Todos los seres
tendrán derecho
a la tierra y la vida ,
y así será el pan de mañana…
PABLO NERUDA ,
«Oda al pan»,
Odas elementales
E n el verano de 1948 se inició una tradición para los Dalmau que habría de prolongarse una década. Roser y Marcel se iban por el mes de febrero a una cabaña alquilada en la playa, mientras Víctor se quedaba trabajando y se reunía con ellos los fines de semana, como la mayoría de los maridos chilenos de su medio, que se ufanaban de no tomar jamás vacaciones porque eran indispensables en sus trabajos. Según Roser, era una expresión más del machismo criollo, cómo iban a renunciar a la libertad de solteros de verano que podían gozar. Habría sido mal visto que Víctor se ausentara del hospital durante un mes, pero su motivo principal era que la playa le traía malos recuerdos del campo de refugiados en Argelès-sur-Mer. Se había propuesto no volver a pisar la arena. Justamente en ese mes de febrero, Víctor tuvo la oportunidad de devolverle a Pablo Neruda el favor de haberlo seleccionado para emigrar a Chile. El poeta era senador de la República y se había enemistado con el presidente, quien estaba en pugna con el Partido Comunista, aunque este lo había apoyado en su ascenso al poder. Neruda no escatimaba insultos para aquel hombre «producto de la cocinería política », lo consideraba un traidor, un «pequeño vampiro vil y encarnizado ». Acusado de injurias y calumnias por el gobierno, fue desposeído de su cargo de senador y perseguido por la policía.
Un par de dirigentes del Partido Comunista, que pronto iba a ser declarado fuera de la ley, se presentaron en el hospital para hablar con Víctor.
—Como sabe, hay orden de arresto contra nuestro camarada Neruda —le dijeron.
—Lo leí hoy en el diario. Me cuesta creerlo.
—Hay que esconderlo mientras se encuentre en la clandestinidad. Suponemos que esta situación se va a resolver pronto, pero si no es así, habrá que sacarlo del país de alguna manera.
—¿Cómo puedo ayudar? —les preguntó Víctor.
—Alojarlo por un tiempo, no será largo. Tenemos que cambiarlo de domicilio a menudo para eludir a la policía.
—Por supuesto, será un honor.
—De más está decirle que nadie debe enterarse.
—Mi mujer y mi hijo están de vacaciones. Estoy solo en mi casa. Allí estará seguro.
—Debemos advertirle que se puede meter en un problema serio por encubridor.
—No importa —replicó Víctor y procedió a darles su dirección.
Así fue como Pablo Neruda y su esposa, la pintora argentina Delia del Carril, vivieron dos semanas ocultos en la casa de los Dalmau. Víctor les cedió su cama y les llevaba comida, preparada por la cocinera de su taberna, en recipientes pequeños para no llamar la atención de los vecinos. Al poeta no le pasaba inadvertida la coincidencia de que su cena viniera del Winnipeg. También había que proveerlo de la prensa, libros y whisky, lo único que lo calmaba, y animarlo con conversación, ya que las visitas estaban restringidas. Era buen vividor y gregario, necesitaba a sus amigos, necesitaba incluso a sus adversarios ideológicos para practicar la esgrima verbal de la polémica. En las eternas veladas en aquel espacio reducido, repasó con Víctor a grandes brochazos la lista de los refugiados que el poeta embarcó en Burdeos aquel lejano día de agosto de 1939 y de otros hombres y mujeres del éxodo español, que fueron llegando a Chile en los años siguientes. Víctor le hizo ver que al negarse a acatar la orden de elegir sólo a trabajadores cualificados y seleccionar también a artistas e intelectuales, Neruda había enriquecido al país con un derroche de talento, conocimiento y cultura. En menos de una década ya destacaban los nombres de científicos, músicos, pintores, escritores, periodistas y hasta un historiador que soñaba con la monumental tarea de reescribir la historia de Chile desde sus orígenes.
El encierro estaba enloqueciendo a Neruda. Daba vueltas y más vueltas como fiera enjaulada paseando incansablemente entre cuatro paredes; no podía ni asomarse a la ventana. Su mujer, que había renunciado a todo, incluso a su arte, por acompañarlo, apenas lograba mantenerlo puertas adentro. En ese período el poeta se dejó crecer la barba y mataba el tiempo escribiendo furiosamente su Canto general . A cambio de la hospitalidad, recitaba con su inconfundible entonación lúgubre versos antiguos y otros inconclusos, que le contagiaron a Víctor el vicio de la poesía, que habría de durarle para siempre.
Una noche, sin previo aviso, llegaron dos desconocidos con abrigos y sombreros oscuros, aunque a esa hora todavía hervía el calor del verano. Parecían detectives, pero se identificaron como camaradas del Partido, y sin más explicaciones se llevaron a la pareja a otra parte, dándole tiempo apenas de meter en un par de maletas la ropa y los poemas en ciernes. Se negaron a indicarle a Víctor adónde podía ir a verlo, pero le advirtieron que tal vez tendría que hospedarlo de nuevo, porque era difícil encontrar refugios. Había un contingente de más de quinientos policías husmeando las huellas del fugitivo. Víctor les hizo ver que a la semana siguiente regresaría su familia de la playa y su casa ya no sería segura. En el fondo fue un alivio recuperar la tranquilidad de su hogar. Su huésped había ocupado hasta el último resquicio con su enorme presencia.
Volvería a verlo trece meses más tarde, cuando le tocó organizar, junto a otros dos amigos, la huida del poeta a caballo, por pasos cordilleranos del sur, hacia Argentina. Durante ese tiempo Neruda, irreconocible con su barba montuna, se había ocultado en casas de amigos y camaradas de su Partido, mientras la policía iba pisándole los talones. También ese viaje a la frontera dejaría en Victor una huella imborrable, como la poesía. Cabalgaron en el magnífico escenario de selva fría, árboles milenarios, montañas y agua; agua por todas partes, deslizándose en arroyos furtivos entre troncos ancianos, cayendo desde el cielo en cascadas, arrastrando todo a su paso en ríos turbulentos, que los viajeros debían cruzar con el corazón en un hilo. Muchos años más tarde, Neruda recordó en sus memorias esa travesía: «Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel silencio verde y blanco . […] Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora y secreta y a la vez una creciente amenaza de frío, nieve, persecución ».
Víctor se despidió de él en la frontera, donde lo esperaban gauchos con caballos de repuesto para seguir el viaje. «Los gobiernos pasan y los poetas quedan, don Pablo. Usted va a volver en gloria y majestad. Acuérdese de lo que le digo», dijo, abrazándolo.
