XIII

Aquí termino de contar

1994

Sin embargo ,

aquí están las raíces de mi sueño ,

esta es la dura luz que amamos…

PABLO NERUDA ,

«Regreso»,

Navegaciones y regresos

T res años después de la muerte de Roser, Víctor Dalmau cumplió ochenta años en la casa del cerro donde vivió con ella desde que retornaron a Chile en 1983. Era una reina anciana temblorosa y desarrapada, pero todavía noble. A Víctor, quien desde niño fue un solitario, la viudez le pesaba más de lo que imaginó. Había tenido el mejor de los matrimonios, como diría cualquiera que los hubiera conocido y no supiera los pormenores del pasado remoto, y al enviudar no pudo acostumbrarse a la ausencia de su mujer con la prontitud que ella misma habría deseado. «Cuando yo me muera, tú te casas rápidamente, porque vas a necesitar que alguien te cuide cuando estés decrépito y demente. La Meche no estaría mal», le ordenó ella hacia el final, entre soplidos de la máscara de oxígeno. A pesar de su soledad, a Víctor le gustaba su casa vacía, que parecía haberse estirado en varias direcciones, el silencio, su desorden, el olor de los cuartos cerrados, el frío y las corrientes de aire, que su mujer había combatido con más saña que a los roedores del techo. El viento había castigado con furia el día entero, los vidrios estaban ciegos de escarcha y el fuego en la chimenea era un intento ridículo de combatir ese invierno de lluvia y granizo. La viudez le resultaba extraña, después de más de medio siglo de convivencia matrimonial; tanto echaba de menos a Roser, que a veces sentía su ausencia como un dolor físico. No quería resignarse a la vejez. La edad avanzada es una perturbación de la realidad conocida, cambia el cuerpo y cambian las circunstancias, se va perdiendo el control y se llega a depender de la bondad de otros, pero pensaba morirse antes de llegar a ese punto. El problema era lo difícil que a veces es morir con dignidad y rapidez. Resultaba poco probable que se despachara de un infarto, porque tenía el corazón sano. Eso le repetía su médico una vez al año, cuando lo examinaba, e invariablemente ese comentario le traía a Víctor el recuerdo vívido de Lázaro, el soldadito cuyo corazón tuvo entre sus dedos. No compartía con su hijo el temor al futuro inmediato. Del futuro lejano se ocuparía más tarde.

—Te puede pasar cualquier cosa, papá. Si te caes o te da un ataque cuando yo esté de viaje, te puedes quedar botado sin ayuda durante días. ¿Qué harías?

—Morirme no más, Marcel, y rogar para que nadie aparezca a joderme la agonía. No te preocupes de mis animales. Siempre tienen comida y agua para varios días.

—Si te enfermas, ¿quién te va a cuidar?

—Eso le inquietaba a tu madre. Ya veremos. Estoy viejo, pero no anciano. Tú tienes más dolencias que yo.

Era cierto. A los cincuenta y cinco años, a su hijo ya le habían reemplazado una rodilla, se había fracturado varias costillas y partido la misma clavícula dos veces. «Eso te pasa por exceso de ejercicio —opinaba Víctor—; está bien mantenerse en forma, pero a quién se le ocurre correr sin que nadie lo persiga y cruzar continentes en bicicleta. Deberías casarte; así tendrías menos tiempo para pedalear y menos achaques, el matrimonio es muy conveniente para los hombres, aunque no lo es para las mujeres.» Él, sin embargo, no estaba dispuesto a seguir su propio consejo sobre casarse. Estaba tranquilo con su salud. Había desarrollado la teoría de que para mantenerse sano lo mejor es desdeñar las señales de alarma del cuerpo y la mente y estar siempre ocupado. «Se debe tener un propósito», decía. Se estaba debilitando con los años, era inevitable; sus huesos debían de estar tan amarillentos como sus dientes, sus órganos se habrían gastado y sus neuronas estaban muriéndose de a poco en el cerebro, pero ese drama se desarrollaba lejos de su vista. Por fuera se veía pasable todavía y a quién le importa el aspecto del hígado si se tienen todos los dientes. Procuraba ignorar los moretones espontáneos en la piel, el hecho irrefutable de que le costaba cada vez más subir al cerro con los perros y abotonarse la camisa, el cansancio de los ojos, la sordera y el temblor de las manos, que lo obligó a jubilarse del quirófano, porque no podía seguir operando. Ocioso no estaba. Seguía atendiendo pacientes en el hospital San Juan de Dios y dando clases en la universidad, que ya no preparaba; le bastaban sus sesenta años de experiencia, contando los de la guerra, que fueron los más duros. Llevaba los hombros bien plantados, tenía el cuerpo firme, le quedaba pelo y se sostenía erguido como lanza para compensar su cojera y porque cada día le resultaba más difícil doblar las rodillas y la cintura.

Se cuidaba de manifestar en alta voz que la viudez le pesaba para no perturbar a su hijo. Marcel se preocupaba demasiado, tenía vocación de madre. Para Víctor la muerte no era una separación irremediable. Imaginaba a su mujer viajando adelantada en el espacio sideral, adonde tal vez iban a parar las almas de los muertos, mientras él aguardaba su turno para seguirla con más curiosidad que aprensión. Allí estaría con su hermano Guillem, sus padres, Jordi Moliné y tantos amigos que murieron en el frente. Para un agnóstico racionalista y de formación científica como él, esa teoría presentaba fallas fundamentales, pero le servía de consuelo. Más de una vez Roser le había advertido, entre seria y amenazante, que jamás se libraría de ella, porque estaban destinados a estar juntos en esta vida y en otras. En el pasado no siempre fueron esposos, decía, lo más probable es que en otras vidas fueran madre e hijo o hermanos, eso explicaría la relación de afecto incondicional que los unía. A Víctor la idea de repetición infinita con la misma persona lo ponía nervioso, aunque si la repetición era inevitable, más valía con Roser que con otra. En cualquier caso, esa posibilidad era sólo una especulación poética, porque no creía en el destino ni en la reencarnación, el primero por considerarlo un truco de las telenovelas y el segundo por ser matemáticamente imposible. Según su mujer, que tendía a dejarse cautivar por prácticas espirituales de lugares remotos, como el Tíbet, las matemáticas no pueden explicar las múltiples dimensiones de la realidad, pero eso le parecía a Víctor un argumento de charlatán.

