Ahora bien ,
si poco a poco dejas de quererme,
dejaré de quererte poco a poco .
Si de pronto
me olvidas
no me busques ,
que ya te habré olvidado .
PABLO NERUDA ,
«Si tú me olvidas»,
Los versos del capitán
C uando encerraron a Ofelia en la casa de la calle Mar del Plata, los encuentros amorosos en el hotel se hicieron cada vez más esporádicos y breves. En su nueva existencia sin disponer de Ofelia a cada rato, Víctor Dalmau vio que el tiempo se le estiraba y de vez en cuando podía aceptar la invitación de Salvador Allende a jugar al ajedrez. Llevaba a la joven en el alma, pero ya no sufría el ansia permanente de escaparse para abrazarla a escondidas y no necesitaba estudiar la noche entera para compensar las horas que pasaba con ella. En la universidad se escabullía de las clases teóricas en las que nadie controlaba la asistencia, porque podía estudiar con libros y apuntes. Se concentraba en el laboratorio, las autopsias y la práctica de hospital, donde debía disimular su experiencia para no humillar a los profesores. En la taberna cumplía cabalmente su turno de noche, aprovechando las horas bajas para estudiar, con un ojo puesto en el corralito de Marcel. Jordi Moliné, el zapatero catalán, resultó ser el socio ideal, siempre conforme con las modestas ganancias del Winnipeg y agradecido de tener un lugar propio, más acogedor que su hogar de hombre solo, para charlar con amigos, beber su carajillo de Nescafé con aguardiente, saborear los platos de su tierra y tocar canciones en el acordeón. Víctor se había propuesto enseñarle a jugar al ajedrez, pero Moliné nunca entendió el propósito de mover las piezas para allá y para acá en el tablero sin ninguna ganancia material. Algunas noches en que notaba lo cansado que estaba Víctor, lo mandaba a dormir y él lo reemplazaba encantado, aunque sólo les servía vino, cerveza y coñac a los parroquianos; de cócteles nada sabía, los consideraba una moda impuesta por maricas. Sentía tanto respeto por Roser como cariño por Marcel; podía pasar ratos largos agachado detrás del mostrador jugando con él, era el nieto que le faltaba. Un día Roser le preguntó si le quedaba familia en Cataluña y él le contó que había salido de su pueblo a buscarse la vida hacía más de treinta años. Fue marinero en el sudeste asiático, leñador en Oregón, maquinista de tren y constructor en Argentina; en fin, tuvo muchos oficios antes de llegar a Chile a hacer dinero con su fábrica de zapatos.
—Digamos que en principio me queda familia por allá, pero vaya a saber qué pasó con ellos. En la guerra estaban divididos, unos eran republicanos y otros se fueron con Franco; había milicianos comunistas por un lado y curas y monjas por el otro.
—¿Está en contacto con alguno?
—Sí, con un par de parientes. Fíjese que tengo un primo que anduvo escondido hasta el final de la guerra y ahora es el alcalde del pueblo. Es fascista, pero buena persona.
—Uno de estos días le voy a pedir un favor…
—Pídamelo ahora mismo, Roser.
—Es que en la Retirada se perdió mi suegra, la mamá de Víctor, y no hemos podido averiguar de ella. La buscamos en los campos de concentración en Francia, hemos hecho indagaciones a uno y otro lado de la frontera, pero nada.
—Eso pasó con mucha gente. ¡Tantos muertos, exiliados y desplazados! ¡Tantos viviendo en la clandestinidad! Las cárceles están llenas a reventar, todas las noches sacan presos al azar y los fusilan, así no más, sin juicio ni nada. Esa es la justicia de Franco. No quiero ser pesimista, Roser, pero su suegra puede haber fallecido…
—Lo sé. Carme prefería la muerte al destierro. Se separó de nosotros camino a Francia y desapareció en la noche sin despedirse ni dejar rastro. Si usted tiene contactos en Cataluña, tal vez puedan preguntar por ella.
—Deme los datos y yo me encargo, pero le doy poca esperanza, Roser. La guerra es un huracán que deja mucho destrozo a su paso.
—A mí me lo dice, don Jordi.
Carme no era la única persona a quien Roser buscaba. Uno de sus trabajos irregulares, pero frecuentes, era en la embajada de Venezuela, una casa enterrada entre los árboles de un frondoso jardín, donde paseaba un solitario pavo real. Valentín Sánchez, el embajador, era un sibarita, amante de la buena cocina, los licores finos y sobre todo la música. Pertenecía a una estirpe de músicos, poetas y soñadores. Había hecho varios viajes a Europa a rescatar partituras olvidadas y en su salón de música tenía una extraordinaria colección de instrumentos, desde un clavecín atribuido a Mozart hasta su más valioso tesoro: una flauta prehistórica que según su dueño fue tallada en un colmillo de mamut. Roser se callaba sus dudas respecto a la autenticidad del clavecín o la flauta, pero agradecía los libros de historia del arte y de música, que Valentín Sánchez le prestaba, y el honor de ser la única a quien le permitía usar algunas piezas de su colección. Una noche se quedó un rato con su anfitrión, después de que se fueron las visitas, compartiendo una copa y hablando del estrafalario proyecto que se le había ocurrido, inspirada por la colección del embajador, de formar una orquesta de música antigua. Era un tema que los apasionaba por igual, ella quería dirigir la orquesta y él quería apadrinarla. Antes de despedirse, Roser se atrevió a pedirle ayuda para encontrar a alguien perdido en el exilio. «Se llama Aitor Ibarra y se fue a Venezuela, porque allí tiene parientes dedicados a la construcción», le dijo. Dos meses más tarde la llamó una secretaria de la embajada con el dato de Iñaki Ibarra e Hijos, una empresa de materiales de construcción en Maracaibo. Roser escribió varias cartas con la sensación de lanzar al mar un mensaje en una botella. Nunca recibió respuesta.
El pretexto de la mala salud de Ofelia, que la familia explotó durante varios meses para explicar el aplazamiento de su matrimonio con Matías Eyzaguirre, calzó perfectamente a comienzos del año siguiente, cuando Juana Nancucheo se dio cuenta de que la muchacha estaba encinta. Primero fueron los vómitos matutinos, que Juana trató en vano con infusiones de hinojo, jengibre y comino, y después sacó la cuenta de que habían pasado nueve semanas sin ver paños higiénicos en el lavado. Un día en que volvió a encontrar a Ofelia vaciando las tripas en el excusado, la encaró con los brazos en jarra. «Me va a decir con quién se ha metido, antes de que sea su papá quien lo averigüe», la desafió. El desconocimiento de Ofelia de su propio cuerpo era casi absoluto; hasta el momento en que Juana le preguntó con quién había andado, no relacionó a Víctor Dalmau con la causa de ese malestar, que había atribuido a un virus digestivo. En ese instante comprendió lo que le ocurría y el pánico le impidió sacar la voz. «¿Quién es el tipo?», insistió Juana. «No te lo diré ni muerta», respondió Ofelia cuando pudo hablar. Esa sería su única respuesta durante los siguientes cincuenta años.