Neruda saldría de Buenos Aires con el pasaporte de Miguel Ángel Asturias, el gran novelista guatemalteco, con quien tenía cierto parecido físico, ambos eran «largos de nariz, opulentos de cara y cuerpo ». En París fue recibido como hermano por Pablo Picasso y homenajeado en el Congreso de la Paz, mientras el gobierno chileno declaraba a la prensa que aquel hombre era un impostor, un doble de Pablo Neruda, y que el verdadero estaba en Chile y la policía lo tenía localizado.
El mismo día que Marcel Dalmau Bruguera cumplió diez años llegó la carta de su abuela Carme, que había dado la vuelta por medio mundo antes de encontrar al destinatario. Sus padres le habían hablado de ella, pero nunca había visto una fotografía y los relatos de la mítica familia de España eran tan ajenos a su realidad, que los tenía clasificados en la misma categoría de las inverosímiles novelas de terror y de fantasía que coleccionaba. A esa edad se negaba a hablar en catalán, sólo lo hacía con el viejo Jordi Moliné en la taberna Winnipeg. Con el resto de la humanidad hablaba en español con un exagerado acento chileno y un lenguaje vulgar que le valía cachetadas sonoras de su madre, pero aparte de esa peculiaridad, era un niño ideal: se las arreglaba solo con sus estudios, su transporte, su ropa y a menudo su comida, se encargaba hasta de sus citas al dentista y la peluquería. Parecía un adulto de pantalón corto.
Al volver un día del colegio recogió el correo del buzón, separó su revista semanal de extraterrestres y maravillas de la naturaleza y dejó el resto sobre la mesilla de la entrada. Estaba acostumbrado a encontrar la casa vacía. Como sus padres tenían horarios imprevisibles, le habían dado llave de la puerta a los cinco años y viajaba solo en tranvía y autobús desde los seis. Era huesudo y alto, de facciones definidas, ojos negros de expresión absorta y cabello tieso, dominado a la fuerza con gomina. Además del peinado de cantante de tango, le imitaba a Víctor Dalmau sus gestos medidos y su tendencia a hablar con brevedad y evitar detalles. Sabía que no era su padre, sino su tío, pero esa información era tan poco relevante como la leyenda de esa abuela que se bajó de una moto a medianoche y se perdió rodeada por una multitud desesperada. Primero llegó Roser con una torta de cumpleaños y poco después Víctor, que había pasado treinta horas de turno en el hospital, pero no había olvidado traerle el regalo con el que soñaba desde hacía tres años. «Es un microscopio profesional, de los grandes, para que te dure hasta que te cases», bromeó, abrazándolo. Era más demostrativo en el cariño que su madre y mucho más manso: doblegarla a ella era imposible; en cambio Marcel conocía una docena de trucos para hacer lo que le daba la gana con él.
Después de cenar y partir la torta, el niño llevó el correo a la cocina. «¡Vaya! Es de Felipe del Solar. No lo he visto hace meses», comentó Víctor al ver el remitente. Era un sobre grande con el membrete de la oficina de abogados Del Solar. Dentro había una nota diciendo que era hora de juntarse a comer un día de estos y que perdonara el retraso en entregar la carta adjunta, que había llegado a su antigua casa y había estado dando vueltas hasta que llegó a sus manos, porque ahora vivía en un apartamento frente al Club de Golf. Al minuto el grito de Víctor sobresaltó a su mujer y a su hijo, que nunca lo habían oído levantar la voz. «¡Es madre! ¡Está viva!», y se le rompió la voz.
A Marcel le interesó poco la noticia, hubiera preferido que en vez de la abuela se materializara uno de sus extraterrestres, pero cambió de parecer cuando le anunciaron el viaje. A partir de ese momento todo fue hacer los preparativos para encontrarse con Carme: cartas que iban y venían sin esperar respuesta, telegramas que se cruzaban en el aire, despejar la agenda de clases y conciertos de Roser y el trabajo de Víctor en el hospital. De Marcel no se ocupó nadie; la abuela resucitada bien valía que perdiera el año escolar, de ser necesario. Viajaron en una aerolínea peruana haciendo escala en cinco ciudades antes de llegar a Nueva York, de allí a Francia en barco, de París a Toulouse en tren y finalmente al principado de Andorra en autobús por una carretera que se deslizaba como comadreja entre montañas. Ninguno de los tres había volado antes y la experiencia sirvió para revelar la única debilidad que se le conoció a Roser en la vida: terror de la altura. En circunstancias cotidianas, como asomarse al balcón de un último piso, disimulaba su acrofobia con el mismo estoicismo con que soportaba los dolores de cualquier clase y el esfuerzo de vivir. Apretar los dientes y tirar para adelante sin alharaca, ese era su lema, pero en el avión le fallaron los nervios y el equilibrio. Su marido y su hijo tuvieron que llevarla de la mano, consolarla, distraerla, sostenerla cuando vomitaba durante las incontables horas en el aire y bajarla casi en vilo en cada parada, porque apenas podía caminar. Al llegar a Lima, la segunda escala de la odisea después de Antofagasta, Víctor la vio en tan mal estado que decidió mandarla de regreso a casa por tierra y seguir solo con Marcel, pero Roser lo encaró con su firmeza habitual. «Voy a llegar volando hasta el mismísimo infierno. Que no se hable más de esto.» Y siguió hasta Nueva York temblando de miedo y vomitando en bolsas de papel. Se estaba entrenando, porque ya sabía que le iba a tocar viajar por aire en el futuro si se concretaba el proyecto de la orquesta de música antigua que estaba fraguando.
Carme los aguardaba en la estación del bus de Andorra la Vella, sentada en un banco, tiesa como estaca, fumando como siempre, vestida de luto por los muertos, por los perdidos y por España, con un absurdo sombrero y un bolso en la falda, del cual asomaba la cabeza de un perrito blanco. Fue fácil reconocerse, porque ninguno de los tres había cambiado mucho en esos diez años de separación. Roser era la misma de antes, pero había adoptado el estilo que le convenía, y Carme se sintió un poco intimidada ante esa mujer bien vestida, maquillada y segura de sí misma. La había visto por última vez en una noche terrible, encinta, agotada y tiritando de frío en el acoplado de una motocicleta. El único emocionado hasta las lágrimas fue Víctor; las dos mujeres se saludaron con un beso en la cara, como si se hubieran visto el día anterior y como si la guerra y el exilio hubieran sido episodios insignificantes en sus existencias por lo demás apacibles. «Tú debes de ser Marcel. Yo soy tu àvia . ¿Tienes hambre?», fue el saludo de la abuela al nieto, y sin esperar respuesta le pasó un pan dulce de su bolso prodigioso, donde el perro convivía con los panes. Marcel, fascinado, estudió la geografía compleja de las arrugas de la àvia , sus dientes amarillos de nicotina, sus pelos grises y duros asomando como pasto seco del sombrero y sus dedos torcidos de artritis, pensando que si tuviera antenas en la cabeza sería uno de sus marcianos.
