Yo vivo ahora en un país tan suave
como la piel otoñal de las uvas…
PABLO NERUDA ,
«País»,
Geografía infructuosa
L a noticia de que en Chile había una lista reciente de mil ochocientos exiliados que estaban autorizados para regresar fue publicada en El Universal del domingo, único día que los Dalmau leían el periódico de punta a rabo. Roser fue al consulado de Chile a ver la lista, que estaba pegada en la ventana, y encontró el nombre de Víctor Dalmau. Se abrió un vacío a sus pies. Habían aguardado eso durante nueve años y cuando ocurrió no pudo alegrarse, porque significaba abandonar lo que tenían, incluso a Marcel, y volver al país que dejaron porque no pudieron soportar la represión. Se preguntó qué sentido tenía retornar si nada había cambiado, pero esa noche, cuando lo conversó con Víctor, él le planteó que si no volvían pronto, nunca lo harían. «Hemos empezado de cero varias veces, Roser. Podemos hacerlo una vez más. Tengo sesenta y nueve años y quiero morir en Chile.» Le sonaban en la memoria unos versos de Neruda: «Cómo puedo vivir tan lejos / de lo que amé, de lo que amo? ». Marcel estuvo de acuerdo; se ofreció para ir a reconocer el terreno y en menos de una semana estaba en Santiago. Los llamó para contarles que en apariencia el país era moderno y próspero, pero bastaba rascar la superficie para ver las lacras. Existía una abrumadora desigualdad. Tres cuartas partes de la riqueza estaban en manos de veinte familias. La clase media sobrevivía a crédito; había pobreza para muchos y opulencia para pocos, poblaciones de miseria que contrastaban con rascacielos de cristal y mansiones amuralladas, bienestar y seguridad para unos, y desempleo y represión para otros. El milagro económico de los años anteriores, basado en la libertad absoluta del capital y la falta de derechos básicos para los trabajadores, se había desinflado como una burbuja. Les dijo que se sentía en el aire que la situación iba a cambiar, la gente tenía menos miedo y había protestas masivas contra el gobierno, creía que la dictadura podía caer por su propio peso; era el momento de volver. Agregó que apenas llegó le ofrecieron empleo en la misma Corporación del Cobre donde comenzó a trabajar recién graduado, sin que nadie le preguntara por sus ideas políticas; sólo contaban su doctorado en Estados Unidos y su experiencia profesional. «Me voy a quedar aquí, viejos. Soy de Chile.» Esa fue la razón definitiva, porque ellos también, a pesar de todo lo vivido, eran de Chile y en ningún caso iban a separarse del hijo. En menos de tres meses los Dalmau liquidaron sus posesiones y se despidieron de los amigos y colegas. Valentín Sánchez le propuso a Roser que volviera triunfante, con la cabeza en alto, ya que ella nunca estuvo en una lista negra ni en la mira de los aparatos de seguridad, como su marido. Regresaría acompañada por la orquesta de música antigua en pleno para dar una serie de conciertos gratuitos en parques, iglesias y liceos. Ella quiso saber cómo iban a financiar semejante empresa y él respondió que sería un regalo del pueblo venezolano al pueblo de Chile. El presupuesto de cultura en Venezuela daba para mucho y en Chile no se atreverían a impedirlo; sería una afrenta de proporciones internacionales. Así fue.
Para Víctor el regreso resultó más difícil que para Roser. Dejó su posición en el hospital de Caracas y su seguridad económica para llegar a la incertidumbre de un lugar donde los desterrados eran vistos con desconfianza. Muchos de la izquierda los culpaban por haberse ido, en vez de luchar contra el régimen desde dentro, y la derecha los acusaba de marxistas y terroristas, por algo habían sido expulsados.
Cuando se presentó en el hospital San Juan de Dios, donde había trabajado durante casi treinta años, fue recibido con abrazos y hasta con lágrimas por enfermeras y algunos médicos de antes, que lo recordaban y habían escapado a la purga de los primeros tiempos, cuando centenares de médicos con ideas progresistas fueron destituidos, arrestados o asesinados. El director, un militar, lo saludó personalmente y lo invitó a su despacho.
—Sé que usted salvó la vida al comandante Osorio. Fue un acto encomiable para alguien que se encontraba en su situación —dijo.
—¿Quiere decir preso en un campo de concentración? Soy médico, atiendo a quien me necesite, no importan las circunstancias. ¿Cómo está el comandante?
—Retirado desde hace tiempo, pero bien.
—Trabajé muchos años en este hospital y me gustaría reintegrarme —dijo Víctor.
—Lo entiendo, pero debe considerar su edad…
—No he cumplido setenta años todavía. Hace dos semanas dirigía el departamento de cardiología en el hospital Vargas de Caracas.
