Toda esta creación es esencialmente subjetiva, y el sueño
es el teatro en donde el soñador es a un mismo tiempo escena,
actor, apuntador, director de escena, autor, audiencia y crítico.
CARL GUSTAV JUNG, Aspectos generales de la psicología del sueño
El narrador —Novelista, filósofo de pacotilla, decente cocinero, pésimo ajedrecista, pianista amateur. También, como en un epitafio: esposo, hijo, hermano, padre inminente, amigo. Entre sus dramas están su amor menguante por la literatura, su falta de nuevas ideas eléctricas, su densidad inexplicable, el miedo laxante de estar a punto de tener un hijo, sus problemas de comunicación con su esposa, etc. Edad: treinta y seis años. Señas particulares: su estilo abigarrado, su gusto por las enumeraciones, su humor claroscuro. Es el yo que transita por la historia; emparentado (pero no equiparable) con otro yo que respira por fuera del texto. Uno de los dos —¿cuál?— sueña al otro.
A. —Artista de la orfebrería, amante de los animales, mecenas de la literatura, madre primeriza. Desde que está en embarazo también es activista política. Hace poco descubrió el sitio web Change.org, y cuando se le ocurre alguna causa que considera justa y necesaria, la sube a internet con la esperanza de reunir los seguidores suficientes para generar un cambio real en “esta sociedad plagada por la indiferencia”. Es una de las personas con mayor empatía que conozco: si se imagina el dolor de otro, llora; si se imagina su felicidad, sonríe; si se imagina una rabia ajena, es mejor apartarse de su lado. Sus dramas son, entre otros, compaginar su amor por los animales con sus hábitos omnívoros, el dolor lumbar del embarazo y los mencionados problemas de comunicación con su esposo.
Mi padre —Historiador jubilado. Toda la vida fue un tipo distinguido, decente, querido. Antes del viaje, sin embargo, sufrió un accidente que le robó su identidad y lo transformó en otra persona. Ese es su drama. Durante casi toda la travesía nos ordenó que nos dirigiéramos a él utilizando el rango marcial de “Generalísimo” y tuvimos que soportar inoportunos llamados a lista, varios tests de Cooper e innumerables comentarios chauvinirracistas-homoxenofóbicos. Las circunstancias del accidente que le trastocó el ser no están del todo claras: lo único que sabemos es que un equipo de bomberos que atendía un incendio cercano lo encontró marchando, en pelotas, hacia el Museo de Historia. En el reporte dicen que mi padre andaba confundido y que, cuando lo detuvieron, comenzó a decir una y otra vez la misma cosa: “¡La sombra, la sombra!”. Exámenes médicos descartaron un derrame cerebral, un trastorno psicótico o una locura sifilítica. Desde el accidente también perdió su memoria a corto plazo: sin querer repite el mismo chiste, o rememora la misma anécdota, o hace la misma observación evidente, o mira confundido antes de hacer la misma pregunta que ya le habíamos respondido —hace dos minutos. Aunque para cuando partimos ya le había dicho no sé cuántas veces que no sabía sobre qué iba a ser mi siguiente proyecto literario, igual a cada rato le daba por preguntarme la misma cosa: “¿Ya sabes sobre qué vas a escribir ahora?”.
Mi madre —Promesa del rock & roll y la canción protesta, un día mi madre abandonó su nombre artístico y los escenarios para dedicarse a la complicada tarea de criar a cuatro hijos. Todavía, aunque hayan pasado tantos años y ella sea tan distinta a la muchacha que sonríe en las carátulas de sus discos, hay alguien que la reconoce y le pide que cante uno de sus éxitos de antaño: ella siempre se niega, cordialmente. Ahora solo canta cuando está muy feliz —o muy triste. En general es una mujer alegre y amorosa, pero tal vez por su condición de artista es propensa a que se le pegue el oscuro bicho de la melancolía. No digo que se arrepienta de nosotros o de la vida de familia, pero a veces siento que, enfrentada otra vez a esa bifurcación de caminos, mi madre elegiría un camino distinto. Ese, me parece, es uno de sus dramas. El otro es que desde hace siete años no puede zafarse el luto por la muerte de su padre, fallecido por un inexcusable error médico que le costó la vida al abuelo y el trabajo a un tipo que decía ser galeno íntegro pero que en realidad era apenas medio zoquete.
