Hay días en que pienso que sostener las llamas de la consciencia resulta difícil porque además de la iluminación que brinda, el fuego que llevamos dentro quema con la constatación de ciertos hechos inevitables: el que la naturaleza no conozca el concepto de justicia, por ejemplo, o el que el azar sea más determinante que el espejismo de la voluntad, o el que la vida tenga (como los cupones de descuento o leche en la nevera) una fecha de vencimiento. A veces, en casa, con Segismundo acurrucado sobre mis piernas, me gustaba acariciar su pelaje suave y agradecía su ronroneo mientras envidiaba su concentración eterna en el ahora y su ignorancia de esas y otras verdades que me asediaban: que era más fácil destruir que crear, que en el mundo la avaricia y la ignorancia gozaban muchas veces del apoyo que les hacía falta a la generosidad y a la educación, que uno podía estar rodeado de gente y sentirse abandonado, que había que cargar con el fardo de la propia identidad a todas partes, que aunque fuera una ilusión uno no podía bajarse nunca del imparable tren del tiempo, que mientras que la tristeza era siempre robusta había pocas cosas más frágiles que la felicidad… Son axiomas de la existencia que uno tiene que olvidar todo el tiempo para poder vivir; o mejor: verdades fundamentales que uno tiene que aceptar como el precio que se paga por los beneficios del lenguaje y el arte y el humor y el erotismo y la ciencia y todo lo que hace interesante al animal más triste del mundo. No estoy seguro, pero me parece que esta es la sabiduría a la que llegan casi todos los libros importantes y las filosofías más suspicaces, solo que esta aceptación no es algo que se enseña, sino algo que tiene que vivirse y renovarse, y por eso es que seguimos inventándonos historias y pintando lienzos y componiendo sinfonías e ideando terapias y fórmulas —intentos por explicar lo inexplicable y que al final se pierden siempre en el silencio.
Cuando comenzó el combate de jiu-jitsu entre Guillermo y el gordo fofo todos los otros parecían llenos de optimismo, pero desde mi cobarde punto de vigía yo fumaba los cigarrillos que el parásito me encendía mientras pensaba en los riesgos intrínsecos de la vida misma y en si debíamos o no intervenir para detener la pelea, tal vez abalanzándonos todos sobre el gordo y sometiéndolo por la fuerza de la mayoría para evitar una tragedia que nos echara a perder no solo lo que quedaba del paseo, sino el resto de la vida. Al final, sin embargo, me quedé quieto y fui solo espectador de la contienda, atónito ante la fuerza bruta del gordo y la súbita agilidad de Guillermo, pues aunque no podía someter ni golpear a su oponente, mi hermano se salía de los agarres como si fuera un pez engrasado y de un brinco se colocaba una vez más frente a su oponente, listo para encarar otra de sus embestidas. Como en la final del torneo, la nueva pelea fue un trámite fugaz, imposible de narrar en demarcados pasos consecutivos y mejor descrita con la improbable imagen de un hipopótamo atacando a un colibrí —tan salvajes y plúmbeas eran las maniobras del gordo y tan imprevistas las escapatorias de Guillermo—, hasta que en un momento determinante de la lucha el gordo gritó como un ninja y luego, dando un salto inverosímil para su cuerpo rechoncho, se fue en trayecto parabólico hacia donde lo esperaba mi hermano, que pareció quedarse congelado por la aterradora visión del paquidermo por los aires… Durante un instante, mientras el gordo surcaba la distancia que los separaba, anticipé una muerte por aplastamiento y tuve que combatir el acto reflejo de cerrar los ojos, pero entonces ocurrió el portento que los otros esperaban y que yo, tan tonto, había puesto en duda: Guillermo había sabido aprovechar el impulso y la masa contundente del otro y, canalizándolos en un movimiento sutil y bello, más parecido a un paso de danza que a una maniobra de la violencia, mi hermano había logrado cambiar la trayectoria del gordo, quien cayó de bruces sobre uno de los matorrales cercanos en un cimbronazo tan rotundo que el tipo perdió el conocimiento durante un par de segundos. Cuando despertó lo vimos pararse adolorido, sacudirse el polvo y la vergüenza del esmoquin de terciopelo, y finalmente montarse al carrito de helados y salir a toda velocidad por la carretera destapada hasta desaparecer para siempre de esta historia.
“¡Ese es mi hijo!”, gritó papá repleto de orgullo, y mientras Miranda y A. abrazaban a Guillermo, Marcel se puso a cantar La marsellesa, mamá sacó la guitarra para acompañarlo de lo feliz que estaba, y hasta a mí me dio por chocarle las cinco al oscuro bicho de la melancolía, que celebraba la victoria con obscenos cánticos de barra brava. Entonces, cuando la algarabía mermaba y el silencio recuperaba terreno, escuchamos un gemido de dolor que de lo tenue era difícil de ubicar, pero que al final rastreamos hasta el arbusto donde había caído el gordo fofo, y fue ahí cuando vimos que Segismundo, escondido en aquel matorral para escapar de la bullaranga y el peligro, había recibido la totalidad del impacto y agonizaba sin remedio.
