Almorzamos pargo rojo con patacones y arroz con coco, y luego de hacer la digestión llegó el momento de que comenzáramos el ascenso al Monte Misterio, en cuya cúspide volví a ver las volutas circulares de humo azul como las señales que emitía el volcán hacia un destinatario incognoscible. Para economizar combustible y porque ya eran parte integral de la expedición, las gemelas dejaron la patrulla en el estacionamiento de Messier-31 y se fueron con nosotros, subidas en la parte delantera de la máxivan junto a mis hermanos, de manera que papá y mamá tuvieron que cambiar de puestos y durante el resto del viaje se fueron en el asiento de atrás, junto a Miranda y Marcel.
“¡Es increíble todo lo que les ha ocurrido en tan solo dos días!”, dijo Caroline luego de escuchar el recuento de nuestra travesía.
“Es que hemos seguido un ritmo muy extraño”, dijo Miranda mientras arrullaba a Léna. “Como si fuera el otoño de los calendarios o el congelamiento de las clepsidras, como si todos los relojes del mundo se hubieran averiado”.
“Está lindo eso”, dije sacando mi cuaderno de notas para anotar la imagen. “El congelamiento de las clepsidras”.
“Qu’est-ce que ça veut dire, clepsidra?”.
“Es un reloj que mide el tiempo según el agua que fluye”.
“Lástima que no hubieran podido cumplir con su cita”, dijo Carolina. “Habría sido precioso pilotear un globo”.
“Un globo aerostático no se pilotea, amada mía”, volvió a explicar William. “El aparato se eleva, solamente, y mientras está en el aire se encuentra a merced de los vientos”.
“A lo mejor en otro universo sí es posible pilotear un globo”, dijo Caroline.
“Es cierto”, concedió William. “Bajo otras condiciones gravitacionales, siguiendo los edictos de una física distinta”.
“No sé”, dije. “Creo que más que no poder montar en globo, me da más lástima no haber conocido a Absalón Montgolfier. Por sus mensajes suena como todo un personaje”.
“Tal vez podamos organizar otro viaje más adelante”, dijo Marcel.
“‘¡Bravo, carajo!”, gritamos todos al mismo tiempo, celebrando la utilización correcta del subjuntivo.
Aunque hacía bastante calor cuando salimos del bar y habíamos decidido dejarnos puesta la ropa de playa, pronto la altura le fue robando al ambiente varios grados centígrados (como un científico corrupto en un estudio espurio sobre el cambio climático) y un frío seco empezó a acariciarnos hasta que nos puso la piel de gallina y les otorgó a nuestras voces el acompañamiento de un vaho visible que empañaba las ventanas, lo cual permitía jugar triqui dibujando los símbolos con los dedos pero dificultaba la conducción de la furgoneta. Parecía que con cada metro que ascendíamos la temperatura bajaba otro tanto, y después de algunos minutos de ascenso el frío que nos envolvía ya no era el de los páramos sino el de la estepa siberiana y tuvimos que detenernos para sacar los calzoncillos térmicos, los abrigos para la nieve, los mitones de peluche y los mullidos gorritos de mujik, que eran los mejores para calentarse la cabeza, excepto que en mi caso tener al oscuro bicho de la melancolía era suficiente protección contra los vientos helados y la escarcha de la altura. Así, como si estuviéramos apenas ojeando una revista de viajes, el paisaje cambió repentinamente (de los colores de una playa tropical al blanco de los polos) mientras que Guillermo piloteaba la máxivan de Richard Feynman por la carretera empinadísima que llevaba hacia la cima.
“Pero ¿qué diablos hace este infeliz?”, dijo papá después de un rato, apuntando hacia alguna cosa al borde de la carretera.
“¿Dónde?”.
“Allá, a la derecha”.
Con los guantes limpié la humedad opaca de mi ventana y entonces vi a un hombre que, con los músculos tensos y la ropa hecha trizas, se encargaba de empujar una roca enorme hacia la cima del Monte Misterio. El tipo hacía presión con los hombros, con las palmas de las manos, con la cabeza, a veces con una pierna, a veces con la otra, intercambiando la manera de empujar la roca para darle descanso a su cuerpo sin dejar de hacer fuerza. La roca era esférica, de unos dos metros de diámetro, y parecía increíble que un solo hombre se encargara de moverla, sobre todo en esa pendiente casi tan vertical como un muro. Cuando estuvimos a su lado, el tipo nos miró con cara de desconsuelo, y me bastó verle el cansancio en los ojos y la mueca de frustración para reconocerlo:
“¡Sísifo!”, dije y vi que el otro se llevaba una mano al ceño en forma de saludo.
“¿Cómo?”, preguntó William. “¿Se conocen?”.
“Por los libros, solamente”.
“Ah”.
“Es uno de los héroes a los que los dioses otorgaron una de sus condenas ejemplares”, expliqué, para que los otros no se perdieran el significado de la escena. “Por proclamarse tan libre como los hacedores de los hombres, los dioses obligan a Sísifo a subir una roca hacia la cima de una montaña; solo que antes de llegar, la roca se le resbala y cae, y tiene que recomenzar una y otra vez, una y otra vez, ad infinitum”.