William Guillermo —Desde muy temprano fue evidente que William Guillermo, mis hermanos, eran dos personas amalgamadas en un solo cuerpo. No era un mero asunto de personalidades múltiples. Uno de ellos aprendió a caminar al año de nacido, el otro tardó casi dieciocho meses en ponerse de pie; uno demostró rápidamente una asombrosa habilidad para las matemáticas, el otro decidió que lo suyo eran las artes (incluso las marciales); mientras que Guillermo es adepto a la comida de mar, William sufre de una poderosa alergia a los mariscos. Cuando uno se manifiesta, el otro descansa, y viceversa. Para reconocerlos nos basta que digan cualquier cosa, pues no solo hablan de temas disímiles sino que las tesituras de sus voces son distintas: si fueran contratados para una ópera, Guillermo tendría el papel de barítono y William sería el acomodador en los palcos. Uno de sus dramas comunes es que no pueden controlar cuándo ha de manifestarse uno u otro, lo cual hace muy difícil, por ejemplo, los encuentros amorosos o la planeación general de sus días: ni William ni Guillermo pueden decir por su cuenta: “Te llamaré cuando llegue” o “Estaré ahí a las cuatro de la tarde”, porque no saben quién tendrá posesión del cuerpo a la hora señalada. Para las citas impostergables han firmado, ante un notario, un documento en el que cada uno le entrega al otro ilimitados poderes legales. Sus dramas individuales no tienen una solución tan práctica: William, físico de profesión, quiere encontrar la respuesta al origen del tiempo y la explicación a los intríngulis más abstrusos del multiverso; Guillermo, que desde hace varios meses venía entrenándose para el campeonato nacional de jiu-jitsu brasileño, perdió la gran final en un combate bochornoso y, para el momento de nuestro viaje, estaba sopesando seriamente abandonar para siempre su carrera como luchador.
Miranda —Mi hermana. Devoradora de libros, en especial clásicos de literatura universal. Durante nuestra travesía se merendó, entre otras obras, todas las tragedias de Esquilo, varias novelas de Jane Austen, el Quijote y algunas partes de Moby Dick. A veces arranca las páginas y las mastica sin aderezos, lentamente, disfrutando el sabor prístino de las palabras o la sazón original de la sintaxis; en otras ocasiones (cuando los libros la displacen o se trata de traducciones rancias) los prepara en recetas de alta cocina o se los traga rápido para no sentirlos en el paladar y así, una vez ingeridos, aprovechar al menos los nutrientes de la prosa. Las portadas también se las come, si son blandas y bonitas, pero si son feas o duras siempre las deja a un lado, como se dejan a un lado los huesos del pollo o las sombrillitas de los cocteles. Cuando era apenas una niña, Miranda se encontró de frente con su doppelgänger y el evento de verse a sí misma en otra persona fue tan traumático que desde entonces siente antipatía hacia las repeticiones: mi hermana desconfía de los gemelos idénticos, les tiene fobia a los espejos, siente asco por los remakes de Hollywood, no comparte la emoción de los otros ante los déjà-vu y detesta la palabra bis. Cuando cumplió la mayoría de edad se fue a darle la vuelta al mundo y fue así como conoció a Marcel, su esposo. Dieciocho meses antes de nuestra travesía habían tenido a Léna, la niña que es sinónimo de asombro y felicidad. Cuando Léna nació, mi hermana abandonó su trabajo como profesora de literatura para empezar a criarla pero, aunque ha pasado junto a la bebé uno de los periodos más satisfactorios de su vida, hace poco comenzó a darse cuenta de que iba a tener que retomar su carrera profesional si no quería vivir únicamente en función de madre: “Uno de los dilemas fundacionales de la mujer moderna”, me dijo cuando le pregunté cuál era su drama.
