La otra razón por la cual quise organizar el viaje era que, de la noche a la mañana, había dejado de comprender a mi esposa. Tal vez fuera consecuencia de mi nueva pesadez, de mi lentitud, de mis propias ansiedades; sin embargo, cada vez que trataba de disculparme, ella me miraba con un poco de lástima y decía (decir es un decir) algo que yo no entendía. Digo mi esposa, pero la verdad es que A. y yo nunca nos casamos: desde el comienzo tuvimos claro que no existía ninguna autoridad por encima de nosotros mismos y acordamos que nuestra decisión de una vida juntos no requería certificaciones eclesiásticas o notariales. Los anillos los hizo ella misma en su taller de joyería, una tarde memorable, pues entre otras muchas cosas mi esposa es joyera. Así, hace años, sin parsimonias ni puñados de arroz ni torta de novios, nos amancebamos, felizmente…
No digo que no hayamos tenido nuestra ración de problemas y de crisis, para qué negarlo, pero nada como aquella época en que dejamos de comprendernos. A lo mejor era el maremágnum hormonal del embarazo, o una manera inusitada de la rebeldía femenina, pero el caso es que cuando mi esposa quería decir algo yo ya no escuchaba los sonidos que movilizan las conversaciones habituales, sino que veía globos de diálogo, como en las tiras cómicas —cosa que no era tan terrible, excepto que en lugar de las palabras legibles de las historietas, lo que aparecía dentro de estas burbujas ingrávidas (también llamadas bocadillos) eran secuencias de letras sin sentido, impronunciables, caóticas, que me habitué a anotar en mi cuaderno infinito antes de que se evaporaran en el aire.
Todo comenzó dos semanas o tres meses antes de la travesía, luego de una pelea intrascendente: la noche anterior habíamos cenado mientras veíamos en la televisión un documental sobre el equipo de Bletchley que había ayudado a descifrar los mensajes secretos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial y luego, cuando nos entró el cansancio, habíamos ido al baño para llevar a cabo nuestros respectivos rituales de aseo personal. Frente al espejo, la disputa había comenzado como una conversación (medio juguetona, medio seria) en la que debatíamos cuál era la manera óptima de colocar un nuevo rollo de papel higiénico en el tubito retráctil del baño (yo abogaba por una posición que permitiera la extracción frontal de los cuadritos de papel, mientras que ella prefería la alternativa de halarlo por la parte de atrás), pero por razones oscuras la charla se fue bifurcando hacia otros dilemas higiénicos y mundanos (¿era mejor usar la seda dental antes o después de cepillarse? ¿Cada cuánto debían ser cambiadas las toallas para evitar el olor a sobaco sudado? ¿Era apropiado o no orinar en la ducha?) y el tono lúdico comenzó a ser reemplazado por el del reproche, hasta que, sin que nos diéramos cuenta de cómo ni cuándo, la conversación estalló en una pelea épica que, tras el pretexto de pequeñas diferencias en las idiosincrasias cotidianas, escondía una crítica fundamental y un cansancio no tan nuevo. En el momento más álgido de la contienda ella me había acusado de ser un macho típico: mugroso, egoísta y desorganizado; yo, en represalia, la tildé de descuidada e impráctica. Aquí nos detuvimos, porque sabíamos que peleábamos por ridiculeces, pero aunque habíamos logrado frenar la trifulca antes de que estallaran las lágrimas y los insultos, los dos habíamos quedado hartos por las razones del otro y nos acostamos dándonos la espalda, sin siquiera decirnos las buenas noches o apelar a un fugaz polvo de reconciliación.
A la mañana siguiente, sintiéndome arrepentido, quise enmendar la situación. Me levanté antes que ella, preparé el desayuno y se lo llevé a la cama. Desperté a mi esposa con una caricia en la panza y un beso en la mejilla:
“Tienes razón”, le expliqué antes de que ella pudiera decir cualquier cosa. “El rollo de papel se ve más bonito como tú lo colocas; lo verdaderamente importante, al fin de cuentas, no es cuándo usar la seda dental, sino evitar la gingivitis”.
Mientras A. se sostenía la enorme panza con una mano, con la otra armó un espaldar improvisado de almohadas. Tras acomodarse la vi tomar un poco del jugo de naranja recién exprimido, despejarse la garganta, abrir la boca, mover los labios y la lengua. En vez de sonidos, sin embargo, sacó el primer globo de diálogo, su primer bocadillo, así:
El globo era brillante, tornasolado, como una enorme pompa de jabón. Lo vi flotar durante un segundo frente al rostro de A. antes de que por cuenta propia asumiera una posición lateral, con el vértice apuntándole a la boca. Todas las letras eran mayúsculas y estaban diagramadas en fuente Courier. Después de un instante se fueron difuminando y la burbuja estalló sin dejar ningún rastro. La miré maravillado, pensando que mi esposa me estaba mostrando otro más de sus innumerables talentos, y luego quise retomar mi disculpa:
“En serio”, dije. “Lo estuve pensando y sí: soy un mugroso. Pero merezco una oportunidad para redimirme; después de todo, heder es humano. Cambiemos las toallas cada dos o tres días, si eso es lo que quieres; aunque el sonido del agua que cae haga que me den muchas ganas y además sea bueno para el medio ambiente, ya no orinaré más en la ducha”.
