Lo próximo que recuerdo es que estábamos de regreso en la furgoneta y que habíamos salido de las entrañas de la montaña mucho antes de lo anticipado, pues antes de arrancar Jon Astral nos había enseñado un atajo salvador que no solo compensaba por el tiempo que habíamos perdido dentro del túnel, sino también por la noche que tuvimos que pasar en el Hostal de Arena, de manera que —pensé— podríamos llegar a tiempo a nuestra cita con Absalón Montgolfier, siempre y cuando no ocurrieran nuevos imprevistos.
También recuerdo que estábamos comiendo verduras hidropónicas de la huerta del viejo espía, con excepción de Miranda, que se había hecho un batido con espinacas y la segunda parte del Quijote, y que todos estábamos contentos de poder continuar con el paseo, aunque Marcel se había quedado preocupado porque cuando el espía inspeccionó la furgoneta había encontrado, escondido en uno de los rines delanteros, un diminuto dispositivo de GPS con un bombillito verde que titilaba mientras transmitía —¿a quién?, ¿adónde?— nuestra ubicación precisa en el espacio-tiempo. Aunque el viejo espía se había quedado con el aparato y ya no nos rastreaban, Marcel no pudo zafarse el malestar y se le acrecentó tanto la paranoia que durante buena parte del trayecto se fue mirando, no la carretera en frente de nosotros, sino los meandros del camino que dejábamos atrás, atento a cualquier presencia sospechosa, pero después de un rato de conducir (entre los pinos y las araucarias del Bosque Milenario) hasta él se fue contagiando del espíritu de aventura y la algarabía de respirar el aire puro y poco a poco se le pasó el desasosiego.
Yo también me sentía casi contento, sobre todo porque volvía a tener la ilusión de llegar a tiempo a nuestro viaje en globo y porque el oscuro bicho de la melancolía dormía una de sus siestas y eso me daba un descanso de sus observaciones mezquinas o sus hábitos nauseabundos o las ganas de fumar, y mientras atravesábamos el bosque puse una mano en la panza de A. para sentir a mi hijo revolcándose en su cápsula espacial. Después me dio por pensar en la pregunta de Jon Astral sobre qué tipo de novelas escribía y luego me fui soñando despierto con la idea de que volvía a sentir las cosquillas eléctricas de un nuevo comienzo y que escribía un libro que hablaba de todas las cosas de la vida y que por su belleza melancómica me redimía por mis silencios y mi abulia de los últimos meses. Ni siquiera me importaba si lograba publicarlo o si se vendía bien en librerías, con tal de que fuera una novela valerosa y brillara de tanta energía contenida.
Así recorrimos el comienzo del Bosque Milenario, andando despacio para disfrutar del paisaje, hasta que llegamos a una bifurcación de caminos que no esperábamos y ante la cual nos detuvimos mientras decidíamos qué debíamos hacer. Clara Luna quiso preguntarle otra vez al I ching, pero papá se negó esta vez a hacerle caso a “un oráculo para tarados” y ahí casi revienta una discusión que nos hubiera hecho perder tiempo valioso. Por fortuna, en ese instante llegó una patrulla de guardabosques a la que le habían encomendado la tarea de ubicar al ave fénix (que seguía regando incendios con sus plumas de candela) y que se detuvo para indagar si nosotros habíamos visto al pajarraco prófugo. Se trataba de una pareja de gemelas idénticas que le despertaron a Miranda las náuseas de las repeticiones y a mí me hicieron recordar a la muchacha de ojos coquetos y boquita de gitana con la que intenté mi primer beso con lengua, y luego de explicarles que no habíamos visto al ave fénix, aprovechamos para preguntarles cuál era el mejor camino para llegar al valle que está al otro lado del Monte Misterio:
“Es un asunto de preferencia”, dijeron al unísono y luego se turnaron:
“El camino de la derecha”, dijo la primera gemela, “es una ruta panorámica que atraviesa el resto del Bosque Milenario”.
“Y el camino de la izquierda pasa por Pueblo Triste”, dijo la segunda gemela, “famoso por su Museo en Miniatura de la Barbarie”.
“Los dos llegan finalmente al mismo punto”, volvieron a decir con una sola voz: “La costa de Playa Blanca y el sendero de subida que llega hasta la cúspide del Monte Misterio”. Tras decir esto, las dos mujeres volvieron a la patrulla y se perdieron raudas por la autopista.
