El viejo dijo llamarse Jon Astral y, sin que se lo preguntáramos, confesó dedicarse al cultivo de vegetales hidropónicos y al espionaje internacional. Vestía bluyines deshilachados y una camiseta roja de manga sisa que dejaba al descubierto el poblado vellocino de sus axilas, y aunque la barba la tenía despelucada y cochambrosa, el pelo largo a sus espaldas lo mantenía pulcro y organizado en una larga trenza de espiga que le llegaba hasta las nalgas. La piel la tenía casi transparente de vivir en la oscuridad y en el encierro, y todo él olía a libros viejos y a moho y a té verde, fragancias amargas o silenciosas que contradecían su actitud dulce y dicharachera. Cuando le explicamos nuestro problema de combustible, el viejo sonrió y dijo que podía ayudarnos, pues creía tener guardados varios tanques de gasolina en su cuartel secreto, al que se ofreció a guiarnos sin aprensiones. Aunque era espía, parecía no tener ningún problema en divulgar información delicada, pero cuando supo que yo era novelista se me acercó sin que los otros se dieran cuenta y me pidió que, si llegaba a incluirlo en alguno de mis libros, tachara con tinta negra ciertos detalles que podrían resultar incriminatorios, a la manera de los documentos ultrasecretos, y así salvarlo de posibles acusaciones de insurrección o de traición a la patria. Su nombre sí podía decirlo, porque Jon Astral era un alias inventado y no su apelativo verdadero, pero en ningún caso podía especificar que trabajaba para el gobierno de la República de * * * * *, que las coordenadas de su cuartel secreto eran * * * * * * * * , o que su misión actual era evitar que la delicada * * * * * * * * cayera en manos de los * * * * * * o, lo que era muchísimo peor, en las garras del oligofrénico y bigotudo dictador de * * * * *, y de este modo frenar una improbable pero en cualquier caso posible * * * * * * * * * * * * * * en el * * * * * * * * * * * * * * * * * * del supremo * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * y especialmente en el * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * *, cuyas nefastas consecuencias podrían detonar una Tercera Guerra Mundial y la consiguiente obliteración de todo sobre la faz de la Tierra. Inmediatamente pensé que el tipo desvariaba de puro viejo, pero como no teníamos otra alternativa decidimos seguirle la corriente, de modo que mientras los otros se quedaban cuidando la furgoneta, se estipuló que una comisión especial (conformada por Marcel, Guillermo y el narrador) se desplazaría hasta donde el viejo quería llevarnos y regresaría con el combustible, en caso de que en realidad hubiera tal cosa.
De este modo, mientras Jon Astral iluminaba con su antorcha las paredes húmedas del túnel, caminamos en dirección al cuartel secreto del espía. Marcel se fue adelante con el viejo, pues sobre todo a él le llamaban la atención estos enrevesados cuentos de complots internacionales e intrigas políticas, y mientras tanto yo me fui conversando con Guillermo sobre el jiu-jitsu brasileño y la literatura y el valor pedagógico de las derrotas y la importancia de la perseverancia. Hasta ese momento no lo había visto claro, porque hacía muchos años no tenía una conversación sincera con Guillermo, pero luego comprendí la verdad obvia de que los dos estábamos en una situación similar, pues mientras que yo no sabía cómo recuperar mi amor por las letras ni qué iba a escribir a continuación, mi hermano sopesaba en serio abandonar para siempre las artes marciales, y tanto él como yo sentíamos que una puerta acababa de azotarse contra nuestras caras y que alguien o algo le había echado el cerrojo del otro lado.
“Hay que volver a intentar”, recuerdo haberle dicho en algún punto de la conversación, parafraseando a Beckett: “Volver a fallar. Fallar de un mejor modo”.
“¿Para qué?”.
“Para nada, supongo”, concedí y quise guardar silencio, demasiado consciente de la inutilidad de los consejos, pero igual tenía ganas de decir algo que nos sacara de la abulia: “El problema, me parece, es que nos tomamos demasiado en serio nuestros puestos en la vida y nos olvidamos de la condición de juego que es inherente a la existencia”.