—Desgraciadamente con su historial de preso político y exiliado no es posible emplearlo en ningún hospital público; oficialmente está suspendido de sus funciones hasta nueva orden.
—Es decir, ¿que no podré trabajar en Chile?
—Créame que lo lamento. La decisión no depende de mí. Le recomiendo que busque en una clínica privada —dijo el director, despidiéndose con un firme apretón de mano.
El gobierno militar consideraba que los servicios públicos debían estar en manos privadas; la salud no era un derecho, sino un bien de consumo que se compra y vende. En esos años, en que se había privatizado todo lo privatizable, desde la electricidad hasta las líneas aéreas, habían proliferado las clínicas privadas con las instalaciones y recursos más exquisitos para atender a quienes podían pagar. El prestigio profesional de Víctor seguía incólume después de años de ausencia y consiguió empleo de inmediato en la más afamada clínica de Santiago con un sueldo muy superior al que pudiera ganar en el hospital público. Allí lo fue a visitar Felipe del Solar en uno de sus frecuentes viajes a Chile. Había pasado mucho tiempo desde que se vieron por última vez y nunca fueron amigos íntimos ni tuvieron mucho en común, pero se abrazaron con afecto genuino.
—Supe que habías vuelto, Víctor. Me alegro mucho. Este país necesita que la gente valiosa como tú se reintegre.
—¿Tú también estás de vuelta en Chile? —le preguntó Víctor.
—A mí nadie me necesita aquí. Vivo en Londres. ¿No se nota?
—Se nota. Pareces un lord inglés.
—Tengo que venir más o menos a menudo por cuestiones familiares, aunque no soporto a nadie de mi familia, salvo a la Juana Nancucheo, que me crió, pero uno no elige a los parientes.
Se instalaron en un banco del jardín, frente a una fuente moderna que lanzaba chorros de agua como resoplidos de ballena, para ponerse al día sobre las respectivas familias. Víctor se enteró de que los cuadros que pintaba Ofelia, encerrada en el campo, nadie los compraba, que Laura del Solar padecía demencia senil en silla de ruedas y las hermanas de Felipe se habían convertido en señoronas insoportables.
—Mis cuñados han hecho fortunas en estos años, Víctor. Mi padre los despreciaba. Decía que mis hermanas se casaron con tontos bien vestidos. Si pudiera ver a sus yernos ahora, tendría que tragarse sus palabras —añadió Felipe.
—Este es el paraíso de los negocios y los negociados —comentó Víctor.
—No hay nada malo en ganar plata si el sistema y la ley lo permiten. Y tú, Víctor, ¿cómo estás?
—Tratando de adaptarme y entender qué ha pasado aquí. Chile está irreconocible.
—Tienes que admitir que está mucho mejor. El pronunciamiento militar salvó al país del caos de Allende y de una dictadura marxista.
—Para impedir esa imaginaria dictadura de izquierda se ha impuesto una implacable dictadura de derecha, Felipe.
—Mira, Víctor, guárdate esas opiniones. Aquí no caen bien. No puedes negar que estamos mucho mejor, tenemos un país próspero.
—Con un coste social muy alto. Tú vives fuera, conoces las atrocidades que aquí no se publican.
—No me vengas con la cantinela de los derechos humanos, qué lata, hombre —lo interrumpió Felipe—. Son excesos de algunos milicos brutos. Nadie puede acusar a la Junta de Gobierno y mucho menos al presidente Pinochet por esas excepciones. Lo importante es que hay calma y tenemos una economía impecable. Siempre fuimos un país de flojos y ahora la gente tiene que trabajar y esforzarse. El sistema de libre mercado favorece la competencia y estimula la riqueza.
—Esto no es libre mercado, porque la fuerza laboral está sometida y se han suspendido los derechos más básicos. ¿Crees que se podría implantar este sistema en una democracia?
—Esta es una democracia autoritaria y protegida.
—Has cambiado mucho, Felipe.
—¿Por qué lo dices?
—Te recordaba más abierto, iconoclasta, un poco cínico, crítico, opuesto a todo y a todos, sarcástico y brillante.
—Sigo siéndolo en algunos aspectos, Víctor. Pero al envejecer uno tiene que definirse. Yo siempre fui monárquico —sonrió Felipe—. En todo caso, amigo mío, ten cuidado con tus opiniones.
—Tengo cuidado, Felipe, pero no me cuido con los amigos.