A. volvió a abrir la boca para decir algo. Una vez más, lo que salió fue un globo de diálogo con una secuencia incoherente de letras. Puse mi palma abierta sobre su frente: no tenía fiebre. Le pregunté si se sentía mal y, después de otro bocadillo indescifrable, dijo que no con la cabeza. Legítimamente consternado, llamé al servicio de emergencias. El paramédico que llegó para revisarla, sin embargo, no encontró nada fuera de lo común. Después de auscultarla, se me acercó y me hizo sentar para tomarme la presión:
“Tranquilícese”, me dijo mientras bombeaba aire en el tensiómetro. “El bebé no corre peligro y su esposa está bien”.
Suspiré larga, detenidamente, y luego le pregunté qué opinaba de los globos de diálogo, si en verdad no creía que fuera el síntoma de algo más grave, pero el tipo le prestaba atención al ciclo de mis sístoles y mis diástoles y no escuchó mis preguntas. Después se zafó el estetoscopio y me hizo saber que mi presión estaba dentro de los rangos normales. Sin que esto me proveyera ningún alivio, le pregunté si era necesario que nos remitiéramos al consultorio de un fonoaudiólogo o de un terapeuta de pareja que nos ayudara a restablecer los puentes de la comunicación, pero el paramédico espantó mi pregunta con la mano, como si quisiera alejar un mosquito, y solamente nos recomendó tiempo de reposo para que las cosas volvieran a la normalidad: “Tómense un par de días de descanso”, había dicho: “Salgan de la rutina, de la ciudad; váyanse de paseo”.
Durante esos días previos al viaje releí a los teóricos de la comunicación y busqué pistas en foros de internet dedicados a problemas maritales, con la esperanza de encontrar algo que me acercara a la solución de la incógnita en la que se había convertido A., pero no encontré nada. Lo único que se me ocurrió fue que el asunto de los bocadillos era una manifestación nueva de un problema viejo que se había ido acumulando hasta reventar; que, desde el comienzo, las discusiones y querellas de nuestra vida juntos habían surgido no tanto de problemas tangibles o logísticos sino de asuntos abstractos y asperezas del lenguaje… Ah, en el comienzo de la relación jamás tuvimos estos inconvenientes: nos comunicábamos como abejas al vuelo, casi que por telepatía. Pero el tiempo pasaba; la relación, como una torre, se erigía (una hipoteca compartida, el peludo peldaño de una mascota, el andamio de una rutina, el triple salto de un embarazo), y tal vez llegaba un momento en que el aire enrarecido de la altura generaba estos malentendidos, esta confusión babélica… Después de los primeros dos años, por ejemplo, ella comenzó a reprocharme el que yo fuera tan quisquilloso con las palabras; yo, en cambio, me encendía de furia cada vez que ella empleaba una de sus vaguedades imposibles. Los dos teníamos razón, supongo: yo, por gajes del oficio, requiero precisión y claridad; mi vida es una búsqueda perpetua de le mot juste. Ella, en cambio, mucho más intuitiva y emocional, prefería los atajos lingüísticos de los místicos: para A., como para los filósofos orientales o los alquimistas herméticos, arriba quería decir lo mismo que abajo, adentro podía significar afuera, hoy era intercambiable con mañana o con ayer. Era como si para ella el lenguaje fuera un muro que había que derribar para acceder a la verdadera realidad y por eso no le prestaba mucha atención a lo que decía. Fuera cual fuera el contexto, por ejemplo, una de sus palabras predilectas era cosa:
“¿Has visto la cosa?”, podía preguntarme así, de la nada.
“¿Qué cosa?”.
“Cariño, pues la cosa aquella. Ayer la dejé encima de la otra cosa. La necesito para una cosilla. ¿La has visto?”.
“¡Explícame bien lo que quieres decir!”, solía decirle. “¡Sin literalidad, todo es el caos!”.
Mi esposa suspiraba:
“¡Aprende a entenderme!”, era su respuesta —y su reto.
Ninguno de los dos había sabido adaptarse, sin embargo, y este tipo de discusiones se había repetido con periodicidad hasta que estalló aquella crisis de sentido. ¿Qué podíamos hacer? ¿Esperar? ¿Buscar ayuda? ¿Resignarnos? ¿Irnos acostumbrando a esta nueva dinámica de la relación? ¿Era posible vivir así, sin entenderse? ¿Era posible el amor sin el lenguaje?