“No te entiendo nada”.
“No sé”, le dije. “Habría que recuperar la inocencia de los niños, jugar sin pensar en la competencia o en la victoria, concentrados solo en el hecho de jugar”, dije y sentí que había algo de verdadero tras la máscara ruin de las palabras, pero mi hermano me miró como si yo estuviera hablando en lenguas y guardó silencio. Con Guillermo siempre tuve una relación cordial pero lejana, cuya distancia nosotros mismos fuimos imponiendo porque (debido a nuestras mismas semejanzas) cada uno no podía dejar de ver en el otro sus propios defectos y es difícil convivir con el reflejo deforme de uno mismo. Esa era la idea que nos habíamos hecho de cada uno, aunque la verdad es que nadie conoce a nadie y en realidad a veces a quienes menos conocemos es a los propios familiares, porque la cercanía tantas veces falsa de los lazos de sangre hace que se den por sentadas muchas cosas que sería mejor averiguar o descubrir por el camino más significativo de la camaradería y la amistad. El caso es que por primera vez en muchísimo tiempo Guillermo y yo hablamos acerca de nuestros dolores, de nuestros pesos, y aunque las palabras no supieron quitarnos los obstáculos, el hecho de compartir los problemas hizo que durante un instante nos sintiéramos menos solos. Cuando al final le dije que sería lindo que también William pudiera estar ahí, conversando con nosotros, Guillermo señaló la realidad triste de nunca haber hablado con el hermano que llevaba dentro (el problema más complicado de compartir un solo cuerpo) y suspiró con legítima tristeza para después decir, con sus propias palabras, lo mismo que yo venía pensando:
“Ah”, dijo. “A veces lo más cercano resulta ser lo más inasequible”.
Entretanto seguimos avanzando por el túnel, y en una de esas escuché que Marcel le hablaba a Jon Astral sobre el carrito de helados que supuestamente nos seguía, y de su preocupación por que la mafia azucarera quisiera buscar una violenta retribución por la campaña contra el azúcar en Change.org, y que los grandes conglomerados de las gaseosas y los confites hubieran enviado a algún sicario para aniquilarnos. El viejo asintió mientras escuchaba las palabras paranoicas de mi cuñado y dijo que de regreso nos ayudaría a examinar la máxivan en caso de que hubieran plantado micrófonos escondidos o cámaras secretas. Volví a pensar que el tipo era un chiflado irredimible y que estábamos caminando hacia ningún lado, pero en ese instante el viejo se detuvo, voleó la antorcha para hacer sonar el fuego contra el aire y luego señaló en dirección a una de las paredes del túnel:
“Hemos llegado”, dijo.
Estábamos en un punto cualquiera del túnel y no se veía nada que evidenciara la existencia del cuartel secreto, sino apenas las paredes oscuras y hediondas como la tráquea de un monstruo gigantesco. Guillermo y yo nos miramos como previendo una situación de peligro e instintivamente di dos pasos atrás mientras mi hermano se preparaba para abalanzarse contra el loco y someterlo con un agarre de jiu-jitsu, pero aquí Jon Astral había silbado un arpegio de cinco notas precisas que desarmó la tensión en las extremidades de Guillermo y nos dejó atónitos por la belleza de su armonía. Durante algunos segundos me quedé pasmado por la nitidez del silbido del viejo, pero luego mi atención fue desviada hacia otra cosa, pues en cuanto las notas terminaron de desvanecerse hasta volverse solo recuerdo sentimos que las paredes crujían como en terremoto y entonces vimos que una gran compuerta hasta entonces invisible se abría en el exacto punto del túnel que había señalado el viejo:
“Es mi versión personal del ‘Ábrete, sésamo’”, dijo Jon Astral refiriéndose a su silbido, y acto seguido apagó la antorcha haciéndola girar rápidamente en el aire para después ingresar por la compuerta hacia un corredor iluminado con tubos fluorescentes. Marcel, Guillermo y yo nos miramos con los ojos desorbitados mientras el asombro se nos escapaba por la boca y luego seguimos al anciano. Aunque la gran compuerta se cerró automáticamente detrás de nosotros, por alguna razón ya no sentíamos miedo sino solo curiosidad por lo que venía y una callada vergüenza por no haberle creído la historia al viejo, a quien desde ese momento seguimos sin chistar.