Un taxi con veinte años de antigüedad los llevó carraspeando por una ciudad encajonada entre montañas, que según Carme era la capital del espionaje y el contrabando, prácticamente las únicas ocupaciones rentables en aquella época. Ella estaba dedicada a la segunda, porque para el espionaje había que tener buenas conexiones con las potencias europeas y con los americanos. Habían pasado más de cuatro años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, y las ciudades devastadas se recuperaban del hambre y la ruina, pero todavía había masas de refugiados y gente desplazada buscando su lugar en el mundo. Les explicó que Andorra era un nido de espías durante la guerra y ahora, con la guerra fría, seguía siéndolo. Antes era una vía de escape para quienes huían de los alemanes, sobre todo judíos y prisioneros fugados, que a veces eran traicionados por los guías y terminaban asesinados o entregados al enemigo para quitarles el dinero y las joyas que llevaban encima. «Hay varios pastores que de pronto se hicieron ricos y cada año, con el deshielo, aparecen cadáveres amarrados de las muñecas con alambre», dijo el conductor del taxi, que participaba en la conversación. Después de la guerra pasaban por Andorra oficiales alemanes y simpatizantes de los nazis huyendo hacia posibles destinos en América del Sur. Esperaban pasar por España y encontrar ayuda de Franco, quien rara vez se la daba. «En cuanto al contrabando, es casi nada: tabaco, alcohol y otras cosillas por el estilo, nada peligroso», agregó Carme.
Instalados en la rústica casa, que Carme compartía con la pareja de campesinos que le salvó la vida, se sentaron a la mesa con un estofado suculento de conejo con garbanzos y dos porrones de vino tinto a contarse mutuamente las peripecias de la última década. En la Retirada, cuando la abuela decidió que no le daban las fuerzas para continuar y la idea del exilio era intolerable, abandonó a Roser y a Aitor Ibarra para echarse a morir de frío durante la noche, lejos de ellos. Muy a su pesar, amaneció al día siguiente entumecida y muy hambrienta, pero más viva de lo que hubiera deseado. Siguió allí mismo, inmóvil, mientras a su alrededor la masa de fugitivos avanzaba arrastrándose, cada vez menos numerosa, hasta que al atardecer se encontró sola enrollada como caracol sobre la tierra helada. No recordaba, dijo, lo que sentía, pero supo que morir es difícil y llamar a la muerte es una cobardía. Su marido estaba muerto y tal vez lo estaban sus dos hijos, pero existían Roser y el niño de Guillem que llevaba adentro; entonces decidió seguir, pero ya no pudo ponerse de pie. Al rato se le acercó un cachorro perdido, que andaba husmeando a la siga de la columna de refugiados, y lo dejó que se acurrucara con ella para darle calor. Ese animal fue su salvación. Una o dos horas más tarde, una pareja de campesinos, que había vendido sus productos a los fugitivos rezagados y se disponía a volver a su casa, escuchó gemidos del perro, que confundió con los de un niño. Así descubrieron a Carme y la ayudaron. Vivió con ellos, trabajando la tierra con esfuerzo y magros resultados, hasta que el hijo mayor de esa familia se los llevó a Andorra. Allí pasaron la guerra contrabandeando entre España y Francia de cuanto hay, incluso gente si se presentaba la oportunidad.
—¿Es este el mismo perro? —preguntó Marcel, que lo tenía en las rodillas.
—El mismo. Debe de tener unos once años y va a vivir mucho más. Se llama Gosset.
—Ese no es un nombre. Es perrito en catalán.
—Ese nombre basta, no necesita otro —replicó la abuela entre dos chupadas de su cigarrillo.
Pasó un año completo antes de que Carme estuviera dispuesta a emigrar para juntarse con la única familia que le quedaba. Como nada sabía de Chile, ese largo gusano al sur del mapa, se puso a investigar en libros y a preguntar por aquí y por allá si alguien conocía a algún chileno para interrogarlo, pero ninguno pasó por Andorra en ese tiempo. La retenían la amistad con los campesinos que la habían recogido, con quienes había convivido muchos años, y el susto de recorrer medio planeta sin experiencia y con un perro anciano. Temía que Chile no le gustara. «Dice mi tío Jordi que es igual que Cataluña», la tranquilizó Marcel en una de sus cartas.
Una vez tomada la decisión, se despidió de los amigos, respiró hondo y se quitó las preocupaciones de la mente, dispuesta a disfrutar de la aventura. Viajó por tierra y por mar durante siete semanas con el chucho en una bolsa, sin apuro, dándose tiempo para hacer turismo y para apreciar otros paisajes y lenguas, para probar comidas exóticas y comparar costumbres ajenas con las propias. Se iba alejando día a día del pasado conocido para adentrarse en otra dimensión. En sus años de maestra había estudiado y enseñado el mundo y ahora comprobaba que no se parecía a las descripciones de los textos ni a las fotografías; era mucho más complejo y colorido y menos temible. Comentaba sus impresiones con el animal y las escribía en un cuaderno escolar junto con sus recuerdos, como medida de precaución, en caso de que más tarde le fallara la memoria. Embellecía los hechos, porque era consciente de que la vida es como uno la cuenta, así que para qué iba a anotar lo trivial. La última etapa del peregrinaje fue la misma navegación por el Pacífico que su familia había hecho en 1939. Su hijo le había mandado dinero para un pasaje de primera clase con el argumento de que se lo merecía, después de tanto soportar pellejerías, pero ella prefirió viajar en clase turista, donde estaría más cómoda. La guerra y sus años de contrabandista la habían hecho muy discreta, pero se propuso conversar con los extraños, porque había descubierto que a la gente le gusta hablar y bastan un par de preguntas para hacer amigos y enterarse de muchas cosas. Cada persona tiene una historia y quiere contarla.
