Llegó el momento de partir, y partimos: atrás dejábamos las ventanas cerradas, las plantas regadas, el hervor a fuego lento de la vida cotidiana, el espejismo insustancial de nosotros mismos. Era una mañana sin nubes y en el cielo se intercalaban azules y violetas como en la cúpula de un planetario antes de la función. Aunque trate, no logro recordar en qué orden nos recogió William Guillermo, ni el momento en que organizamos el equipaje dentro de la furgoneta, ni cuando paramos a comprar víveres para el trayecto. Mi memoria del viaje comienza con todos subidos en la máxivan: Marcel, Miranda y Léna, en la parte de atrás; A., Clara Luna y yo (con Segismundo a mis pies), en los puestos del medio; mis padres en la parte delantera, junto a William Guillermo, que iba al volante. La furgoneta ronroneaba, detenida ante una intersección de caminos, a la espera de que el semáforo cambiara a verde.
Una de las ventajas de que mis hermanos condujeran es que, ya fuera William o Guillermo, siempre había alguien al mando de su organismo y jamás tenían la necesidad de dormir —entre ellos dos podían conducir día y noche, durante toda la vida, y detenerse solo para ir al baño o estirarse. Aunque hubo momentos en que Marcel y Miranda se ofrecieron para un relevo, durante todo el viaje William Guillermo no quiso que nadie más tocara el puesto del piloto: tan enamorado estaba de la antigua furgoneta de Feynman. Mi padre también se ofreció, con insistencia, pero todos coincidimos en que era peligroso entregarle el comando de la nave a un hombre que parecía haber perdido sus facultades mentales. Yo, en cambio, no me ofrecí, no porque no quisiera colaborar o porque respetara los celos de William Guillermo hacia su máquina, sino porque siempre fui un pésimo conductor. Aunque obtuve mi licencia (luego de dejar en pérdida total una flota entera de vehículos de enseñanza), jamás comprendí el concepto del embrague, ni cómo frenar más que en seco, y aunque gasté tardes enteras intentándolo, nunca logré la hazaña de arrancar un auto en subida. Estar tras el volante siempre fue para mí una experiencia repleta de frustraciones: cuando pasaba de primera a segunda (jamás llegué a tercera) los vehículos gemían de pura pena, y si quería activar las luces direccionales o abrir el capó, los limpiabrisas se activaban para anunciarme, con su oscilación rítmica, la chirriante negativa con la que chocaban todos mis esfuerzos. Con mi complicado problema de densidad en aquel entonces, además, estaba seguro de que, en el evento de que yo asumiera el puesto del piloto, nuestro destino no sería otro que la catástrofe…
“Arranque, soldado. El semáforo está en verde”.
“Ya sé, papá”.
“No me diga así: dígame Generalísimo. Es una orden”.
El motor de la máxivan vibraba como la cuerda de una guitarra tras el rasgueo de una uña, haciéndonos cosquillas desde dentro. En nuestro interior además bullían la semilla dorada del comienzo, las palpitaciones de la expectativa.
“¿Qué hora es?”, preguntó Miranda.
“No sé”, le dije. “Mi reloj está borroso”.
“GBRKGOIGQUPLWBEURMDOPSPV”, dijo A.
“Habrá tempestad más adelante”, pronosticó Clara Luna.
Todavía estábamos en el proceso demorado de acomodarnos dentro del vehículo: el cinturón de seguridad, las chucherías, los anticinetósicos, las almohadas para prevenir la tortícolis. Ante el timón, mis hermanos verificaban su puesto de comando, las agujas que medían el combustible, la velocidad, las revoluciones: las cifras secretas de nuestro destino.
“¿Por qué parece que la camioneta anda torcida hacia la izquierda?”.
“No parece: estamos inclinados hacia la izquierda”.
“Puede que el equipaje está mal distribuido”, sugirió Marcel.
“Que el equipaje esté —que esté mal distribuido”.
“¡Hijo de pu…”, comenzó a decir Marcel. Mi hermana se apresuró en taparle los oídos a la pequeña Léna:
“¡Silencio, que la bebé te escucha!”, lo reprendió.
“Me pregunto”, dijo William, “si Guillermo habrá hecho revisar la transmisión de la máxivan”.