La posibilidad de volver a casarse le daba escalofríos; le bastaba la compañía de sus animales. No era cierto que hablara solo, conversaba con los perros, el loro y la gata. Las gallinas no contaban, porque carecían de nombre propio, iban y venían a su antojo y escondían los huevos. Llegaba a su casa de noche a contarles los pormenores del día, eran sus interlocutores en las raras ocasiones en que se ponía sentimental y lo escuchaban cuando le daba por nombrar a ojos cerrados objetos de la casa o la flora y fauna del jardín. Era su manera de ejercitar la memoria y la atención, como otros viejos hacen puzles. En las tardes largas, cuando había tiempo de recordar, repasaba la lista exigua de sus amores. El primero había sido Elisabeth Eidenbenz, a quien conoció muy lejos en el tiempo, 1936. Al pensar en ella la veía blanca y dulce, un pastel de almendras. En aquel tiempo se prometió que después de todas las batallas, cuando se asentaran los escombros y la pólvora sobre la tierra, él la buscaría, pero las cosas no se dieron así. Cuando se acabaron las guerras él estaba muy lejos, casado y con un hijo. La buscó mucho más tarde, por simple curiosidad, y averiguó que Elisabeth vivía en un pueblo de Suiza, regando sus plantas, ajena al rumor de su heroísmo. Cuando supo dónde vivía, Víctor le mandó una carta, que ella nunca contestó. Tal vez había llegado el momento de escribirle de nuevo, ahora que estaba solo. Sería una iniciativa sin riesgo, porque de ningún modo volverían a verse. Suiza y Chile estaban a mil años luz. De Ofelia del Solar, su segundo amor, breve y apasionado, preferiría no acordarse. Los otros habían sido pocos. Más que amores, habían sido chispazos, pero solía pensar en ellos, embelleciéndolos, para mantener a raya los recuerdos intolerables. La única que contaba era Roser.

Un día se dispuso a celebrar su cumpleaños compartiendo con los animales el menú que preparaba siempre en esa fecha, como homenaje a los mejores momentos de su infancia y juventud. Carme, su madre, era negada para la cocina, lo suyo era la enseñanza, que la ocupaba durante la semana. En domingos y festivos tampoco entraba en la cocina, porque se iba a bailar sardanas frente a la catedral del Barrio Gótico y de allí a la taberna a disfrutar de una copa de vino tinto con sus amigas. Víctor, su hermano Guillem y su padre cenaban a diario pan con tomate, sardinas y café con leche, pero de tarde en tarde la madre amanecía inspirada y sorprendía a la familia con el único plato tradicional que sabía preparar, el típico arròs negre , cuya fragancia quedaría para siempre asociada con celebración en la mente de Víctor.

En homenaje a ese recuerdo sentimental, Víctor iba al Mercado Central el día anterior a su cumpleaños en busca de los ingredientes para el fumet y los calamares frescos para el arroz. «Catalán hasta la muerte», decía Roser, quien nunca había colaborado en el proceso artesanal de esa cena festiva, pero contribuía con algún concierto de piano desde la sala o se sentaba en un taburete de la cocina a leerle versos de Neruda, posiblemente una oda de sabor marino, algo así como que «en el mar tormentoso de Chile vive el rosado congrio, gigante anguila de nevada carne… », y era inútil que Víctor le hiciera ver una y otra vez que el plato en cuestión no llevaba congrio, rey de la mesa aristocrática, sino humildes cabezas y colas de pescado para la sopa de los proletarios. O bien, mientras Víctor freía en aceite de oliva la cebolla y el pimiento, añadía los calamares pelados y cortados en rodajas, los ajos, unos pocos tomates picados y el arroz, finalizando con el caldo caliente, negro de tinta de calamar, y la hoja reglamentaria de laurel fresco, ella le contaba chismes en catalán para sacarle brillo a su lengua materna, porque de tanto andar de un lado otro se les estaba oxidando.

El arroz se iba cociendo a fuego lento en una paellera; preparaba la receta con los ingredientes por duplicado, aunque tuviera que cenar lo mismo el resto de la semana. El aroma legendario iba invadiendo la casa y su alma, mientras Víctor esperaba con un platillo de anchoas y aceitunas de España, que se conseguían en todas partes. Esa era una de las ventajas del capitalismo, decía su hijo para provocarlo. Víctor daba preferencia a los productos nacionales, se debía hacer patria apoyando a la industria local, pero el idealismo le flaqueaba en materia tan sagrada como aceitunas y anchoas. En la nevera se enfriaba una botella de vino rosado para brindar con Roser una vez que la cena estuviera lista. Había puesto el mantel de lino y había conseguido media docena de rosas de invernadero y velas para adornar la mesa. Ella, siempre impaciente, habría abierto la botella hacía un buen rato, pero en su condición actual debía conformarse con esperar. En la nevera también había una crema catalana. Él no era aficionado a los dulces y la crema catalana acabaría en las fauces de los perros. El teléfono lo sobresaltó.

—Feliz cumpleaños, papá. ¿Qué haces?

—Recuerdo y me arrepiento.

—¿De qué?

—De los pecados que no cometí.

—¿Qué más haces?

—Cocino, hijo. ¿Dónde estás?

—Perú. En un congreso.

—¿Otro? Te lo pasas en eso.

—¿Estás cocinando lo de siempre?

—Sí. La casa huele a Barcelona.

—Supongo que invitaste a la Meche.

—Mmm.

Meche… Meche, la encantadora vecina, que su hijo le imponía, empeñado en resolver el asunto de su viudez con medidas extremas. Víctor admitía que la viveza y la liviandad de esa mujer eran atrayentes; por contraste, él parecía un paquidermo. Meche, con su actitud abierta y positiva, con sus opulentas esculturas de mujeres culonas y su huerto de vegetales, iba a ser siempre joven. Él, sin embargo, con su propensión a encerrarse, estaba envejeciendo rápido. Marcel había adorado a su madre y Víctor sospechaba que todavía la lloraba a escondidas, pero estaba convencido de que sin una esposa su padre iba a terminar convertido en un pordiosero. Para distraerlo, Víctor le había mencionado su intención de ponerse en contacto con una enfermera de su juventud, pero Marcel, una vez que se aferraba a una idea, no la soltaba. Meche vivía a trescientos metros de distancia y entre ellos había otras dos parcelas separadas por hileras de álamos, pero Víctor la consideraba su única vecina, porque apenas se saludaba con los otros, que lo acusaban de comunista por haber sido exiliado y trabajar en un hospital de pobres. Como norma, evitaba la compañía ajena, bastante tenía con sus colegas y sus pacientes, pero no lo había logrado con Meche. Según Marcel, era la novia ideal: madura, viuda, hijos y nietos sin vicios evidentes, ocho años menor que él, alegre y creativa; además, le gustaban los animales.