Juana tomó el asunto en sus manos, pensando que oraciones y remedios caseros podían resolver el problema sin levantar sospechas de la familia. Le ofreció una manda de varias velas aromáticas a san Judas, santo de todo servicio, y a Ofelia le dio té de ruda y le introdujo tallos de perejil en la vagina. Le administró la ruda sabiendo que era veneno, porque consideró que un hoyo en el estómago era menos grave que un huacho , un bastardo. A la semana sin más resultado que un aumento alarmante de los vómitos y una insuperable fatiga, Juana decidió acudir a Felipe, la persona en quien siempre había confiado. Primero lo hizo jurar que no iba a decírselo a nadie, pero cuando le contó lo que pasaba, Felipe la convenció de que ese secreto era demasiado grande para cargarlo ellos solos.
Felipe encontró a Ofelia tendida en su cama, encogida de dolor de vientre por la ruda y afiebrada de angustia.
—¿Cómo pasó esto? —le preguntó tratando de mantenerse calmado.
—Como pasa siempre —le contestó ella.
—Esto nunca había ocurrido en nuestra familia.
—Es lo que tú crees, Felipe. Esto sucede a cada rato y los hombres ni se enteran. Son secretos de mujeres.
—¿Con quién te…? —vaciló él, sin saber cómo decirlo sin ofender.
—No te lo diré ni muerta —repitió ella.
—Tendrás que hacerlo, hermana, porque la única salida es que te cases con el que te hizo esto.
—Eso es imposible. No vive aquí.
—¿Cómo es eso de que no vive aquí? Dondequiera que esté, lo vamos a encontrar, Ofelia. Y si no se casa contigo…
—¿Qué piensas hacer? ¿Matarlo?
—¡Por Dios! Las cosas que dices. Hablaré con él firmemente, pero si eso no resulta, el papá va a intervenir…
—¡No! ¡El papá no!
—Hay que hacer algo, Ofelia. Es imposible ocultar esto, pronto todos se darán cuenta y el escándalo va a ser espantoso. Te voy a ayudar en lo que pueda, te lo prometo.
Por fin acordaron contárselo a la madre, para que ella preparara el ánimo a su marido, y después ya verían. Laura del Solar recibió la noticia con la certeza de que al fin Dios le estaba ajustando las cuentas por lo mucho que ella le debía. El drama de Ofelia era una parte del precio que debía pagarle al cielo y la otra parte, la más cara, era que el corazón de Leonardo latía a brincos y silencios. Tal como los médicos habían pronosticado cuando nació, sus órganos eran débiles y su vida sería corta. El Bebe se estaba apagando irremisiblemente y su madre, aferrada a la oración y a los tratos con los santos, se negaba a aceptar los signos evidentes. Laura sintió que se hundía en un barro espeso, arrastrando con ella a su familia. El dolor de cabeza comenzó de inmediato, un mazazo en la nuca que le nubló la vista, cegándola. ¿Cómo se lo iba a decir a Isidro? Ninguna estrategia amortiguaría el golpe o su reacción. Sólo cabía esperar un poco, a ver si la bondad divina resolvía el problema de Ofelia de forma natural —muchos embarazos se frustraban en el vientre—, pero Felipe la convenció de que cuanto más esperaran, más difícil se tornaría la situación. Él mismo asumió la tarea de hacerle una encerrona en la biblioteca a su padre, mientras Laura y Ofelia, agazapadas en el fondo de la casa, rezaban con fervor de mártires.
Transcurrió más de una hora hasta que Juana llegó a buscarlas con el recado de presentarse de inmediato en la biblioteca. Isidro del Solar las recibió en el umbral y sin más le cruzó la cara a Ofelia de dos bofetones, antes de que Laura alcanzara a ponerse delante y Felipe a sujetarle el brazo.
—¿Quién es el desgraciado que arruinó a mi hija? ¡Dígame quién es! —bramó.
—Ni muerta —respondió Ofelia limpiándose la sangre de la nariz con la manga.
—¡Me lo va a decir aunque tenga que azotarla!
—Hágalo. No se lo diré nunca a nadie.
—Papá, por favor… —interrumpió Felipe.
—¡Cállese! ¿Acaso no ordené que esta mocosa de mierda estuviera encerrada? ¿Dónde estaba usted, Laura, que permitió esto? Supongo que en misa, mientras el demonio se paseaba por la casa. ¿Se dan cuenta del deshonor, el escándalo? ¡Cómo vamos a darle la cara a la gente! —Y siguió gritando desaforado por un buen rato hasta que Felipe logró interrumpirlo por segunda vez.
—Cálmese, papá, y busquemos una solución. Voy a hacer algunas averiguaciones…
—¿Averiguaciones? ¿A qué se refiere? —preguntó Isidro, súbitamente aliviado, porque no fue él quien debió sugerir lo obvio.
—Se refiere a que me haga un aborto —dijo Ofelia sin alterarse.
—¿Se le ocurre otra solución? —le espetó Isidro.
Entonces Laura del Solar intervino por primera vez para decir con voz temblorosa, pero muy clara, que eso ni pensarlo, porque era un pecado mortal.
—Pecado o no, este lío no se resuelve en el cielo, sino aquí en la tierra. Haremos lo que sea necesario, Dios lo entenderá.
—No vamos a tomar ninguna medida sin hablar antes con el padre Urbina —dijo Laura.
Vicente Urbina acudió al llamado de la familia Del Solar esa misma noche. Su sola presencia los tranquilizó; irradiaba la inteligencia y firmeza de quien sabe lidiar con almas perturbadas y tiene comunicación directa con Dios. Aceptó la copa de oporto que le sirvieron y anunció que hablaría con cada uno separadamente, empezando por Ofelia, a quien para entonces se le había hinchado la cara y tenía un ojo cerrado. Estuvo con ella casi dos horas, pero tampoco logró que confesara el nombre del amante ni sacarle lágrimas. «No es Matías, no le echen la culpa a él», repitió Ofelia veinte veces, como una cantinela. Urbina estaba habituado a hipnotizar de miedo a sus feligreses y la frialdad de hielo de esa muchacha estuvo a punto de sacarlo de quicio. Había pasado la medianoche cuando terminó de hablar con los padres y el hermano de la pecadora. También interrogó a Juana, quien nada pudo aclarar, porque no sospechaba quién era el misterioso amante. «Será el Espíritu Santo, pues, padrecito», concluyó, socarrona.
