Una vez en la máxivan nos fuimos un rato en silencio, cada uno pensando en sus cosas mientras escuchábamos canciones solicitadas por la audiencia y que Guillermo iba poniendo en la radio. La autopista costanera se estiraba hacia su punto de fuga y reverberaba por el calor de la tarde como si la distancia hiciera hervir el suelo y el horizonte fuera una vasta sopa de cemento. Tal vez porque me sentía cómodo en la furgoneta me dio por pensar en la practicidad de algunas cosas cotidianas en las que reparamos solo superficialmente pero que en realidad son dignas de gratitud y de asombro: los semáforos, la crema dental con sabor a menta, el mullido milagro de una almohada, el maravilloso ingenio que significa un cortaúñas. Se me ocurrió que todos esos objetos contenían en sí mismos la historia entera de la humanidad y me sentí contento y agradecido por participar de algo inmenso que todavía continuaba… Si tan solo pudiera escribir una línea que marcara un modesto progreso en la historia de las letras, pensé: si tan solo volviera a sentir las cosquillas eléctricas de un nuevo comienzo. Después pensé en esos otros adminículos que usaron mis padres o mis abuelos o mis otros ancestros pero que en algún punto se hicieron obsoletos, peldaños casi olvidados en la historia de los objetos: la regla de cálculo, el ábaco, el reloj de sol, el gramófono, el fax. Acto seguido me imaginé el futuro hipotético de mi hijo y, en una de las hojas de mi cuaderno, comencé una lista de cosas usadas en el presente que representarían para él curiosidades de museo sin ningún valor práctico: los vehículos que había que conducir manualmente, por ejemplo, o las baterías que había que recargar, o los ejércitos, o los chicles que perdían su sabor…
En algún punto del camino quisimos parar en el zoológico de animales mitológicos, para que Léna pudiera ver de cerca al unicornio y acariciara las siete cabezas de la hidra, pero en la entrada nos informaron que el parque se encontraba cerrado de manera indefinida porque el ave fénix se había escapado del zoológico, y con su penacho de llamas y su aleteo de fuego había incinerado el puesto de información y había dejado a varios turistas con quemaduras de tercer grado. Para que Léna no llorara por la decepción me bajé de la furgoneta y en la tienda de souvenires del zoológico logré que me vendieran una quimera de peluche que decía “Te amo” si uno le apretaba la pancita. La bebé sonrió al recibir la quimera y me dio las gracias con lenguaje de señas.
“Hemos andado medio día y el tanque de gasolina sigue lleno”, dijo Guillermo cuando volvimos a tomar la autopista.
“¿No es muy extraño eso?”, pregunté.
“¡Para nada!”, dijo mamá.
“¡Es lo más normal del mundo!”, dijo papá.
“¡Ah bueno!”, dije. “¡Entonces sigamos!”, y proseguimos.
Después de un rato comenzamos a respirar el olor inequívoco del Río de los Recuerdos y luego vimos el viejo puente colgante que unía las dos orillas. Desde lejos la estructura del puente me pareció precaria y le dije a Guillermo que me preocupaba que el puente sucumbiera ante mi peso elefántico, pero mi hermano dijo que no habría problema con tal de que lo atravesáramos velozmente y entonces presionó el acelerador hasta que la furgoneta llegó hasta casi la velocidad de la luz. Con alivio noté entonces que las tablas nos sostenían, pero cuando ya estábamos en la mitad del puente nos dimos cuenta de que, por más rápido que nos moviéramos, la otra orilla del Río de los Recuerdos parecía estar tan lejos de nosotros como cuando habíamos ingresado al puente y que en realidad no avanzábamos en lo absoluto. El viento entraba por las ventanas abiertas, despelucándonos de lo rápido que íbamos, pero igual parecíamos estancados a medio camino. Era como si la furgoneta se moviera no sobre el suelo firme sino sobre una de esas bandas infinitas de los gimnasios en las que se pierden tiempo y calorías y que lo llevan a uno a ninguna parte.