—Me lo prometiste, papá. Le debes muchos favores a esa señora.

—Me dio la gata porque se cansó de venir a buscarla a mi casa. Y no sé por qué supones que una mujer normal se iba a fijar en un viejo cojo, huraño y mal vestido como yo, a menos que estuviera desesperada y en ese caso, ¿para qué la quiero?

—No te hagas el tonto.

Aquella mujer perfecta también horneaba galletas y cultivaba tomates, que le traía discretamente y se los dejaba en un canasto colgado de un gancho en la entrada. No se ofendía cuando a él se le olvidaba darle las gracias. El invencible entusiasmo de esa señora resultaba sospechoso. Se dejaba caer con cierta regularidad provista de platos raros, como sopa fría de calabacín o pollo con canela y melocotones, ofrendas que Víctor Dalmau interpretaba como una forma de soborno. Un mínimo de prudencia aconsejaba mantenerla a distancia; Víctor planeaba pasar los años de su vejez tranquilo y callado.

—Me da pena que estés solo en tu cumpleaños, papá.

—Tengo compañía. Tu madre.

Un largo silencio en la línea obligó a Víctor a aclarar que todavía estaba lúcido, eso de cenar con la difunta era algo así como ir a la misa del gallo la noche de Navidad, un rito metafórico anual. Nada de fantasmas, sólo un rato de placer recordando, un brindis por esa buena esposa que, con algunos sobresaltos, es cierto, lo soportó durante varias décadas.

—Buenas noches, viejo. Acuéstate temprano, debe de estar haciendo mucho frío por esos lados.

—Pasa la noche de juerga y acuéstate de amanecida, hijo. Te hace falta.

Eran poco más de las siete de la tarde, estaba oscuro y la temperatura invernal había descendido varios grados. En Barcelona nadie cenaría arroz negro antes de las nueve y en Chile la costumbre era más o menos la misma. Cenar a las siete era cosa de ancianos. Víctor se dispuso a esperar en su sillón favorito, que guardaba la forma de su cuerpo en su desvencijado armazón, aspirando el aroma de los troncos de espino que se consumían en la chimenea y anticipando el placer de la comida, con el libro de turno y un vaso pequeño de pisco sin hielo ni otros atenuantes, como le gustaba, el único brebaje fuerte que se permitía al final del día, porque creía que la soledad conduce al alcoholismo. El contenido de la paellera era tentador, pero se propuso resistirlo hasta la hora adecuada.

De pronto los perros, que habían salido a dar la vuelta necesaria por los alrededores antes de recogerse para la noche, lo interrumpieron con un coro de ladridos amenazantes. «Será un zorrillo», pensó Víctor, pero enseguida escuchó un vehículo en el jardín y lo sacudió un estremecimiento: coño, la Meche. No alcanzaba a apagar las luces y fingir que estaba dormido. Normalmente los perros corrían a saludarla en un estado de excitación desproporcionado, pero esta vez siguieron ladrando. Le extrañó escuchar un bocinazo, porque su vecina nunca tocaba la bocina, a menos que necesitara ayuda para bajar algún regalo terrible, como un cochinillo asado u otra de sus obras de arte. Meche se había hecho de un nombre con esculturas de mujeres gordas desnudas, algunas tan grandes y pesadas como un buen cochinillo. Víctor tenía varias distribuidas por los rincones de su casa y otra en la consulta, que le servía para sorprender a los pacientes y relajar la tensión de la primera cita.

Se puso de pie con cierto esfuerzo, rezongando, y se acercó a la ventana con las manos a la altura de los riñones, uno de sus puntos más vulnerables. Tenía la espalda debilitada por la cojera, que lo obligaba a poner más peso en la pierna derecha. La varilla con cuatro pernos que le colocaron en la columna y su inquebrantable decisión de mantener una buena postura habían mitigado un poco el problema, pero sin resolverlo. Esa era otra buena razón para defender su viudez: la libertad de hablar solo, maldecir y quejarse sin testigos de los malestares privados que jamás admitiría en público. Orgullo. De eso lo habían acusado su mujer y su hijo a menudo, pero la determinación de presentarse entero ante los demás no era orgullo, sino vanidad, un truco mágico para defenderse de la decrepitud. No bastaba con caminar erguido y disimular el cansancio, también se cuidaba de tantos otros síntomas de la edad: avaricia, desconfianza, mal humor, resentimiento y malos hábitos, como dejar de afeitarse a diario, repetir las mismas anécdotas, hablar de sí mismo, de enfermedades o dinero.

En la luz amarilla de los dos faroles de la entrada vio una camioneta detenida frente a su puerta. Al escuchar un segundo bocinazo supuso que el conductor temía a los perros y los llamó con un chiflido desde la puerta. Los canes le obedecieron de mala gana, gruñendo entre dientes.

—¿Quién es? —gritó Víctor.

—Su hija. Por favor, sujete a los perros, doctor Dalmau.

La mujer no esperó a que Víctor la invitara a entrar. Pasó apurada delante de él, haciéndole el quite a los perros, temerosa. Los dos grandes la husmeaban demasiado cerca y el chico, que siempre parecía tener rabia, continuaba gruñendo con los colmillos al aire. Víctor la siguió, sorprendido, y sin pensarlo la ayudó a desprenderse del chaquetón y lo puso sobre el banco del pasillo. Ella se sacudió como un animal mojado, comentando el diluvio, y le tendió la mano tímidamente.

—Buenas noches, doctor, soy Ingrid Schnake. ¿Puedo entrar?

—Ya entró, me parece.

En la mala luz de las lámparas de la sala y del fuego de la chimenea, Víctor examinó a la intrusa. Vestía vaqueros desteñidos, botas de hombre y un suéter blanco de lana de cuello alto. Ni joyas ni maquillaje visible. No era una muchacha, como supuso al principio, era una mujer con arrugas en los ojos, que engañaba porque era delgada, de pelo largo y movimientos rápidos. Le recordaba a alguien.

—Disculpe que venga así, de sopetón y sin avisarle. Vivo lejos, en el sur, me perdí por el camino, no conozco bien las calles de Santiago. No creí que fuera a llegar aquí tan tarde.

—Está bien. ¿En qué puedo ayudarla?

—Mmm, ¿qué es ese olor tan delicioso?

Víctor Dalmau se preparó para echar a la calle a esa extraña que se atrevía a llegar de noche y meterse en su casa sin invitación, pero la curiosidad pudo más que su irritación.

—Arroz con calamares.

