia de un brazo y la mantuvo rezagada para hablarle claro: «Si te pillo coqueteando con Dalmau se lo digo al papá, ¿me has entendido? A ver cómo reacciona cuando sepa que le has puesto el ojo encima a un tipo casado, un inmigrante sin un peso en el bolsillo». Ella fingió sorpresa ante el comentario, como si nunca se le hubiera ocurrido la idea. Felipe se abstuvo de hacerle esa advertencia a Víctor, porque no quiso humillarlo, pero decidió impedir por cualquier medio que volviera a ver a su hermana. La atracción entre ellos era tan fulminante, que sin duda otros también la habían notado. Tenía razón. Más tarde, cuando Víctor fue a desearle buenas noches a Roser, que dormía con Marcel en otra habitación, ella lo previno contra la tentación de aventurarse por ese camino.
—Esa muchacha es inalcanzable. Sácatela de la cabeza, Víctor. Nunca vas a pertenecer a su medio social y mucho menos a su familia.
—Eso sería lo de menos. Hay inconvenientes mayores que la clase social.
—Cierto. Además de ser pobre y moralmente sospechoso ante los ojos de ese clan cerrado, no eres de lo más simpático.
—Te olvidas de lo principal: tengo esposa y un hijo.
—Podemos divorciarnos.
—En este país no hay divorcio, Roser, y según Felipe, nunca lo habrá.
—¡Quieres decir que estamos atrapados para siempre! —exclamó Roser, espantada.
—Podrías expresarlo de manera más delicada. Mientras vivamos aquí, estaremos legalmente casados.
—Entretanto vamos a establecernos aquí. Quiero que Marcel crezca como chileno.
—Como chileno, si quieres, pero nuestro hogar será siempre catalán y a mucha honra.
—Franco ha prohibido hablar en catalán —le recordó Roser.
—Por lo mismo, mujer.