Para paliar el bochorno que sentía por mercantilizar la medicina, Víctor trabajaba como voluntario en un consultorio precario de una de las poblaciones miserables de Santiago, que nacieron y se multiplicaron con las migraciones del campo y del salitre medio siglo antes. En la de Víctor vivían hacinadas unas seis mil personas. Allí pudo tomarle el pulso a la represión, al descontento y al coraje de la gente más modesta. Sus pacientes vivían en chozas de cartón y tablas con suelo de tierra apisonada, sin agua corriente, electricidad ni letrinas, entre el polvo del verano y el barrizal del invierno, entre desperdicios, perros vagos, ratones y moscas, la mayoría sin empleo, ganando el mínimo para subsistir con ocupaciones de desesperación, rescatando plástico, vidrio y papel de la basura para vender, haciendo trabajo pesado por el día en lo que fuera, traficando o robando. El gobierno tenía planes para erradicar el problema, pero las soluciones se demoraban y por el momento erguía muros para ocultar ese espectáculo lamentable, que afeaba la ciudad.
—Lo más impresionante son las mujeres —le comentó Víctor a Roser—. Son inquebrantables, sacrificadas, más aguerridas que los hombres, madres de sus hijos y de los allegados que acogen bajo su techo. Soportan el alcoholismo, la violencia y el abandono del hombre de paso, pero no se doblan.
—¿Tienen alguna ayuda, al menos?
—Sí, de iglesias, especialmente las evangélicas, de instituciones de caridad y voluntarios, pero me preocupan los niños, Roser. Crecen de cualquier modo, a menudo se acuestan con hambre, van a la escuela cuando pueden, no siempre, y llegan a la adolescencia sin más horizonte que las pandillas, las drogas o la calle.
—Te conozco, Víctor. Sé que estás más contento allí que en cualquier otra parte —le comentó ella.
Era cierto. A los tres días sirviendo en esa comunidad, junto a un par de enfermeras y otros médicos idealistas que se turnaban, Víctor recuperó la llamarada de entusiasmo de su juventud. Volvía a su casa con el corazón apretado y una sarta de historias trágicas, cansado como perro, pero impaciente por regresar al consultorio. Su vida tenía un propósito tan claro como en tiempos de la Guerra Civil, cuando su papel en este mundo era incuestionable.
—Si vieras cómo se organiza la gente, Roser. Los que pueden, aportan algo a la olla común, que se cocina en unos calderos grandes en braseros al aire libre. La idea es darle un plato caliente a cada persona, aunque a veces no alcanza para todos.
—Ahora sé adónde va a parar tu sueldo, Víctor.
—No sólo se necesita comida, Roser, también falta lo esencial en el consultorio.
Le explicó que los pobladores mantenían el orden para evitar la intervención de la policía, que solía allanar con armamento de guerra. El sueño imposible era tener un techo propio y un terreno donde establecerse. Antes simplemente ocupaban terrenos y resistían el desalojo con una tenacidad sostenida. La «toma» comenzaba con unos cuantos seres que llegaban discretamente y enseguida aparecían más y más, una sigilosa e incontenible procesión que avanzaba con sus escasas pertenencias en carretones y carretillas, en bolsas al hombro, arrastrando los ínfimos materiales disponibles para un techo, cartones, mantas, con los niños a cuestas y los perros detrás, y cuando las autoridades se enteraban había miles de personas instaladas y dispuestas a defenderse. Eso habría sido una temeridad suicida en los tiempos que corrían, cuando las fuerzas del orden podían entrar con tanques y correr metralla sin el menor inconveniente.
—Basta que a alguno de los dirigentes vecinales se le ocurra proponer una protesta o una toma para que desaparezca y si vuelve a ser visto es un cadáver que aparece a la entrada del campamento como advertencia para los demás. Allí tiraron el cuerpo destrozado con más de cuarenta balazos del cantante Víctor Jara. Eso me han contado.
En el consultorio atendía emergencias, quemaduras, huesos quebrados, heridas de riñas a cuchillo o a botellazos, violencia doméstica, en fin, nada que significara algún desafío para él, pero su sola presencia les daba a los pobladores una sensación de seguridad. Mandaba los casos serios al hospital más cercano y, a falta de ambulancia, a menudo los llevaba él mismo en su coche. Lo habían prevenido contra los robos, era imprudente llegar allí en su vehículo, que podía ser desmontado para vender las piezas en el mercado persa, pero una de las dirigentes, una abuela todavía joven, con carácter de amazona, les advirtió a los pobladores, especialmente a los adolescentes descarriados, que el primero que tocara el coche del doctor lo iba a pasar muy mal. Eso bastó. Víctor nunca tuvo problemas. Los Dalmau acabaron viviendo de los ahorros y de lo que ganaba Roser, porque el sueldo de Víctor en la clínica se iba entero en comprar lo indispensable para el consultorio. Tan satisfecho lo vio Roser, que decidió sumarse. Consiguió instrumentos financiados por Valentín Sánchez, que le mandó un cheque sustancioso y un cargamento desde Venezuela, y acudía al campamento los mismos días que su marido a enseñar música. Descubrió que eso los unía más que hacer el amor, pero no se lo dijo. A Valentín Sánchez le mandaba informes y fotos. «En un año vamos a tener un coro infantil y una orquesta de jóvenes. Vas a tener que venir a verlo con tus propios ojos. Pero por el momento necesitamos un buen equipo de grabación y parlantes para los conciertos al aire libre», le explicó, sabiendo que su amigo se las arreglaría para conseguirle más fondos.
