De repente no era sábado en la noche sino domingo en la mañana y estábamos todos otra vez en la máxivan, en dirección a las montañas erizadas de pinos que bordean el Bosque Milenario. Me acuerdo de que venía reflexionando casualmente sobre los de repente y los súbitamente, tan comunes en los sueños, y que pensé que si los cambios bruscos en la narrativa onírica casi nunca lograban despertar al soñador era precisamente porque la trama de la vida misma estaba también tejida con giros imprevistos y asombros agazapados, y que aunque era cierto que uno parecía aceptar con más docilidad el destino arbitrario y aparentemente ilógico de los sueños, era innegable que también uno se acostumbraba a las inconsistencias narrativas y las apariciones inesperadas, tan frecuentes en la vigilia. Igual que en las historias de los sueños, en la vida uno cree estar en control de sus acciones, al timón en la nave de uno mismo, pero basta que uno quiera recomponer la secuencia del pasado para darse cuenta de que la voluntad es un espejismo y que en realidad, como en ese mundo vago que habitamos en las noches, todo le pasa a uno, repentinamente, todo nos acontece.
Mientras la furgoneta vibraba por el movimiento y la carretera comenzaba a bordear las colinas, traté entonces de recomponer la secuencia general de mi pasado: primero había nacido, por casualidad, en un lugar cualquiera; después, súbitamente, me había convertido en un niño curioso con el asombro de la consciencia; luego, en un abrir y cerrar de ojos, ya no era un niño sino un adolescente tímido y amargo; más tarde, de repente, habían sucedido otras cosas: el azaroso descubrimiento de los libros, la universidad, trabajos nimios, viajes cuyos derroteros habían sido diseñados por mi propio extravío, amores y decepciones que parecieron fundamentales entonces pero que ahora eran solo fragmentos de imágenes y sensaciones imprecisas. Un día me desperté y tenía treinta y pico de años y vivía junto a A. en un lugar cualquiera, mi lugar en el mundo. Me acuerdo de que una noche estábamos en casa y ella estaba sentada en la taza del sanitario, con los calzoncitos enrollados en los tobillos, mientras recolectaba un poquito de orina; después, ansiosos, habíamos puesto tres o cuatro gotitas en el test de embarazo, y tras algunos segundos de suspenso habían aparecido dos líneas color rosa, repentinas como un deus ex machina, que llegaban para indicar que seríamos padres —súbitamente…
Así, como si la furgoneta se moviera por la combustión de mis propias reflexiones, avanzamos durante un tiempo hasta que, por las curvas cerradas, sufrimos un breve episodio de cinetosis que se manifestó en un mareo y una náusea generalizados y en un vómito ácido que atacó primero a la pequeña Léna y luego, porque las arcadas son contagiosas como los bostezos, a otros miembros de nuestra tripulación, a saber: a Marcel, a mamá y a A., quien no había vuelto a trasbocar desde el cuarto mes de embarazo. Yo también había sentido un mareo en las entrañas, como si algo me hubiera caído mal o tuviera las tripas llenas de gases o de espuma, y pensé que era el vértigo producido por el cambio de presión de la altura, pero cuando bostecé para destaparme los oídos sentí que algo me trepaba por la garganta y luego vi que de mi boca salían siete mariposas monarcas que escaparon por la ventana abierta y volaron hasta mimetizarse entre las copas doradas de algunos arces otoñales que bordeaban la carretera y que, con sus hojas caídas, dejaban sobre el pavimento una hermosa alfombra crujiente.
Entonces paramos en una cafetería que había al lado de la carretera para que los enfermos se recompusieran y pudiéramos entrar al baño y tomar algún refresco, y mientras los otros hacían lo suyo me quedé viendo, todavía lejanas, las montañas que rodeaban el Bosque Milenario, a esa hora cubiertas parcialmente por una neblina que se movía lenta, casi imperceptiblemente. A pesar de la belleza del paisaje me sentía malhumorado, irritado, insatisfecho, y no me servía de nada saber que el malestar no era esencialmente mío sino que era en parte consecuencia de llevar encima al oscuro bicho de la melancolía. Aunque ya me había acostumbrado a sus garras enterradas en mi cuero cabelludo, la verdad es que todavía era extraño para mí llevar al parásito como un sombrero y de vez en cuando, si me daba por rascarme la coronilla o peinarme con los dedos, me asustaba al sentir su pelambre áspero o sus hirsutos bigotes de vaquero. Además de estas incomodidades, estaba el cambio interno que provocaba mi desfachatado inquilino, pues desde que lo tuve encima me entraron unas tremendas ganas de fumar y se me exacerbaron la inseguridad, la ansiedad y el pesimismo, de modo que me dio por pensar que después de todo había sido una mala idea planear el viaje en globo, que no llegaríamos a tiempo al valle que estaba al otro lado del Monte Misterio, que perdería el dinero de la reserva hecha en Globos Panamericanos, y que tendríamos que regresar a la ciudad sin la recompensa de una anécdota memorable. Para empeorarlo todo, era evidente que el oscuro bicho de la melancolía estaba contento en su nuevo nido, no solo porque él mismo se encargaba de decirlo a cada rato, sino porque a veces suspiraba de la dicha o se ponía a silbar pedacitos de la sinfonía Patética de Tchaikovsky, y cuando había alguna pendiente repentina en la carretera o la furgoneta brincaba por un policía acostado que William Guillermo no alcanzaba a ver a tiempo, el oscuro bicho de la melancolía alzaba sus velludos bracitos como si estuviera en una montaña rusa y gritaba un agudo ¡Uiiii! de puro gozo. ¿Cómo iba a hacer para zafármelo? ¿Quién me relevaría a mí de la melancolía?