“¿Qué tipo de novelas escribe?”, me preguntó el viejo espía mientras caminábamos por el corredor. “¿Policiaca, romántica, realista?”.
Me quedé en silencio, tratando de encontrar la respuesta.
“¿Histórica, ciencia ficción, erótica?”.
“No sé”, le dije al fin. “Inclasificables, supongo; con un poco de todo; los géneros son como cárceles, y los artistas que se quedan en uno solo son un poco prisioneros de sí mismos”.
“Ah”, dijo y supe que mi respuesta no lo había satisfecho ni un poquito porque inmediatamente miró a los otros y cambió de tema:
“El túnel que atraviesa la montaña es en realidad un complicado sistema de vasos comunicantes”, dijo con entonaciones de guía turístico. Todavía avanzábamos por el pasillo y a lo lejos se alcanzaba a ver una reja metálica. “Una maraña de túneles, pasadizos, cuevas de techos altos donde las estalactitas y las estalagmitas crecen, unas hacia arriba, las otras hacia abajo, buscándose desde hace milenios. Como pueden ver, la mayoría de los tramos son obra de la naturaleza, pero hay otras partes que sin duda fueron diseñadas por los hombres, aunque nadie sabe quién comisionó estos trabajos que horadan la tierra como un hormiguero fabuloso. Cuando los gobernantes de la República de * * * * * se enteraron de este lugar, Comando Central no dudó en elegirlo como cuartel secreto”.
Al final llegamos a la reja que estaba al final del pasillo y Jon Astral la hizo gemir en sus goznes mientras la abría. Entonces vimos que el cuartel secreto del viejo era sobre todo un inmenso invernadero poblado de árboles frutales y hortalizas comestibles que crecían bajo luces artificiales y que eran irrigados por medio de un ingenioso sistema que aprovechaba las humedades de las cuevas, canalizando los chorritos que bajaban como lágrimas por las paredes para calmar la sed de las raíces de las frutas y las hortalizas. Al avanzar vi tomates grandes como balones de fútbol, altos y fragantes espárragos, frondosos árboles llenos de aguacates listos para ser cosechados y enormes setas de colores psicodélicos.
“C’est magnifique”, dijo Marcel, embelesado por el cultivo del espía.
“Ah”, dijo Jon Astral. “La horticultura es mi manera de subsistir, pero sobre todo es mi hobby, mi pasión. No se cohíba, cher ami: coja un aguacate, pruébelo”.
“Délicieux, succulent, formidable”, dijo Marcel mientras masticaba un aguacate que peló con los dedos y comenzó a comer a los mordiscos como si se tratara de una pera. Yo, en cambio, probé uno de los hongos, que se me derritió en la lengua con un suave sabor a tierra fértil y cuyo tallo, que a mí me pareció demasiado amargo, devoró con fruición el oscuro bicho de la melancolía, adepto a los sabores ásperos.
“Los minerales de estas cuevas hacen que todo tenga ese gusto profundo”, dijo Jon Astral sin detenerse y luego nos encaminó hacia un depósito donde tenía su puesto de trabajo, una especie de oficina atiborrada de todo tipo de cachivaches antiguos:
“El combustible tiene que estar por aquí”, dijo y apuntó a uno de los rincones más caóticos, donde reposaba la carcasa herrumbrosa de un misil de largo alcance. Mientras Jon Astral buscaba el tanque de gasolina me quedé observando el desorden del viejo para ver si podía comprender su esencia, como trato de hacer siempre que conozco a alguien nuevo e interesante, pero después de espiar las pertenencias del espía no vi nada que me hablara de su personalidad y solo encontré papeles confidenciales, planos secretos del * * * * * y varios dispositivos de grabación. Entonces, cuando estaba ya a punto de resignarme a no encontrar nada, reparé por casualidad en quince o veinte marcos que colgaban de las paredes en los que vi las fotografías de un único hombre organizadas en secuencia cronológica, de manera que la primera imagen lo capturaba en su etapa de bebé recién nacido, la segunda en su etapa de dos o tres años, la tercera como un niño disfrazado de Superman y así, pasando por las etapas del adolescente sebáceo y del hombre en los albores de la edad adulta, hasta que la última fotografía lo mostraba como un hombre hecho y derecho de casi mi misma edad.