“¡Ay, pobrecito!”, dijo mamá. “¿Por qué no lo ayudamos?”.
“No es mala idea”, dije y bajé del todo la ventanilla: “¡Sísifo! ¿Te damos un aventón hasta la cima?”.
El héroe trágico frenó un instante y luego me miró con cara de alivio y agradecimiento:
“¡Si no es una molestia y no los aparto de su destino!”, contestó, enjugándose el sudor de la frente. Entonces le dije a Guillermo que pusiera el freno de emergencia, y con una soga que traíamos en el baúl junto al botiquín de primeros auxilios y a la llanta de repuesto, amarramos la roca al guardabarros de la furgoneta para remolcarla hasta la cima. Era una roca de mármol macizo con vetas doradas y aguamarinas y debía pesar por lo menos tres toneladas, pero con mi densidad tremenda y mi peso exagerado apenas si se movió cuando me planté en la tierra para sostenerla:
“Uf”, dijo Sísifo. “¿Qué es lo que come usted?”.
“Nada raro”, le dije, y mientras mis hermanos envolvían la roca y la aseguraban con nudos le hablé a Sísifo, sin entrar en muchos detalles, de mi problema de densidad y sobrepeso, que en vez de aligerarse parecía haber empeorado durante el viaje. Antes de invitarlo a montarse quise estrecharle la mano (sentir su piel callosa y reseca de tanto esfuerzo sostenido) y nos saludamos como viejos amigos, y mientras terminábamos de trepar hasta la cima del Monte Misterio me fui contento de que pudiéramos ponerles fin a las tribulaciones de un hombre atado desde siempre a sus suplicios, aunque lo cierto era que Sísifo no parecía amargado por su condena y hablaba de la roca y la montaña con hastío pero también con cariño, como si su castigo fuera también una dádiva o un pedacito esencial de sí mismo:
“Empujar la roca es al fin de cuentas una labor como cualquier otra”, me dijo cuando le expresé mi sorpresa hacia su ecuanimidad: “Como diseñar un programa de cómputo, como cuidar a los enfermos, como escribir un libro. Sí, a veces es difícil; sí, a veces puede asomarse el tedio, pero a la larga es una cuestión de actitud. Aquí por lo menos hago ejercicio y respiro aire limpio, y al fin y al cabo he aprendido a amar lo que hago, sin importar en qué punto de la pendiente esté la roca. Pasear perros, reparar motocicletas, limpiar caries: cualquier actividad es o debería ser su propia recompensa —bueno, tal vez con excepción de ser vendedor de tiempos compartidos o abogado en el Vaticano”.
“Hablando de limpieza…”, dijo Marcel. “Nuestro invitado hiede a transpiración rancia con reminiscencias de queso Trou du Cru —Y eso que soy francés y estoy acostumbrado a las fragancias complejas”.
El comentario no cayó bien en nuestro invitado:
“¡Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes!”, dijo Sísifo, tonante; después, sin embargo, se calmó: “¡La verdad es que hace eones que no me baño!”, exclamó mientras se olía las axilas y se untaba un poco del aerosol de frutos rojos que mis hermanos guardaban en la guantera de la máxivan, y así, entre fragancias contradictorias y la conversación con un hombre cuya pena era también el sentido de su vida, terminamos el ascenso a la cima del Monte Misterio.
Al llegar, colocamos la roca sobre una pequeña planicie para que estuviera estable y no se volviera a resbalar y nos despedimos de Sísifo. El hombre nos agradeció el aventón y luego nos dio la espalda para divisar el horizonte, con una mano puesta sobre la roca, como si abrazara a un ser querido, hasta que pareció satisfecho de tanto paisaje. Entonces lo vimos mover la roca de la planicie en la que la habíamos puesto y empujarla una vez más cuesta abajo, adonde la siguió al trote, una vez más, para recomenzar…
… los kōan de los monjes zen; abrir un libro nuevo: un nuevo mundo; las partículas de polvo en su danza sideral dentro de un haz de luz; la alegre sabrosura de los negros; Stanislaw Lem y su planeta consciente; los relojes de arena y los de sol y las clepsidras; algunas cosas que solo existen en blanco y negro: las mejores películas de Bogart, por ejemplo, o la obra de Cartier-Bresson o el ajedrez o las ochenta y ocho teclas, donde caben todas las melodías; la multitud congregada en la estación de Astapovo para despedir al autor de La muerte de Ivan Ilich; el jadeo cariñoso de un perro viejo; los ojos tristes y atentos de las vacas; los versos de cuarzo de Pedro Salinas; magníficas genialidades como los lentes de contacto o las tangas o los columpios o el champú anticaspa; los nombres planetarios de los días; la trayectoria rutilante de los satélites artificiales cruzando el cielo estrellado; que por el mundo hayan transitado personas como Compay Segundo o Teresa de Calcuta o Roger Federer; los sueños lúcidos de Hayao Miyazaki; los veleros navegando en el crepúsculo; las primeras pulsaciones del amor…