—Veo que tiene la mesa puesta. Estoy interrumpiendo, puedo volver mañana a una hora más apropiada. Espera visitas, ¿verdad?

—A usted, supongo. ¿Cómo dijo que se llama?

—Ingrid Schnake. No me conoce, pero yo sé mucho de usted. Llevo algún tiempo buscándolo.

—¿Le gusta el vino rosado?

—Me gusta de cualquier color. Me temo que también va a tener que convidarme con un poquito de ese arroz; no he comido nada desde el desayuno. ¿Le alcanza?

—Alcanza y sobra para todo el vecindario. Está listo. Vamos a la mesa y me cuenta por qué diablos una chiquilla tan linda me anda buscando.

— Ya se lo he dicho, soy su hija. Y no soy ninguna chiquilla, tengo cincuenta y dos años bien aprovechados y…

—Mi único hijo se llama Marcel —la interrumpió Víctor.

—Créame, doctor, no he venido a molestarlo, sólo quería conocerlo.

—Pongámonos cómodos, Ingrid. Por lo que veo, esta conversación va para largo.

—Tengo muchas preguntas. ¿Le importa que empecemos con su vida? Después le cuento la mía, si le parece…

Al día siguiente Víctor despertó a Marcel por teléfono poco después del amanecer: «Resulta que de repente se nos multiplicó la familia, hijo. Tienes una hermana, un cuñado y tres sobrinos. Tu hermana, aunque en honor a la verdad no es exactamente tu hermana, se llama Ingrid. Se va a quedar conmigo un par de días, porque tenemos mucho que decirnos». Mientras él hablaba con Marcel, la mujer que se introdujo en su casa el día anterior dormía vestida y tapada con mantas en el desvencijado sofá de la sala. A él, que siempre fue propenso al insomnio, una noche en vela le hacía poca mella y esa madrugada se sentía más despierto de lo que había estado desde la muerte de Roser. La visitante, en cambio, estaba extenuada después de pasar diez horas escuchando la historia de Víctor y contándole la suya. Le dijo que su madre era Ofelia del Solar y según tenía entendido, él era su padre. Le había tomado meses averiguarlo y a no ser por la mala conciencia de una anciana, habría pasado la vida sin saberlo.

Así supo Víctor, más de medio siglo después de los hechos, de que Ofelia había quedado encinta en la época en que se amaron. Por eso desapareció de su vida, por eso la pasión se le transformó en rencor y rompió con él sin una explicación razonable. «Creo que se sintió atrapada y sin futuro por haber dado un mal paso. Al menos esa es la explicación que ella me dio», le dijo Ingrid, y procedió a darle los detalles de su nacimiento.

Ante la falta de cooperación por parte de Ofelia, el padre Vicente Urbina tomó el asunto de la adopción en sus manos. La única que participó en el plan fue Laura del Solar, bajo promesa de no revelarlo nunca; se trataba de una mentira piadosa y necesaria, perdonada en la confesión y aprobada desde el cielo. La comadrona, una tal Orinda Naranjo, se encargó de cumplir las instrucciones del sacerdote y mantener a Ofelia en estado de semiinconsciencia antes del alumbramiento, totalmente drogada durante y después, y de sustraer al bebé con la complicidad de la abuela, antes de que alguien en el convento hiciera preguntas. Cuando Ofelia salió del estupor, varios días más tarde, le explicaron que había dado a luz a un niño, que murió a los pocos minutos de nacido. «Era una niña. Esa era yo», le dijo Ingrid a Víctor. A la madre le dijeron que era varón como medida de precaución, para despistarla e impedir que encontrara a su hija si en un futuro hipotético llegara a sospechar lo ocurrido. Doña Laura, que se había prestado para engañar con malas artes a su hija, aceptó el resto de la conspiración sumisamente, incluso la farsa del cementerio, donde pusieron una cruz para un pequeño ataúd vacío. La responsabilidad no era suya, el artífice era alguien mucho mejor preparado que ella, un sabio, un hombre de Dios, el padre Urbina.

En los años siguientes, al ver a Ofelia con un buen matrimonio, dos hijos sanos y de buena conducta y una existencia apacible, doña Laura enterró sus dudas en lo más recóndito de la memoria. El padre Urbina le hizo saber al principio que la niña había sido adoptada por una pareja del sur, católica, gente conocida, eso era todo lo que podía decirle. Después cuando ella se atrevía a preguntarle más, le recordaba secamente que debía dar a esa nieta por muerta; nunca perteneció a su familia, aunque llevara su sangre, Dios se la había entregado a otros padres. La pareja que adoptó a la niña eran descendientes de alemanes por lado y lado: altos, macizos, rubios de ojos celestes, y vivían en una hermosa ciudad fluvial de árboles y lluvia a más de ochocientos kilómetros de Santiago, pero eso no lo supo la abuela. Cuando esos esposos Schnake habían perdido la esperanza de tener hijos propios, recibieron a la recién nacida que les entregó el sacerdote. Un año más tarde la mujer quedó encinta. En los años siguientes tuvieron dos hijos tan teutones de aspecto como ellos, entre los que Ingrid, baja de estatura, de pelo y ojos oscuros, destacaba como un error genético. «Desde chica me sentí diferente, pero mis padres me mimaron a muerte y nunca me dijeron que era adoptada. Incluso ahora, si menciono el asunto de la adopción, que ya toda la familia sabe, mi mamá se pone a llorar», le explicó Ingrid a Víctor.