Pensando con cierta envidia en la bucólica descripción de la vida campestre de Ofelia del Solar, Víctor convenció a Roser para que se instalaran en las afueras de la ciudad. Santiago era una pesadilla de tráfico, con gente apurada y de mal humor. Además, solía amanecer con un manto de niebla tóxica. Dieron con lo que buscaban: una vivienda rústica, de piedra y madera, con paja en el techo, un capricho del arquitecto, que quiso camuflarla en el paisaje agreste. Cuando fue construida, tres décadas antes, el camino de acceso era una culebra zigzagueante entre despeñaderos de mulas, pero la capital fue creciendo hacia las faldas de la cordillera y cuando ellos compraron la propiedad, aquella zona de parcelas y huertos estaba incorporada. Allí no llegaba el transporte colectivo ni el correo, pero dormían en el silencio profundo de la naturaleza y despertaban con un coro de pájaros. Los días de semana se levantaban a las cinco de la madrugada para ir a trabajar y regresaban a oscuras, pero el tiempo que pasaban en esa casa les daba ánimo para lidiar con cualquier inconveniente. Durante el día la propiedad estaba desocupada y en los dos primeros años entraron a robar once veces. Eran raterías tan humildes que no valía la pena enojarse ni llamar a la policía. Se llevaron la manguera del jardín y las gallinas, cacharros de cocina, una radio de pilas, el reloj despertador y otras cosas insignificantes. Se llevaron también el primer televisor y otros dos que lo reemplazaron; entonces decidieron prescindir del aparato. Total, había poco de interés para ver en la pantalla. Estaban considerando la posibilidad de dejar siempre la puerta abierta, para evitar que rompieran los vidrios para entrar, cuando Marcel les trajo dos perros grandes que había rescatado de la perrera municipal, que ladraban, pero eran muy mansos, y uno chico que mordía. Eso resolvió el problema.
Marcel vivía y trabajaba entre quienes Víctor llamaba genéricamente «los privilegiados», a falta de una clasificación más precisa, porque comparados con sus pacientes del campamento, lo eran. A Marcel le molestaba el término, que no se podía aplicar a sus amistades en general, pero para qué iba a enfrascarse en una discusión bizantina con sus padres: «Ustedes son reliquias del pasado, viejos. Se quedaron trancados en los años setenta. Pónganse al día». Los llamaba por teléfono a diario y los visitaba los domingos para la parrillada obligatoria impuesta por Víctor, acompañado por mujeres diferentes, pero del mismo estilo, muy delgadas, de cabellos largos lacios, lánguidas y casi siempre vegetarianas, completamente diferentes a la jamaiquina de sangre caliente que lo inició en el amor. Su padre no alcanzaba a distinguir a la visitante de ese domingo de las anteriores, ni aprenderle el nombre antes de que él la cambiara por otra casi igual. Al llegar, Marcel le murmuraba al oído a Víctor que no hablara del exilio ni de su consultorio en la población, porque acababa de conocer a la chica y no estaba seguro de su tendencia política, si es que la tenía. «Basta verla, Marcel. Vive en una burbuja, no tiene idea del pasado ni de lo que pasa ahora. Tu generación carece de idealismo», replicaba Víctor. Terminaban encerrados en la despensa discutiendo en susurros, mientras Roser procuraba distraer a la visitante. Después, cuando se habían reconciliado, Marcel asaba bifes sangrantes y Víctor hervía espinacas para la chica de pelos lacios. A menudo se unían los vecinos, Meche y Ramiro, su marido, con un canasto de verduras frescas de su huerto y un par de frascos de mermelada hecha en casa. Según Roser, Ramiro se iba a morir en cualquier momento, aunque estaba sano; en realidad ocurrió así: lo atropelló un conductor ebrio. Víctor le preguntó a su mujer cómo diablos lo sabía y ella le contestó que se le veía en los ojos, estaba señalado por la muerte. «Cuando enviudes, te casas con la Meche, ¿me has entendido?», le sopló Roser en el velorio del pobre hombre. Víctor asintió, porque estaba seguro de que Roser iba a vivir mucho más que él.
