Cuando terminamos de atravesar la zona industrial e ingresamos a la autopista costanera, William tomó un descanso y en su lugar se manifestó Guillermo, a quien no habíamos vuelto a ver desde la desastrosa final en el campeonato nacional de jiu-jitsu brasileño. Se notaba que todavía estaba adolorido, tanto física como moralmente, porque lo primero que hizo fue tomarse un par de aspirinas y acelerar hasta sobrepasar el límite de velocidad de la carretera, fiel a su hábito de buscar en la adrenalina de la rapidez el remedio para aliviar el desconsuelo moroso de sus penas.
Su malestar era comprensible: aunque Guillermo era un magnífico luchador, la final de jiu-jitsu había sido un cataclismo vergonzoso en el que no había hecho nada más que morder la lona mientras su contrincante lo mantenía sometido con llaves indescifrables y le ejercía presiones obscenas pero contundentes en sus puntos vulnerables. Nadie esperaba esa tremenda supremacía, no solo porque Guillermo había atravesado las anteriores etapas del torneo con extrema facilidad y eficacia, sino porque antes del enfrentamiento vimos que su contrincante era un gordo enorme pero medio fofo, más parecido a los luchadores de sumo que a los artistas del jiu-jitsu. El tipo era más feo que un error de ortografía en un libro publicado y tenía los ojos bizcos y la cara llena de granos, y además sufría de una terrible onicofagia nerviosa, tecnicismo que nos inventamos cuando lo vimos comiéndose las uñas (que pasaba con Coca-Cola) antes de que el árbitro diera inicio a la contienda. El caso es que el combate se había iniciado con los inofensivos manotazos que los luchadores hacen mientras giran en círculos de reconocimiento y, sin que nos diéramos cuenta, el gordo agarró a Guillermo de la solapa y lo aplastó sobre la estera del combate, asfixiándolo con sus muslos paquidérmicos y su estriado vientre de ballena. Aunque trató, mi hermano no supo cómo zafarse de su agarre: después de unos tres minutos que habían pasado lentos como si aguantáramos la respiración, el árbitro detuvo la lucha y levantó el brazo del ganador mientras Guillermo, rojo de cólera y lástima por sí mismo, se quitaba el cinturón negro y escupía palabrotas que, como las groserías pronunciadas por los futbolistas en la televisión, eran inaudibles pero se entendían perfectamente desde lejos porque estaban bien vocalizadas.
“¡Guillermo, mi amor!”, dijo mamá apenas lo reconoció ante el timón de la furgoneta. “¿Cómo te sientes?”.
“Bien, mamá, si ignoramos esta sensación de desolación e ignominia”.
“Hay que ser buen perdedor, hombre”, dijo papá. “No se puede ir por la vida quejándose como una damisela”.
“El día en que yo sea un buen perdedor será el día en que ya no me importe lo que hago”.
“QKMDWQMZDTHJGWBRZSKMPARVWJNWSOTYPSP”, dijo A.
“Es cierto”, dijo Guillermo. “Gracias”.
“A mí me pareció que la final fue injusta”, dijo Miranda. “El otro era mucho más pesado”.
“El peso no tiene nada que ver”, aclaró Guillermo. “El jiu-jitsu es el arte de la ligereza, y los maestros saben cómo utilizar la carga del adversario en su contra. Cometí errores inexcusables que terminé pagando caro, eso es todo”.
“Tendrás la oportunidad de una revancha”, vaticinó Clara Luna.
“No sé”, resopló Guillermo. “Estoy pensando en renunciar a las artes marciales y dedicarme a otra cosa…”.
“Ay”, dijo mamá, “pero si tienes tanto talento”.
Hubo un incómodo instante de silencio:
“¿Y ese sombrero?”, preguntó Guillermo, cambiando el tema.
“No es un sombrero”, dijo mamá y giró la cabeza para que Guillermo pudiera ver de frente al oscuro bicho de la melancolía.
“Ah”, dijo Guillermo. “¿Qué tal?”.
“Aquí”, dijo el parásito rascándose las axilas, “disfrutando el panorama”.
“¿Quién viene detrás de nosotros?”, preguntó Marcel.
“Nadie”, suspiró Miranda. “Nadie viene detrás de nosotros”.
“Brother”, dije, “¿te molestaría mermar un poco la velocidad? Viajamos con bebés a bordo”.
“No estoy yendo tan rápido. Por alguna razón la máquina no me responde. ¿Todavía estás pesado?”.
“Sí, todavía”, dije. “Igual baja un poco la velocidad que tengo el estómago revuelto”.