La sugerencia de un aborto fue descartada de plano por Urbina. Era un crimen ante la ley y un pecado abominable ante Dios, el único dispensador de la vida y la muerte. Había alternativas, que irían estudiando en los próximos días. Lo más importante era mantener el asunto dentro de las paredes de la casa. Nadie debía enterarse, ni las hermanas de Ofelia ni el otro hermano, que por suerte andaba midiendo tifones en el Caribe. «Los chismes tienen alas», como bien decía Isidro; lo fundamental era cuidar la reputación de Ofelia y el honor de la familia. Urbina favoreció a cada uno con sus consejos: a Isidro, que evitara la violencia, porque conduce al error y en ese momento se requería extrema prudencia; a Laura, que siguiera rezando y contribuyera a las obras de caridad de la iglesia; y a Ofelia, que se arrepintiera y se confesara, porque la carne es débil, pero la misericordia de Dios es infinita. A Felipe lo llevó aparte y le dijo que a él le tocaba ser el puntal de su familia en esa crisis, que fuera a verlo a su oficina para que trazaran un plan.
El plan del padre Urbina resultó de una sencillez primordial. Ofelia pasaría los próximos meses lejos de Santiago, donde nadie conocido la viera, y después, cuando la barriga no pudiera disimularse, iría a un retiro en un convento de las monjas, donde estaría muy bien cuidada hasta dar a luz, y recibiría la ayuda espiritual, que tanta falta le hacía. «¿Y entonces?», le preguntó Felipe. «El niño o la niña será dado en adopción a una buena familia. Yo me encargaré personalmente de eso. A ti te toca tranquilizar a tus padres y a tu hermana y ocuparte de los detalles. Lógicamente habrá algunos gastos…» Felipe le aseguró que se haría cargo de eso y de recompensar a las monjitas del convento. Felipe le pidió que cuando se acercara la fecha del nacimiento, le consiguiera permiso a la tía Teresa, monja de otra congregación, para que estuviera junto a su sobrina.
Los meses siguientes en el fundo de la familia fueron una maratón de oraciones, promesas a los santos, penitencias y actos de caridad por parte de doña Laura, mientras Juana Nancucheo corría con la rutina doméstica, cuidaba al Bebe, que había retrocedido a la época de los pañales y debían alimentarlo a cucharaditas con papilla de verduras molidas, y vigilaba a la niña en desgracia, como le dio por llamar a Ofelia. Isidro del Solar, instalado en la casa de Santiago, fingía haber olvidado el drama que se desarrollaba lejos entre las mujeres de su familia, seguro de que Felipe había tomado medidas para acallar los chismes. Estaba más preocupado por la situación política, que podía afectar a sus negocios. La derecha había sido derrotada en las elecciones y el nuevo presidente del Partido Radical pretendía continuar con las reformas de su predecesor. La posición de Chile en la Segunda Guerra Mundial era de vital importancia para Isidro, porque de eso dependía su exportación de lana de oveja, a Escocia y también a Alemania, por intermedio de Suecia. La derecha defendía la neutralidad —para qué comprometerse con riesgo de equivocarse—, pero el gobierno y el público en general apoyaban a los aliados. Si ese apoyo llegaba a concretarse, sus ventas en Alemania se irían al carajo, repetía.
Ofelia alcanzó a mandarle una carta a Víctor Dalmau con el chófer, antes de que lo despidieran aparatosamente y a ella se la llevaran prisionera al campo. Juana, que detestaba al chófer, lo acusó sin tener más pruebas que haber presenciado unos cuchicheos entre él y Ofelia. «Se lo dije, patrón, pero usted no me hace caso. Ese patán es el causante. Por su culpa está preñada la niña Ofelia.» A Isidro del Solar se le fue toda la sangre a la cabeza y creyó que el cerebro le iba a reventar. Que los muchachos de la casa abusaran de las empleadas domésticas de vez en cuando, era natural, pero que su hija hiciera lo mismo con un subalterno con pelo de indio y picado de viruela, era inimaginable para él. Tuvo una visión fugaz de su hija desnuda en brazos del chófer, ese pelafustán malnacido, hijo de perra, en el cuarto encima del garaje y casi se desvaneció. Sintió un enorme alivio cuando Juana le aclaró que el hombre era sólo el alcahuete. Lo llamó a la biblioteca y lo interrogó a grito partido para que le confesara el nombre del culpable, lo amenazó con mandarlo preso, para que los carabineros le arrancaran la verdad a culatazos y patadas, y cuando eso no resultó, trató de comprarlo, pero el hombre nada pudo decirle, porque nunca había visto a Víctor. Sólo pudo indicarle las horas en que dejaba y recogía a Ofelia en la Escuela de Arte. Isidro se dio cuenta de que su hija nunca había asistido a las clases; de la escuela seguía a pie o en un taxi a los brazos de su amante. La maldita muchacha era menos tonta de lo que él suponía o bien la lujuria la había vuelto astuta.
La carta de Ofelia contenía la explicación que debió darle a Víctor personalmente, pero en los únicos momentos en que pudo llamarlo, él no contestó en su casa ni en el Winnipeg. En el fundo estaría incomunicada; el teléfono más cercano quedaba a quince kilómetros de distancia. Le dijo la verdad: que esa pasión había sido como una borrachera que le nubló la razón, que ahora entendía lo que él siempre sostuvo, que los obstáculos que los separaban eran insalvables. Admitió en un tono mercantil que en realidad lo que había sentido era una pasión desbordada más que amor, se dejó arrastrar por la novedad, pero no podía sacrificar su reputación y su vida por él. Le anunció que se iría de viaje con su madre por un tiempo y después, con las ideas más claras, vería la posibilidad de volver con Matías. Concluyó la carta con un adiós terminante y la advertencia de que no tratara de comunicarse con ella nunca más.
