Todavía antes de que saliéramos de la ciudad, mamá quiso hacer una rápida parada en el cementerio para visitar la tumba del abuelo. No nos atrevimos a decirle que no, a pesar de que sabíamos que estando allí era posible que se le pegara el oscuro bicho de la melancolía y nos echara a perder el paseo. Era inevitable: aunque hacía mucho rato que había excedido el tiempo promedio de la pena, el luto de mamá estaba tan fresco como si hubiera comenzado la semana pasada, y después de los primeros tres años todos nos habíamos acostumbrado de cierta forma a su tristeza o a la impotencia de no poder hacer nada para tranquilizarla, como si comprendiéramos que amar, a veces, no consiste en alejar las congojas de los otros sino en sufrirlas junto a ellos. El caso es que William Guillermo hizo el desvío necesario y cuando llegamos al cementerio dejamos a Segismundo (que dormía en forma de marmota) dentro de la furgoneta y fuimos en procesión, circunvalando las criptas y los monumentos a los próceres, hasta llegar a la tumba del abuelo, muerto en el quirófano luego de que aquel cirujano fantoche le implantara un hígado en donde en realidad debía colocar un corazón.
La visita a la tumba del abuelo era un rito con pocas variaciones: mientras alguno de nosotros la sostenía en caso de que colapsara de amargura, mamá se quedaba parada ante la lápida y no decía nada sino que lloraba y lloraba, secándose las lágrimas con un pañuelo que después escurría sobre una copa de cristal fino. La copa iba recibiendo el llanto, poco a poco, y luego mamá se la llevaba a los labios y se bebía sus propias lágrimas rápidamente, como un remedio o un tequila, y así permanecíamos durante un rato que podía ser quince minutos o un par de horas o un invierno.
En esta ocasión fueron Miranda y Marcel quienes tomaron los puestos de vigía. Cuando mamá comenzó a llorar, la pequeña Léna, espejo de emociones, replicó el llanto. Los berrinches de Léna eran un evento sónico equiparable solo a detonaciones de explosivos o fiestas de vecinos impertinentes, así que para dejar que mamá llorara tranquila, tomé a la bebé entre mis brazos y fuimos a buscar una banca bajo la sombra de un ciprés cercano. Cuando encontré un lugar propicio, quise consolarla. Como soy un pésimo cantante, evité las tonadas y decidí hacerle algunas muecas: metiéndome los índices a la boca le mostré todos los dientes, después llené de aire mis mejillas mientras me hacía el bizco y movía las orejas; luego, cuando vi que nada de esto funcionaba, me toqué la nariz con la punta de la lengua. Con esta última mueca logré que Léna cambiara los pucheros por las sonrisas y, por medio de señas, la bebé me dijo que volviera a hacerlo…
La seña que significa otra vez o más consiste en tocarse la palma de una mano con los dedos estirados de la otra; la seña para caca se hace señalándose, en la faringe, el origen del sonido oclusivo de la k; la seña que significa música se hace batiendo los dos brazos como conductor de filarmónica; la seña que significa te amo consiste en señalarse el propio pecho y luego, en un giro sutil de prestidigitador, mostrarle la mano abierta, con la palma hacia arriba, a la persona que se ama… Siempre me emocionó verla comunicarse de esta forma, de modo que desde el comienzo, para mostrarle lo mucho que la quería, me empeñé en aprender su lenguaje maravilloso. Entre otras cosas, me parecía increíble que mientras otros infantes limitaban sus comunicaciones a las pataletas o a sonrisillas desprovistas de dientes y sentido, el lenguaje de señas le diera la posibilidad a Léna de decir si estaba contenta, si la comida estaba muy caliente o si quería salir a jugar en el parque. Hacía poco, sin embargo, me había asaltado una pregunta insistente: ¿era el lenguaje de señas útil solamente para las situaciones más cotidianas o podía (con un poco de práctica) extenderse hacia asuntos más difíciles y abstractos? Desde hacía tres o cuatro semanas, cada vez que tenía la oportunidad, había comenzado a enseñarle nuevos gestos, inventados por mí, para comprobar los límites del sistema y ver si Léna podía llegar a comunicarse con fluidez sobre asuntos complejos o filosóficos. Así, la seña que ideé para decir soledad era unir los pulgares y mover los dedos como las alas de un pájaro; la seña para decir ataraxia consistía en sonreír como el Buda; la seña para hablar de Dios o de su ausencia era hacer un triángulo con los índices y los pulgares y enmarcarse un ojo de la cara; la seña para hablar de Friedrich Nietzsche era, con los dedos, improvisarse sobre el labio un descomunal bigote de morsa; la seña para decir infinito consistía en dibujar, con los brazos estirados, un círculo que lo abarcara todo…
Todavía no sabía si funcionaba esta expansión lingüística. A pesar de mis labores pedagógicas, no había alcanzado ningún resultado y Léna se limitaba a observarme, con las cejas contrariadas, sin llegar a repetir ninguna de mis señas. ¿Era inútil mi esfuerzo o debía tener paciencia y esperar a que los nuevos conceptos quedaran firmemente implantados en su psique? A lo mejor sí estaba perdiendo el tiempo, pero igual pensé que era demasiado pronto para renunciar y, bajo la sombra de aquel ciprés, decidí que el cementerio era un lugar apto para continuar con mis lecciones. Así, luego de señalar la tumba del abuelo, abrí las manos con las palmas hacia arriba y luego las hice rotar para que quedaran apuntando hacia la tierra:
“Muerte”, le dije. “El final de la historia de un ser vivo”.
Léna me prestaba atención, pero no supe si me comprendía. Esta vez señalé a mi madre en pleno llanto y luego hice chocar mis puños cerrados, dos veces, a la altura del corazón:
“Luto”, dije. “El dolor provocado por la ausencia”.
“Nana”, dijo Léna, solo con la voz.
“Sí, Nana está de luto”, dije, mezclando las señas con las palabras. Como quería que la bebé creciera sin el temor a la sombra de la muerte o a la ausencia, me ingenié una seña que fuera el opuesto o el complemento del luto y significara la tranquilidad de comprender que había algo imperecedero, una chispa imborrable en medio de un fondo negro sin confines. Cerré un puño frente a mi rostro y luego abrí los dedos lentamente, en una breve explosión dactilar que quería representar el universo en el instante del Big Bang:
“Valentía”, le dije entonces. “Nada se acaba; todo se transforma”.
Los enormes ojos de Léna se recubrieron de un brillo precioso y pensé que esa luz era sinónimo de comprensión. La vi mirarse los dedos y las uñas, como si se sorprendiera de tenerlos, y luego la bebé empezó a hacer una seña. Traduje con el corazón en vilo, al comienzo, y luego con resignación:
“Calor”, dijo con las manos. “Mamá. Rápido. Cambio urgente de pañal”.