Un día comencé a hacerme más denso. Fue cuatro o cinco meses antes del viaje; no sé, últimamente no me cuadra ninguna fecha. De lo que sí me acuerdo es que atravesaba los días pesada, lentamente, como si todo el tiempo llevara puesta una escafandra de astronauta. Antes puntual, estaba llegando tarde a todo; antes ágil, ahora me demoraba eones en las labores más básicas. Un día tenía una cita médica de revisión general y salí a tiempo. Era un martes de febrero, estoy seguro. Me despedí de A., salí de mi apartamento, de mi edificio, me subí a un taxi, sufrí el tráfico y la polución de la ciudad, llegué al consultorio; la secretaria se negó a recibirme: ya no era martes ni febrero —era viernes y agosto, y el médico tenía una urgencia con un paciente que se moría de la risa…
El cambio ocurrió solo en el interior, paulatinamente, y por eso no me di cuenta al principio. Por fuera yo seguía siendo el mismo flaco de siempre, pero por dentro era como si mis huesos hubieran intercambiado, en una alquimia misteriosa, el calcio por el plomo. Lo único que llegué a notar en los primeros días o semanas era que en las mañanas se me hacía más difícil salir de la cama, porque no era capaz de zafarme del pecho la pesadez con la que amanecía. Pensé que era abulia, simplemente, y seguí como si nada. Luego se hizo evidente que el suelo me reclamaba con más ansias: las sillas comenzaron a desbaratarse bajo mis nalgas, sobre la tierra firme dejaba huellas profundas como si caminara sobre lodo fresco, y no sé cuántas básculas dañé tratando de comprobar el prodigio, pues bastaba que me parara en una para que el aparato se resquebrajara en una discreta explosión de agujas y resortes. Después de un tiempo me habitué a pedir disculpas y a pagar por estropicios involuntarios, y aunque vivíamos en un piso alto, comencé a utilizar las escaleras inhóspitas porque el ascensor de mi edificio (capacidad máxima: ocho pasajeros, 550 kilogramos), emitía su estruendoso lamento de sobrepeso si yo ingresaba junto a algún vecino incomprensivo o con las bolsas cargadas del supermercado.
Esa densidad, a propósito, fue una de las razones por las que comencé a pensar en la posibilidad de un viaje en globo. Anclado a la tierra por mi peso inusitado, me dejé cautivar por la imagen romántica del fuego, el aire liviano y las telas de colores entre las nubes, y como A. iba a empezar el octavo mes de su embarazo (y yo me sentía más y más acorralado por mis propias circunstancias, y más y más confundido por mi futuro cercano de ser padre), comencé los preparativos con la idea de que, si no servía como un antídoto para mi condición, el vuelo sería al menos un quiebre bienvenido en mi rutina, un descanso, un respiro.
Fue así como, tras una rápida búsqueda en internet, entré en contacto con Absalón Montgolfier, fundador y piloto de Globos Panamericanos, una compañía cuya página web estaba escuetamente construida con fotos de cielos pixelados, pero que ostentaba una certificación que la hacía socia de la Fédération Aéronautique Internationale, y por alguna razón eso me dio confianza. Al principio traté de llamar al número de teléfono que aparecía en el sitio web de la empresa, pero o la línea estaba ocupada o no había nadie que respondiera, y al final me conformé con escribir un correo largo que dirigí a la dirección de servicio al cliente y en el que hacía mis consultas de logística y expresaba mis preocupaciones. Les hablé de mi condición de sobrepeso, del embarazo de mi esposa, de la idea de viajar con mi familia entera, y les pregunté, entre otras cosas, si no había un sitio de despegue que no implicara una travesía en auto de dos días. El mismo Montgolfier me respondió casi enseguida, diciéndome que no creía que hubiera problema con mi condición plúmbea, que la barquilla del globo tenía capacidad de sobra (hasta dieciséis personas), que era imperativo transportarse al hangar emplazado en el valle que está al otro lado del Monte Misterio, y que en principio no recomendaba el vuelo de una mujer encinta, pero que había que esperar a ver las condiciones atmosféricas en el día del vuelo para emitir un juicio contundente… La respuesta del fundador y piloto de Globos Panamericanos aclaró mis dudas con respecto a los pormenores del viaje en globo, pero me generó otras que concernían al personaje de Absalón Montgolfier, pues el correo se alejaba definitivamente del tono formal de los comerciantes y los gerentes, y había sido redactado, en su totalidad, en cuartetos de versos de arte mayor (endecasílabos) con rimas consonantes tipo ABBA. Al final, por ejemplo, después de proveer la información solicitada y explicarme el proceso (no reembolsable) de reserva, Montgolfier se despedía con algo que, por su carácter personal, casi íntimo, no podía ser su firma corporativa:
El globo de aire es un corazón cuyo
Latido está dictado por el fuego.
Desde la altura el mundo es como un juego,
Y un incendio es apenas un cocuyo.
Si tiene más preguntas en la mente,
Escríbame otro mensaje prolijo.
¡Ah, norabuena por su próximo hijo!
Se despide de usted, sinceramente,
ABSALÓN MONTGOLFIER