Víctor recibió la carta de Ofelia con la resignación de quien la estaba esperando y se había preparado para ella. Nunca creyó que ese amor prosperaría, porque, como le hizo ver Roser desde el principio, era una planta sin raíces destinada inexorablemente a marchitarse; nada crece en la penumbra de los secretos, el amor necesita luz y espacio para expandirse, sostenía ella. Víctor leyó la carta dos veces y se la pasó a Roser. «Tenías razón, como siempre», le dijo. A ella le bastó una ojeada somera para leer entre líneas y comprender que la frialdad de muerte de Ofelia apenas lograba disimular una tremenda ira y creyó adivinar la causa, que no era solamente la falta de futuro con Víctor o la reacción de una señorita veleidosa. Supuso que la muchacha había sido secuestrada por su familia para ocultar la vergüenza de un embarazo, pero se abstuvo de compartir su sospecha con Víctor, porque le pareció una crueldad; qué necesidad había de atormentarlo con más dudas. Sentía una mezcla de simpatía y lástima por Ofelia, tan vulnerable e ingenua; era una Julieta sacudida por la ventolera de una pasión infantil, pero en vez del joven Romeo, se había liado con un hombre endurecido.
Dejó la carta sobre la mesa de la cocina, tomó a Víctor de la mano y lo llevó al diván, único asiento cómodo en su modesta vivienda. «Échate, voy a rascarte la cabeza.» Víctor se tendió en el diván con la cabeza en la falda de Roser y se rindió a la dulzura de sus dedos de pianista en su pelo y a la certeza de que mientras ella existiera, no estaría solo en este mundo de desgracias. Si con ella los peores recuerdos eran soportables, también lo sería el hueco que le dejaba Ofelia en el centro del pecho. Hubiera querido confesarle a Roser el dolor que lo ahogaba, pero le faltaban palabras para contarle lo vivido con Ofelia, cómo en algún momento ella le había propuesto que se fugaran y cómo le había jurado que serían amantes para siempre. No podía decírselo, pero Roser lo conocía demasiado bien y seguramente ya lo sabía. En eso estaban cuando despertó Marcel de la siesta llamándolos a gritos.
A Roser no le falló la intuición respecto a los sentimientos de Ofelia. En los días transcurridos desde que supo de su estado, la pasión se le fue transformando en una rabia sorda que la quemaba por dentro. Pasaba horas analizando su conducta y examinando su conciencia, como le exigía el padre Urbina, pero en vez de arrepentirse del supuesto pecado, se arrepentía de su evidente estupidez. No se le había ocurrido preguntarle a Víctor cómo harían para prevenir un embarazo, porque dio por supuesto que él lo tenía bajo control y como se encontraban con poca frecuencia, no iba a suceder. Pensamiento mágico. Víctor, por ser mayor y con experiencia, tenía la culpa de ese accidente imperdonable; a ella, la víctima, le tocaba pagar por los dos. Era una injusticia monumental. Apenas podía recordar por qué se había aferrado a ese amor sin esperanza por un hombre con quien tenía muy poco en común. Después de estar con él en la cama, siempre en algún lugar sórdido, siempre apurados e incómodos, quedaba tan insatisfecha como con los manoseos a hurtadillas con Matías. Supuso que habría sido diferente si hubieran tenido más confianza y tiempo para conocerse, pero nada de eso alcanzó a tener con Víctor. Se enamoró de la idea del amor, de la historia romántica y del pasado heroico de ese guerrero, como solía llamarlo. Había vivido una ópera cuyo desenlace debía ser necesariamente trágico. Sabía que Víctor estaba enamorado de ella, al menos todo lo enamorado que un corazón lleno de cicatrices puede estarlo, pero por parte de ella fue sólo un impulso, una fantasía, otro de sus caprichos. Se sentía tan nerviosa, atrapada y enferma, que los detalles de la aventura con Víctor, incluso los más felices, estaban deformados por el terror de haber destruido su vida. Para él hubo placer sin riesgo y para ella hubo riesgo sin placer. Y ahora, al final, ella sufría las consecuencias y él podía seguir con su existencia como si nada hubiera ocurrido. Lo odiaba. Le ocultó que estaba encinta porque temió que al saberlo, Víctor reclamara su papel de padre y no la dejara en paz. Cualquier decisión sobre ese embarazo le correspondía a ella, nadie tenía derecho a opinar y menos ese hombre que ya le había hecho suficiente daño. Nada de esto contenía la carta, pero Roser lo adivinó.
A los tres meses Ofelia paró de vomitar; la había invadido un torrente de energía como nunca había experimentado antes. Al enviarle la carta a Víctor había cerrado ese capítulo y en pocas semanas dejó de atormentarse con recuerdos y especulaciones sobre lo que pudo ser. Se sentía libre de su amante, fuerte, sana, con un apetito de adolescente; daba largas caminatas a tranco firme por el campo seguida por los perros, se metía en la cocina a hornear una interminable producción de galletas y bollos para repartir entre los niños del fundo, se entretenía pintando mamarrachos con Leonardo, enormes manchas de color que le parecían más interesantes que los paisajes y naturalezas muertas de antes, le dio por planchar sábanas, ante el desconcierto de la lavandera, y pasaba horas entre pesadas planchas de carbón, sudando y contenta. «Déjenla, ya se le pasará», pronosticó Juana. El buen humor de Ofelia le resultaba chocante a doña Laura, que esperaba verla sumida en lágrimas mientras tejía ropita de bebé, pero Juana le recordó que también ella había tenido unos meses de euforia durante sus embarazos, antes de que el peso de la barriga fuera insoportable.
Felipe iba al fundo una vez por semana a hacerse cargo de las cuentas, los gastos y las instrucciones para Juana, convertida en dueña de casa, porque su patrona estaba ocupada en complicadas negociaciones con los santos. Traía noticias de la capital, que a nadie le importaban, frascos de pintura y revistas para Ofelia, ositos de peluche y cascabeles para el Bebe, que ya no hablaba y había vuelto a gatear. Vicente Urbina apareció un par de veces con su olor a santidad, como decía Juana Nancucheo, que no era más que hedor de sotana sin lavar y loción de afeitar, a evaluar la situación, guiar a Ofelia en el camino espiritual y exhortarla a una confesión completa. Ella escuchaba sus sabias palabras con el aire ausente de una sorda, sin demostrar la menor emoción ante la perspectiva de ser madre, como si lo que tuviera en la barriga fuese un tumor. Eso facilitaría mucho la adopción, pensaba Urbina.
La estadía en el campo se prolongó desde fines del verano hasta el invierno y tuvo la virtud de ir calmando las súplicas frenéticas de doña Laura al cielo. No se atrevía a pedir el milagro de un aborto espontáneo, que hubiera resuelto el drama familiar, porque eso era tan grave como desearle la muerte a su marido, pero lo insinuaba sutilmente en sus oraciones. La paz de la naturaleza, con su ritmo inmutable y tranquilo, los días largos y las noches calladas, la leche espumosa y tibia del establo, las grandes bandejas de fruta y el pan oloroso recién salido del horno de barro, convenían a su temperamento tímido mucho más que el bochinche de Santiago. Si de ella dependiera, se quedaría allí para siempre. Ofelia también se relajó en ese ambiente bucólico y el odio contra Víctor Dalmau se le trocó en un vago resentimiento; no era el único culpable, a ella también le cabía responsabilidad. Empezó a pensar en Matías Eyzaguirre con cierta nostalgia.