A Gosset, que padecía algunos achaques de la edad, el viaje lo fue rejuveneciendo por etapas y al aproximarse a la costa de Chile parecía otro perro, más alerta y con menos olor a zorrillo. En el puerto de Valparaíso, Víctor, Roser y Marcel recibieron a la abuela y al can. Los acompañaba un caballero barrigón y parlanchín que se presentó como «Jordi Moliné, a sus pies, señora». Agregó en catalán que estaba listo para mostrarle lo mejor de ese hermoso país. «¿Sabe que somos casi de la misma edad? Yo también soy viudo», agregó con cierta coquetería. En el tren a Santiago, Carme se enteró del papel de tío abuelo, que el hombre cumplía cabalmente, y de cómo su nieto era parroquiano habitual de su taberna, adonde iba casi a diario a hacer sus tareas escolares, para no estar solo en su casa. Víctor ya no trabajaba en el Winnipeg de noche, era cardiólogo en el hospital San Juan de Dios, y Roser tampoco iba a menudo a la taberna, pero supervisaba de lejos las cuentas que llevaba un contador jubilado a cambio de compañía, comida y licor.
Carme había encontrado por fin a los suyos gracias a Elisabeth Eidenbenz, quien se había instalado en Viena, dedicada por entero a la misión que siempre adoptó de ayudar a mujeres y niños. La ciudad había sido bombardeada con saña y cuando ella llegó, a poco de terminar la guerra, la población hambrienta escarbaba en la basura buscando alimento y cientos de niños perdidos vivían como ratas entre los escombros de lo que una vez fue la más hermosa ciudad imperial. En 1940, cuando estaba en el sur de Francia, Elisabeth había realizado su proyecto de crear la maternidad modelo en el palacete abandonado de Elna, donde acogía a las mujeres encintas para que dieran a luz a salvo. Si bien primero fueron españolas refugiadas de los campos de concentración, después llegaron también judías, gitanas y otras mujeres escapando de los nazis. Amparada por la Cruz Roja, la Maternidad de Elna debía permanecer neutral y abstenerse de ayudar a fugitivos políticos, pero Elisabeth hacía poco caso del reglamento, a pesar de la vigilancia, y eso le valió que la Gestapo se la cerrara en 1944. Había alcanzado a salvar a más de seiscientos niños.
Carme conoció por casualidad en Andorra a una de aquellas madres afortunadas, quien le contó cómo gracias a Elisabeth tuvo a su hijo. Entonces Carme relacionó a esa enfermera con el nombre de la persona que habría sido el contacto de su familia en Francia, si lograban cruzar la frontera. Escribió a la Cruz Roja y de una oficina a otra, de un país a otro, por medio de una correspondencia tenaz que venció los obstáculos de la burocracia y cruzó Europa en varias direcciones, logró averiguar el paradero de Elisabeth en Viena; ella le dijo por carta que al menos uno de sus hijos, Víctor, estaba vivo y se había casado con Roser, la cual tuvo un niño llamado Marcel y los tres estaban en Chile. No sabía cómo buscarlos, pero Roser le había escrito a la familia que la acogió cuando salió de Argelès-sur-Mer. Costó un poco dar con los cuáqueros, que estaban viviendo en Londres. Tuvieron que escarbar en la buhardilla para encontrar el sobre de Roser con la única dirección que tenían, la casa de Felipe del Solar en Santiago. Y así, con un retraso de varios años, Elisabeth Eidenbenz reunió a los Dalmau.
Roser fue a Caracas a mediados de la década de los sesenta, invitada una vez más por su amigo Valentín Sánchez, el ex embajador de Venezuela, ya retirado de la diplomacia y dedicado por entero a su pasión por la música. En los veinticinco años transcurridos desde la llegada del Winnipeg se había hecho más chilena que cualquiera nacido en ese territorio, como la mayoría de los españoles refugiados; los cuales no sólo eran ciudadanos, sino que varios de ellos cumplieron el sueño de Pablo Neruda de sacudir la modorra de la sociedad. Ya nadie se acordaba de que alguna vez hubo oposición contra ellos y nadie podía negar la contribución magnífica de la gente que Neruda invitó a Chile. Roser y Valentín Sánchez lograron crear, tras años de planear, de tupida correspondencia y de viajes, la primera orquesta de música antigua del continente, auspiciada por el petróleo, el inagotable tesoro que manaba a raudales de la tierra venezolana. Mientras él recorría Europa adquiriendo los preciosos instrumentos y desenterrando partituras desconocidas, ella formaba a los intérpretes por estricta selección desde su nueva condición de vicedecana de la Escuela de Música en Santiago. Sobraban postulantes, que llegaban de diversos países con la esperanza de formar parte de esa utópica orquesta. Chile carecía de los medios para semejante empresa; había otras prioridades en materia cultural y en las contadas ocasiones en que Roser logró despertar interés en el proyecto, venía un terremoto o un cambio de gobierno y lo echaba por tierra. Pero en Venezuela cualquier sueño era posible con las debidas influencias y conexiones, que a Valentín Sánchez le sobraban, porque había sido uno de los pocos políticos capaces de flotar sin contratiempos entre dictaduras, golpes militares, intentos de democracia y el gobierno conciliador del momento, presidido por uno de sus amigos personales. Su país se enfrentaba a una guerrilla inspirada en la revolución cubana, como otras que existían en el continente menos en Chile, donde recién comenzaba a ver la luz un movimiento revolucionario más teórico que combatiente. Nada de eso afectaba a la prosperidad del país ni al amor de los venezolanos por la música, por antigua que fuera. Valentín iba a Chile a menudo; tenía un departamento en Santiago, que mantenía abierto para ocuparlo al menor capricho. Roser lo visitaba en Caracas y juntos habían andado por Europa por el asunto de la orquesta. Ella había aprendido a volar en avión con ayuda de tranquilizantes, narcóticos y ginebra.
