Mientras nos acercábamos a la zona industrial me quedé observando los establecimientos abiertos sobre las aceras: talleres de mecánica, restaurantes despoblados, cantinas en donde desde muy temprano hombres y mujeres buscaban en la desidia y en el trago una mezquina satisfacción contra su propia rabia e impotencia. ¿No era eso mismo lo que buscábamos nosotros, pobres escritores, con nuestra adicción a las palabras?
Después de algunos minutos algo comenzó a obstruir la visibilidad de la carretera. Al principio pensamos que era un cambio drástico del clima, pero luego nos llegó el olor de fétidas combustiones y desechos abominables, y entonces comprendimos que esa nube grisazul que nos envolvía no era niebla ni neblina sino el smog pesado de las chimeneas que erizan la zona industrial en las afueras de la urbe. William Guillermo nos pidió que cerráramos las ventanas y prendió el aire acondicionado, con la idea sensata de que los filtros del vehículo detendrían un poco las toxinas malignas de la polución. Aunque la furgoneta quedó aislada del mundo exterior, todavía podíamos oír el murmullo lejano pero ubicuo de los motores y los tubos de escape de las industrias. Yo, que había anticipado nuestro paso por aquel sector infecto, saqué la máscara antigás que había empacado y se la ayudé a poner a A. para que ni ella ni el bebé inhalaran los venenos de esa atmósfera nefasta. Cuando terminé de ponerle la máscara, le pregunté a A. si podía respirar bien y ella elevó el pulgar con su puño cerrado para indicarme que no tenía ningún problema. Luego, aprovechando que no existía la posibilidad de que se escapara, le abrí la jaula a Segismundo y mi mascota plurieidética se puso tan feliz que pasó de gato a libélula y comenzó a sobrevolar nuestras cabezas, con altibajos trémulos, hasta posarse sobre la frente de Léna. Se veía tan poco de la carretera en frente de nosotros que mis hermanos tuvieron que aminorar la velocidad hasta que la máxivan quedó andando a unos cinco kilómetros por hora, la misma velocidad promedio del bípedo implume cuando camina. Tampoco se veía mucho a lado y lado del camino, excepto por las señales de tránsito emplazadas al borde de la carretera y las enormes rejas electrificadas que impedían el ingreso no autorizado a las enormes plantas de procesamiento.
“Abramos alguna ventana, que me ahogo”, dijo mamá.
“Todavía no: más adelante”.
“¡Dios santo!”, dijo Miranda. “¡Alguien dejó escapar un viento!”.
No sé por qué en vez de aguantar la respiración, la advertencia me hizo respirar a cabalidad:
“Viento es un eufemismo que no captura el sentido pleno del evento”, dije tras llenarme los pulmones de aquel aire enrarecido. “Llamemos a la bestia por su nombre. Atrevámonos a decir pedo”.
“¡Un pedo espantoso!”.
“¡Asqueroso!”.
“¡Inmundo!”.
“¡Espeluznante!”.
“De los peores: ¡silencioso!”.
“No fui yo”, dijo mi padre.
“Ni yo”, replicó el oscuro bicho de la melancolía, siempre atento a preservar su buena imagen.
“Huele a huevo podrido —digerido y regurgitado”.
“Huele a cloaca, a pozo séptico”.
“Caca”, señaló Léna.
“¿Estamos seguros que fue un pedo?”, pregunté con la voz nasal de los que no quieren respirar. “Ese hedor no puede ser humano”.
“No creo que es de las fábricas”, dijo Marcel.
“Que sea —No creo que sea de las fábricas”.
“Cochinos, groseros”, dijo mi madre.
“Recen por el alma”, dijo papá. “Porque el cuerpo lo tienen perdido”.
“El que primero lo huele, debajo lo tiene”, dijo finalmente Marcel y acto seguido lanzó una carcajada que era lo mismo que una total aceptación de culpa. William lo increpó duramente por profanar el espacio sagrado antes ocupado por Richard Feynman y, sacando de la guantera un ambientador en aerosol, agitó la lata y dejó escapar un chorro atomizado de una sustancia que inundó la máxivan con un aroma artificial de frutos rojos. Solo cuando las partículas terminaron de asentarse nos atrevimos a respirar no sin algo de temor, y aunque la frambuesa y los arándanos no neutralizaban completamente la flatulencia de Marcel, el gas de mi cuñado era menos nocivo que los residuos tóxicos de las industrias y entonces decidimos dejar las ventanas cerradas mientras se aclaraba el ambiente.
En algún punto, cuando la nube de smog comenzaba a disiparse, A. se puso a agitar los brazos como una posesa y pensé que la máscara la estaba ahogando, pero luego vi que apuntaba con un índice tenso hacia la carretera y entonces me di cuenta de que había una multitud que protestaba frente a una planta de procesamiento de gaseosas y bebidas energéticas. Eran decenas de hombres y mujeres de todas las edades y casi todos llevaban carteles y pancartas. Por lo que alcancé a leer, los mensajes giraban alrededor de un único asunto: los efectos nocivos del azúcar sobre el cuerpo humano. Algunos de los protestantes equiparaban al azúcar con veneno, otros culpaban al azúcar del incremento en la tasa de diabetes en los jóvenes, otros apoyaban un referendo para aprobar un nuevo impuesto a todas las bebidas azucaradas. Entre todos los manifestantes me llamó la atención una niña de unos diez años que sostenía un aviso marcado con letras pueriles pintadas con témpera roja: “El azúcar es más adictivo que la cocaína”.