La casa era de arquitectura colonial y construcción antigua, paredes gruesas de adobe, tejas, vigas de madera y pisos de cerámica, pero resistió bien el terremoto de 1939, a diferencia de otras de la región, que quedaron convertidas en escombros; sólo se agrietaron algunas paredes y se cayeron la mitad de las tejas. En el desorden posterior al terremoto aumentaron los asaltos por esos lados; había vagos buscándose la vida y mucho desempleo, que se le atribuía a la depresión económica mundial de los años treinta y a la crisis del salitre. Cuando el salitre natural fue reemplazado por el sintético, millares de trabajadores quedaron cesantes y el coletazo aún se sentía una década más tarde. En los campos los ladrones entraban de noche, después de envenenar a los perros, y se llevaban fruta, gallinas, a veces un cerdo o un burro para vender. Los capataces los corrían a escopetazos. Pero de esto no se enteró Ofelia. Los días del verano se hacían muy largos. Ella pasaba el calor descansando en los frescos corredores o dibujando escenas del campo, porque el Bebe ya no era capaz de acompañarla manchando grandes telas a brochazos. Dibujaba en pequeñas tarjetas la carreta tirada por bueyes cargada de heno, las vacas somnolientas de la lechería, el patio de las gallinas, las lavanderas, la vendimia. El vino Del Solar no podía competir en calidad con otros más afamados, la producción era limitada y se vendía completa a restaurantes donde Isidro tenía conexiones. Su vino estaba lejos de ser rentable, pero para él era fundamental contarse entre los viñateros, ese club exclusivo de familias conocidas.
El sexto mes del embarazo de Ofelia coincidió con el comienzo del otoño. El sol se ponía temprano y las noches, frías y oscuras, se hacían eternas; se calentaban con mantas y braseros de carbón, se alumbraban con velas, porque habrían de pasar varios años antes de que instalaran electricidad en esos andurriales. A ella el frío la afectó muy poco, porque la euforia de los meses anteriores había dado paso a una pesadez de león marino, que no era sólo del cuerpo —había subido quince kilos y tenía las piernas hinchadas como jamones—, sino también del alma. Dejó de dibujar en las tarjetas, de pasear por los potreros, de leer, tejer o bordar, porque se quedaba dormida en cinco minutos. Se conformó con seguir engordando y se abandonó de tal forma, que Juana Nancucheo debía obligarla a bañarse y lavarse el pelo. Su madre le advertía que ella misma había tenido seis hijos y si se hubiera cuidado tal vez habría preservado algo de su atractivo juvenil. «¿Qué más da, mamá? Estoy arruinada, como todos dicen, a nadie le va a importar cómo me vea. Voy a ser una solterona gorda.» Se puso blandamente en manos del padre Urbina y su familia, sin participar en las decisiones sobre el niño que iba a nacer. Tal como accedió a esconderse en el campo y vivir en secreto, asumiendo la vergüenza que el sacerdote y las circunstancias terminaron por inculcarle, se convenció de que la adopción era inevitable. No había otra salida para ella. «Si yo fuera más joven, diríamos que tu niño es mío y podríamos criarlo en la familia, pero tengo cincuenta y dos años. Nadie lo creería», le había dicho su madre. En esa época la pereza le impedía pensar a Ofelia, lo único que deseaba era dormir y comer, pero alrededor del séptimo mes dejó de imaginar que tenía un tumor adentro y sintió claramente la presencia del ser que estaba gestando. Antes la vida se manifestaba como el aleteo de un pájaro asustado, pero ahora al palparse la barriga podía trazar el contorno del cuerpecito, identificar un pie o la cabeza. Entonces volvió a tomar el lápiz para dibujar en sus cuadernos niños y niñas parecidos a ella misma, sin un solo rasgo de Víctor Dalmau.
Cada quince días llegaba al fundo una comadrona a ver a Ofelia, enviada por el padre Urbina. Se llamaba Orinda Naranjo y según el sacerdote sabía más que cualquier médico sobre enfermedades de mujeres, como llamaba a lo relacionado con la reproducción. Inspiraba confianza al primer vistazo, con su cruz de plata colgada al cuello, vestida de enfermera y provista de un maletín con los instrumentos de su oficio. Medía el vientre de Ofelia, le tomaba la presión y la aconsejaba en el tono sensiblero de quien le habla a una moribunda. Ofelia le tenía profunda desconfianza, pero hacía un esfuerzo por ser amable, ya que esa mujer sería fundamental a la hora del alumbramiento. Como nunca había llevado las cuentas de su menstruación ni de los encuentros con su amante, no sabía cuándo quedó encinta, pero Orinda Naranjo calculó la fecha aproximada del nacimiento por el tamaño de la panza. Pronosticó que como Ofelia era primeriza y había engordado más de lo normal, iba a ser un parto difícil, pero podía estar tranquila, porque ella tenía mucha experiencia, había traído más niños al mundo de los que podía recordar. Recomendó llevar a Ofelia al convento en Santiago, que contaba con una enfermería provista de lo necesario y en caso de una emergencia estaba cerca de una clínica privada. Así lo hicieron. Felipe acudió en el automóvil de la familia a trasladar a su hermana y se encontró ante una persona irreconocible, obesa, con manchas en la cara, arrastrando unos pies enormes en chancletas y abrigada con un poncho que olía a cordero. «Ser mujer es una desgracia, Felipe», le dijo ella a modo de explicación. Su equipaje consistía en dos vestidos maternales en forma de tiendas de campaña, un chaleco grueso de hombre, su caja de pinturas y una primorosa maleta con la ropa que su madre y Juana habían preparado para el niño. Lo poco que ella tejió, resultó deforme.