Esa amistad no inquietaba a Víctor Dalmau, porque el amigo de su mujer era abiertamente homosexual, pero intuía la existencia de un amante hipotético. Cada vez que ella regresaba de Venezuela estaba rejuvenecida, traía ropa nueva, una fragancia de odalisca o una joya discreta, como un corazón de oro colgado al cuello en una cadena delgada, algo que Roser no compraría para sí misma, porque era espartana para los gastos personales. Lo más revelador para Víctor era su renovada pasión, como si al reencontrarse con él quisiera practicar alguna acrobacia aprendida con otro o expiar la culpa. Los celos serían ridículos en la relación relajada que compartían, tan relajada que si Víctor la definiera diría que eran camaradas. Comprobó lo cierto que era el dicho de su madre: que los celos pican más que las pulgas. A Roser le gustaba el papel de esposa. En los tiempos en que eran pobres, cuando él todavía andaba enamorado de Ofelia del Solar, compró en cuotas mensuales, sin preguntarle, dos alianzas matrimoniales y le exigió que las usaran hasta que pudieran divorciarse. De acuerdo con el convenio de ceñirse a la verdad, establecido desde un principio, Roser debía hablarle del amante, pero ella sostenía que a veces una omisión piadosa se aprecia más que una verdad inútil y Víctor dedujo que si ella aplicaba ese principio en detalles banales, con mayor razón lo haría en caso de una infidelidad. Se habían casado por conveniencia, pero llevaban veintiséis años juntos y se querían con algo más que la tranquila aceptación de esos matrimonios arreglados de la India. Marcel había cumplido dieciocho años hacía mucho y ese aniversario, que marcaba el fin del compromiso adquirido entre ellos de permanecer juntos hasta entonces, sólo sirvió para ratificar el cariño que se tenían y el propósito de seguir casados por un tiempo más, con la esperanza de que, de postergación en postergación, nunca llegaran a separarse.
Con los años se iban pareciendo en los gustos y manías, aunque no en el carácter. Tenían pocos motivos de discusión y ninguno de pelea, estaban de acuerdo en lo fundamental y se sentían tan cómodos y contentos en presencia del otro como si estuvieran solos. Tan a fondo se conocían, que hacer el amor era una danza fácil, que los dejaba a ambos satisfechos. No se trataba de repetir la misma rutina, porque ella se habría aburrido y Víctor lo sabía. La Roser desnuda en el lecho era muy diferente a la mujer elegante y sobria en un escenario, o la severa profesora de la Escuela de Música. Habían pasado altibajos juntos hasta llegar a la plácida existencia de esos años de madurez sin problemas económicos o emocionales. Vivían solos, porque Carme se había mudado a la casa de Jordi Moliné cuando se murió Gosset, ya muy viejo, ciego y sordo, pero perfectamente lúcido, y Marcel estaba instalado con dos amigos en un apartamento. Había estudiado ingeniería de minas y trabajaba empleado por el gobierno en la industria del cobre. No había heredado ni un ápice del talento musical de su madre o de su abuelo Marcel Lluís Dalmau; tampoco el temperamento aguerrido de su padre, ni alguna inclinación por la medicina, como Víctor, o por la enseñanza como su abuela Carme, quien a los ochenta y un años era maestra en una escuela. «¡Qué raro eres, Marcel! ¿Por qué diablos te interesan las piedras?», le preguntó Carme cuando supo la carrera que él había elegido. «Porque no opinan ni contestan», replicó su nieto.
La relación fracasada con Ofelia del Solar le dejó a Víctor Dalmau una rabia recóndita y callada que le duró un par de años y que aceptó como la expiación justa por haberse portado como un desalmado al enamorar a esa muchacha virgen sabiendo que él no era libre, que tenía la responsabilidad de una esposa y un hijo. De eso hacía muchos años. Desde entonces la nostalgia ardiente que le dejó ese amor fue desapareciendo en la zona gris de la memoria en que lo vivido se va borrando. Creía haber aprendido una lección, aunque su significado profundo le resultaba confuso. Aquella fue su única distracción amorosa durante muchos años, porque vivía sumergido en las exigencias de su trabajo. Algún que otro encuentro precipitado con alguna enfermera complaciente no contaba; ocurría rara vez, por lo general en uno de esos turnos de dos días de guardia en el hospital. Esos abrazos furtivos nunca llegaron a ser una complicación, carecían de pasado y de futuro y se olvidaban en pocas horas. Su cariño sólido por Roser era el ancla de su existencia.
En 1942, poco después de recibir la carta definitiva de Ofelia, cuando Víctor todavía albergaba la fantasía de volver a conquistarla, sabiendo que eso equivalía a echarle salmuera al corazón herido, Roser calculó que necesitaba una cura drástica para salir del ensimismamiento y se introdujo una noche en su cama sin invitación, tal como lo hiciera años antes con su hermano Guillem. Aquella había sido la mejor iniciativa de su vida, porque tuvo por consecuencia a Marcel. Esa noche ella pensaba sorprender a Víctor, pero se encontró con que él la estaba esperando. No se sobresaltó al verla en el umbral de su pieza, medio desnuda y con el cabello suelto, simplemente se movió en la cama para dejarle espacio y la recogió en sus brazos con naturalidad de esposo. Retozaron buena parte de la noche, conociéndose bíblicamente con poca destreza, pero buen humor, ambos conscientes de que deseaban ese momento desde las escaramuzas en el bote salvavidas del Winnipeg , cuando conversaban castamente en susurros, mientras afuera otras parejas aguardaban su turno para el amor. No se acordaron de Ofelia ni de Guillem, cuyo fantasma omnipresente los había acompañado en la travesía, pero en Chile se distrajo con las novedades y poco a poco se retiró a un compartimento discreto en el corazón de ambos, donde no molestaba. Desde esa primera noche, dormían en la misma cama.
El orgullo le impedía a Víctor espiar a Roser o plantearle su sospecha. No relacionó sus dudas con el persistente dolor de estómago que lo atormentaba, lo atribuyó a una úlcera, pero nada hizo por confirmar el diagnóstico y se limitó a tomar leche de magnesia en alarmante cantidad. Su sentimiento por Roser era tan diferente a la pasión atolondrada que sufrió por Ofelia, que habría de pasar más de un año de mortificación antes de que pudiera ponerle nombre. Para distraerse de los celos se refugiaba en las dolencias de sus pacientes del hospital y en el estudio. Debía estar al día con los avances de la medicina, tan prodigiosos que se rumoreaba la posibilidad de trasplantar con éxito el corazón humano. Dos años antes le habían puesto un corazón de chimpancé a un moribundo en Mississippi y aunque el paciente vivió sólo noventa minutos, ese experimento elevó las posibilidades de la ciencia médica al nivel de milagro. Víctor Dalmau, como miles de otros médicos, anhelaba repetir la proeza usando a un donante humano. Desde que tuvo entre los dedos el corazón de Lázaro, hacía toda una vida, lo obsesionaba ese órgano magnífico.