Marcel —Mi cuñado. Diplomático francés. Cansado del ajetreo de la urbe y la frivolidad de la política, Marcel sueña con una vida en el campo dedicada a la siembra y exportación de aguacates, su fruta predilecta. Por amor a una mujer abandonó su tierra natal y, en el instante en que supo que el camino de su vida se perdía en el horizonte junto a Miranda, comenzó a aprender español. De su nuevo idioma lo que más le gusta son las palabrotas (que tiene prohibido pronunciar frente a Léna) y lo que menos le gusta es la compleja utilización del subjuntivo. Tal vez por las intrigas que ha tenido que presenciar en ámbitos gubernamentales, a mi cuñado le llaman poderosamente la atención esas teorías de conspiración que ponen los acontecimientos de la historia en las manos de unos cuantos individuos adinerados y malignos, atribuyen el alunizaje al talento cinematográfico de Stanley Kubrick o ven en la fluoración del agua potable un complot para aborregar a los pueblos. Aunque se refiere a ellas con algo de escepticismo, de tanto pensar en estas teorías a Marcel le ha quedado un deje de paranoia que se evidencia por su manía de mirar hacia atrás (para comprobar si es perseguido) y revisar las habitaciones a las que entra en caso de que alguien haya plantado cámaras escondidas o micrófonos microscópicos. Además de esta paranoia, su drama (ahora que es padre) es sentir que el tiempo pasa demasiado rápido, que la pequeña Léna crece (como las plantas en el trópico o los rascacielos en China) muy deprisa…
Léna —Mi sobrina: melómana, juguetona, temperamental. Aunque ahora tiene más léxico que María Moliner, para el momento de nuestro viaje las únicas palabras que pronunciaba eran mamá, papá, nana (abuela), ñoño (abuelo) tata (tía) y caca. No es que esto representara un obstáculo para la comunicación: preocupada por la idea de que los niños que crecían en hogares bilingües tardaban más en aprender a hablar, Miranda había empezado a inculcarle (además del español y el francés) un lenguaje básico de señas que la niña comenzó a utilizar casi instantáneamente y con el que podía (como Koko, la gorila) expresar necesidades y sentimientos elementales o referirse a tal o cual integrante de la familia. En la época que nos concierne todavía no tenía ningún drama, pues apenas se estrenaba en la existencia.
Léna hace las señas para “cambio de pañal”,
“El narrador” y “tener hambre”.
Clara Luna —La hippy excéntrica de mi suegra. Supuesta vidente de auras y diletante de la medicina alternativa (homeopatía, acupuntura y reiki, principalmente). Un día descubrió el I ching y, desde entonces, son pocas las decisiones que no tome basándose en los hexagramas del libro oracular. Su drama es que, aunque compra el periódico todos los días, todavía no llega la primicia que ella espera en primera plana: noticias verídicas del primer contacto con vida extraterrestre. Además de asuntos esotéricos, a Clara Luna le gusta la compañía de los niños: no ve la hora de ser abuela y se derrite cada vez que Léna hace alguna monería o expresa algo gracioso. Cuando esto último ocurre, A. la guarda en algún recipiente hasta que su madre se condensa y puede verterla sobre el suelo, lentamente, de pies a cabeza.
Segismundo —Nuestra mascota plurieidética. A veces Segismundo es un gato (blanco, con botas y anteojos negros), pero otras veces puede ser un chihuahua o un canguro o incluso un tigre o un potro o también un toro, una rosa o una tempestad. Al principio me negué a que viniera con nosotros, porque pensé que estaría más a gusto en casa, pero A. lo empacó en su jaulita portátil y no quiso escuchar mis razones para que no lo sacáramos de su hábitat. Sus dramas son las bolas de pelo (para las que toma un aceite espeso a base de malta), el que no le demos atún siempre que nos pide (por el nocivo contenido de mercurio), y los excesos de cariño de Léna, que en aquel momento no sabía distinguir entre cargar a un animal y ejecutar una maniobra de Heimlich.
Luciano —En la oscuridad oceánica de un vientre, un apasionado latido; en el espacio sideral de las generaciones, un viajero cósmico en su cápsula amniótica. Durante nuestra travesía al valle que está al otro lado del Monte Misterio, antes de que Luciano llegara, yo desconocía aún el color de sus ojos, el sonido de su risa, los pretextos que darían forma a sus aventuras, las particularidades de todos sus sueños —pero desde ya me sentía unido a él con el amor fervoroso con el que, a pesar de todo, nos apegamos a la vida. Un hijo: un mundo: un sistema planetario: un universo…