Súbitamente recordé que había dejado a Segismundo dentro de la furgoneta sin abrir una sola ventana y corrí (correr es un decir) a socorrerlo, arrastrando mis pies por los adoquines del cementerio. Me sentía terriblemente avergonzado, inepto, frágil. Si era capaz de un error como dejar a mi mascota plurieidética encerrada en el horno de un vehículo estacionado a cielo abierto, ¿qué imprudencias iba a cometer con mi hijo? ¿A qué clase de peligros lo sometería sin querer? ¿Qué tipo de traumas resultarían en el niño a causa de mis equivocaciones? Al llegar a la máxivan, sin embargo, me tranquilicé: Segismundo, convertido en un pequeño dromedario, soportaba la resolana con estoicismo. Cuando me vio me mostró una gran sonrisa de sus dientes de rumiante y luego asumió su forma de minino doméstico, de gato feliz: Felis catus. Lo saqué de su jaula para que estirara las piernas y orinara, y mientras anotaba en mi cuaderno una lista de precauciones básicas que debía tener cuando llegara mi hijo, esperé a que los otros llegaran del cementerio.
Primero llegaron mi esposa y su madre. Saludé a A. con un beso y le pregunté si se sentía bien, si el bebé estaba cómodo, y aunque no entendí lo que dijo vi que sonreía mientras buscaba una manzana roja a la que le sacó brillo contra la manga de su blusa antes de pegarle, sonoro y húmedo, el primer mordisco. Después llegó Marcel, con Léna sentada sobre sus hombros, y Miranda, que al ver que A. tomaba un refrigerio sacó el tomo de Esquilo y comenzó a devorar, con un deleite no desprovisto de lástima, la tragedia de Prometeo. Finalmente, llegaron papá y William Guillermo, los dos con la cara enfurruñada porque papá quería conducir y mis hermanos no iban a permitírselo:
“Déjeme comandar la nave”.
“Sobre mi cadáver, Generalísimo”.
“Eso puede arreglarse”.
“¿Dónde está mamá?”, pregunté.
“Vendrá pronto”, dijo Clara Luna. “Quería quedarse sola un instante con su abuelo”.
Mientras la esperábamos, mi padre nos sometió a un test de Cooper. Durante doce minutos cronometrados corrimos un determinado número de metros que mi padre anotó para, junto a las variables de las edades y los sexos, calcular y determinar nuestro estado físico. Solo William obtuvo la distinción de atleta y los demás obtuvieron una buena calificación; todos menos yo que, por mi densidad de astro agonizante, saqué un puntaje que sería vergonzoso incluso para un enmuletado viejillo con enfisema.
Al final vimos que mi madre aparecía y que, entre el bulevar central del cementerio, caminaba en dirección a la máxivan. Mamá andaba despacio, mirando el suelo, y por eso no se dio cuenta de que detrás de ella venía al galope el oscuro bicho de la melancolía. Creo que todos los demás nos dimos cuenta al unísono, porque sentí que nos estremecíamos al mismo tiempo con un escalofrío de pánico. Yo estaba acostumbrado a su figura tétrica-perética-peluda, pero igual casi me trago la lengua del mero susto. El oscuro bicho de la melancolía era como una tarántula del tamaño de una pantera, pero en vez de cara de araña tenía una cabeza de ardilla o de mapache cuyo rostro quedaba oculto tras una máscara hecha de ébano, que dejaba visibles sus infernales ojos de iris carmesíes y pupilas amarillas. Apenas lo vi le dije a William Guillermo que revolucionara el motor de la furgoneta para arrancar en cuanto estuviéramos listos, y entre todos le gritamos a mamá para que se apresurara. Mamá escuchó el grito y luego, seguro porque vio el susto en nuestras caras, miró hacia atrás y se dio cuenta de que el oscuro bicho de la melancolía recortaba raudo la distancia que los separaba. Fue entonces cuando la vimos quitarse los tacones y arrancar a correr por el bulevar, en un desesperado intento por escapar del parásito. Papá, que cronometraba la carrera de mi madre, hizo cálculos matemáticos y dijo “¡Vaya gacela!”, pero aunque era verdad que mamá corría como el viento de agosto, el oscuro bicho de la melancolía tenía ocho patas en lugar de dos piernas y eso es una ventaja que, en una competencia oficial, obligaría a la descalificación. El caso es que cuando mamá empezó a acercarse a la máxivan, en el momento en que estaba por subirse al puesto del copiloto, el oscuro bicho de la melancolía brincó como un piojo sediento, aterrizó sobre la cabeza de mamá y allí, haciéndose pequeño como un sombrero, se aposentó, anidándose con sevicia. Todos nos miramos aterrados y luego vimos que el oscuro bicho de la melancolía nos dirigía una mirada de soslayo, primero, y luego nos detallaba desfachatadamente con las brasas ardientes de sus ojitos:
“¡Se jodieron, pendejos!”, nos dijo con sus habituales entonaciones de mariachi. “Ahora yo también viajo con ustedes”.
“¡Hijo de la grandísima p…”.
“¡Silencio, que la bebé va a aprender esas palabrotas!”.
“¿Adónde vamos?”, preguntó el oscuro bicho de la melancolía, sin inmutarse.
“Al valle que está al otro lado del Monte Misterio”, le dije. “Y de ahí en globo aerostático para divisar el volcán y la costa a tres mil metros sobre el nivel del mar”.
“Maravilloso”, dijo. “Pero eso sí: ni loco me monto a un globo aerostático —me dan pánico las alturas”.