Fuera del trabajo y el estudio, donde concentraba su energía, Víctor había entrado en uno de sus períodos melancólicos. «Andas alelado, hijo», le dijo Carme en uno de los almuerzos dominicales de la familia en casa de Jordi Moliné. Allí se hablaba catalán, pero Carme cambiaba al español cuando Marcel estaba presente, porque a los veintisiete años todavía su nieto se negaba a hablar el idioma de su familia. «La àvia tiene razón, papá. Pareces tonto. ¿Qué te pasa?», agregó Marcel. «Echo de menos a tu madre», respondió Víctor en un impulso. Eso fue una revelación para él. Roser estaba en Venezuela en otra serie de conciertos, que a Víctor le parecían cada vez más frecuentes. Se quedó pensando en lo que había dicho, porque hasta el instante en que articuló la necesidad que tenía de ella, no se había dado cuenta cabal de cuánto la quería. Ellos, que hablaban de todo sin tapujos, nunca habían expresado el amor en palabras por un inexplicable pudor; qué necesidad había de andar pregonando los sentimientos, bastaba con demostrarlos. Si estaban juntos, era porque se querían, para qué darle más vueltas a esa verdad sencilla.
Un par de días más tarde, cuando todavía estaba rumiando la idea de sorprender a Roser con una declaración formal de amor y el anillo de desposada que debió haberle dado hacía años, ella volvió a Santiago sin avisar y los planes de Víctor quedaron postergados indefinidamente. Venía rozagante, como en viajes anteriores, con ese aire de entera satisfacción que tantas sospechas despertaba en su marido, y una vistosa minifalda de cuadros rojos y negros, como mantel de cocina, totalmente inapropiada a su personalidad discreta. «¿No te parece demasiado corta para tu edad?», le preguntó Víctor en vez de decirle las lindezas que había preparado con tanto cuidado. «Tengo cuarenta y ocho, pero me siento como si tuviera veinte», le contestó ella de buen talante.
Era la primera vez que cedía ante el último alarido de la moda; hasta entonces había sido fiel a su estilo, que cambiaba muy poco. La desafiante actitud de ella convenció a Víctor de que era mejor dejar las cosas como estaban y evitar el riesgo de una aclaración que podía ser muy dolorosa o definitiva.
Víctor Dalmau se enteró varios años más tarde, cuando ya no importaba para nada, de que el amante de Roser había sido su antiguo amigo Aitor Ibarra. Esa relación feliz, aunque esporádica, porque sólo se encontraban cuando ella iba a Venezuela y el resto del tiempo no se comunicaban de ninguna forma, duró siete años completos. Comenzó con el primer concierto de la orquesta de música antigua, que fue el acontecimiento cultural de la temporada en Caracas. Aitor vio en la prensa el nombre de Roser Bruguera, pensó que sería demasiada casualidad que fuese la misma mujer encinta con quien cruzó los Pirineos durante la Retirada, pero por si acaso compró su entrada. La orquesta se presentó en el aula magna de la Universidad Central, con sus paneles flotantes de Calder y la mejor acústica del mundo. En el gran escenario, dirigiendo a los músicos con sus preciosos instrumentos, algunos que el público jamás había visto, Roser parecía muy pequeña. Con binoculares, Aitor la examinó por detrás y lo único que identificó fue el moño en la nuca, que era el mismo de su juventud. La reconoció apenas se dio la vuelta para recibir el aplauso, pero a ella le costó más reconocerlo a él cuando se presentó en su camerino, porque quedaba muy poco del joven flaco, apurado y bromista a quien le debía la vida. Estaba transformado en un empresario próspero, de gestos pausados, con varios kilos de sobra, poco pelo en la cabeza y un tupido bigote, pero mantenía la chispa en la mirada. Estaba casado con una mujer espléndida que había sido reina de belleza, tenía cuatro hijos y varios nietos, y había hecho una fortuna. Llegó a Venezuela con quince dólares en el bolsillo, acogido por unos parientes, y se dedicó a lo que sabía, reparar vehículos. Montó un garaje mecánico y al poco tiempo tenía sucursales en varias ciudades; de eso al negocio de automóviles antiguos para coleccionistas hubo sólo un paso. Era el país perfecto para alguien tan emprendedor y visionario como Aitor. «Aquí las oportunidades caen de los árboles, como los mangos», le contó a Roser.
Fueron siete años de pasión intensa en el sentimiento y liviana en su expresión. Solían pasar un día entero encerrados en una pieza de hotel haciendo el amor como adolescentes, muertos de la risa, con una botella de vino blanco del Rin y pan con queso, maravillados de la afinidad intelectual y el deseo inacabable que compartían, único en sus vidas, porque nunca antes ni después volverían a sentirlo de esa manera. Se las arreglaron para mantener su amor en un lugar sellado y secreto de sus vidas, sin tocar el matrimonio feliz de ninguno de los dos. Aitor quería y respetaba a su bella mujer, tanto como Roser a Víctor. En un principio, cuando por poco pierden el juicio ante la sorpresa de enamorarse, decidieron que el único futuro posible para esa atracción tremenda era dentro de los límites de la clandestinidad; no iban a permitir que se les pusiera su vida al revés y les hiciera daño a sus familias. Así lo hicieron durante aquellos benditos siete años y habrían seguido juntos muchos más si un ataque cerebral no hubiera condenado a Aitor Ibarra a la inmovilidad y al cuidado de su mujer. Pero nada de esto lo supo Víctor hasta que Roser se lo contó.
Víctor Dalmau volvió a ver a Pablo Neruda a menudo, de lejos en actos públicos y a veces en la casa del senador Salvador Allende, con quien solía jugar al ajedrez. También fue invitado por el poeta a reuniones en su casa en Isla Negra, una vivienda orgánica con aspecto de buque encallado, de loca arquitectura, encaramada en un promontorio frente al mar. Era el lugar de la inspiración y la escritura. «El mar de Chile, el mar tremendo, con barcazas en espera, con torres de espuma blanca y negra, con pescadores litorales educados en la paciencia, el mar natural, torrencial, infinito .» Allí vivía con Matilde, su tercera esposa, y la profusión disparatada de objetos de sus colecciones, desde botellas polvorientas del mercado de las pulgas, hasta mascarones de proa de barcos naufragados. Allí recibía a dignatarios del mundo entero que llegaban a saludarlo y traerle invitaciones, a políticos locales, a intelectuales y periodistas, pero sobre todo amigos personales, entre ellos varios de los refugiados del Winnipeg . Era una celebridad, traducido a cuanto idioma existe; ya ni sus peores enemigos podían negarles el poder mágico a sus versos. Lo que más deseaba el poeta, amante de la buena vida, era escribir sin pausa, cocinar para sus amigos y que lo dejaran en paz, pero ni siquiera en aquel roquedal de Isla Negra eso era posible; toda suerte de gentes acudían a golpear su puerta y recordarle que era la voz de los pueblos sufrientes, como él mismo se definía. Así llegaron un día sus camaradas a exigirle que los representara en la campaña presidencial. Salvador Allende, el candidato más idóneo de la izquierda, se había postulado sin éxito a la presidencia tres veces antes y se decía que estaba marcado por el fracaso. De modo que el poeta dejó sus cuadernos y su pluma de tinta verde y salió a recorrer el país en automóviles, buses y trenes reuniéndose con el pueblo y recitando su poesía, coreado por obreros, campesinos, pescadores, ferroviarios, mineros, estudiantes y artesanos que vibraban con su voz. Le sirvió para darle nuevos bríos a su poesía combatiente y comprender que no estaba hecho para la política. Apenas pudo se retiró para apoyar la candidatura de Salvador Allende, quien contra viento y marea acabó encabezando a la Unidad Popular, una coalición de partidos de izquierda. Neruda lo secundó en la campaña.