“Es mi hijo”, dijo Jon Astral cuando regresó con la gasolina y me vio observando las fotografías. El gesto dicharachero se le había transmutado repentinamente y ahora el espía hablaba como un anciano taciturno y melancólico.
“¿En dónde está?”.
“En la República de * * * * * *, con su familia: mi esposa, mi nuera, mis tres nietos”, dijo. “Aunque la verdad es que no sé casi nada. Cuando su madre iba a dar a luz, a mí me asignaron a este puesto y solo lo conozco por las fotografías y los escasos chismes que me hace llegar Comando Central”.
“¿No puede hablar con ellos?”.
“No: sería ponerlos a ellos y mi misión en peligro”.
“¿Hace cuánto que está usted acá abajo? ¿Hace cuánto que no sale?”, pregunté. El espía se quedó quieto y puso cara de dolor, como si mis palabras fueran agujas enterrándosele en un punto sensible, y luego me miró con un gesto infinito de nostalgia:
“Treinta y cinco años, cuatro meses y dieciocho días”, dijo.
“Toda una vida”, redondeó Guillermo.
El viejo se acomodó la trenza a sus espaldas y asintió, amargamente; después nos explicó que desde hacía años esperaba la llegada de un nuevo espía que lo relevara, pero que las comunicaciones con la República de * * * * * se habían interrumpido de repente y que ya no sabía si su reemplazo llegaría, y ni siquiera si la labor de espionaje que él seguía cumpliendo en realidad servía de alguna cosa.
“Igual sigo trabajando”, dijo. “No solo para evitar un hipotético enfrentamiento bélico, sino porque es una de las maneras que tengo de espantar el tedio”.
“¿No le da remordimiento haber abandonado así a su mujer, a su hijo?”, preguntó Guillermo.
“Claro”, dijo el viejo con los ojos húmedos. “Pero primero está el deber y el amor a la patria. ¿Ustedes no son patriotas?”.
“Yo no”, dije. “Mi lugar es todos y ninguno; mi ideal es un mundo en el que no existan los pasaportes”.
“Ah”, dijo el viejo: “¿Como el mundo soñado de Garry Davis?”.
“Sí, parecido”.
“Yo tampoco soy patriota”, intercedió Guillermo. “Mi país es una mierda”.
“El mío también”, dijo Marcel. “Pero lo quiero, y se me pone la piel de gallina cuando estoy lejos de mi patria y escucho el himno nacional”.
El viejo nos escuchó y luego volvió a hablar de su familia en lontananza y supe que aunque se proclamaba patriota, lo contrariaba el hecho de seguir órdenes de un grupo abstracto que nunca se materializaba. Lo vi hacer un puchero mientras se limpiaba las conjuntivas con las greñas mugrientas de su barba y me pareció que en ese gesto agrio estaba la esencia que yo buscaba del hombre. Sentí lástima por el viejo espía y por su decisión de separarse de personas tangibles y efímeras para darle su amor y su vida al concepto vacío y anticuado de una nación. Cuando Jon Astral rompió en llanto, lo rodeamos en un abrazo fraterno para que no se desmoronara y esperamos con paciencia hasta que utilizó hasta el último de sus sollozos. Fue una escena bella y conmovedora que epilogamos con palabras de aliento y la promesa de que le enviaríamos cualquier recado que él quisiera a su hijo lejano.
“¡Pero qué cursis!”, dijo entonces el oscuro bicho de la melancolía, y cuando lo regañamos por impertinente lanzó una carcajada sardónica antes de empezar a decir todo el abecedario, no con la voz despejada sino con eructos, como el participante habilidoso en una grotesca competencia de talentos…