Sintiendo esta perversa lástima hacia mí mismo encendí un cigarrillo, que fumé en silencio mientras terminaba de observar el panorama, y luego fui a buscar a A. para ver si estaba bien. En el camino me encontré a papá haciendo lagartijas para fortalecer los brazos, pero apenas me vio se reincorporó de un brinco y flexionó los músculos:
“Toca mis bíceps”, me dijo: “¿Sí ves? Puro acero”.
“¿Has visto a A.?”
“Nada”, dijo y se quedó viéndome con ojos inquisidores: “¿Ya sabes sobre qué vas a escribir ahora?”, me preguntó.
Lo miré con algo de rabia, convencido de que yo estaba genéticamente predispuesto a esa misma demencia temprana, y busqué en mi seso para ver si esta vez podía hallar una respuesta, pero en el caos inhóspito de mi mente solo encontré algo así como un agujero negro: el espacio mudo entre las estrellas, la nada rotunda explayada en el vacío:
“No sé”, le dije.
Papá hizo un gesto de decepción:
“¿Por qué no escribes…”.
“¡Basta!”, lo espeté antes de que pudiera sugerirme cualquier cosa y me alejé para seguir buscando a A.
No la encontré en la cafetería, donde los otros pedían buñuelos con café, y tampoco la vi en el baño de mujeres, donde imaginé que estaba limpiándose la inmundicia del vómito reciente. Preocupado, fui por Segismundo, y al verme la cara de ansiedad, mi mascota plurieidética se transformó en un sabueso que, luego de pegar el hocico al suelo, comenzó a rastrear la esencia dulce de mi esposa. Al final la encontramos en un pequeño parque con juegos para niños, rodeada de un grupo de ancianas que parecían felices de ver la hinchazón de una vida que está a punto de iniciar y se turnaban para acariciarle la panza a A., que se dejaba mimar alegremente. Las viejitas eran integrantes de un tour solo para viudas que se dirigía a un torneo de surf geriátrico en la playa que está cerca del estuario y todas llevaban gorras de béisbol y enormes lentes oscuros con descomunales marcos de carey. Con sorpresa vi que después de sobarle la panza a mi mujer, las ancianas se llevaban las manos al rostro y se besaban las palmas en un gesto casi místico, como si A. en el tercer trimestre no fuera una mujer encinta sino un ídolo religioso y ellas fueran fervientes feligreses de la fecundidad.
Para no interrumpirles la felicidad a las señoras me quedé viendo la escena a distancia, primero sentado en un columpio que sucumbió a mi densidad de osmio y luego de pie junto al tiovivo, donde Segismundo me hizo darle un par de vueltas. Así, mientras observaba a A. rodeada por las viejitas, reparé en el hecho básico de que en este universo lo grande atrae, y que así como los planetas giraban en torno al Sol, y el Sol giraba en torno al magno centro de la galaxia, la enorme panza de A. atraía siempre a curiosos que se acercaban y orbitaban alrededor suyo antes de proseguir con sus trayectorias individuales… ¿Sería verdad ese asunto del multiverso del que hablaba William? ¿Habría otro universo, similar al nuestro, pero donde la gravedad fuera determinada por lo pequeño y lo minúsculo atrajera?
Finalmente, cuando las viudas se dispersaron, A. vino adonde estábamos nosotros y juntos las vimos ingresar en fila india al bus del tour, que partió piloteado por una de ellas mismas. El bus arrancó con un tremor de pistones y luego se perdió por la carretera, dejando tras de sí una potente nube de humo aguamarina. Cuando nos quedamos solos le pregunté a A. si todo estaba en orden y ella me dijo que sí con la cabeza y luego sacó un bocadillo cuyo contenido era inextricable, como siempre:
“CNKXXLIOTTPLEGLGWHHUP”.