Entonces le tocó a Allende andar de norte a sur en los trenes, exaltando a la gente que se juntaba en cada estación para escuchar sus discursos apasionados, en villorrios calcinados de arena y sal, en otros oscuros de lluvia eterna. Víctor Dalmau lo acompañó varias veces, oficialmente como médico, pero en verdad como compinche del ajedrez, la única distracción del candidato, ya que en el tren no había películas de vaqueros, su otro remedio para aliviar la tensión. Era tan enérgico, determinado e insomne, que nadie podía seguirle el paso, los de su séquito debían turnarse. Víctor asumió el turno de las horas tardías de la noche en que el candidato, extenuado, necesitaba sacarse de la mente el ruido de las muchedumbres y de su propia voz mediante una partida de ajedrez, que a veces se estiraba hasta el amanecer o quedaba pendiente para otra noche. Allende dormía muy poco, pero aprovechaba diez minutos por aquí y otros diez por allá para cabecear un rato sentado en cualquier parte y resucitaba fresco como recién duchado. Caminaba erguido y con el pecho adelante, dispuesto al combate, hablaba con voz de actor y elocuencia de iluminado, era controlado en los gestos, rápido de pensamiento e irreductible en sus convicciones fundamentales. En su larga carrera política llegó a conocer a Chile como si fuera su patio y nunca perdió la fe en que se podía hacer una revolución pacífica, una vía chilena al socialismo. Algunos de sus partidarios, inspirados por la revolución cubana, sostenían que era imposible hacer una verdadera revolución y escapar al imperialismo americano por las buenas, eso sólo se lograba con la lucha armada, pero para él la revolución cabía holgadamente en la sólida democracia chilena, cuya Constitución respetaba. Siguió creyendo hasta el final que todo era cuestión de denunciar, explicar, proponer y llamar a la acción para que los trabajadores se levantaran y tomaran su destino en un puño. También conocía de sobra el poder de sus adversarios. Como personaje público se conducía con una dignidad un poco engolada, que sus enemigos tachaban de arrogancia, pero en privado parecía sencillo y bromista. Era fiel a la palabra empeñada; no podía imaginar una traición y eso al final lo perdió.
A Víctor Dalmau lo sorprendió la Guerra Civil de España muy joven; en el lado republicano peleó, trabajó y se fue al exilio por eso, aceptando la ideología de su bando sin cuestionarla. En Chile cumplió el requisito de abstenerse de actuar en política, que les impusieron a los refugiados del Winnipeg , y no militaba en ningún partido, pero la amistad con Salvador Allende fue definiendo sus ideas con la misma claridad con que la Guerra Civil había definido sus sentimientos. Víctor lo admiraba en el plano político y con algunas reservas también lo admiraba en lo personal. La imagen de líder socialista de Allende se contradecía con sus hábitos burgueses, su ropa de calidad, su refinamiento para rodearse de objetos únicos que poseía gracias a los regalos espontáneos de otros gobiernos y de cuanto artista importante había en América Latina; cuadros, esculturas, manuscritos originales, cacharros precolombinos, todo lo cual habría de desaparecer en la rapiña del último día de su vida. Era vulnerable al halago y a las mujeres bonitas, podía detectarlas de una sola mirada entre la multitud y las atraía con su personalidad y la ventaja de su posición de poder. A Víctor le molestaban esas debilidades, que sólo comentó una vez a solas con Roser. «¡Qué quisquilloso eres, Víctor! Allende no es Gandhi», replicó ella. Ambos votaron por él y ninguno de los dos creyó sinceramente que sería elegido. El mismo Allende lo dudaba, pero en septiembre obtuvo más votos que los otros candidatos. A falta de una mayoría absoluta, el Congreso debía decidir entre los dos candidatos con más alta votación. Los ojos del mundo se fijaron en Chile, esa mancha alargada en el mapa que desafiaba a las convenciones.
Los partidarios de la utópica revolución socialista en democracia no esperaron la decisión del Congreso: se lanzaron en masa a la calle a compartir ese triunfo tan largamente esperado. Familias enteras, desde los abuelos hasta los nietos, vestidos de domingo, salieron cantando, eufóricos, maravillados, pero sin un solo desmán, como si se hubieran puesto de acuerdo en una misteriosa forma de disciplina. Víctor, Roser y Marcel se mezclaron con la muchedumbre agitando banderas y cantando que el pueblo unido jamás sería vencido. Carme no los acompañó, porque a los ochenta y cinco años ya no le quedaba suficiente vida para entusiasmarse por algo tan veleidoso como la política, dijo, pero la verdad era que salía muy poco, dedicada por entero a cuidar a Jordi Moliné, quien había envejecido entre achaques y sin ganas de moverse de su casa. Se había mantenido joven de espíritu hasta que perdió su bar. El Winnipeg, que en sus años de existencia llegó a ser un hito en la ciudad, desapareció cuando demolieron la manzana para construir unas torres altas que, según Moliné, se iban a caer en el próximo terremoto. Carme, en cambio, seguía tan sana y enérgica como siempre. Se había reducido de tamaño, era un pájaro desplumado, un montoncito de huesos y pellejo, con pocos pelos en la cabeza y un cigarrillo permanente en los labios. Era incansable, eficiente, seca de modales y secretamente sentimental, hacía el trabajo doméstico y atendía a Jordi como a un niño desvalido. Ambos planearon ver el espectáculo del triunfo electoral por televisión con una botella de vino tinto y jamón serrano. Vieron las columnas de gente con pancartas y antorchas, comprobaron el alborozo y la esperanza. «Esto ya lo vivimos en España, Jordi. Tú no estabas allí en el 36, pero te digo que es la misma cosa. Ojalá no termine tan mal como allá», fue el único comentario de Carme.