A la semana de permanencia en el convento, Ofelia del Solar despertó súbitamente de un sueño perturbador empapada de transpiración, con la impresión de haber dormido durante meses en un largo crepúsculo. Le habían asignado una celda amueblada con un catre de hierro, una colchoneta de crin de caballo, dos ásperas mantas de lana bruta, una silla, un cajón para guardar su ropa y una mesa de madera sin pulir. No necesitaba más y agradeció esa sencillez espartana, que se avenía con su estado de ánimo. La celda estaba provista de una ventana con vista al jardín de las monjas, con su fuente morisca en el centro, árboles antiguos, plantas exóticas y bandejas de madera con hierbas medicinales, cruzado por delgados senderos de piedra entre arcos de hierro forjado, que en primavera se cubrían de rosas trepadoras. A Ofelia la despertó la luz invernal de ese amanecer tardío y el arrullo de una paloma en la ventana. Tardó un par de minutos en darse cuenta de dónde se encontraba y qué le había sucedido, por qué estaba atrapada en una montaña de carne, tan pesada que apenas podía respirar. Esos minutos de inmovilidad le permitieron recordar detalles del sueño en que ella era la muchacha de antes, liviana y ágil, y danzaba descalza en una playa de arena negra, con el sol en la cara y el pelo revuelto por la brisa salada. Pronto el mar comenzaba a agitarse y una ola escupía en la arena a una niña cubierta de escamas, como un engendro de sirena. Se quedó en la cama cuando oyó la campana llamando a misa y cuando una hora después pasó una novicia tocando un triángulo para anunciar el desayuno. Por primera vez en mucho tiempo no tenía apetito y prefirió dormitar el resto de la mañana.
Ese mismo día por la tarde, a la hora del rosario, llegó el padre Vicente Urbina de visita. Lo recibió un revoloteo de hábitos negros y tocas blancas, un alboroto de mujeres solícitas besándole la mano y pidiendo su bendición. Era un hombre todavía joven y altivo; parecía disfrazado con su sotana. «¿Cómo está mi protegida?», preguntó, bonachón, una vez que estuvo instalado con una taza de chocolate espeso. Fueron a buscar a Ofelia, que llegó balanceándose como una fragata en sus piernas monumentales. Urbina le pasó la mano consagrada para el beso de rigor, pero ella se la estrechó en un saludo firme.
—¿Cómo te sientes, hija mía?
—¿Cómo quiere que me sienta con una sandía en la panza? —replicó ella secamente.
—Comprendo, hija mía, pero debes aceptar tus molestias, son normales en tu condición; ofrécelas a Dios todopoderoso. Lo dicen las Sagradas Escrituras: el hombre ha de trabajar con el sudor de su frente y la mujer ha de parir con dolor.
—Que yo sepa, padre, usted no suda trabajando.
—Bueno, bueno, veo que estás conturbada.
—¿Cuándo vendrá mi tía Teresa? Usted dijo que le conseguiría permiso para que viniera a acompañarme.
—Veremos, hija, veremos. Me dice Orinda Naranjo que podemos esperar la llegada del niño dentro de pocas semanas. Invoca a Nuestra Señora de la Esperanza para que te ayude y prepárate para estar limpia de pecados. Recuerda que en este trance de dar a luz muchas mujeres entregan su alma a Dios.
—Me he confesado y he comulgado a diario desde que llegué aquí.
—¿Has hecho una confesión total?
—Usted quiere saber si le dije al confesor el nombre del padre de esta criatura… No me pareció necesario, porque lo que importa es el pecado y no con quién se peca.
—¿Qué sabes tú de categorías de pecados, Ofelia?
—Nada.
—Una confesión incompleta es como si no te hubieras confesado.
—Usted se muere de curiosidad, ¿verdad, padre? —sonrió Ofelia.
—¡No seas insolente! Mi obligación sacerdotal es guiarte por el camino del bien. Supongo que lo sabes.
—Sí, padre, y se lo agradezco mucho. No sé qué hubiera hecho en mi situación sin su ayuda —dijo ella en tono tan humilde que rayaba en la ironía.
—En fin, hija mía. Has tenido suerte, dentro de todo. Te traigo buenas noticias. He hecho exhaustivas indagaciones buscando a la mejor pareja posible para la adopción de tu bebé y puedo adelantarte que creo haberla encontrado. Son gente muy buena, trabajadora, de situación económica holgada, y católicos, por supuesto. No puedo decirte más, pero quédate tranquila, yo velaré por ti y por tu niño.
—Es niña.
—¿Cómo lo sabes? —se sobresaltó el cura.
—Porque la soñé.
—Los sueños no son más eso: sueños.
—Hay sueños proféticos. Pero sea lo que sea, niño o niña, yo soy su madre y pienso criarla. Olvídese de la adopción, padre Urbina.
—¡Qué estás diciendo, por el amor de Dios!
La decisión de Ofelia resultó inquebrantable. Los argumentos y amenazas del sacerdote la dejaron impertérrita y más tarde, cuando llegaron su madre y su hermano Felipe a tratar de convencerla, reforzados por la madre superiora, los escuchó en silencio, ligeramente divertida, como si estuvieran hablando en lengua de fariseos, pero la avalancha de reproches excesivos y advertencias terroríficas acabaron por hacerle efecto, o tal vez fue uno de esos virus de invierno que cada año mataban a docenas de ancianos y niños. Cayó con fiebre alta, delirando con sirenas, postrada por el dolor de espalda y agotada por la tos, que le impedía comer o dormir. El médico que llevó Felipe le recetó tintura de opio diluida en vino tinto y varios fármacos en frascos azules sin identificación, pero numerados. Las monjas la trataron con infusiones de hierbas del jardín y cataplasmas calientes de linaza para la congestión. A los seis días tenía el pecho quemado por las cataplasmas, pero estaba mejor. Se levantó, ayudada por las dos novicias que la habían cuidado día y noche, y pudo llegar a pasitos cortos hasta la pequeña sala de recreo del convento, donde se reunían las monjas en sus momentos de descanso, una habitación alegre, bañada de luz natural, con pisos de madera reluciente y macetas de plantas, presidida por una estatua de la Virgen del Carmen, patrona de Chile, con el Niño Jesús en brazos, ambos con coronas imperiales de latón dorado. Allí pasó la mañana en una poltrona, tapada con una manta, la vista perdida en el cielo nublado de la ventana y elevada al paraíso por la combinación milagrosa de opio y alcohol. Tres horas más tarde, cuando las novicias la ayudaron a ponerse de pie, vieron la mancha en el asiento y el hilo de sangre que descendía por sus piernas.
De acuerdo a las instrucciones del padre Urbina, no llamaron a un médico, sino a Orinda Naranjo. La mujer apareció con su aire profesional y su sonsonete plañidero y determinó que el parto podía producirse en cualquier momento, aunque según sus cálculos faltaban dos semanas de gestación. Instruyó a las monjas para que mantuvieran a la paciente acostada, con las piernas en alto y paños mojados con agua fría en la barriga. «Recen, porque los latidos apenas se oyen, el crío está muy débil», agregó. Por su propia iniciativa, las religiosas trataron la hemorragia con té de canela y leche tibia con semillas de mostaza.
