Conozco exploradores que, incluso para un viaje al supermercado o una breve visita al retrete, elaboran un derrotero al cual se atienen durante todo momento, como si a la hora del viaje verdadero estuvieran apenas verificando los puntos de un trayecto ya realizado, mentalmente. Este tipo de viajeros siente una emoción particular en la elaboración de meticulosas tablas de Excel (en las que se acumulan números de reserva, teléfonos de emergencia, comprobantes de pago, coordenadas de restaurantes y monumentos), son los mejores clientes de las agencias de viajes (las compañías que se dedican a la venta de todoincluidos) y las aseguradoras (las compañías que se dedican a la venta de miedos), y son los antípodas espirituales de esos otros viajeros despreocupados que salen de sus casas con la idea de pasar un par de días en la playa y terminan yendo al zoológico o, por azar, conviviendo un mes con los esquimales en Saqqaq.
No pertenezco a ninguno de estos extremos: me parece que la organización sin improvisación dificulta los descubrimientos y es una de las formas más veladas de la terquedad, y que dejar todo a la suerte es como andar por la vida sin el núcleo semántico del deseo. Por eso, cuando viajo (o cuando escribo, pues la literatura es un viaje), me gusta hacer apenas un bosquejo del trayecto, trazar una línea punteada que sugiera el camino y deje abiertas las posibilidades que va regalando la suerte. Antes de partir me gusta tener una idea general del viaje, nada más.
La idea general de nuestro paseo era esta: el sábado tomaríamos la autopista costanera, saldríamos de la ciudad, cruzaríamos el puente que une las orillas del Río de los Recuerdos, atravesaríamos rápido el Desierto de los Espejos y, si todo salía bien, pernoctaríamos en un pintoresco hotel en medio del Bosque Milenario. El domingo haríamos la otra parte del recorrido: bordearíamos Playa Blanca, emprenderíamos el ascenso del Monte Misterio y, después del almuerzo, llegaríamos al valle donde Absalón Montgolfier había quedado de esperarnos junto al Rocambolesque, el globo aerostático en el que realizaríamos nuestro vuelo de una hora u hora y media, dependiendo de las condiciones meteorológicas. El lunes, día festivo, emprenderíamos el camino de regreso, bien temprano.
Como no pude encontrarlo en Google Maps (últimamente he tenido todo tipo de problemas con los dispositivos), le pedí a Guillermo que hiciera un pequeño mapa de la península para ubicar la dirección general de nuestro periplo; apenas un esbozo que, como el párrafo anterior, mostrara los lugares principales, sin arruinar las sorpresas ni ahondar en los detalles.
La máxivan era una Dodge Tradesman modelo 75 que William Guillermo había adquirido recientemente. Era una furgoneta ruidosa pero cómoda que, al menos durante un tiempo, resultó idónea para nuestro viaje familiar. Estaba pintada de marrón y ocre y, en los costados, estaba decorada con viejos jeroglíficos hechos de líneas rectas, flechas y serpentinas que representaban los choques y zigzagueos de electrones, positrones y fotones. Mis hermanos la habían comprado, supuestamente, porque había pertenecido a Richard Feynman, el famoso físico teórico que, por medio de los diagramas pictóricos que llevan su nombre, explicó el movimiento de las partículas subatómicas… Hablando de Richard Feynman, fue él quien formuló la integral de caminos, herramienta fundamental para calcular las probabilidades del trayecto de las partículas en la mecánica cuántica. No es que yo entienda mucho de esas cosas, y además el asunto es más difícil que estornudar con los ojos abiertos, pero en algún punto del periplo me pareció que tenía algo que ver con nuestro viaje o con la poesía de nuestro itinerario y le pedí a William que me lo explicara.
“Es básicamente esto”, dijo William. “A la pregunta de si una partícula que parte de un punto de origen (A) llegará a un punto final (B) en un tiempo determinado (T), la física clásica puede dar una respuesta definitiva. Por ejemplo: si la máxivan se desplazara por la carretera a una velocidad constante y se conociera la distancia exacta entre la ciudad y el valle que está al otro lado del Monte Misterio, se podría predecir con certeza el punto exacto en el que el vehículo estaría a treinta segundos del arranque, o a una hora o a los dos días, o saber de antemano el instante en que la furgoneta llegará a su destino”.
“Eso lo entiendo sin problema”, le dije.
“El asunto es radicalmente distinto en el campo estrambótico de la mecánica cuántica. Cuando se habla de partículas subatómicas, la física no puede predecir la posición exacta de la partícula, sino calcular las probabilidades de detectar dicha partícula en determinado momento. Para lograr esto hay que considerar todos los trayectos y velocidades posibles que pueda tomar la partícula y luego sumar todas estas historias (que se agrupan o se cancelan) hasta que la sumatoria arroje la probabilidad de detectar la partícula que partió de A hacia B en un tiempo dado”.
Aquí William se detuvo y contempló, con algo de lástima, mi cara de estupefacción:
“Déjame que te lo ilustre con un ejemplo”, dijo: “Si la máxivan fuera un fotón y quisiéramos calcular las probabilidades de detectarla, tendríamos que considerar todos los caminos posibles, por muy inusitados que parezcan. De este modo, tendríamos que considerar la posibilidad de que, entre la ciudad y el valle que está al otro lado del Monte Misterio, la máxivan-fotón pasara por París o Teotihuacán, o que se desviara un poco más e hiciera una parada en alguna de las lunas de Júpiter o en la constelación de Andrómeda o cualquier otro camino que se te pueda ocurrir”.
“Pero ¿cómo es posible que, en un tiempo determinado, por decir una hora, la partícula pueda viajar a otro planeta, a otra galaxia? ¿No va esto en contra de la velocidad constante e insuperable de la luz?”.
“No, pánfilo,” dijo. “Para hacer estos cálculos se deben emplear unidades de un tiempo distinto”.
“¿Cómo distinto?”.
“Un tiempo diferente al que miden los relojes o los calendarios…”. William hizo una pausa y, rascordándose, miró a lo lejos, como si en la distancia se hallaran las palabras apropiadas para las cosas inefables: “Un tiempo imaginario”, dijo finalmente, “parecido al del teatro de los sueños…”.