Pasada la medianoche, cuando ya empezaba a aclararse el gentío en las calles, los Dalmau se toparon con Felipe del Solar, inconfundible con su chaqueta de pelo de camello y su jockey de gamuza color mostaza. Se abrazaron como los buenos amigos que eran, Víctor empapado de sudor y ronco de gritar, y Felipe impecable, oloroso a lavanda, con la elegante indiferencia que había cultivado durante más de veinte años. Se vestía en Londres, adonde iba un par de veces al año; la flema británica le sentaba muy bien. Iba acompañado por Juana Nancucheo, a quien los Dalmau reconocieron de inmediato, porque era la misma de la época lejana en que iba en tranvía a visitar a Marcel.
—¡No me digas que votaste por Allende! —exclamó Roser, abrazando también a Felipe y a Juana.
—Cómo se te ocurre, mujer. Voté por la democracia cristiana, aunque no creo en las virtudes de la democracia ni del cristianismo, pero no podía darle el gusto a mi padre de votar por su candidato. Soy monárquico.
—¿Monárquico? ¡Hombre, por Dios! ¿No eras el único progresista entre los trogloditas de tu clan? —exclamó Víctor, divertido.
—Pecado de juventud. Un rey o una reina es lo que nos hace falta en Chile, como en Inglaterra, donde todo es más civilizado que aquí —se burló Felipe, chupando la pipa apagada que siempre llevaba consigo por una cuestión de estilo.
—¿Qué haces en la calle, entonces?
—Andamos tomándole el pulso a la plebe. La Juana ha votado por primera vez. Hace veinte años que las mujeres tienen derecho a voto y recién ahora lo ejerce para votar por la derecha. No he logrado meterle en la cabeza que ella pertenece a la clase trabajadora.
—Yo voto como su papá, niño Felipe. Este cuento de la chusma alzada, como dice don Isidro, ya lo vimos antes.
—¿Cuándo? —le preguntó Roser.
—Se refiere al gobierno de Pedro Aguirre Cerda —intervino Felipe.
—Gracias a ese presidente estamos aquí, Juana. Él trajo a los refugiados del Winnipeg , ¿se acuerda? —le preguntó Víctor.
—Casi ochenta años debo de tener, pero no me falla la memoria, joven.
Felipe les contó que su familia estaba atrincherada en la calle Mar del Plata a la espera de que las hordas marxistas invadieran el barrio alto. Habían asumido la campaña de terror que ellos mismos habían creado. Isidro del Solar estaba tan seguro de la victoria de los conservadores, que había planeado una fiesta para celebrar con sus amigos y correligionarios. Todavía estaban los cocineros y los mozos en la casa, esperando que por intervención divina cambiara el rumbo de los acontecimientos y pudieran servir el champán y las ostras. Juana era la única que quiso ver lo que pasaba en la calle, no por simpatía política, sino por curiosidad.
—Mi padre anunció que iba a trasladar a la familia a Buenos Aires hasta que volviera la cordura a este país de mierda, pero mi madre no se mueve de aquí. No quiere dejar al Bebe solo en el cementerio —añadió Felipe.
—¿Qué es de Ofelia? —le preguntó Roser, adivinando que Víctor no se atrevía a mencionarla.
—Se saltó el delirio de la elección. A Matías lo nombraron encargado de negocios en Ecuador, es diplomático de carrera, así que el nuevo gobierno no lo pondrá en la calle. Ofelia ha aprovechado para estudiar en el taller del pintor Guayasamín. Expresionismo feroz, a grandes brochazos. La familia opina que sus cuadros son unos adefesios, pero yo tengo varios.
—¿Y sus hijos?
—Están estudiando en Estados Unidos. También van a pasar este cataclismo político lejos de Chile.
—¿Tú te quedas?
—Por el momento, sí. Quiero ver en qué consiste este experimento socialista.
—Espero de todo corazón que resulte —dijo Roser.
—¿Tú crees que la derecha y los americanos lo van a permitir? Acuérdate de lo que te digo, este país va a la ruina —respondió Felipe.
Las manifestaciones de júbilo se produjeron sin desmanes y al día siguiente, cuando los asustados corrieron a los bancos a retirar su dinero y a comprar pasajes para escapar antes de que los soviéticos invadieran el país, se encontraron con que estaban limpiando las calles como cualquier sábado normal y ningún rotoso andaba garrote en mano amenazando a la gente decente. No había tanta prisa, después de todo. Calcularon que una cosa es ganar con los votos y otra es llegar a la presidencia; quedaban dos meses por delante para la decisión del Congreso y para torcer la situación en su favor. La tensión se palpaba en el aire y el plan para atajar a Allende ya se había puesto en marcha antes de que asumiera el cargo. En las semanas siguientes, un complot apoyado por los americanos culminó con el asesinato del comandante en jefe del ejército, un militar respetuoso de la Constitución a quien convenía sacar del medio. El crimen tuvo el efecto contrario al planeado y en vez de sublevar a los militares, produjo indignación colectiva y fortaleció la tradición legalista de la mayoría de los chilenos, poco acostumbrados a esos métodos de facinerosos, propios de alguna república bananera y jamás de Chile, donde las diferencias no se resolvían a tiros, como dijeron los periódicos. El Congreso ratificó a Salvador Allende, quien se convirtió en el primer mandatario marxista elegido democráticamente. La idea de una revolución pacífica ya no parecía tan descabellada.
Durante aquellas semanas conflictivas transcurridas entre la elección y la transmisión del mando, Víctor no tuvo oportunidad de jugar al ajedrez con Allende, porque para el futuro presidente fue un tiempo de conciliábulos políticos, de acuerdos y desacuerdos a puerta cerrada, de un tira y afloja de los partidos de gobierno por las cuotas del poder y del hostigamiento continuo de la oposición. Allende denunciaba por todos los medios la intervención del gobierno estadounidense. Nixon y Kissinger habían jurado impedir que el experimento chileno triunfara, porque podía encenderse como pólvora por el resto de América Latina y Europa, y cuando no pudieron hacerlo mediante soborno y amenazas, empezaron a cortejar a los militares. Allende no subestimaba a sus enemigos externos e internos, pero tenía una fe irracional en que el pueblo iba a defender a su gobierno. Decían que tenía «muñeca» para manejar cualquier situación y volcarla a su favor, pero durante los dramáticos tres años siguientes iba a necesitar más magia y buena suerte que muñeca. Las partidas de ajedrez se reanudaron al año siguiente, cuando el presidente pudo establecer cierta rutina en su complicada existencia.