Víctor y Roser trabajaron tres años como voluntarios en el campamento, ganándose la confianza de los pobladores, antes de que el gobierno ordenara la evacuación de las familias a otras localidades de la periferia de la capital, lejos de los barrios de la burguesía. En Santiago, una de las ciudades más segregadas del mundo, ningún pobre vivía a la vista de los barrios altos. Llegaron los carabineros seguidos por los soldados, separaron a la gente con la autoridad de las armas y se la llevaron en camiones del ejército escoltados por uniformados en motocicletas, para distribuirla en diferentes villas provisorias, todas iguales, de calles sin pavimentar y filas de viviendas como cajones depositados en el polvo. No fue el único campamento erradicado. En un tiempo récord trasladaron a más de quince mil personas sin que el resto de la ciudadanía se enterara. Los pobres se volvieron invisibles. A cada familia le asignaron una vivienda básica de tablas, compuesta por una habitación de uso múltiple, baño y cocina, más decente que la choza de donde provenían, pero de una plumada pusieron fin a la comunidad. La gente quedó dividida, desarraigada, aislada y vulnerable; cada uno debía velar por sí mismo.
La operación se llevó a cabo de una manera tan rápida y precisa que Víctor y Roser se enteraron al día siguiente, cuando acudieron a trabajar como siempre y se encontraron con las máquinas aplanadoras despejando el terreno donde estaba el campamento para construir edificios de apartamentos. Les costó una semana localizar a algunos grupos erradicados, pero esa misma tarde fueron advertidos por agentes de seguridad de que estaban en el punto de mira; cualquier contacto con los pobladores sería considerado una provocación. Para Víctor fue un golpe bajo. No tenía intención de jubilarse. Seguía a cargo de los casos más complicados de la clínica, pero ni la cirugía que amaba ni el dinero que ganaba podían compensarle el haber perdido a sus pacientes del campamento.
En 1987 la dictadura, presionada desde dentro por el clamor popular y desde fuera por el desprestigio que sufría, puso término al toque de queda y aflojó un poco la censura de prensa, que regían desde hacía catorce años, autorizó los partidos políticos y el retorno del resto de los exiliados. La oposición exigía elecciones libres y como respuesta el gobierno impuso un referéndum para decidir si Pinochet seguía o no en el poder ocho años más. Víctor, que sin haber participado en política había sufrido las consecuencias como si lo hubiera hecho, consideró que había llegado el momento de jugarse abiertamente. Dejó la clínica y se unió a la oposición, que tenía por delante la tarea hercúlea de movilizar al país para derrotar al gobierno militar en el plebiscito. Cuando se presentaron en su casa los mismos agentes de seguridad que lo habían conminado antes, los echó de mal modo. En vez de llevárselo esposado y con un capuchón sobre la cabeza, le respondieron con amenazas poco convincentes y se fueron. «Van a volver», dijo Roser, furiosa, pero pasaron los días y las semanas sin que se cumpliera su pronóstico. Eso les dio la pauta de que por fin las cosas estaban por cambiar en Chile, como había supuesto Marcel cuatro años antes. La impunidad de la dictadura comenzaba a hacer agua.
El referéndum se llevó a cabo con la más sorprendente tranquilidad, bajo el ojo de observadores internacionales y la prensa del mundo entero. Nadie quedó sin votar, ni los ancianos en silla de ruedas, ni las mujeres con contracciones de parto, ni los enfermos en camillas. Y al final del día, burlando las maniobras más sagaces de los hombres en el poder, la dictadura fue vencida en su propio terreno, con sus propias leyes. Esa noche, ante los innegables resultados, Pinochet, endurecido por la soberbia del poder absoluto y aislado de la realidad por muchos años de total impunidad, propuso otro golpe de Estado para perpetuarse en el sillón presidencial, pero los agentes de inteligencia americanos, que lo apoyaron antes, y los generales elegidos por él mismo, no lo secundaron. Incrédulo hasta el último instante, acabó por reconocer su derrota. Meses más tarde entregó el cargo a un civil para que iniciara la transición a una democracia condicionada y cautelosa, pero mantuvo a las Fuerzas Armadas en un puño y al país en ascuas. Habían transcurrido diecisiete años desde el golpe militar.