Así anduvimos no sé cuánto tiempo, todavía en medio del puente, cuando empezamos a hacernos viejos de repente. El primero en darse cuenta fue Marcel, que se quejó de un súbito dolor en las articulaciones (consecuencia del reumatismo), y a quien las orejas y la nariz comenzaron a crecerle desproporcionadamente, generando hirsutos vellos; después fue mamá, que volteó a vernos con los ojos nublados por las cataratas; luego fue el turno de Miranda, que empezó a ser agobiada por los inclementes calores de la menopausia y encaneció en un parpadeo; entretanto, Guillermo pidió uno de los pañales de Léna para frenar una súbita incontinencia de anciano y luego comenzó a toser como si lo agobiara el catarro de los viejos; a papá empezaron a caérsele los dientes: lo vi guardarlos en orden, uno a uno, en la guantera; Clara Luna fue súbita presa de la demencia senil y empezó a decir a los gritos que se avecinaba la llegada de los extraterrestres; finalmente fue mi turno, y cuando comencé a sentirme raro y a percibir en mí mismo el olor a viejito, me miré en el espejo retrovisor: vi mi rostro coriáceo apretado por las arrugas, mi cráneo calvo con las máculas del tiempo, mi larga barba blanquecina. Los únicos que no envejecieron fueron Léna, Segismundo y A. (con el bebé), que seguían idénticos a sí mismos, y el oscuro bicho de la melancolía, que nos observaba con jactancia mientras se sacaba los mocos y se desternillaba de la risa.
Pensamos que lo mejor era retroceder y buscar otro camino que nos sacara de ese embrollo, pero luego nos acordamos de que aminorar la velocidad significaba la posibilidad de que el puente colapsara y decidimos proseguir con la idea de que el puente, finalmente, nos soltara. Como éramos ancianos y queríamos pasar el rato, nos pusimos a hacer cosas de viejos: Miranda comenzó a tejer un camino de mesa en macramé, mamá y Clara Luna encontraron una súbita fe en Jesucristo y se pusieron a rezar un rosario en memoria de los difuntos, mientras que Marcel, Guillermo, papá y yo comenzamos a hablar de la buena época de antaño y a despotricar contra la indolente juventud. Marcel, por ejemplo, lamentaba el surgimiento de los celulares y las redes sociales y añoraba el tiempo de las cartas lacradas, cuando se podía disfrutar del delicado placer de la espera, y la anticipación y la urgencia de un mensaje se medían en los caballos de posta que había que reventar para encontrar al destinatario; papá criticó la música que escuchaban los adolescentes, a la que tildó de “ruido para marihuaneros”, y suspiró por la época en que los enamorados se paraban bajo los balcones de sus amadas para dedicarles serenatas; Guillermo comenzó una diatriba contra los trenes de alta velocidad y los aviones supersónicos y dijo que cuando regresáramos del paseo montaría una agencia de viajes que solo usara buques transoceánicos; yo, por supuesto, me quejé porque los jóvenes ya no leían literatura de la buena y en cambio se pasaban las horas embruteciéndose frente a la televisión o leyendo porquerías.
Después todos sucumbimos a una súbita siesta geriátrica y cuando despertamos nos limpiamos las babas de la cara y luego vimos que seguíamos en medio del puente colgante sobre las aguas mansas del Río de los Recuerdos. Parecía que por primera vez reparábamos en el nombre del río y por eso nos pusimos a hablar de nuestros recuerdos más queridos de cuando éramos jóvenes: Guillermo habló de su primer amor, una niña que el paso de los años había pulido y generalizado hasta convertirla en apenas “una pelirroja”; mamá habló de los LP de vinilo que el abuelo ponía en un antiguo tocadiscos; papá rememoró el árbol de mangos dulces que crecía en el solar de su casa vieja; Marcel se acordó de un día feliz en que había ganado un torneo familiar de Mil kilómetros, su juego favorito; Miranda nos habló de las vacaciones en las que se había devorado todo Borges; y yo me acordé de la preciosa tarde, distante pero intacta en los recovecos del espacio-tiempo, en que yo había decidido convertirme en escritor. Entonces, quizás por virtud de los recuerdos, fuimos recuperando la juventud perdida: a mamá se le despejaron las cataratas, papá fue acomodándose los dientes en las encías, y así todos los que habíamos envejecido fuimos regresando a la versión justa de nosotros mismos.