Al recibir el informe de la comadrona, el padre Urbina ordenó a Laura del Solar que se instalara en el convento para acompañar a su hija. Eso les haría bien a las dos, dijo, las ayudaría a reconciliarse. Ella le hizo ver que no estaban enojadas y él le explicó que Ofelia estaba enojada con todos, hasta con Dios. A Laura le dieron una celda idéntica a la de su hija y por primera vez pudo experimentar la paz profunda de la vida religiosa, que tanto había deseado. Se adaptó de inmediato a las corrientes heladas del edificio y al rígido horario de los ritos. Salía de la cama antes del amanecer para esperar la aurora en la capilla alabando al Señor, comulgaba en la misa de siete, almorzaba sopa, pan y queso con la congregación, en silencio, mientras alguien leía en voz alta la lectura del día. Por la tarde disponía de horas privadas de meditación y oración y al caer la noche participaba en el oficio de vísperas. La cena también se llevaba a cabo en silencio y era tan frugal como el almuerzo, pero se complementaba con algo de pescado. Laura se sentía dichosa en ese refugio femenino y hasta los retortijones de hambre y la falta de dulces llegaron a parecerle placenteros al pensar que iba a bajar de peso. Amaba el jardín encantado, los corredores altos y anchos, donde los pasos resonaban como castañuelas, el aroma de las velas y el incienso en la capilla, el crujir de las pesadas puertas, el sonido de las campanas, de los cantos, del roce de los hábitos, del murmullo de los rezos. La madre superiora la eximió del trabajo en la huerta, el taller de bordado, la cocina o la lavandería, para que se ocupara del cuidado físico y espiritual de Ofelia, a quien, por encargo del padre Urbina, debía convencer de la adopción, que daría legitimidad a esa criatura nacida de la lujuria y le daría a ella una oportunidad de rehacer su vida. Ofelia bebía el elixir mágico en otra copa de vino y dormitaba, como una muñeca inerte en su colchón de crin, atendida por las novicias y arrullada por el ronroneo de la voz de su madre, sin entender lo que decía. El padre Urbina tuvo la amabilidad de visitarlas y después de comprobar una vez más la testarudez de esa joven descarrilada, se llevó a Laura del Solar a pasear por el jardín con un paraguas, bajo una llovizna tenue como rocío. Ninguno de los dos comentaría nunca lo que hablaron.
Del parto, que según le contaron fue largo y esforzado, y de los días siguientes, a Ofelia no le quedó ninguna huella en la memoria, como si no los hubiera vivido, gracias al éter, la morfina y los brebajes misteriosos de Orinda Naranjo, que la sumieron en una bendita inconsciencia que duró el resto de la semana. Despertó de a poco, tan perdida que había olvidado su nombre. Como su madre rezaba sin pausa bañada en lágrimas, le tocó al padre Vicente Urbina darle la mala noticia. Apareció a los pies de su cama apenas a ella le redujeron las drogas y se repuso lo suficiente para preguntar qué había pasado y dónde estaba su hija. «Diste a luz un varoncito, Ofelia —la informó el sacerdote en el tono más compasivo posible—, pero Dios, en su sabiduría, se lo llevó a los pocos minutos de nacer.» Le explicó que el niñito venía asfixiado por el cordón umbilical en el cuello, pero afortunadamente alcanzaron a bautizarlo y no fue a dar al limbo, sino al cielo con los ángeles. Dios le evitó sufrimiento y humillación en la tierra a ese niño inocente y en su infinita misericordia, le ofrecía a ella la redención. «Reza mucho, hija mía. Debes dominar tu altanería y aceptar la voluntad divina. Pídele a Dios que te perdone y te ayude a cargar sola este secreto, con dignidad y silencio, por el resto de tu vida.» Urbina quiso consolarla con citas de las Sagradas Escrituras y razones de su propia inspiración, pero Ofelia se puso a aullar como loba y a debatirse entre las fuertes manos de las novicias que intentaban sujetarla, hasta que la obligaron a tragar otro vaso de vino con opio. Y así, de vaso en vaso, sobrevivió medio dormida dos semanas completas, al cabo de las cuales hasta las mismas monjas consideraron que bastaba de rezos y pociones, había que traerla de vuelta al mundo de los vivos. Cuando pudo ponerse de pie, comprobaron que se había desinflado bastante y tenía nuevamente forma de mujer, ya no parecía un zepelín.
Felipe fue a buscar a su hermana y a su madre al convento. Ofelia exigió ver la tumba de su hijo y fueron de vuelta al campo, al minúsculo cementerio del pueblo cercano, y ella pudo poner flores en el sitio marcado con una cruz de madera blanca con la fecha de la muerte, pero sin nombre, donde reposaba el niño que no alcanzó a vivir. «¿Cómo vamos a dejarlo solo aquí? Queda muy lejos para venir a visitarlo», sollozó Ofelia.
De vuelta en la calle Mar del Plata, Laura se abstuvo de contarle a su marido lo sucedido en los últimos meses, porque supuso que Felipe lo tenía al tanto y porque Isidro prefería saber lo menos posible, fiel a su hábito de mantenerse al margen de los desvaríos emocionales de las mujeres de su familia. Recibió a su hija con un beso en la frente como hacía en cualquier mañana normal; habría de morir veintiocho años más tarde sin haberle preguntado nunca por el nieto. Laura buscó consuelo en la iglesia y los dulces. El Bebe había entrado en la última etapa de su corta vida y acaparaba la atención completa de su madre, de Juana y del resto de la familia, de modo que dejaron a Ofelia tranquila en su tristeza.