Al verla dormida en el sofá, él pudo examinarla a su gusto. No era la misma mujer con quien conversó horas antes; dormida se parecía a Ofelia en su juventud, las mismas facciones delicadas, los hoyuelos infantiles en las mejillas, el arco de las cejas, la línea del cabello con una V en el centro de la frente, la piel clara con un matiz dorado, que en verano debía de ser bronceada. Sólo le faltaban los ojos azules para ser casi igual a su madre. Cuando llegó a su casa, Víctor pensó que la conocía, pero no percibió la similitud con Ofelia. En ese momento en que estaba relajada pudo ver el parecido físico y apreciar también las diferencias de carácter. Ingrid nada tenía de la coquetería insustancial de la Ofelia joven que él había amado; era intensa, seria y formal, una mujer de provincia, de un ambiente conservador y religioso, con una vida sin altibajos hasta el momento en que supo sus orígenes y salió a buscar a su padre. Pensó que Ingrid tampoco tenía mucho de él, ni su cuerpo alto y enjuto, ni su nariz aguileña, su pelo tieso, su expresión dura o su carácter introvertido. Era una mujer suave; pensó que debía de ser maternal y regalona. Trató de imaginar cómo habría sido una hija de él con Roser y lamentó no haberla tenido. En los primeros tiempos no se consideraban realmente casados, estaban juntos de manera temporal por un acuerdo conveniente, y cuando se dieron cuenta de que estaban más casados que nadie, habían pasado veinte años y era demasiado tarde para pensar en hijos. Le iba a costar acostumbrarse a Ingrid, porque hasta la noche anterior su única familia era Marcel. Supuso que Ofelia del Solar estaría tan sorprendida como él; a ella también le cayó en la vejez una hija inesperada. Y por añadidura, Ingrid les había dado tres nietos. Su marido también era de origen alemán, como sus padres adoptivos y como tanta gente en algunas provincias del sur, colonizadas por alemanes desde el siglo XIX gracias a una ley de inmigración selectiva. La idea era ocupar territorio con blancos de pura cepa que aportaran disciplina y espíritu de trabajo a los chilenos, que tenían mala fama de indolentes. En las fotografías de sus hijos, que Ingrid le mostró, aparecían un hombre joven y dos muchachas con aspecto de walkirias, que Víctor fue incapaz de reconocer como sus descendientes.

—El hijo de Ingrid está casado y su esposa está encinta. Dentro de poco seré bisabuelo —le dijo a Marcel por teléfono.

—Yo soy tío de los hijos de Ingrid. ¿Qué seré de ese niño que va a nacer?

—Creo que serías algo así como tío abuelo.

—¡Qué horror! Me siento anciano. No puedo dejar de pensar en la àvia . ¿Te acuerdas de cómo quería que yo le diera bisnietos? Pobre vieja, se murió sin saber que ya los tenía. ¡Una nieta y tres bisnietos!

—Tendremos que ir a ver a esas personas de otra raza, Marcel. Son todos alemanes. Además son derechistas y eran pinochetistas, así es que vamos a tener que mordernos la lengua delante de ellos.

—Lo que importa es que somos familia, papá. No vamos a pelear por política.

—También tengo que establecer alguna forma de comunicación regular con Ingrid y los nietos. Me han caído encima como manzanas. Qué complicación, tal vez estaba mejor antes, solo y tranquilo.

—No digas burradas, papá. Me muero de curiosidad por conocer a mi hermana, aunque sea postiza.

Víctor calculó que sería inevitable encontrarse con Ofelia si se reunía la familia. La idea no le pareció mal: se había curado hacía mucho de la nostalgia por ella, pero sentía curiosidad por volver a verla y corregir la mala impresión que tuvo de ella en el Ateneo de Caracas, once años antes. Ojalá se diera la oportunidad de decirle que gracias a ella tenía raíces fundamentales en Chile, raíces más fuertes de las que nunca tuvo en España. Le pareció irónico estar emparentado de esa manera con la familia Del Solar, la misma que se había opuesto tenazmente a la inmigración de los españoles del Winnipeg . Ofelia le había dado un inmenso regalo, le había abierto el futuro, ya no era un viejo sin más compañía que sus animales, tenía varios descendientes chilenos, además de Marcel, quien nunca se consideró de ninguna otra parte. Esa mujer había sido mucho más importante en su vida de lo que imaginó. Nunca la entendió verdaderamente, era más complicada, más atormentada de lo que él creía. Pensó en sus cuadros tan extraños y supuso que al casarse y optar por una vida convencional, por la seguridad del matrimonio y su lugar en la sociedad, Ofelia se exilió de sí misma, renunció a un aspecto esencial de su alma, que tal vez en la madurez y la soledad recuperó en parte. Pero entonces se acordó de lo que ella le había contado sobre su marido, Matías Eyzaguirre, y adivinó que esa renuncia no fue por pereza o frivolidad, sino por un amor especial.

Un año antes, Ingrid Schnake recibió una carta de una desconocida que aseguraba ser su madre. No la tomó completamente por sorpresa, ya que siempre se había sentido diferente al resto de su familia. Primero abordó a sus padres adoptivos, que por fin admitieron la verdad, y después se preparó para recibir la visita de Ofelia y Felipe del Solar, que llegaron con una viejecita de luto riguroso, Juana Nancucheo. Ninguno de los tres puso en duda que Ingrid era la hija extraviada de Ofelia; la semejanza era evidente. Desde entonces Ofelia había visto tres veces a su hija, quien la trataba con la cortesía indiferente de un familiar lejano, porque su única madre era Helga Schnake; esa visitante con los dedos manchados de pintura y el vicio de quejarse, era una extraña. Ingrid era consciente del parecido físico entre ambas y temía que también se heredaran los defectos y al envejecer se volviera narcisista como Ofelia. Se enteró a pedazos de la historia de su nacimiento y sólo en el tercer encuentro pudo averiguar el nombre de su padre. Ofelia le había echado tierra encima a su pasado y evitaba hablar de aquella época. Había obedecido la orden del padre Urbina de callarse y tanto se abstuvo de mencionar al niño muerto que yacía en el cementerio del campo, que ese episodio de su juventud se le perdió en la niebla de la omisión reiterada. Lo recordó brevemente cuando le tocó enterrar a su marido y quiso cumplir el propósito que hicieron juntos al casarse de que un día ese niño descansara con ellos en el Cementerio Católico de Santiago. Esa hubiera sido la ocasión de trasladar sus restos, pero su hermano Felipe la convenció de lo contrario, porque habría tenido que dar explicaciones a sus hijos y al resto de la familia.

Cuando se agravó la salud de Laura del Solar, Ofelia llevaba años viviendo sola y pintando en su casa de campo, mientras su hijo mayor construía una represa en Brasil y su hija trabajaba en un museo de Buenos Aires. Doña Laura, pronta a cumplir un siglo, deliraba desde hacía tiempo. Dos empleadas abnegadas se turnaban para atenderla día y noche bajo la dirección estricta de Juana Nancucheo, quien estaba casi tan anciana como ella, pero parecía quince años más joven. La mujer había servido a esa familia desde siempre y tenía la intención de seguir haciéndolo mientras doña Laura la necesitara; su deber era cuidarla hasta su último suspiro. Su patrona permanecía postrada en cama, entre almohadones de plumas y sábanas de lino bordadas, con sus camisones de seda importados de Francia, rodeada de los objetos refinados que su marido había comprado sin fijarse en gastos. Después de la muerte de Isidro del Solar, doña Laura se desprendió de la armadura de hierro que había sido para ella el matrimonio con ese hombre dominante y pudo dedicarse a lo que quiso por un tiempo, hasta que la vejez la dejó inválida y la senilidad le impidió seguir comunicándose con el fantasma de Leonardo, su Bebe, en las sesiones de espiritismo. Fue perdiendo la mente, se confundía dentro de su casa y al mirarse en el espejo preguntaba alarmada quién era esa vieja fea que estaba en su baño, por qué venía todos los días a molestarla. Después ya no pudo levantarse porque las piernas y los pies, deformados por la artritis, no la sostenían. Recluida en su habitación pasaba del llanto al sopor prolongado, llamando al bebé con una angustia y un terror inexplicables, que el médico procuraba en vano paliar con drogas contra la depresión. La familia en pleno, que la acompañaba en los días de su agonía, creyó que sufría la pérdida de Leonardo, su hijo menor, ocurrida hacía mucho, como si acabara de suceder.