Como los caminos eran distintos pero nos llevaban al mismo punto decidimos hacer una votación para escoger qué sendero tomar, y resultó que todos los demás querían atravesar el bosque por la ruta panorámica, menos mi padre, a quien se le metió la idea de que teníamos que pasar por Pueblo Triste y visitar el Museo en Miniatura de la Barbarie. La verdad es que a mí me causó curiosidad el nombre del museo, pero no lo suficiente como para que nos desviáramos de la naturaleza, y aunque tuve un instante de duda, al final yo también voté para que continuáramos por la ruta panorámica. No sé bien por qué, pero desde que tuve consciencia de mí mismo y del mundo siempre fui un poco indiferente a las explicaciones del pasado, y uno de mis temas menos favoritos hasta los treinta y pico de años fue la historia, tal vez por la sobreexposición a la que fui sometido involuntariamente por tener un padre historiador o por andar tan preocupado por el porvenir de la literatura. Cuando vio que todos los otros levantábamos las manos para indicar que queríamos tomar el camino de la izquierda, papá se cruzó de brazos y, refunfuñando, dijo que no era casualidad que democracia rimara con desgracia y que la mayoría siempre tenía el coeficiente intelectual de una lombriz intestinal y estaba abocada a tomar las decisiones equivocadas.
El caso es que mientras papá completaba su pataleta y exaltaba otros sistemas de gobierno, Guillermo volvió a encender el motor y comenzó a desviarse hacia la izquierda, pero en ese instante Marcel pegó un grito que llenó la furgoneta con sus vibraciones de alarma y que nos sincronizó en el miedo a todos e hizo que Segismundo se convirtiera en tigre de Bengala, con el lomo erizado, y nos mostrara los colmillos. Le preguntamos qué era lo que ocurría, pero Marcel permanecía callado y se limitaba a apuntar hacia la carretera que habíamos dejado detrás de nosotros, y aunque a todos se nos enfrió la sangre pensando que veríamos el carrito de helados y a los matones de la mafia azucarera, lo que en realidad vimos fue una reiteración del optimismo en la forma de una diminuta mancha amarilla que se fue haciendo más y más grande, hasta que estuvimos convencidos de que lo que se aproximaba era el mismo ciclista barrigón con el ombligo extrovertido que habíamos visto el día anterior.
Entonces nos bajamos de la furgoneta y nos posicionamos al lado de la carretera para esperar al obeso y alentarlo, pero cuando lo tuvimos cerca nos quedamos estupefactos y no supimos qué decir, pues aunque se trataba evidentemente del mismo tipo (con el maillot amarillo del líder del Tour de Francia, su bigotito fino en el labio superior, la gorrita con visera, los lentes oscuros, el silbato dorado), el hombre había perdido por lo menos cien kilos de la noche a la mañana y ya no era un obeso mórbido sino apenas un tipo grande (ni gordo ni flaco) que avanzaba (ni rápido ni despacio) bamboleándose de un lado al otro con los vaivenes de su pedaleo. La transformación era drástica, como en esos montajes que utilizan las publicidades espurias de las clínicas de cirugías plásticas o los vendedores de fajas y que muestran un antes regordete seguido de un después milagroso, y fue esa disparidad imposible lo que nos dejó boquiabiertos. La única que supo reaccionar fue la pequeña Léna, que hizo la seña de felicidad mientras el tipo pasaba entre nosotros y a quien el ciclista le respondió haciendo sonar el melódico timbre de su bicicleta, pero los demás nos quedamos en silencio mientras lo seguimos con la mirada hasta que se perdió por el sendero que llevaba a Pueblo Triste.
Como la primera vez que lo vi, la imagen del ciclista me hizo pensar que a lo mejor mi problema de sobrepeso fuera un asunto temporal que podía ser resuelto en un abrir y cerrar de ojos —si encontraba mi punto de apoyo, si sabía ponerles nombre a mis falencias, si lograba aprovechar mis oportunidades—, y ese pensamiento me avivó las llamas de las ilusiones y durante un breve instante anuló casi todas las sombras que, como un corazón negro, se me aglomeraban en el pecho.