Con la vuelta a la democracia Víctor Dalmau dejó la clínica privada para dedicarse exclusivamente al hospital San Juan de Dios, donde fue reintegrado en el mismo puesto que había tenido antes de ser arrestado. El nuevo director, que había sido alumno de Víctor en la universidad, se abstuvo de mencionar que su profesor estaba en edad sobrada de retirarse a gozar de su vejez. Víctor llegó un lunes de abril con su bata blanca y su maletín gastado por cuarenta años de uso y se encontró con medio centenar de personas en el hall, médicos, enfermeras y personal administrativo, provistas de globos y una torta enorme chorreada de merengue, para darle la bienvenida que no pudieron darle antes. «Vaya, caramba, me estoy volviendo viejo», pensó al sentir que se le aguaban los ojos. No había llorado en muchos años. Los pocos expulsados que retornaban al hospital eran recibidos con mucha menos alharaca, porque era imprudente llamar la atención; la consigna tácita a nivel nacional, para no provocar a los militares, era fingir que el pasado reciente estaba enterrado y en vías de ser olvidado, pero el doctor Dalmau había dejado un recuerdo perdurable de decencia y capacidad entre sus colegas y de amabilidad entre sus subalternos, que podían acudir a él en cualquier momento con la certeza de ser atendidos. Hasta sus adversarios ideológicos lo respetaban, por eso ninguno lo denunció; Víctor le debía su cárcel y exilio a una vecina resentida, que conocía su amistad con Salvador Allende. Pronto lo llamaron de la Escuela de Medicina para dar clases y del Ministerio de Salud para ocupar el cargo de subsecretario. Aceptó el primer ofrecimiento y rechazó el segundo, porque la condición era inscribirse en uno de los partidos de gobierno; sabía que no era un animal político y jamás lo sería.
Se sentía veinte años más joven, andaba exuberante. Después de haber pasado por vejaciones y ostracismo en Chile y de haber sido extranjero durante muchos años, de la noche a la mañana la suerte se le había dado vuelta: era el profesor Dalmau, director de un departamento de cardiología, el especialista más admirado del país, capaz de realizar proezas con el bisturí que otros ni siquiera intentaban, conferenciante, aquel que hasta sus enemigos consultaban, como se vio en más de una ocasión, cuando le tocó operar a un par de militares de alto grado, que todavía mantenían su poder, y a uno de los más enardecidos estrategas de la represión durante la dictadura. Ante la necesidad de salvar la vida, esos hombres llegaban con la cola entre las piernas a consultarlo; el miedo no tiene vergüenza, como decía Roser. Era su hora, estaba en la cúspide de su carrera y sentía que de una forma misteriosa él encarnaba la transformación del país; las sombras habían retrocedido, amanecía la libertad y por extensión él vivía también un espléndido amanecer. Se volcó en el trabajo y por primera vez en su trayectoria de introvertido buscaba atención y aprovechaba las oportunidades de lucirse en público. «Cuidado, Víctor, andas embriagado de triunfo. Acuérdate de que la vida da muchas vueltas», le advirtió Roser. Se lo dijo pensando que se había puesto presumido. Lo había estado observando preocupada. Había notado su tono pedante, su aire de autoridad, su tendencia a hablar de sí mismo, lo que jamás había hecho antes, sus opiniones categóricas, su aire de apurado e impaciente, incluso con ella. Se lo hizo notar y él replicó que tenía muchas responsabilidades y no podía andar pisando huevos con ella en su propia casa. Roser lo vio almorzando en la cafetería de la facultad, rodeado de jóvenes estudiantes que lo escuchaban con veneración de discípulos, y pudo apreciar cómo Víctor gozaba esa reverencia, en especial de las muchachas, que celebraban sus comentarios banales con injustificada admiración. A ella, que lo conocía por dentro y por fuera hasta el último resquicio, esa vanidad tardía le causó sorpresa por lo inesperada y lástima por su marido; estaba descubriendo cuán vulnerable al halago es un viejo engreído. No imaginó que la vuelta de la vida que iba a bajarle los humos a Víctor sería ella misma.
Trece meses más tarde, Roser tuvo la sospecha de que un mal solapado la estaba corroyendo lentamente, pero se convenció de que debían de ser síntomas de la edad o de su imaginación, ya que su marido nada había visto. Víctor estaba tan ocupado con sus éxitos que había descuidado la relación con ella, aunque cuando estaban juntos seguía siendo su mejor amigo y el amante que la hacía sentirse bella y deseada a los setenta y tres años. Él también la conocía a ella por dentro y por fuera. Si su pérdida de peso, el color amarillento de su piel y las náuseas no inquietaban a Víctor, sin duda se trataba de un mal menor. Habría de pasar otro mes antes de que decidiera consultar a alguien, porque además de las molestias anteriores, solía amanecer tiritando de fiebre. Por un vago sentimiento de pudor y para no parecer quejumbrosa ante su marido, fue a ver a uno de sus colegas. Días más tarde, cuando le dieron los resultados de los exámenes, llegó a la casa con la mala noticia de que tenía un cáncer terminal. Tuvo que decírselo dos veces para que Víctor saliera del estupor y reaccionara.
