Alicaídos, salimos del cementerio y nos dirigimos hacia la zona industrial que, con sus turbinas y chimeneas, demarca el límite de la urbe. Mi madre, cansada por los esfuerzos del llanto y las carreras, dormía con la cabeza apoyada sobre la ventana mientras el oscuro bicho de la melancolía, enroscado sobre su pelo, se limaba las pezuñas y expulsaba eructos con reminiscencias de embutidos. Cuando se le pegaba el bicho de la melancolía, mamá solía dormir más de la cuenta o fumar, casi en cadena, los fragantes cigarrillos mentolados que el parásito le encendía y le colocaba entre los labios. Aunque queríamos ayudarla, ninguno se atrevía a quitárselo de encima porque teníamos miedo de que, en el intento de zafárselo de la cabeza, el oscuro bicho de la melancolía le hiciera daño con sus garras o decidiera, en un arrebato de furia, pincharle los ojos o arrancarle de un solo tajo el cuero cabelludo. En silencio estuvimos de acuerdo en que lo mejor era esperar a que el oscuro bicho de la melancolía se aburriera y se marchara por sí mismo, como era su costumbre, aunque sabíamos que podía anidar durante semanas enteras.
“Pongamos música alegre”, propuso entonces William y encendió la radio.
De los parlantes de la máxivan brotó primero el sonido carrasposo de la estática y luego escuchamos: “… centenares de personas se manifiestan a esta hora en contra de…”. William giró el dial del aparato. Escuchamos: “En un día como hoy, pero de 1844…”. Mi hermano volvió a sintonizar. Escuchamos: “¡Aleluya, amigos; oh, aleluya!”.
“¡Déjalo ahí!”, dijo mi padre.
“Jamás”, dijo William.
Papá se puso rubicundo y miró hacia el cielo:
“¡Qué hice yo, madre de Dios”, se quejó, “para engendrar esta caterva de ateos asquerosos!”.
William adoptó su posición de defensa:
“¡Esos evangelistas abjuran de la ciencia y quieren que creamos que el hombre apareció por intervención divina!”, dijo.
“¿Y entonces cómo, si no?”.
“El caldo primigenio”, dijo Marcel. “La evolución de las especies”.
“¡Yo no vengo del mono!”, dijo mi padre.
“El problema con las religiones organizadas es que por naturaleza son dogmáticas y no le otorgan valor a la duda o la experimentación”, dije. “No se puede concebir que la palabra de Dios tenga espacios para la incertidumbre y por eso las iglesias suelen ser tan obstinadas, tan reacias al cambio”.
“Hay pocas cosas tan peligrosas como la sensación irrevocable de certeza”, dijo William. “Estoy absolutamente convencido de eso”.
“Los países, las industrias, los gremios, los equipos deportivos… Las comunidades de todo tipo deberían ser laboratorios”, seguí yo, como si estuviera en cátedra o en borrachera: “Ensayos sociales para ver de qué otras maneras más eficientes o más hermosas puede funcionar lo humano… No sé, me parece que muchas veces, tal vez por tedio o indolencia, preferimos vivir estancados en el pasado, en lugar de abrirnos a otras posibilidades”.
“¿Qué tienes en contra del pasado?”.
“Nada. Es con la falta de dinamismo en la cultura con lo que tengo problemas. Arrodillarnos ante la belleza de las esculturas y no frente a los púlpitos; editar las constituciones para que quepan en una sola hoja tamaño carta; legalizar las sustancias de todo tipo, solo por ver qué sucede cuando no tratamos como niños a los adultos; instaurar presidencias de ocho o diez personas habilitadas solo por sus aptitudes en lugar de elegir a un solo charlatán carismático; reinstaurar el trueque y la tragedia de los griegos; abolir las monarquías y el telemarketing y los fuera de lugar en el fútbol; cambiar el lenguaje con el que nos referimos a los viejos para que se sientan menos solos… En fin. Podríamos hacer tantas cosas de una manera distinta, solo para probar algo nuevo o distinto, pero en lugar de eso nos quedamos siempre en lo mismo, aferrados a la tradición como un parásito al huésped, como el artista de pacotilla al estilo con el que hace muchísimo tiempo encontró fama y dinero”.
