La corriente que nos separó había arrastrado a papá hasta el estuario, donde al fin fue rescatado por Luis Virgilio, el guarda de la cárcel, que a esa hora de la tarde practicaba vueltacanelas aéreas y saltos mortales en preparación para una competición internacional de clavados de altura que se llevaría a cabo en Cozumel, creo, o en Providencia. Mi padre estaba desnudo y no sabía qué había ocurrido ni dónde estaba y ni siquiera quién era, así que el guarda lo había llevado consigo a Pueblo Triste, pensando que, si no recuperaba la memoria, el viejo náufrago podría establecerse en el pueblo bajo un nombre inventado, con una profesión cualquiera, hasta que se acordara de su identidad o hasta que alguien viniera a reclamarlo o tal vez hasta el fin de los tiempos.
Al llegar a Pueblo Triste habían puesto manos a la obra: tras vestirlo con uno de sus uniformes, Luis Virgilio lo había invitado a una cantina, y entre cervezas y tequilas, comenzaron a pensar en nombres que papá podría ponerse (Luis Virgilio había propuesto Wolfgang o Darío), trabajos a los que podría dedicarse (papá había pensado en convertirse en ajedrecista o papa), y cuando la incipiente borrachera los unía con su lazo fraterno, los dos escucharon una trifulca que provenía de la calle, y al asomarse para ver qué ocurría, papá me reconoció entre los viejos que me habían puesto las esposas y los grilletes y entonces volvió a saber quién era, más o menos, y tras el fallo que me condenaba, diseñó y puso en marcha el exitoso plan de rescate. Con ayuda de Luis Virgilio había descendido a las catacumbas e, informado del sitio exacto que daba a mi celda, había cavado hasta completar el agujero por donde, finalmente, nos fugamos.
Esta fue la historia que armé con suposiciones y retazos mientras atravesábamos las viejas catacumbas, pasadizos caliginosos y tétricos por donde transitaban ratas y aguas negras y en cuyas paredes de tierra vimos las criptas con los huesos de hombres y mujeres que habían vivido en ese pueblo, y de los padres de esos hombres, y de sus abuelos, y de sus bisabuelos, y de sus tatarabuelos, y así hasta que encontramos los restos difusos del primer hombre y la primera mujer que hacía tanto tiempo habían fundado Pueblo Triste. Pronto me di cuenta, por lo que decía, como lo decía, que papá había vuelto a ser el hombre querido y liberal de antes pero que en definitiva su memoria estaba desbarajustada, no solo porque su historia del rescate era fragmentaria y difusa, sino porque no pudo recordar qué camino tomar para salir de las catacumbas y durante un rato largo, mientras el parásito se acicalaba el pelaje azabache, estuvimos caminando en círculos, buscando cómo volver a la superficie.
Recuerdo que en algún momento de nuestro extravío, sintiéndome apabullado por el cansancio, las miasmas fétidas de las catacumbas y la visión de los huesos de aquellos hombres y mujeres que habían pisado la Tierra en momentos distintos pero que ahora se unían en la eternidad de la muerte, me senté para recomponerme, y para hacerle contrapeso a ese paisaje mortuorio, traté de pensar en A. y en el bebé que ya casi saldría de su vientre y en la vida nueva que nos esperaba, y entonces, sin saber bien qué era lo que ocurría, pensar en el futuro me hizo tambalear en el presente y comencé a hiperventilar y a perder los estribos:
“¿Qué te pasa?”.
“No sé”, dije. “Tengo miedo”.
“¿De qué? ¿Por qué?”, preguntó papá, súbitamente azorado. “¿Viste alguna cosa? ¿Un fantasma? ¿Un cocodrilo?”.
“No es eso”, dije y como en un acto reflejo saqué mi cuaderno de notas para apuntar mientras improvisaba: “Tengo miedo de que mi hijo nazca con seis dedos en una mano, o de que salga con mi propensión a la introspección amarga o a la psoriasis o con cualquier otro desajuste cromosomático; me asusta la idea de tenerlo en mis brazos y que se me resbale y se caiga de cabeza, o de que llore porque le duele algo y yo confunda ese llanto con el llamado del hambre y lo atiborre de comida, o de cosas como la apnea y la ictericia; tiemblo ante el sufrimiento inexorable que experimentará durante alguna fiebre o en los rompimientos amorosos, o cuando se caiga de algún árbol y se quiebre un hueso, o cuando nuestro equipo no clasifique a la Copa Mundo o con cualquier otra desgracia”.
“No puedes preocuparte tanto por esas cosas, hombre; no es bueno anticiparse a los infortunios”, dijo mi padre. “Todo pasa”.