Cuando fue mi turno y comencé a sentirme otra vez de treinta y pico de años, volví a mirarme en el espejo retrovisor y vi mi barba desapareciendo como un carámbano en primavera y luego observé cómo se me poblaba el cuero cabelludo y las arrugas se me desvanecían. Fue ahí cuando noté que Guillermo bajaba la velocidad y que estábamos, por fin, al otro lado del Río de los Recuerdos. Sin saber por qué, como si siguiéramos una orden silenciosa, todos miramos hacia atrás y vimos cómo el puente se iba cubriendo de una bruma espesa hasta que desapareció del todo, como si el pintor que decoraba nuestro paisaje corrigiera de un brochazo algo que ya no quería mostrar.
“Qué niebla más extraña”, dije.
“Es el calentamiento global”, propuso Miranda.
“No”, dijo mi padre. “Es la altura”.
“Qué va”, dijo el oscuro bicho de la melancolía. “Es una mera ilusión óptica causada por la lejanía”.
“Ninguna de las anteriores”, dijo Guillermo mientras se aferraba duro al timón de la máxivan: “Es el misterio”.
De mi niñez recuerdo a mamá asoleándonos en el alféizar de la ventana, la espera a que mi padre regresara de sus correrías comerciales, el coágulo de sangre en mis encías cada vez que mudaba un diente, los cuentos de los hermanos Grimm que escuchábamos durante los paseos en auto. Recuerdo sobre todo el comienzo del asombro: las caricias que hacían cerrar las hojas de las plantas dormilonas, la fascinación de aguantar la respiración bajo el agua (mis pulsaciones aminorando el ritmo: mi conexión con el anfibio), la piel nueva después de las vacaciones en la playa, el cavernoso misterio de mi ombligo. Es extraño, pero no tengo el recuerdo de mi madre embarazada ni de mis hermanos cuando eran bebés, tal vez porque aún no hablaban y para mí las cosas se fijan mejor si existe la mediación de las palabras. De ellos, pequeños, recuerdo por ejemplo el pelo revuelto de Miranda y su risa loca, las cóleras de William cuando reñíamos, a Guillermo exhibiendo el culito luego de una deposición y gritando: “¡Mamá!, ¿me limpia?”. También hay algunas joyas oscuras y ásperas en este cofre: el día en que caí de un árbol y me fracturé el codo y la muñeca, el tedio rancio de las iglesias, la tarde en que un auto atropelló por accidente al caniche de un vecino, las habichuelas hervidas en leche, las querellas de mis padres… Pero casi todo es tesoro: las enciclopedias ilustradas, todo el mundo congregado alrededor del primer Nintendo de la cuadra, las tortas de cumpleaños decoradas por mi madre (las anilinas, los moldes de superhéroes, la delicia de la mezcla cruda bajo el inminente riesgo de la salmonela), mi padre enseñándome a montar en mi primera bicicleta (una Monark azul cobalto que fue mi posesión más preciada), una rayuela pintada sobre el asfalto, mis amigos de aquel tiempo, los calzoncitos blancos de una maestra de preescolar que se sentaba frente a un niño voyerista. Recuerdo, re-cordis, paso estas cosas otra vez por el corazón: la niñez, ese país lejano que solo palpita en el mapa de los sueños…