Felipe del Solar, convertido en el jefe del clan desde la muerte de su padre, había llegado de Londres a hacerse cargo de la situación, pagar cuentas y repartir los bienes. Decían que tenía un pacto con el demonio, porque aparentemente no envejecía, desafiando así sus propios pronósticos de hipocondríaco. Tenía mil achaques antiguos y cada semana descubría otro, le dolía hasta el pelo, pero por una de esas injusticias de la vida, nada de eso se le notaba. Era un señor distinguido arrancado de una comedia inglesa, con chaleco, corbatín de mariposa y expresión de fastidio. Él atribuía su buen aspecto a la niebla de Londres, al whisky escocés y el tabaco holandés de su pipa. Traía en su maletín los documentos para la venta de la casa de la calle Mar del Plata, cuyo terreno en el corazón de la capital valía una fortuna. Debía esperar que muriera su madre para finalizar los trámites. Doña Laura, reducida a unos pellejos de nada, siguió llamando al bebé hasta que se le acabó el aire, sin haber encontrado paz en los medicamentos o las oraciones. Juana Nancucheo le cerró la boca y los ojos, le rezó un avemaría y se retiró arrastrando los pies, muy cansada. A las nueve de la mañana del día siguiente, mientras la empresa de pompas fúnebres preparaba la casa para el velorio, con el ataúd en el salón decorado con coronas de flores, cirios, trapos y cintas negras, Felipe reunió a sus hermanos para notificarles la venta de la propiedad. Después llamó a Juana a la biblioteca para decirle lo mismo.

—Van a demoler esta casa para construir un edificio de apartamentos, pero a ti no te va a faltar nada, Juana. Dime cómo y dónde te gustaría vivir.

—¿Qué quiere que le diga, niño Felipe? No tengo familia, amigos ni conocidos. Estoy viendo que soy un estorbo. Me va a poner en un asilo, ¿verdad?

—Hay algunas residencias de ancianos muy buenas, Juana, pero no haré nada que tú no quieras. ¿Te gustaría vivir con la Ofelia u otra de mis hermanas?

—Yo me voy a morir dentro de un año y me da lo mismo dónde sea. Morirse es morirse y ya está. Por fin se descansa.

—Mi pobre madre no pensaba así…

—Doña Laura sufría de mucha culpa, por eso le daba miedo morirse.

—¡Qué culpa iba a tener mi madre, Juana, por Dios!

—Por eso lloraba.

—Estaba demente y se obsesionó con Leonardo —dijo Felipe.

—¿Leonardo?

—Sí, el Bebe.

—No, niño Felipe, ella ni se acordaba del Bebe. Lloraba por el bebé de la Ofelita.

—No te entiendo, Juana.

—¿Se acuerda de que se quedó embarazada cuando estaba soltera? Es que resulta que ese bebé no se murió, como dijeron.

—¡Pero si he visto la tumba!

—Está vacía. Era una niña. Se la llevó la mujer esa, no me acuerdo de cómo se llamaba, la comadrona. Eso me contó doña Laura y por eso lloraba, porque le hizo caso al cura Urbina y le birló la hija a la Ofelita. Pasó toda su vida con ese engaño adentro, como una podredumbre.

Felipe estuvo tentado de atribuir esa macabra historia al delirio de su madre o la senilidad de la misma Juana y descartarla como absurda; también se le ocurrió que de ser cierta, lo mejor era ignorarla, porque decírselo a Ofelia sería una crueldad innecesaria, pero Juana le notificó que le había prometido a doña Laura encontrar a la niña para que ella se pudiera ir al cielo, si no se iba a quedar atrapada en el purgatorio, y las promesas a los moribundos son sagradas. Entonces él comprendió que no habría forma de silenciar a Juana, tendría que hacerse cargo de la situación antes de que se enteraran Ofelia y el resto de la familia. Le prometió a Juana que iba a investigar y la mantendría informada. «Empecemos por el cura, niño Felipe. Yo voy a ir con usted.» No pudo quitársela de encima. La complicidad que habían tenido durante ochenta años y la certeza de que ella podía leerle las intenciones, lo obligaron a actuar.

Para entonces Vicente Urbina estaba retirado de sus funciones, viviendo en una residencia para sacerdotes ancianos, cuidado por monjas. Fue fácil encontrarlo y conseguir una entrevista; estaba en sus cabales y recordaba muy bien a sus antiguos feligreses, especialmente a los Del Solar. Recibió a Felipe y a Juana disculpándose por no haber podido darle personalmente la extremaunción a doña Laura, porque había sido operado de los intestinos y la convalecencia se estaba alargando demasiado. Sin muchos rodeos, Felipe le repitió lo que Juana le había contado. Con su experiencia de abogado iba preparado para un interrogatorio difícil, para poner al prelado entre la espada y la pared y obligarlo a confesar, pero nada de eso fue necesario.

—Hice lo mejor para la familia. Siempre fui muy cuidadoso en la elección de los padres adoptivos. Todos eran católicos observantes —dijo Urbina.

—¿Me quiere decir que Ofelia no fue el único caso?

—Hubo muchas chicas como Ofelia, pero ninguna tan porfiada. En general estaban de acuerdo con desprenderse de la criatura. ¿Qué otra cosa podían hacer?

—Es decir, no tuvo que engañarlas para robarles al recién nacido.

—¡No te permito que me insultes, Felipe! Eran niñas de buena familia. Mi deber era protegerlas y evitar el escándalo.

—El escándalo es que usted, amparado por la Iglesia, ha cometido un crimen, mejor dicho, muchos crímenes. Eso se castiga con prisión. Usted ya no tiene edad para pagar las consecuencias, pero le exijo que me diga a quién le dio la niña de Ofelia. Voy a llegar al fondo de esto.