“Aún no termino”, dije. “Tengo miedo de que nos separen el tiempo y la cultura: de que mi hijo termine odiando los libros como consecuencia de mi deseo de inculcárselos, por ejemplo, o de que a pesar de la buena educación que pienso darle, crezca favoreciendo lo frívolo por encima de lo detallado, lo fácil por encima de lo complejo, lo obtuso por encima de lo amplio. ¿Qué hago si prefiere los libros de autoayuda al Quijote? ¿Qué consejo puedo darle si un día me dice que quiere ser sacerdote o que quiere hacerse piercings en las tetillas o en el escroto? ¿Qué podría decirle si, tras el timón de su propia libertad, termina por elegir los caminos escarpados de la urolagnia o la adicción al bazuco o el gusto por el reguetón o la zoofilia?”.
“Tranquilízate, hombre. Respira. Como padre uno es más testigo que creador: aprovecha el espectáculo, no te pierdas los instantes que importan”.
“Espera, que todavía me falta: me deja frío del susto el mundo al que va a llegar, un planeta indolente a la deriva del cosmos donde el tráfico de personas y el maltrato infantil y la corrupción y el racismo y la xenofobia y los arcaicos conceptos de naciones y las guerras religiosas y la sobrepoblación y el cáncer y el calentamiento global y el terrorismo y la miseria y los animales en vías de extinción y…”.
“El mundo siempre será un reto”.
“Aguarda, que me falta lo más importante”.
“¿Qué cosa?”.
Dudé, mientras trataba de formular mis aprensiones, y entretanto papá dio un par de vueltas, iluminando las paredes con la linterna de su casco, en busca de la salida. Al final, dije:
“Me da pánico pensar que le fallaré en algún momento, que no podré ser siempre el buen ejemplo que querré ser, que un día dejará de verme como a un superhombre y se dará cuenta de que soy apenas un tipo común y corriente, incompleto, lleno de defectos, atiborrado de dudas”.
Papá se acercó y me encaró, quitándose el casco para no deslumbrarme:
“Todos cometemos errores”, me dijo. “Mi tatarabuelo los cometió con mi bisabuelo, seguro, y mi bisabuelo con mi abuelo, y mi abuelo con mi padre, y mi padre conmigo, y yo con todos ustedes. Pero a pesar de todo no salieron tan mal, ¿o sí?”.
“No quise… Lo que quería… No sé qué… Perdóname”, dije y guardé mi cuaderno de notas.
“Olvídalo: yo no tengo nada que perdonarte; son los hijos los que tienen que perdonarnos a los padres”.
Me reincorporé, un poco más calmado, y luego de abrazar a mi padre me puse el casco con la linterna para seguir con la búsqueda hasta que al final dimos con la tapa de una alcantarilla por la que salimos a la carretera. La madrugada estaba fresca y vibraba con un silencio profundo y cósmico.
“¡Mira!”, dijo mi padre, señalando al cielo. “¡Es la aurora boreal!”.
Giré hacia donde me señalaba y me pareció un poco inusual, porque no estábamos cerca de ninguno de los polos, pero la hermosura del cambio de luces en el cielo hizo que se desvaneciera pronto la sensación de extrañeza y, bajo refulgencias verdes y violetas que se desvanecían como acuarelas en el agua, partimos en busca de los otros. En el camino, acompañado por el zumbido de las chicharras, papá fue rememorando cómo era que había conocido a mamá y cómo había comenzado su vida juntos, una historia que yo ya me sabía de memoria pero que escuché otra vez con los oídos vibrándome de emoción, como si fuera un dios primigenio quien me estuviera narrando el primer cuento de génesis que explicaba la existencia de los hombres, y recuerdo que mientras mi padre hablaba sentí que una ascua de mi apagado amor por los libros volvía a crepitar dentro de mi pecho. Cuando terminó, solo para zafarme de otro peso, le conté que una parte de mis inseguridades y mis retos provenía del hecho de que hacía algún tiempo había dejado de entender a A., y pensando en que podría darme algún consejo, le describí los globos de diálogo que le veía salir de la boca llenos de letras sin sentido:
“Haz de cuenta que son bocadillos”, le dije finalmente: “Como en las tiras cómicas”.
“Ah. Aquí sí no sé qué decirte,” dijo papá y, tras rascarse el occipucio, completó la expresión de su enredo: “¡Las mujeres son un enigma!”.
En ese instante algo me vibró dentro del seso y sentí como si las neuronas encontraran la conexión que yo buscaba:
“Un enigma”, repetí en voz alta, atando cabos.
“¡Un hermoso enigma!”.
Frené en seco, fulminado por la corazonada, y agarré a papá del brazo para que diéramos media vuelta:
“¿Adónde vamos?”.
“Tengo que hacer una parada”, dije.
Papá me miró confundido:
“¿Qué parada? ¿En dónde mierdas está todo el mundo?”, preguntó. “¿Qué coños estamos haciendo en la mitad de la calle? ¿Qué día es hoy?”.