Algunos meses antes de darme cuenta de mi problema de sobrepeso, casi al mismo tiempo de enterarme de que esperábamos un hijo, compré un cuaderno de notas con la esperanza de estar listo en caso de que se me ocurriera una buena idea para mi siguiente novela. Era un cuaderno de tapas blandas y páginas infinitas, con un separador de tela y una banda elástica que, además de ayudar a mantener el cuaderno cerrado, permitía alojarle un lapicero de tinta verde que, pensaba, serviría como pararrayos una vez que me fulminara la idea eléctrica de un nuevo libro. Me acuerdo de que lo llevaba conmigo a todas partes, todo el tiempo, temeroso de que las palpitaciones llegaran y me encontraran sin poder anotarlas y, por descuidado, dejara escapar hacia el olvido lo que llevaba años esperando. Lo llevaba conmigo a la ducha, al cine, a los consultorios, a los cumpleaños, a los velorios, a las bibliotecas, a los supermercados, a los conciertos, a la cama, a los sueños, pero la idea no llegaba.
Así fueron pasando las semanas, sin que se me acercara la intuición que yo ansiaba, y cuando me resigné a no encontrar una nueva historia me fui llenando de lástima ante las páginas vacías de mi cuaderno, de modo que un día, sin que supiera bien por qué, comencé a escribir listas extrañas, a veces simples, a veces poéticas, enigmáticas enumeraciones de todas las categorías que comencé a recolectar en mi cuaderno de notas sin un propósito aparente: una lista de métodos para conciliar el sueño, otra de posibles temas literarios, otra de metáforas lindas que se me ocurrían, otra de anécdotas, otra de clichés a evitar, otra de preguntas insondables, otra de posibles ideas de negocios, otra de posibles inventos, otra de películas por ver, otra de libros por leer, otra de asombrosos datos o estadísticas, otra de las cosas que A. decía para ver si podía descifrarlas más adelante, otra de neologismos, otra de sueños que lograba recordar, otra de olores que me llevaban a la niñez, otra de los víveres que había que comprar en el supermercado, otra de remedios que había que pedir a la farmacia, otra de nombres que les pondría a nuevas constelaciones o galaxias, otra de palabras para buscar en el diccionario, otra de asuntos que justificaban el multiverso…
Al principio no les di mayor importancia y se las atribuí al ocio, pero luego aquellas enumeraciones se impregnaron de un impulso misterioso y se fueron convirtiendo en un hábito, no sé, o en un vicio: cuando se me ocurría una lista, anotaba el título en una página en limpio y luego me pasaba las horas buscando elementos que la compusieran. No era un asunto sistemático. A veces las escribía de un tirón y no volvía a tocarlas, pero otras veces dejaba las listas abiertas para llenarlas más adelante y, luego, cuando andaba ocupado en alguna otra cosa (sentado ante el piano, o haciendo maratones de series en Netflix o mientras caminaba por la calle o mientras peinaba a Segismundo) se me ocurría algún elemento súbito y tenía que dejar lo que estaba haciendo para anotarlo, para incluirlo, para coleccionarlo, para capturarlo.
¿Por qué sentía que esas listas eran una necesidad, un deber? ¿De qué servían? ¿Qué significaban?