Antes de que volviéramos a arrancar, mientras los otros recogían las cosas del pícnic, quise buscar a A. para ver si estaba cómoda o si necesitaba alguna cosa. Caminé despacio, cansado de arrastrar mi propio peso, y la encontré cerca de la furgoneta acariciando a Segismundo, que en ese momento había tomado la forma de un pequeño camaleón que cambiaba de colores como un arcoíris o un reguero de gasolina y, azulturquesa-rojosangre-blanconube, le trepaba a mi mujer por la panza.
Al verme, A. me dirigió una sonrisa un poco triste. Después de tocarle la frente para ver si tenía fiebre, le pregunté si le ocurría algo. Desde que comenzó nuestro problema de comunicación, cada vez que le decía cualquier cosa, siempre tenía la esperanza de entender su respuesta y que, de la misma manera arbitraria en que había dejado de comprenderla, sus palabras cobrarían otra vez su significado pleno y —al fin— volveríamos a entendernos. Con esa ilusión me quedé viéndole la boca, antes de que dijera alguna cosa, pero en lugar de sonidos comprensibles volví a presenciar cómo A. regurgitaba un globo de diálogo con un texto sin sentido:
“GZLBOZGANIYGCOTKNFDOWNT”.
Saqué mi cuaderno y anoté rápido las letras para ver si podía descifrarlas más adelante. Aunque sabía que podía pedirle a alguien más que me sirviera de intérprete, porque los demás la entendían como si nada, me quedaba claro que estas cosas que A. pronunciaba cuando estábamos solos eran asuntos íntimos y sabía que era mejor no involucrar a nadie. En cualquier caso el bocadillo flotó durante un par de segundos y luego estalló de repente, sin dejar ningún rastro, y volví a sentir en el pecho que la esperanza perdía su brillo y se me convertía en decepción… En realidad no sé qué pensar de ese complejo asunto de las esperanzas y las ilusiones: el pesimismo me parece una alternativa acertada pero fría y el optimismo casi siempre me suena como un delirio peligroso. No sé: al fin de cuentas lo mejor tal vez sea albergarlas, sabiendo que las esperanzas no son otra cosa que ficciones. De todas formas traté de ocultar la decepción de mi rostro y me limité a hacer un par de preguntas básicas para que A. pudiera responder afirmando o negando con la cabeza. ¿Tenía sed? ¿Había quedado con hambre? ¿Estaba bien el bebé? ¿Seguía emocionada con el viaje? A. dijo que no a las dos primeras preguntas y luego asintió para tranquilizarme, pero después vi que de las conjuntivas comenzaban a brotarle enormes lagrimones que le bajaron por las mejillas, lentos como melaza, y que se le fueron aglutinando en el mentón. Cuando comenzaron a caer, Segismundo las atrapó, todavía en el aire, con su maravillosa lengua retráctil. Al final del llanto, A. se limpió el rostro y luego puso las dos manos en su vientre:
“GBRGXFMUKPYXCQOVCXXT”, dijo.
Yo no tenía ni idea de qué era lo que pasaba por su mente, pero al verla así me sentí triste y vacío como un carrusel apagado y sin niños sobre los potros. Aunque tuve la tentación de decirle algo lindo, me dio miedo equivocarme y al final decidí acercarme para abrazarla. Como es difícil abrazar a una mujer embarazada lo que hice fue pararme detrás de ella, poner mis brazos a los lados de su panza (y no sobre su panza, para no lastimar al bebé con mis manos pesadas) y enterrar mi hocico en su nuca, que olía a una mezcla de tierra y mandarinas. Aunque se dejó envolver por mí, A. permaneció inmóvil, con los brazos quietos a los costados, y apenas la sentí apoyar la cabeza contra mi pecho. Así permanecimos un rato, no sé qué tan largo, hasta que sentí que los sollozos le salían más espaciados.
Así estábamos, callados y cariñosos, cuando, de repente, vi que una mancha amarilla se aproximaba por la autopista costanera, en la misma dirección que llevábamos nosotros, y con el dedo apunté a lo lejos para que A. también la viera. La mancha brillaba bajo el sol del mediodía y se tambaleaba de un lado a otro, de un lado a otro, moviéndose tan lentamente que, todavía antes de que pudiéramos discernir su forma verdadera, los otros ya habían llegado con las cosas del pícnic y acomodaban todo en la máxivan.