Vicente Urbina no había llevado un registro de las parejas beneficiadas ni de los niños. Él se encargaba personalmente de la transacción; la comadrona, Orinda Naranjo, sólo atendía los partos y por lo demás, había muerto hacía mucho. Entonces intervino Juana Nancucheo para decir que, según doña Laura, a la niña la tenían unos alemanes del sur. Se le había escapado al padre Urbina en una ocasión y a la abuela no se le olvidó.

—¿Alemanes, dices? Deben de ser unos de Valdivia —musitó el obispo.

El nombre no lo recordaba, pero estaba seguro de que la niña tuvo un hogar decente y nada le faltó; era gente de situación holgada. Por ese comentario, Felipe dedujo que en esos trueques pasaba dinero de mano en mano; en pocas palabras, el monseñor vendía niños. Entonces abandonó el intento de sonsacarle más para concentrarse en seguirles la pista a las donaciones recibidas por la Iglesia a través de Vicente Urbina en aquel momento. Sería difícil acceder a esa contabilidad, pero no imposible; habría que emplear a la persona adecuada. Suponía que el dinero siempre deja rastro en su trayecto por el mundo y no se equivocó. Tuvo que esperar ocho meses hasta obtener finalmente la información que buscaba. Los pasó en Londres, hostigado a distancia por las misivas de dos líneas en tarjetas postales, salpicadas de horrores gramaticales y ortográficos, que le mandaba Juana Nancucheo para recordarle su responsabilidad. La anciana las escribía trabajosamente y las enviaba a escondidas, porque se había comprometido a guardar el secreto hasta que Felipe resolviera el asunto. Él le repetía que debía tener paciencia, pero ella no podía darse ese lujo porque llevaba la cuenta de los días que le quedaban en este mundo y antes de irse debía encontrar a la niña perdida y sacar a doña Laura del purgatorio. Felipe le preguntó cómo sabía la fecha exacta de su muerte y ella le contestó simplemente que la tenía marcada con un círculo rojo en el calendario de la cocina. Estaba instalada en la casa de Ofelia, ociosa por primera vez, preparando su funeral.

El correo de un viernes de diciembre le trajo a Felipe el informe de las donaciones recibidas por el padre Vicente Urbina en 1942. La única que le llamó la atención correspondía a Walter y Helga Schnake, dueños de una fábrica de muebles que, según su investigador, había prosperado mucho y tenía sucursales en varias ciudades del sur, manejadas por los hijos y el yerno. Tal como había dicho Urbina, era una familia adinerada. Había llegado la hora de viajar de nuevo a Chile y enfrentarse a Ofelia.

Felipe encontró a su hermana mezclando pintura en su taller, un galpón helado, con olor a trementina y bordado de telarañas, más gorda y andrajosa, con una mata de pelo blanco sucio y un corsé ortopédico por el dolor de espalda. Juana, sentada en un rincón con abrigo, guantes y gorro de lana, estaba igual que siempre. «No se nota que te vas a morir», la saludó Felipe besándola en la frente. Había preparado cuidadosamente las palabras más compasivas para contarle a su hermana que tenía una hija, pero los rodeos fueron innecesarios, porque ella reaccionó apenas con una vaga curiosidad, como si se tratara de un chisme ajeno. «Supongo que quieres conocerla», dijo Felipe. Ella le explicó que tendría que esperar un poco, porque estaba embarcada en el proyecto de un mural. Juana intervino para decir que en ese caso iría ella, porque debía verla con sus propios ojos para poder morirse en paz. Fueron los tres.

Juana Nancucheo vio a Ingrid una sola vez. Tranquilizada con esa única visita, se comunicó con doña Laura, como lo hacía cada noche entre dos oraciones, para explicarle que su nieta había sido encontrada, su culpa estaba expiada y ya podía tramitar su traslado al cielo. A ella le quedaban veinticuatro días en el calendario. Se acostó en su cama, rodeada de sus santos de cabecera y las fotografías de sus seres queridos, todos de la familia Del Solar, y se dispuso a morir de hambre. No volvió a comer ni beber, sólo aceptaba un poco de hielo para humedecer la boca reseca. Se fue sin zozobra ni dolor varios días antes de lo previsto. «Estaba apurada», dijo Felipe, desolado y huérfano. Desechó el cajón de pino ordinario que Juana había comprado y tenía de pie en un rincón de su pieza, y la hizo sepultar con misa cantada y ataúd de madera de nogal con remaches de bronce en el mausoleo de los Del Solar, junto a sus padres.

Al tercer día por fin amainó el temporal, salió el sol desafiando al invierno y los álamos, que protegían como centinelas la propiedad de Víctor Dalmau, amanecieron recién lavados. La nieve cubría la cordillera y reflejaba el color violeta del cielo despejado. Los dos perros grandes pudieron sacudirse la modorra del encierro, husmear en el jardín mojado y revolcarse a su gusto en el lodo, pero el pequeño, que en años caninos era tan viejo como su amo, se quedó echado junto a la chimenea. Ingrid Schnake había pasado esos días con Víctor, no tanto a causa del temporal, ya que estaba acostumbrada a la lluvia de su provincia sureña, sino para poner tiempo a ese primer encuentro en que se estaban conociendo. Lo había planeado cuidadosamente durante meses y se había puesto firme con su marido y sus hijos para que no la acompañaran. «Esto tenía que hacerlo sola, lo comprende, ¿verdad? Me costó bastante, porque es la primera vez que viajo sola y no sabía cómo me iba a recibir usted», le dijo a Víctor. A diferencia de lo ocurrido con su madre, con quien no pudo salvar la distancia de más de cincuenta años de ausencia, Víctor y ella se hicieron amigos fácilmente, en el entendido de que él nunca podría competir en su afecto con Walter Schnake, su adorado padre adoptivo, el único padre que ella reconocía. «Está muy viejito, Víctor, se me va a morir en cualquier momento», le contó.