“¡Pero qué ingenuo es este tipo!”, se burló el oscuro bicho de la melancolía, siempre sarcástico ante las reflexiones de utopía.
“No entendí nada de lo que dijiste”, se quejó mi padre. “¿En eso consiste el lenguaje literario?”.
“¿Podemos hablar de otra co… —¡Ay, déjala ahí!”, dijo Miranda.
Mi hermano dejó entonces una emisora que ponía Don’t Bring Me Down, y eso sí sonaba como un buen acompañamiento para el desplazamiento de la furgoneta. Léna, contenta, comenzó a batir los brazos como un conductor de filarmónica y mi suegra se derritió de la ternura; A. la guardó en una urna griega, mientras se le pasaba. A mí se me ocurrió hacer una lista de las canciones que podrían constituir la banda sonora de nuestro paseo y para comenzar anoté el título de la canción de Electric Light Orchestra. Pensé que más adelante, en alguna noche propicia y celebratoria, cuando mi hijo y yo pudiéramos hablar sobre nuestros errores y nuestros aciertos y por qué valía la pena salvar al multiverso, le contaría la historia de la travesía que habíamos hecho antes de que él naciera. Me lo imaginé grande, fuerte, valiente, creativo, compartiendo conmigo una copa de vino tinto mientras yo, para estimular los recuerdos, ponía las mismas canciones que habían viajado con nosotros. En esas divagaciones andaba disperso cuando sentí que frenábamos en seco.
“¿Por qué te detuviste?”.
“Está en rojo, pánfilo”, dijo William.
“¿Hace cuánto que ese carrito de helados nos persigue?”, preguntó Marcel.
“Assez, querido”, dijo Miranda. “Nadie nos persigue”.
“Cierren las ventanas y pónganle seguro a las puertas”, dijo mi padre. “Que por aquí le roban a uno hasta el apellido”.
“No es para tanto”.
“Ladrones”, dijo mi padre. “Asesinos, violadores, gamines, pervertidos”.
“Qué va”.
“Pedófilos, anarquistas, sidosos, judíos, negros, inmigrantes”.
“Basta”.
“Si no, miren a ese indigente”, dijo papá y señaló por el parabrisas.
Solo por acto reflejo miramos hacia donde señalaba papá y vimos que a un costado, sobre el camino cebrado destinado al paso de los peatones, había un hombre joven y barbudo, con el pelo hasta los hombros y vestido solo con calzoncillos blancos, que tiraba al aire una pelota de tenis con su mano derecha y luego la recibía con su mano izquierda. La pelota se demoraba unos cinco segundos en el aire y el tipo debía lanzarla bien alto, pero el techo de la máxivan no nos dejaba ver qué tan alto.
“No es un indigente”, dije yo. “Es un artista callejero”.
“Regarde, Léna!”, dijo Marcel, señalando por la ventana: “Un jongleur!”.
“Para ser malabarista el requisito mínimo son tres objetos, generalmente esféricos”, dijo William. “Lo que este cretino está haciendo, simplemente, es jugar con una pelota de tenis”.
“Es arte”, lo excusó Miranda.
“Si cualquiera puede hacerlo, entonces no es arte”, dijo William. “Ese es mi criterio estético”.
De repente vimos que el joven barbudo nos observaba y sonreía, sin detenerse:
“Hay malabaristas incomprendidos”, dijo entonces, dirigiéndose a nosotros, “artistas malditos que manipulan tantas pelotas simultáneas, y las lanzan tan alto, que desde cerca pareciera como si solo jugaran con una sola pelota. Es un engaño óptico que solo se resuelve con un cambio de perspectiva”.
Entonces, por curiosidad, nos asomamos fuera de la furgoneta y vimos que la pelota que el hombre barbudo lanzaba hacia arriba en realidad se unía a una hilera de decenas o centenas de pelotas ascendentes que se perdían entre las nubes, y que había otra hilera de pelotas en descenso que el artista callejero esperaba para completar el ciclo maravilloso de sus malabares.
“Precioso”, dijo Miranda mientras le ponía un fajo de billetes entre los resortes de los calzoncillos.
“Sí”, concedió el artista. “Aunque el oficio del artista tiene sus propios dolores”.
“Es físicamente imposible”, dijo William, con los ojos hacia el cielo, boquiabierto.