No lo recuerdo con lujo de detalles, porque actué con la velocidad inconsciente de las desgracias, pero el caso es que fui hasta donde estaba mi mascota plurieidética y recogí su cuerpecito fracturado, frágil como la felicidad, y me quedé inmóvil, sin poder hacer nada. Segismundo se quejaba con los ojos cerrados y el hocico ensangrentado, y solo era capaz de mover la cola en una oscilación irregular y frenética que parecía seguir la arritmia de sus suplicios. Cuando A. llegó hasta donde yo estaba la vi poner una de sus manos en el vientre de Segismundo y acariciar su pancita peluda, incrédula frente a lo que ocurría, y aquí finalmente mi mascota plurieidética había abierto los ojos como queriendo reconocernos por última vez y luego, tras un suspiro inefable, dejó de quejarse y de moverse.
Recuerdo el súbito y profuso llanto de A., su chubasco de tristeza, y que mientras las lágrimas le empapaban el vestido ella tomó a Segismundo en sus manos y se sentó sobre el charco fangoso de su lamento, acurrucándolo como a un infante todavía con vida, carbelando con ternura su pelaje cruento. Recuerdo la punzada en mi pecho (esa que se siente cuando uno ve sufrir a quien se ama), y que cuando traté de consolarla, A. abrió la boca y dejó escapar una sarta de letras sin sentido que se me antojaron como la expresión última del desconsuelo y cuya ilegibilidad me hirió con su filo despiadado. Mientras los otros se abrazaban, esta vez no para compartir la algarabía, sino para salvarse de la pena, giré hacia donde Miranda sostenía a Léna y quise decirle a la bebé que la muerte era apenas el otro lado de la vida y que no había ninguna razón para el desconsuelo, pero las manos me temblaban tanto que no pude hacer ninguna seña y luego a mí se me encharcaron los ojos y solo atiné a arrodillarme sobre la tierra yerma de aquel lugar maldito. Cuando comencé a llorar, escuché que mamá rasgueaba la guitarra y que, luego de un preludio que era bello y amargo, improvisaba la letra de una canción desgarradora cuyo estribillo me taladró por dentro con su dolor sin contornos:
Cuando callas todo guarda silencio,
Cuando cierras los ojos llega siempre la noche.
El día que te vayas partirán todas las naves
Y nadie me escuchará llamar desde la costa…
Recortado de un libro perdido u olvidado:
“JOSÉ OVIDIO BETANCOURT, Hortensia Paz, Jacobo Rey. Los nombres junto a los huesos desparramados. José y Raquel Pemberthy, Juan Crisóstomo Piedrahíta. ¿Se encargarán los muertos de hacer el reclamo justo de sus partes?
Los dos hombres, con los rostros cubiertos con trapos para no convertir el olor en la reacción obligatoria del vómito, caminaban sobre el jardín de los restos desperdigados por la explosión del rayo. Uno de ellos trabajaba deprisa; el otro, más joven, parecía apenas seguir al hombre que se agachaba repetidamente, recogiendo una cosecha maligna.
Candelaria Díaz, Valeriano Cimarrón.
—Don Víctor, ¿qué les decimos a las familias?
Sinforiano Jiménez. Abraham Castro. Lázaro Jaramillo. Rafaela Muñetón.
—Nada, Próspero, no les decimos nada. ¿Qué necesidad tienen de saber todo esto? Decime, ¿qué necesidad tienen?
Los huesos se amontonaban, mezclados unos con otros, en los grupos dispuestos junto a las lápidas en el suelo: Segunda Hernández, Salvador Arango, Pastora Cadavid.
—¿Y si preguntan, don Víctor, y si quieren saber?
—Les decís que aquí está su gente, junto a los nombres. Que esa es su gente.
Los bombillos del cementerio ponían sobre las cosas su luz insuficiente, su luz tenue.
—¿Y si ya no descansan, don Víctor? ¿Y si no encuentran la paz?
Mercedes Cardona, Virginia Uribe, Fabricio Cruz.
—Los vivos o los muertos, Próspero. Les das la paz a los unos y se la quitás a los otros. Los vivos o los muertos. ¿Que ya no podrán descansar? Pues que al menos dejen que los vivos descansen.
Evangelina Gallón. Fermín Alzado. Alejandra Asunción.
Todavía se alcanzaban a ver tumbas desalojadas de sus huesos, desperdigados en el suelo: huesos húmedos, huesos rotos, huesos del color de la tierra a la que algún día volverían. El hombre que recogía los cuerpos se reincorporó y dejó que las gotas de sudor le bajaran por el rostro.
—Poné un poco más de huesos en esa otra, Próspero. Estos de aquí ya están completos…”.