En ese instante vi que A. se zafaba la máscara para ver mejor y que los ojitos le brillaban de lo emocionada que estaba. Le sobraban los motivos: aquella protesta era una consecuencia no planeada de una de las propuestas cívicas que ella misma había comenzado en internet y además, hasta ese momento, era la única que parecía haber recaudado apoyo popular. Yo también me emocioné, porque enseguida comprendí qué era lo que ocurría, pero como no supe qué decirle me limité a apretarle la mano para felicitarla y luego le hice una seña para que compartiera la buena noticia con su madre. A. me entendió y destapó la urna griega donde mi suegra terminaba de condensarse; después comenzó a verterla sobre el suelo de la máxivan, chorrito a chorrito, comenzando por los zapatos. Como los otros no entendían por qué celebrábamos, les hablé de la faceta activista de A. luego de enterarse de su embarazo, de las decenas de propuestas que había subido a Change.org durante los últimos meses, y les conté que A. era la autora intelectual del movimiento que abogaba por el referendo contra la industria azucarera que se anunciaba en las pancartas.
“Bien hecho”, dijo Miranda. “Hay que hacer algo para mejorar el mundo de nuestros hijos. La indiferencia también es un crimen”.
“¿Qué tiene de malo el azúcar?”, preguntó mamá mientras encendía un cigarrillo mentolado.
“El azúcar, como todo, no tiene nada de malo”, dije. “El problema es la mala información que propaga la industria alimenticia”.
“No les hagas caso, querida”, dijo papá: “Es un asunto de millenials. No hay nada mejor que una torta de chocolate”.
“D’accord!”, terció Marcel.
“De acuerdo”, dijo William mientras miraba a mamá. “Pero igual el azúcar, como el tabaco y la imbecilidad, es perjudicial para la salud”.
“No comiences, querido. Ya sé que fumar es un vicio dañino”.
“Madre”, dije y señalé la enorme panza de A. y, más allá de la piel, a mi hijo acurrucado en su pequeño universo.
“¡Ay, perdón!”, dijo mamá y arrojó el cigarrillo por la ventana.
“¿Estas propuestas cívicas las haces de manera anónima?”, preguntó Marcel.
A. negó con la cabeza mientras vertía el torso de su madre.
“¿Por qué lo preguntas?”, le pregunté a mi cuñado.
“Uno no sabe nunca con quién se está metiendo”, dijo Marcel. “No me sorprendería lo más mínimo si la industria azucarera resulta ser una gran mafia, como la de la heroína o la del papel higiénico o la de la gasolina. Si estas protestas surgen efecto, no hay cómo predecir cuáles serán sus represalias”.
“¡Basta con las teorías de conspiración!”, dijo Miranda.
“Mais oui, c’est vrai”.
“¿Así como es verdad que los gobiernos se han puesto de acuerdo para ocultar las pruebas fehacientes de varios contactos extraterrestres?”.
“Por favor”, bufó William.
“¿Qué?”, preguntó Marcel. “¿No crees en la vida extraterrestre?”.
“Sí creo”, dijo. “Pero estoy seguro de que jamás hemos tenido un encuentro cercano”.
“Si tú lo dices”, dijo Marcel, que no tenía ganas de discutir. “En cualquier caso, lo mejor sería subir las propuestas cívicas con un nombre falso, tras una identidad inventada, y así ahorrarse problemas con los poderes establecidos”.
“No hay ninguna mafia azucarera”, dijo mi padre.
“Nunca se sabe, Generalísimo”.
“Se sabe: son puros cuentos de hippies”.
Clara Luna, completamente restablecida, hizo una rápida consulta en el I ching y después fijó los ojos sobre la carretera por fin despejada:
“Vendrán”, pronosticó gravemente. “Nos encontrarán”.
“¿Quiénes?”, pregunté, súbitamente temeroso. “¿La mafia?”.
“No”, dijo mi suegra y luego bajó la voz hasta el susurro: “Los otros. Los lejanos. Los extraterrestres”.
Algunas de las propuestas cívicas de A: eliminar el celibato de los curas y abrir el sacerdocio católico a mujeres, transexuales y niños; enseñar las filosofías de Marco Aurelio y de Confucio en los primeros años de escuela; cambiar los rellenos sanitarios de las urbes por vastos compostadores de lombrices rojas (Eisenia foetida); modernizar la democracia: reemplazar innecesarios escaños políticos con algoritmos honestos e incorruptibles; hacer pequeñas modificaciones lingüísticas: descartar las haches intermedias, fusionar la be y la ve, crear un género neutro en el español para evitar los incordios entre los sexos (mi mujer proponía utilizar las sonoridades latinas de la u: “nuestrus hijus”, “todus”, “¡por favor, señorus!”); desalentar el ingreso de celulares e infantes a los cines; subsidiar los productos del arte e imponer impuestos más severos a sustancias y actividades adictivas: la nicotina, la heroína, el azúcar, la indolencia, las redes sociales; fusionar los jardines infantiles y los hogares geriátricos: para incrementar la empatía, la alegría, la comprensión necesaria del ciclo de nacimiento y muerte que es propio de la vida…