“No hay cosas imposibles”, sentenció el malabarista, “sino hombres incapaces”.
“Eso sí que es verdad”, asintió mi padre.
“¿TDOXMCHXPBGZRQULKSSYQNVNX?”, preguntó A.
“273,75”, dijo el malabarista, que le entendió sin problemas. “En promedio, en todo caso”.
Llenos de admiración lo vimos agarrar una de las pelotas que caía y lanzarla, casi sin esfuerzo, hacia las nubes. Con los ojos en la pelota la seguimos en su elevación hasta que, de lo alto que estaba, ya no supimos distinguirla.
“¿Hasta qué altura llegan?”.
“No sé”, suspiró el artista. “Y esa ignorancia es uno de los dolores del oficio”.
Cuando regresamos a la máxivan y arrancamos me quedé pensando en lo que había dicho el malabarista y me pareció que la ignorancia tal vez fuera uno de mis dolores o mis lastres. No pensaba en mi propia y descomunal ignorancia —pensaba en la ignorancia que es inevitable para todos y que nos hermana con su velo de penumbra. No sé, cuando me da por pensar acerca de los límites con los que nos vemos forzados a vivir, las palabras me salen rimbombantes y la lengua se me llena de amargura. Cuando era un niño quería tener todas las experiencias del mundo y pronto me di cuenta de que ese esfuerzo era imposible; después me dije que había que elegir (espeleólogo o astronauta) y me decidí por la literatura, pensando que leyendo e inventándome historias iba a capturar el absoluto, pero también aprendí que esa era una empresa irrealizable; al final creo haber comprendido que toda la sabiduría que uno puede reunir es siempre una aceptación de la incapacidad y que lo que conocemos como experiencia de vida es apenas una anécdota llena de azares en la que casi siempre estamos solos. Mientras la furgoneta avanzaba pensé en tristes ignorancias posibles: en la del físico que jamás leyó a Whitman o a Quevedo, en la del pulcro filósofo que no supo qué era enamorarse o tener una familia, en la del hombre de negocios que nunca miró de veras las estrellas, en la del profesor de Shakespeare que solo puede leer al bardo en traducciones, en la del sacerdote que a la hora de la agonía duda, por un instante, si habrá alguien que lo reciba al otro lado de la muerte…
Pequeña selección de las canciones que escuchamos durante la travesía: Feeling Good (Nina Simone), al comienzo del paseo, para subirnos el ánimo después de nuestra visita al cementerio; Time (Pink Floyd), mientras atravesábamos y envejecíamos sobre el puente que cruza el Río de los Recuerdos; Aprendizaje (Sui Generis), cuando buscábamos a mamá y a Segismundo en el Desierto de los Espejos; Los mareados (Enrique Cadícamo), cuando el oscuro bicho de la melancolía pedorreaba de contento en la carretera que serpenteaba hacia el Bosque Milenario; Alguien como tú (ChocQuibTown), durante nuestra escena de amor en el rodaje de Absolument tout; Ohh La La (Faces), en la oscuridad del túnel en el que nos varamos; Starman (David Bowie), justo antes de que avistáramos al viajero del futuro; Sweet Child O’ Mine (Guns N’ Roses), antes de que cayera el aguacero que nos separó; Heavy (Birdtalker), en mi mente, cuando tomaba impulso para el salto en el arroyo; Un mundo raro (Chavela Vargas), en las pulsaciones de mi sangre, mientras caminaba solo en la carretera hacia Pueblo Triste; Y’a d’la joie (Charles Trenet), en Messier-31, después de tomar las mejores piñas coladas del multiverso; She’s a Rainbow (The Rolling Stones), en el mar, mientras nadábamos tomados de la mano e imaginábamos animales milagrosos; Les Champs-Elysées (Joe Dassin), cuando ascendíamos junto a Sísifo hacia la cima del volcán; Harvest Moon (Neil Young), en los parlantes del bar, mientras me dejaba envolver los tobillos por la espuma del mar; Brillante sobre el mic (Fito Páez), junto a los riscos, con la máxivan estacionada y mientras el ave de fuego aleteaba en el crepúsculo; The Man in Me (Bob Dylan), en nuestra mente, casi al final, mientras bailábamos siguiendo nuestro propio ritmo; Blackbird (The Beatles), brotando desde todas partes en el momento definitivo…