“Detente un segundo”, dije y luego de que William se orillara cambié mi puesto en la ventanilla por el del medio, entre A. y su madre. Los amortiguadores crujieron mientras la furgoneta recuperaba la estabilidad. “No es la transmisión ni el equipaje”, concluí, sin que la comprensión me diera orgullo: “Es mi peso tremebundo”.
“Ah”, dijo Clara Luna, “eso explica su aura densa”.
“Consecuencia nefasta de una vida dedicada al ocio”, dijo mi padre. Después me miró por el retrovisor, curioso:
“¿Ya sabes sobre qué vas a escribir ahora?”.
Miré a papá con un poco de lástima por su memoria demediada y busqué en mi seso para ver si podía hallar una respuesta a la pregunta que me había estado haciendo desde hace varios días, pero en mi mente solo encontré algo así como un espejo frente a otro espejo, y en el infinito juego de reflejos, un extenso túnel metafísico, despoblado e inhóspito:
“Todavía no sé”, le dije.
Papá hizo un gesto de decepción:
“¿Por qué no dejas un rato la ficción y te dedicas a escribir columnas de opinión en los periódicos?”.
“Porque no quiero ser un comentarista de frivolidades o meterme en los chismes efímeros de la política”, le dije y luego quise cambiar el rumbo de la discusión: “Además, quiero tomarme un año sabático”, mentí.
“¿Qué hace uno en un año sabático?”, preguntó al fin. “¿Rascarse las pelotas? ¿Leer insulsas novedades literarias? ¿Ver televisión? ¿Marcar en las paredes el paso de los días como un prisionero? Deberías más bien irte como corresponsal a alguna guerra remota, embarcarte como polizón en buque de piratas. Te está ablandando la vida contemplativa, carajo”.
“No es eso”, intercedió mi madre. “Ser escritor debe ser muy complicado”.
“Complicado”, bufó mi padre, “es estar en medio de un fuego cruzado y ver que tu pelotón es carne de cañón, como me tocó a mí y a los valientes que perecieron en la Batalla de los Cinco Minutos”.
“La guerra no es fuente de orgullo, sino de lástima”, dijo William.
“Las únicas batallas que valen la pena ocurren dentro de uno mismo”, dije yo y me sonrojé por la perogrullada.
“No sean tan mariquitas”, gritó mi padre y luego habló de Vonnegut y Hemingway y otros autores que se habían ido a la guerra y habían traído historias como trofeos de batalla.
“¡Cambiemos de tema!”, propuso mi madre. “¡Estamos de paseo!”.
“¡Qué dicha!”, suspiró Miranda. “¡Salir de la ciudad, respirar aire puro, volar en globo!”.
“¡Calmar la hodonalgia!”, dije yo y ahí mismo vi que todo el mundo me miraba confundido. De mi mochila saqué el diccionario español-griego que empaqué por si llegaba a ser necesario y lo consulté para ilustrar:
“Sustantivo femenino: del griego para viaje y dolor; es decir: las ansias que se sienten por salir de casa y emprender una travesía”.
“Ah”, dijo Clara Luna: “El antónimo de nostalgia”.
“Justamente”.
“¿Esa palabra sí existe?”, preguntó William, retándome por el retrovisor.
“¡Me la acabo de inventar!”, acepté sin vergüenza y saqué mi libreta para anotarla, antes de que se desvaneciera, en mi lista de neologismos…
… Selendero (el camino de luz que deja la luna sobre océanos, lagos, charcos y piscinas), Carbela (la caricia en el cabello de alguien a quien amamos), Carbelar (ejecutar dicha caricia), Asincroglosalgia (el dolor causado por las palabras que se nos ocurren a destiempo), Binaire (la danza involuntaria que hacen dos extraños al toparse en la calle, mientras deciden quién ha de ir a la derecha y quién ha de ir a la izquierda), Berrinchelo (llanto espontáneo que ocurre al enfrentarse con algo bello —Ej.: “Ante la escultura de Miguel Ángel, la joven artista irrumpió en comprensible berrinchelo”), Ciclografear (sobre el papel, hacer círculos o garabatos frenéticos con un lapicero inoportunamente inservible —con la esperanza de que la tinta resurja), Rascordarse (rascarse el occipucio mientras se intenta recordar alguna cosa), Logoeutequía (la alegría de abrir un libro de consulta [el diccionario, la guía telefónica, el tomo de Aristóteles, etcétera] en la página que se buscaba, Keraunoma (una idea eléctrica que llega súbitamente, ¡zas!, como un relámpago, para cambiarlo todo)…