Ingrid y Víctor descubrieron que los dos tocaban la guitarra por necesidad de consuelo, que eran hinchas del mismo equipo de fútbol, leían novelas de espionaje y podían recitar de memoria varios versos de Neruda, ella los de amor y él los de sangre. No era lo único que tenían en común: también compartían la tendencia a la melancolía, que él mantenía a raya aturdiéndose con el trabajo y ella con antidepresivos y refugiándose en la seguridad inalterable de su familia. Víctor lamentó que ese rasgo fuera hereditario y en cambio su hija no hubiera heredado el espíritu artístico y los ojos cerúleos de Ofelia. «Cuando me deprimo, es el cariño lo que más me ayuda», le dijo Ingrid, y agregó que eso nunca le había faltado, era la favorita de sus padres, la consentida de sus hermanos menores y estaba casada con un coloso color miel capaz de levantarla con un brazo y darle el amor tranquilo de un perro grande. A su vez, Víctor le contó que a él también el cariño de Roser lo había ayudado a defenderse de esa tristeza solapada que lo seguía como un enemigo y a veces lo asaltaba con su cargamento de malos recuerdos. Sin Roser estaba perdido, se le había apagado el fuego interior y en su lugar quedaban las cenizas de una pena que arrastraba desde hacía tres años. Se sorprendió de su propia confesión, hecha con voz rota, porque nunca había mencionado ese hueco frío en su pecho, ni siquiera delante de Marcel. Sentía que hasta el alma se le estaba encogiendo. Se instalaba en manías de viejo, en un silencio mineral, en su soledad de viudo. Había ido renunciando a los pocos amigos que tenía, ya no buscaba compinches para el ajedrez o para tocar la guitarra, se habían terminado los asados dominicales de antaño. Seguía trabajando, lo que le obligaba a conectarse con sus pacientes y sus estudiantes, pero lo hacía desde una insalvable distancia, como si los viera en una pantalla. En los años que pasó en Venezuela creía haber superado definitivamente la seriedad, que había sido parte esencial de su carácter desde joven, como si llevara luto por el sufrimiento, la violencia y la maldad del mundo. La felicidad le parecía obscena ante tanta calamidad. En Venezuela, ese país verde y cálido, enamorado de Roser, venció la tentación de arroparse en la tristeza, que no era un manto de dignidad sino de desprecio por la vida, como ella le repetía. Pero la seriedad le había vuelto con saña; sin Roser se estaba secando. Sólo se conmovía con Marcel y sus animales.

—La tristeza, mi enemiga, va ganando terreno, Ingrid. A este paso, en los años que me quedan voy a terminar convertido en un ermitaño.

—Eso sería como morirse en vida, Víctor. Haga como yo. No espere a esa enemiga para defenderse, sálgale al encuentro. Me ha costado años aprender esto en terapia.

—¿Qué motivos de tristeza podrías tener tú, niña?

—Lo mismo me pregunta mi marido. No sé, Víctor, supongo que no se necesitan motivos, esto es cosa de carácter.

—Es muy difícil cambiar el carácter. Para mí es tarde, no me queda más remedio que aceptarme como soy. Tengo ochenta años, los cumplí el día que llegaste. Esta es la edad de la memoria, Ingrid. Es la edad de hacer un inventario de la vida —replicó él.

—Perdone si le parezco intrusa, pero ¿puede contarme qué hay en su inventario?

—Mi vida ha sido una serie de navegaciones, he ido de un lado a otro en esta tierra. He sido extranjero sin saber que tenía raíces profundas… También ha navegado mi espíritu. Pero me parece inútil venir a hacer estas reflexiones ahora; las debí hacer mucho antes.

—Creo que nadie medita sobre su vida en la juventud, Víctor, y la mayor parte de la gente nunca lo hace. A mis padres, que tienen más de noventa, no se les ocurriría. Viven no más, día a día, contentos.

—Es una lástima que este tipo de inventario se haga en la vejez, Ingrid, cuando ya no hay tiempo para enderezar las cosas.

—No se puede cambiar el pasado, pero tal vez se pueden ir eliminando los peores recuerdos…

—Mira, Ingrid, los acontecimientos más importantes, los que determinan el destino, casi siempre escapan por completo a nuestro control. En mi caso, al sacar las cuentas, veo que mi vida está marcada por la Guerra Civil en mi juventud y después por el golpe militar, por los campos de concentración y los exilios. No escogí nada de eso, simplemente me tocó.

—Pero habrá otras cosas que usted eligió. Como la medicina, por ejemplo.

—Cierto, eso me ha dado muchas satisfacciones. ¿Sabes lo que más agradezco? El amor. Eso me ha marcado más que nada. Tuve una suerte loca con Roser. Ella será siempre el amor de mi vida. Por ella tengo a Marcel. La paternidad también ha sido esencial para mí, me ha permitido mantener la fe en lo mejor de la condición humana, que sin Marcel se habría pulverizado. He visto demasiada crueldad, Ingrid, sé de lo que somos capaces los hombres. También amé mucho a tu madre, aunque eso no duró demasiado.

—¿Por qué? ¿Qué pasó exactamente?

—Eran otros tiempos. Chile y el mundo han cambiado mucho en este medio siglo. Ofelia y yo estábamos separados por un abismo social y económico.

—Si tanto se querían, se deberían haber arriesgado…

—Ella me propuso en algún momento que escapáramos a un país cálido y viviéramos nuestro amor bajo unas palmeras. ¡Imagínate! Entonces Ofelia era apasionada y tenía espíritu de aventura, pero yo estaba casado con Roser, no podía ofrecerle nada y sabía que si ella se escapaba conmigo se arrepentiría en menos de una semana. ¿Fue cobardía por mi parte? Me lo he preguntado muchas veces. Creo que fue falta de sensibilidad: no medí las consecuencias de la relación con Ofelia, le hice mucho daño sin proponérmelo. Nunca supe que estaba embarazada y ella nunca supo que había dado a luz una hija y estaba viva. Si lo hubiéramos sabido, la historia sería diferente. Pero nada sacamos con revolver el pasado, Ingrid. En todo caso, eres hija del amor, nunca dudes eso.

—Ochenta años es una edad perfecta, Víctor. Usted ya ha cumplido sobradamente con sus obligaciones, puede hacer lo que quiera.

—¿Como qué, niña? —sonrió Víctor.

—Salir de aventura, por ejemplo. A mí me gustaría irme de safari a África. Llevo años soñando con eso y un día, cuando convenza a mi marido, iremos. Usted podría enamorarse de nuevo. No tiene nada que perder y sería divertido, ¿verdad?

A Víctor le pareció escuchar a Roser en sus momentos finales, cuando le recordaba que los humanos somos criaturas gregarias, que no estamos programados para la soledad, sino para dar y recibir. Por eso insistía en que él no se conformara con la viudez y hasta le escogió una novia. Pensó con súbita ternura en Meche, la vecina de corazón abierto que le regaló la gata, la que le traía tomates y hierbas de su huerto, la mujer diminuta que esculpía ninfas gordas. Decidió que apenas se fuera su hija, iba a llevarle a Meche los restos de su arròs negre con calamares y de su crema catalana. Nuevas navegaciones, pensó. Y así hasta el final.