Anoté la absurda ristra de letras y le dije a A. que seguía sin entenderle nada. Mi mujer hizo cara de decepción y yo me sentí mezquino, avergonzado de no ser capaz de descifrarla. Después A. se señaló la zona lumbar y eso sí lo comprendí, pues el gesto quería decir que estaba sufriendo el sempiterno lumbago del embarazo y que quería que le hiciera un masaje con los nudillos. Le amasé el lumbago un rato y cuando mi mujer se sintió mejor fuimos con los otros.
Después de los buñuelos y el café llegó la hora de proseguir, pero antes fui al baño a orinar y a lavarme la cara. En el orinal habían puesto cubos de hielo que me puse a derretir con mi chorro ardiente y eso me subió un poco el ánimo, pero cuando me asomé al espejo vi que tenía ojeras violetas y que estaba un poco pálido en las mejillas, mientras que el oscuro bicho de la melancolía parecía rozagante y hacía muecas y, contento y vanidoso ante el azogue, se engominaba hacia atrás el pelambre como los cantantes de tango. Desde que había abandonado a mamá, el parásito se había quitado la máscara de ébano y ahora exhibía un rostro peludo, con hocico de lobo y filudos colmillitos que le crecían en hileras como dientes de tiburón. En un arranque de ingenuidad y optimismo traté de disuadirlo:
“No entiendo qué haces acá”, le dije. “Hay cabezas muchísimo mejores que la mía”.
“Ah”, repuso el oscuro bicho de la melancolía, “pero pocas tan pintorescas”.
Así, frente al espejo, impelido por el oscuro bicho de la melancolía que me espoleaba con sus garritas de murciélago, saqué mi cuaderno de notas y comencé a redactar una lista de cosas que a veces me incomodaban y otras veces me hacían estallar de pura rabia. Comenzaba así: “A veces, sobre todo si albergo al oscuro bicho de la melancolía, pierdo los estribos por las cosas más baladíes…”. Cuando la terminé salí del baño. Entonces me di cuenta de que todos me esperaban en la furgoneta y escuché que William Guillermo tocaba el claxon para que me apurara, pero mi problema de peso parecía haber empeorado de un momento a otro y me tomó un buen rato hacer el trayecto de la cafetería al parqueadero.
Mientras avanzaba volví a pensar en cómo zafarme del oscuro bicho de la melancolía para ver si, por lo menos, volvía a recuperar el buen ánimo y no les echaba a perder el viaje a los otros. Sabía que no podía quitármelo así no más, y que si alguien trataba de aflojarle las garras se aferraría con más ansias, pero luego recordé que el oscuro bicho de la melancolía había confesado tenerle pánico a las alturas y entonces me imaginé que si llegábamos a tiempo a nuestro compromiso con Absalón Montgolfier y a nuestro vuelo en globo, el parásito no soportaría el miedo del despegue y me dejaría por cuenta propia, como las ratas que abandonan el naufragio. Con esta posibilidad en mente llegué a la máxivan y, una vez en la carretera, le dije a mis hermanos que aceleraran para compensar el tiempo perdido y así, raudos, avanzamos sobre la enorme serpiente de cemento que abrazaba las montañas.
A veces, sobre todo si albergo al oscuro bicho de la melancolía, pierdo los estribos por las cosas más baladíes y el mundo me incomoda como si tuviera puestos calzoncillos de lana encogidos en la máquina secadora. Entonces, porque sí, todo me enfurece: la bulla del tráfico, las espinillas, el ring ring de los teléfonos, las salas de espera, la mácula adhesiva que dejan las etiquetas del precio en los libros, las lepismas, los chats de servicio al cliente, las filas estáticas en el supermercado, los correos basura, los sistemas de pensiones, los turistas y sus selfies, la mala sintaxis en los menús o en las pancartas, los bestsellers en las vitrinas, el que Constantino se hubiera hecho cristiano, la profundidad de tus silencios. En esos momentos me parece que todo es leña para el fuego de mi ira, cuyas llamas no son bellas pero sí potentes y por eso resultan atractivas: como un cavernícola aterido me acerco a mi propia rabia y me solazo con el calor de mi propio disgusto: hacia los notarios, hacia los mosquitos, hacia la vasta población de los cretinos. Enfurruñado, estiro mis manos hacia las llamas y las froto mientras mascullo insultos contra políticos y escritorzuelos de pasquines, contra las modas del arte y las multitudes, contra los calendarios y las festividades públicas. Así paso un rato (minutos, horas, días), jactancioso y tibio, hasta que me canso de mi propio odio y me doy triste cuenta de que soy yo mismo quien me consumo, como un triste hereje, en ese enceguecedor fuego fatuo de la rabia inútil: la antítesis de la creatividad y del júbilo.