“¿Qué será eso?”, pregunté, mostrándoles a todos la gran mancha amarilla.
“No sé”, dijo Guillermo, súbitamente materializado. “Parece un bus escolar”.
“¿No será más bien un taxi?”, propuso Miranda.
“No”, dijo el oscuro bicho de la melancolía.
“¿Y entonces qué?”.
“Es una gran mancha amarilla”.
Pese a que teníamos que ponernos en marcha si queríamos cumplir con nuestro itinerario, la curiosidad nos maniató y nos quedamos esperando a que la gran mancha terminara de acercarse y definirse. Mientras aguardábamos aproveché que Léna inspeccionaba algunos dientes de león sobre el pastizal al lado de la carretera y me acerqué para continuar con nuestras lecciones de lenguaje abstracto. Apuntarse la muñeca con el dedo índice era la seña que significa tiempo; sacar la lengua sin doblarla quería decir orden; sacar la lengua doblada significaba azar; la seña que ideé para referirse a la nada consistía en apretar los párpados y negar vigorosamente con la cabeza; para decir aburrimiento o angustia había que ponerse las manos sobre las mejillas y suspirar, hondamente. La pequeña Léna volvió a prestarles atención a mis maromas, pero no repitió ninguna de mis señas ni dio ninguna otra muestra de comprensión y se limitó a soplar los dientes de león para que volaran todas las cipselas. La bebé lanzó una carcajada de dicha mientras los pedazos de flor flotaban en el aire y yo también me quedé embelesado, hasta que escuché que todos los otros se unían en un grito ahogado de asombro comunal. Entonces me puse de pie, me tapé el fulgor del sol con una mano y aprendí que la gran mancha amarilla que había visto a lo lejos era en realidad un ciclista que pedaleaba, encorvado sobre su máquina. El tipo era el hombre más obeso que yo hubiera visto en toda mi vida y llevaba puesto el maillot amarillo del líder del Tour de Francia, solo que al gordo la camiseta le quedaba pequeñita y tensa como un top femenino y por los bordes se le desparramaba una descomunal panza velluda con un gran ombligo extrovertido y carnoso, como el moñito que queda a lado y lado de un chorizo. Para protegerse del sol, el tipo llevaba una gorrita con visera, y alrededor del cuello tenía colgado un silbato de oro. La imagen era tan inusitada que todos nos quedamos boquiabiertos, sin saber qué decir. Además de la gordura del ciclista nos asombraron su bigotito en el labio superior (tan fino que parecía pintado), el que llevara lentes deportivos para proteger sus ojos contra el viento (aunque su obesidad lo obligaba a la lentitud de las estrellas de mar), y el hecho de que, por su esfuerzo suprahumano, el tipo sudara a chorros y dejara sobre el asfalto tras de sí una marca húmeda como la estela de un caracol.
“¡Bravo!”, gritó al fin Guillermo.
“¡Allez, allez, allez!”, cantó Marcel.
“¡Ánimo, carajo!”, vociferó papá, pero el gordo estaba tan ocupado en su pedaleo que no podía decir nada más que los jadeos del cansancio y apenas nos saludó con dos dedos rechonchos como butifarras. Yo también quise decirle una palabra de aliento, pero el asombro de verlo pedalear me erizó la piel y me trabó la lengua y apenas pude aplaudir de la alegría. Recuerdo que al verlo sentí el comienzo de una ilusión que hasta entonces no había sentido: la posibilidad de que yo, como aquel gordo, pudiera continuar con mi vida y hacer algo maravilloso y ligero a pesar de mi difícil densidad. Sabía que se trataba de la ficción íntima de una nueva esperanza y que, como todas las ilusiones, era peligrosa, pero agradecí la emoción que me revoloteó en el pecho y me dije que la conservaría, que la mimaría, que la seguiría hasta que la viera resolverse en decepción o maravilla.