“Alguien viene detrás de nosotros”, dijo Marcel.
“¡Los terroristas!”, dijo mi padre.
“¡Los vendedores de tiempos compartidos!”, dijo Marcel.
“¡Los testigos de Jehová!”, dijo Miranda.
“¡La mafia del azúcar!”, dije yo.
“Qué va”, dijo Guillermo con los ojos puestos en el retrovisor. “Es la policía de carreteras”.
En efecto, cuando miré hacia atrás vi que dos oficiales se aproximaban en una preciosa motocicleta con un sidecar. Como si se hubieran dado cuenta de que nos habíamos percatado de su presencia, encendieron una sirena que gritó su urgencia durante un instante y luego los vimos acelerar hasta que estuvieron a la par de nosotros y le hicieron señas a Guillermo para que se orillara. Mi hermano estacionó la máxivan al margen de la autopista y el oficial que conducía acomodó la motocicleta en frente de nosotros, cerrándonos el paso. Era un tipo flaco y fibroso como un espárrago reseco y cuando se quitó el casco su cráneo alopécico nos deslumbró con un refulgente resplandor de supernova. Su acompañante esperó a que el oficial se bajara y le abriera la compuerta del sidecar: era una mujer madura pero más conservada que secreto de Estado y no llevaba casco sino apenas gafas oscuras de piloto. Cuando la vimos bajarse del sidecar quedamos atónitos por su frondosa melena cobriza y por el hecho de que no estuviera en uniforme de policía sino en un tenso bikini estampado con manchas de tigre y sandalias havaianas.
“¡Qué maravilloso caderamen!”, dijo Guillermo.
“Qu’est-ce que ça veut dire, caderamen?”.
“Virgen del agarradero”, dijo mi padre, acezante. “Agárrame a mí primero”.
“Silencio, viejo verde”, dijo mamá y lo palmeó, sin furia, en el hombro.
Mientras caminaban hacia nosotros vi que el tipo llevaba un arma enfundada en el cinto y en el pecho una fulgurante estrellita de sheriff. La mujer, sin ninguna distinción de autoridad, traía un librito de crucigramas en una mano y en la otra la mitad de un lápiz amarillo número 2. Al final el hombre se posicionó al lado del puesto de Guillermo mientras que la mujer se quedó al otro lado de la furgoneta, junto a la ventana del copiloto, donde mi padre sonreía y babeaba de la dicha.
“¿Hacia dónde se dirigen?”, preguntó el hombre.
“Hacia el valle que está al otro lado del Monte Misterio”, dije. “Y de ahí tenemos planeado un vuelo en globo aerostático para divisar el volcán y la costa a tres mil metros de altura”.
El pintoresco itinerario no le despertó ningún interés al policía. Con un gesto huraño le pidió a Guillermo que le mostrara su licencia de conducir y luego se quedó viendo el documento con incredulidad, como si verificara la legitimidad de los sellos y de las fechas. La mujer, entretanto, se mordía el labio inferior como una colegiala coqueta y, sin quitarse las gafas de piloto, mantenía la vista sobre el libro de crucigramas. Tenía el pecho pecoso y los pezones, crispados por el viento, se le evidenciaban en alto relieve sobre la piel atigrada del bikini.
“¿Traen el kit de carretera?”, preguntó el oficial.
“Por supuesto”, dijo Guillermo y le mostró la valija en la que llevábamos todo lo que se pudiera necesitar en caso de emergencia. El tipo la abrió para revisar el contenido:
“¿Es una broma?”, dijo después de un rato y señaló los ensayos de Montaigne, los nueve tomos de Kafka y las poesías de Oliverio Girondo que yo había puesto junto al extintor y al botiquín de primeros auxilios por si me entraba la angustia de la vida.
“En lo absoluto, oficial”, le dije: “Jamás hay que salir de casa sin literatura”.
“Muéstreme el registro del vehículo”, ladró el oficial.
Guillermo buscó el documento en la guantera:
“Aquí tiene”, dijo.
Sentimos que el ambiente se volvía tenso. La mujer que acompañaba al oficial golpeó la puerta del copiloto:
“Lugar donde se cruzan dos o más caminos”, dijo, simplemente.
“Estamos trabajando, querida”, se quejó el hombre. “Deja eso para más tarde”.
La mujer se alzó de hombros:
“Lugar donde se cruzan dos o más caminos”, volvió a decir sin quitar los ojos de la página. “Once letras”.
“Comment dit-on carrefour en espagnol?”, preguntó Marcel.
“Encrucijada”, dijo Miranda.