A partir del diagnóstico, la vida de ambos sufrió una transformación drástica, porque lo único que realmente deseaban era prolongar y aprovechar juntos el tiempo que a ella le quedaba. A Víctor se le desinfló la vanidad de un solo pinchazo y descendió del Olimpo al infierno de la enfermedad. Pidió permiso indefinido en el hospital y dejó sus clases para dedicarse por completo a Roser. «Mientras podamos, vamos a pasarlo bien, Víctor. La guerra contra este cáncer tal vez esté perdida, pero entretanto vamos a ganar algunas batallas.» Víctor la llevó en viaje de novios a un lago del sur, un espejo color esmeralda que reflejaba bosques, cascadas, montes y las cumbres nevadas de tres volcanes. En ese paisaje fantástico, en el silencio absoluto de la naturaleza, instalados en una cabaña rústica, lejos de todo y de todos, pudieron recordar cada etapa de su pasado, desde los tiempos en que ella era la muchacha flaca enamorada de Guillem, hasta el presente, en que se había transformado en la mujer más bella del mundo para Víctor. Ella insistió en nadar en el lago, como si esa agua helada y prístina pudiera lavarla por dentro y por fuera, purificarla y dejarla sana. También quiso hacer excursiones, pero las fuerzas no le daban para caminar como se proponía y acababan paseando lentamente, ella colgada del brazo de su marido y con un bastón en la otra mano. Iba perdiendo peso a ojos vista.
Víctor había pasado la vida lidiando con el sufrimiento y la muerte, estaba familiarizado con las emociones volcánicas que sacuden al paciente en trance de muerte, porque las enseñaba en la facultad: negar su suerte, volarse de rabia por padecerla, regatear con el destino y lo divino para prolongar la existencia, hundirse en la desesperación y por fin, en el mejor de los casos, resignarse ante lo inevitable. Roser se saltó todas las etapas previas y desde el comienzo aceptó su fin con pasmosa calma y buen humor. Se negó a recurrir a los tratamientos alternativos que le sugerían Meche y otras amigas de buena voluntad, nada de homeopatía, hierbas del Amazonas, curanderos ni exorcismos. «Me voy a morir, ¿y qué? Todo el mundo se muere.» Aprovechaba las horas en que se sentía bien para escuchar música, tocar el piano y leer poesía con la gata en la falda. Ese animal, que les había regalado Meche, tenía aspecto de felino imperial, pero siempre fue medio salvaje, distante y solitaria, a veces desaparecía varios días y solía regresar con los restos ensangrentados de un roedor para depositarlos como una ofrenda sobre la cama de los dueños de casa. La gata pareció entender que algo había cambiado y de la noche a la mañana se puso mansa y regalona; no se separaba de Roser.
Al principio Víctor estuvo obsesionado con los tratamientos que existían y otros en experimentación, leía informes, estudiaba cada droga y memorizaba estadísticas en forma selectiva, descartando las más pesimistas y aferrándose a cualquier brizna de esperanza. Se acordó de Lázaro, el soldadito de la estación del Norte, que volvió de la muerte porque tenía muchas ganas de vivir. Creyó que si lograba inyectarle al ánimo y al sistema inmunológico de Roser esa misma pasión por la vida, ella podría vencer al cáncer. Existían casos así. Existían los milagros. «Eres fuerte, Roser, siempre lo fuiste, nunca estuviste enferma, eres de hierro, vas a salir adelante, esta enfermedad no siempre es fatal», repetía como un mantra, sin lograr contagiarla de ese optimismo sin fundamento que como médico habría desalentado en sus pacientes. Roser le siguió la corriente mientras pudo. Sólo por él se sometió a quimioterapia y radiación, segura de que sólo significaban prolongar un proceso que iba tornándose día a día más penoso. Soportó sin una queja, con el estoicismo que era su marca de nacimiento, el horror de las drogas; se le cayó todo el pelo, hasta las pestañas, y estaba tan débil y flaca que Víctor la levantaba en brazos sin esfuerzo. En brazos la trasladaba de la cama al sillón, en brazos la llevaba al baño, en brazos la sacaba al jardín para que viera los picaflores en la mata de fucsias y las liebres, que pasaban a saltos burlándose de los perros, ya demasiado viejos para darse la molestia de perseguirlas. Perdió el apetito, pero hacía empeño de tragar un par de bocados de los platos que él le cocinaba valiéndose de libros de recetas. Hacia el final sólo toleraba crema catalana, el postre que le hacía la abuela Carme a Marcel los domingos. «Cuando me vaya, quiero que me llores un día o dos, por respeto, que consueles al pobre Marcel, y que vuelvas a tu hospital y tus clases, pero más humilde, Víctor, porque has estado insoportable», le dijo Roser una vez.