Los Del Solar nunca tuvieron la ansiada certeza de haber evitado el escándalo del embarazo de Ofelia, porque tradicionalmente los chismes de ese tipo volaban como pájaros fugaces en la periferia de la familia. A Ofelia no le entraba ninguno de sus vestidos de señorita y en el afán de comprar y mandar a hacer otros se distrajo un poco de la pena. El llanto le venía de noche, cuando el recuerdo del niño era tan intenso que sentía claramente su pataleo juguetón en el vientre y un goteo de leche en los pezones. Retomó las clases de pintura, esta vez en serio, y se incorporó a la sociedad sin dejarse apabullar por las miradas curiosas y los cuchicheos a sus espaldas. A Matías Eyzaguirre le llegaron rumores en Paraguay y los descartó como otro ejemplo de la típica mojigatería y mala leche de su país. Cuando supo que Ofelia estaba enferma y se la habían llevado al campo, le escribió un par de veces y como ella no le contestó, le puso un telegrama a Felipe preguntando por la salud de su hermana. «Sigue su curso normal», respondió Felipe. Eso le habría parecido sospechoso a cualquier otro menos a Matías, que no era tonto, como creía Ofelia, sino uno de esos raros hombres buenos. A fines del año aquel pretendiente tenaz obtuvo permiso para dejar su puesto durante un mes e irse de vacaciones a Chile, a salvo del calor húmedo y los torbellinos de viento de Asunción. Llegó a Santiago un jueves de diciembre y el viernes ya estaba frente a la casa afrancesada de la calle Mar del Plata. Juana Nancucheo lo recibió asustada, como si hubieran aparecido los carabineros, porque imaginó que llegaba a recriminar a la niña Ofelia por lo que había hecho, pero la intención de Matías era muy diferente, traía el anillo de diamantes de su bisabuela en el bolsillo. Juana lo condujo a través de la casa en penumbra, porque en verano se mantenían las persianas cerradas y por el duelo anticipado por Leonardo. Nada de flores frescas, como siempre había, ni del olor a duraznos y melones traídos del fundo, que en tiempos normales impregnaba el ambiente, nada de música en la radio ni la ruidosa bienvenida de los perros, sólo la presencia agobiante del mobiliario francés y los cuadros antiguos en sus marcos dorados.
En la terraza de las camelias encontró a Ofelia bajo un toldo dibujando con una plumilla y tinta china, protegida de la resolana con un sombrero de paja. Se detuvo un instante a contemplarla, tan enamorado como antes, sin notar los kilos que todavía le sobraban. Ofelia se puso de pie y retrocedió un paso, desconcertada, porque no esperaba volver a verlo. Lo apreció por primera vez en su totalidad, como el hombre que era y no como el primo suplicante y complaciente de quien se había burlado durante más de una década. Había pensado mucho en él durante esos meses, sumando el haberlo perdido al precio que estaba pagando por sus errores. Los aspectos del carácter de Matías que antes la aburrían, ahora eran raras virtudes. Le pareció cambiado, más maduro y sólido, más guapo.
Juana les trajo té frío y pasteles de dulce de leche y se quedó detrás de los rododendros tratando de oírlos. Por su posición en la familia, debía estar bien informada, le repetía a Felipe cuando él le reprochaba que anduviera fisgoneando detrás de las puertas. «¿Qué necesidad tenía la Ofelita de acabar de romperle el corazón al joven Matías? Tan bueno que es él; no merece pasar esta pena. Fíjese, niño Felipe, que antes que él alcanzara a preguntarle nada, ella le contó todo lo que le había pasado. En detalle, imagínese.»
Matías había escuchado callado, limpiándose el sudor del rostro con su pañuelo, agobiado por la confesión de Ofelia, el calor y el aroma dulzón de las rosas y jazmines que llegaba del jardín. Cuando ella terminó, a él le costó un buen rato ordenar las emociones y concluir que en verdad nada había cambiado, Ofelia seguía siendo la mujer más linda del mundo, la única que él había amado siempre y seguiría amando hasta el fin de sus días. Trató de decírselo con la elocuencia de sus cartas, pero le fallaron las palabras floridas.
—Por favor, Ofelia, cásate conmigo.
—Pero ¿no has oído lo que acabo de decirte? ¿No me vas a preguntar quién era el padre del niño?
—No importa. Lo único que importa es si todavía lo quieres.
—Eso no fue amor, Matías, fue calentura.
—Entonces nada tiene que ver con nosotros. Sé que necesitas tiempo para recuperarte, aunque supongo que nadie se recupera de la muerte de un hijo, pero cuando estés lista, yo te estaré esperando.
Sacó la cajita de terciopelo negro del bolsillo y la colocó delicadamente sobre la bandeja del té.
—¿Dirías lo mismo si yo tuviera un hijo ilegítimo en brazos? —lo desafió ella.
—Por supuesto que sí.
—Me imagino que nada de lo que te he contado te ha caído de sorpresa, Matías, debes de haber escuchado chismes. Mi mala reputación me irá pisando los talones adondequiera que vaya. Eso destruiría tu carrera diplomática y también tu vida.
—Ese es problema mío.
Detrás de los rododendros Juana Nancucheo no pudo ver a Ofelia tomar la cajita de terciopelo y examinarla atentamente sobre la palma de su mano, como si fuera un escarabajo egipcio, sólo escuchó el silencio. No se atrevió a asomarse entre el follaje, pero cuando le pareció que la pausa había durado demasiado, salió de su escondite y se presentó dispuesta a llevarse la bandeja. Entonces vio el anillo en el dedo anular de Ofelia.
Pretendían casarse sin bulla, pero para Isidro del Solar eso equivalía a admitir la culpa. Además, la boda de su hija era una estupenda oportunidad de cumplir con mil compromisos sociales y de paso darles un bofetón a los malparidos que andaban propagando chismes sobre Ofelia. No los había oído, pero en más de una ocasión le pareció que en el Club de la Unión se reían a sus espaldas. Los preparativos fueron mínimos, porque los novios ya tenían todo listo el año anterior, incluyendo sábanas y manteles bordados con sus iniciales. Volvieron a publicar el aviso correspondiente en las páginas sociales de El Mercurio y la modista hizo deprisa el vestido de la novia, similar al anterior, pero bastante más ancho. El padre Vicente Urbina les hizo el honor de casarlos; su sola presencia restauraba la reputación de Ofelia. Al preparar a la pareja para el sacramento del matrimonio con las advertencias y consejos de rigor, soslayó delicadamente el tema del pasado de la novia, pero ella se dio el gusto de anunciarle que Matías sabía lo ocurrido y ella no tendría que cargar sola ese secreto por el resto de su vida. Lo cargarían juntos.
Antes de irse a Paraguay, Ofelia quiso volver al cementerio rural donde estaba su niño y Matías la acompañó. Enderezaron la cruz blanca, pusieron flores y rezaron. «Un día, cuando tengamos nuestro propio sitio en el Cementerio Católico, vamos a trasladar a tu niñito para que esté con nosotros, como debe ser», dijo Matías.
Pasaron una semana de luna de miel en Buenos Aires antes de seguir por tierra a Asunción. Esos pocos días le bastaron a Ofelia para intuir que al casarse con Matías había tomado la mejor decisión de su vida. «Lo voy a querer como merece, le seré fiel y lo haré feliz», prometió para sus adentros. Por fin ese hombre obstinado y paciente como un buey pudo cruzar el umbral de su casa, preparada con tanta minuciosidad y gasto, llevando en brazos a su mujer. Ella pesaba más de lo esperado, pero él era fuerte.