La mujer contó las letras de la palabra con los dedos de una mano y luego de anotar la respuesta hizo una seña de alegría para decir que todo le cuadraba.
“¿Quién es Richard Feynman?”, preguntó el oficial.
“Un físico teórico”, dijo Guillermo. “Famoso por sus contribuciones en el campo de la electrodinámica cuántica y la física de partículas”.
“¿Y el señor Feynman viaja con ustedes? Porque el vehículo está a nombre suyo, y si no viaja con ustedes vamos a tener muchos proble…”.
“Dicho de significado intencionadamente encubierto”, interrumpió la mujer, “que se propone para ser adivinado como pasatiempo”.
“Mi vida, más tarde te ayudo, si quieres; pero por lo que más quieras: déjame trabajar”.
“Adivinanza”, dijo Clara Luna.
La mujer negó con la cabeza:
“Seis letras, termina en a”.
“Richard Feynman está muerto”, dijo mi hermano. “La furgoneta le pertenecía a él, pero mi hermano y yo la…”.
“Enigma”, dijo papá y cuando la oficial le dijo que la palabra le servía vi que al pobre se le sonrojaban los cachetes.
“Los documentos no mienten, caballero. Aquí dice que el señor Feynman…”.
“Esta sí que está difícil”, dijo la mujer.
“A ver”, dijo papá.
“Mejor dicho, esto lo vamos a tener que resolver en la comis…”.
“Animal fabuloso con cabeza y pecho de mujer y cuerpo y pies de león”.
“Amelia, ¡por favor! ¡Estás socavando mi autoridad!”.
“¡Esfinge!”, dije y sentí que el corazón me palpitaba de puro orgullo.
“¡Así es!”, dijo la mujer, y después de anotar la respuesta, se quitó las gafas de piloto y se quedó observándonos con los ojos más verdes que yo haya visto nunca. Con un gesto despreocupado se engarzó las patas de los anteojos en una de las tiras del bikini y luego rodeó la furgoneta mientras miraba nuestro equipaje y le sonreía a la pequeña Léna o le hacía caras a Segismundo, convertido en ese instante en un magnífico pavo real. Cuando completó el circuito la mujer se acercó al oficial, que la observaba malhumorado; antes de volver a ponerse las gafas, lo cogió de las orejas como a un trofeo y sobre la calva le puso un beso que repercutió en el aire con sus ecos húmedos:
“Déjalos ir, Rigoberto”.
“Pero ¡Amelia!”.
“Dale, corazón”, dijo Amelia. “Vámonos a retozar”.
Aquí el tipo se quitó el gesto huraño como si hubiera sido una máscara y, con una cara nueva y bondadosa, la miró con sorpresa:
“¡Ah, qué felicidad!”, dijo y luego le devolvió los documentos a Guillermo.
Como si nada hubiera pasado los vimos regresar a la motocicleta, esta vez la mujer en el puesto del piloto y el hombre en la cabinita del sidecar, y arrancar en la dirección opuesta a la nuestra. Antes de que aceleraran activaron otra vez la sirena, solo que esta vez no escuché el aullido de la urgencia sino la Cabalgata de las valquirias, ejecutada por una orquesta completa, primero en re mayor y luego en una escala distinta, determinada por el efecto Doppler. Antes de que Guillermo pusiera en marcha el motor los vimos alejarse por la autopista, cada vez más pequeños, cada vez más insustanciales, como esos fragmentos de fantasía a los que uno no es capaz de aferrarse al momento de despertar…
… los dos puntos explicativos: como estos; la furibunda esperanza del arquero que atraviesa toda la cancha para cabecear (buscando el empate o la victoria) en el último tiro de esquina del partido; los susurros lunáticos de Glenn Gould ante el piano; adivinar el tiempo exacto antes de ver el reloj: las horas: los minutos: los segundos; el inglés de los comerciantes chinos que venden cachivaches por internet (We hope you happy that); cerrar los ojos y ver fosfenos como estrellas fugaces; las minifaldas elevadas en el saque de las tenistas; el olor del café recién molido; cuando el CEO de una compañía acepta sus errores y se disculpa, públicamente; la perfección gráfica y sonora de la palabra esdrújula; el rock de los británicos; derretir con la orina ardiente los hielos que a veces (¿para qué?) colocan en los mingitorios; el aroma de los gatos recién acicalados; hacer maratón de series: a tu lado; el escalofrío de leer o escribir una imagen asombrosa o un símil exacto; todo lo que sea a un tiempo bello y práctico, como las plumas estilográficas o los senos de las mujeres; la alegría de tener afán y escoger (¡para variar!) la fila que se mueve…