La casa de piedra y paja fue el santuario de ambos hasta el final. Habían vivido en ella seis años felices, pero recién entonces, cuando cada minuto del día y de la noche era precioso, la apreciaron a plenitud. La adquirieron cuando ya estaba bastante deteriorada y fueron postergando indefinidamente las reparaciones necesarias; había que cambiar las persianas desencajadas, remodelar los baños de azulejos rosados y cañerías oxidadas, arreglar las puertas que no cerraban y las que no se podían abrir; debían deshacerse de la paja medio podrida del techo, donde anidaban ratones, limpiar a fondo las telarañas, musgo, polillas y los tapices polvorientos. Nada de eso percibían ellos. La casa los envolvió como un abrazo y los protegió de las distracciones inútiles y de la curiosidad y la lástima de otros. El único visitante tenaz era el hijo. Marcel llegaba a cada rato con bolsas del mercado, con comida para los perros, la gata y el loro, que lo saludaba siempre con un entusiasta «¡Hola, guapo!», con grabaciones de música clásica para su madre, con vídeos para entretenerlos, con periódicos y revistas que ni Víctor ni Roser leían, porque el mundo exterior los agobiaba. Marcel procuraba ser discreto, se quitaba los zapatos en la puerta para no hacer ruido, pero llenaba el ambiente con su presencia de hombre grande y su fingida alegría. Sus padres lo echaban de menos si pasaba un día sin ir a verlos y cuando estaba con ellos los dejaba mareados. También la vecina, Meche, llegaba callada a dejar viandas en el porche y preguntar si necesitaban algo. Se quedaba apenas unos instantes, porque entendía que lo más precioso que tenían los Dalmau era el tiempo juntos, el tiempo de despedirse.
Llegó el día en que, sentados lado a lado en el sillón de mimbre del porche, con la gata encima, los perros a los pies y la vista de los cerros dorados y el cielo azul del atardecer, Roser le pidió a su marido que por favor la soltara, que la dejara irse, porque estaba muy cansada. «No me lleves al hospital por ningún motivo, quiero morir en nuestra cama, tomada de tu mano.» Víctor, derrotado al fin, tuvo que aceptar su propia impotencia. No podía salvarla y no podía imaginar la existencia sin ella. Comprendió espantado que el medio siglo que llevaban juntos había pasado galopando. ¿Adónde se fueron los días y los años? El futuro sin ella era la enorme habitación vacía sin puertas ni ventanas que aparecía en sus pesadillas. Soñaba que escapaba de la guerra, de la sangre y los cuerpos despedazados, corría y corría en la noche y de pronto se encontraba en aquel cuarto hermético donde estaba a salvo de todo menos de sí mismo. Se le escurrió de los huesos el entusiasmo y la energía de los meses anteriores, cuando se creía invulnerable a la edad. La mujer que tenía a su lado también envejeció en pocos minutos. Momentos antes todavía era como la había visto siempre y como la recordaba en su ausencia, la joven de veintidós años con un niño recién nacido en brazos, la que se casó con él sin amor y lo amó más que nadie en el mundo, la compañera. Con ella había vivido todo lo que valía la pena vivirse. Ante la proximidad de la muerte, la intensidad de su amor se volvió insoportable como una quemadura. Quiso sacudirla, gritarle que no se fuera, que todavía les quedaban años por delante para amarse más que nunca, para estar juntos sin separarse ni un día, que «por favor, por favor, Roser, no me dejes». Nada de eso le dijo, sin embargo, porque habría tenido que ser ciego para no ver a la Muerte en el jardín, esperando a su mujer con su paciencia de espectro.
Corría una brisa fría y Víctor había envuelto a Roser en dos frazadas que la cubrían hasta la nariz. Del bulto asomaba sólo una mano esquelética que se aferraba a la de él con más fuerza de la que parecía capaz: «No tengo miedo de morir, Víctor. Estoy contenta, quiero saber lo que hay después. Y tú tampoco debes tener miedo, porque siempre voy a estar contigo en esta vida y en otras. Es nuestro karma». Víctor se echó a llorar como un crío, con sollozos desesperados. Roser lo dejó llorar hasta que se le agotaron las lágrimas y se fue resignando a aquello que ella había aceptado hacía varios meses. «No voy a permitir que sufras más, Roser», fue lo único que Víctor pudo ofrecerle. Ella se acurrucó en el hueco de su brazo, tal como hacía cada noche, y se dejó mecer y arrullar hasta que se durmió. Ya estaba oscuro. Víctor quitó a la gata, levantó a Roser cuidadosamente para no despertarla y la llevó a la cama. No pesaba casi nada. Los perros lo siguieron.