Al principio nos defraudó un poco haber subido hasta la cima del Monte Misterio, porque cuando llegamos al estacionamiento casi no encontramos puesto, y al acercarnos al punto de información nos dieron la mala noticia de que la boca del volcán se encontraba temporalmente cerrada, no por el riesgo de una erupción inminente o por una fuga de gases tóxicos sino porque un equipo cinematográfico se encontraba rodando una de las escenas cruciales de Prorsus omnia, una película de carreteras repleta de amor, misterio y aventuras, ambientada en los parajes más exóticos de la península.
Efectivamente, el sendero peatonal que llevaba a la boca del volcán estaba acordonado y fuertemente vigilado, lo cual impedía que burláramos las advertencias y nos coláramos en la filmación, como habían sugerido papá y mamá. El corazón se nos llenó de lástima, porque todos soñábamos con llegar hasta el borde del volcán para ver las entrañas fulgurantes del planeta y las demoradas burbujas de magma, y recuerdo que estábamos cabizbajos, regresando ya a la máxivan para emprender el descenso, cuando escuchamos, detrás de nosotros, una voz epicena que nos hizo frenar en seco por sus entonaciones autoritarias:
“¡Han llegado tarde!”, dijo la voz. “¿No saben cuánto dinero le cuesta al equipo de producción este tipo de retrasos?”.
Aunque era improbable que se estuvieran dirigiendo a nosotros, dimos media vuelta y vimos a alguien que (dependiendo del ángulo) era hombre o mujer, de modo que a veces tenía la mandíbula cuadrada y una barba de tres días y a veces tenía el cutis delicado y voluptuosos senos de nodriza, y (según la perspectiva) llevaba puesto un elegante traje de sastre con corbatín o una inmaculada túnica griega. La visión de este híbrido misterioso debió habernos puesto una cara de desconcierto, pues el hombre-mujer (que en realidad sí se dirigía a nosotros) pareció esperar a que dijéramos alguna cosa, y al ver que nos quedábamos callados, volvió a increparnos con su ronca voz ambivalente:
“¡Muévanse, que tenemos que rodar!”, dijo, y después, llevándose una mano a la frente y negando con la cabeza: “¡Qué falta de profesionalismo!”.
Enseguida entendimos que el hombre/mujer nos había tomado por integrantes del equipo de filmación, pero en vez de aclarar el enredo dejamos que la trama se siguiera complicando, ya que, después de regañarnos, nuestro interlocutor hizo que lo/la siguiéramos hacia el punto donde estaban las cámaras y las luces, y cuando nos vieron junto a él/ella, los guardas que vigilaban la entrada a la boca del volcán nos abrieron el paso y nos saludaron amistosamente.
“Tenían que haber llegado ayer”, siguió diciendo la mujer/hombre mientras caminábamos por el sendero peatonal, a unos cien metros de la misma boca por donde el Monte Misterio lanzaba sus señales de humo. “¿Acaso no les avisaron?”.
“Nadie nos dijo nada”, dije, improvisando. “Llegamos tan pronto como pudimos”.
“¡No puedo delegar ninguna tarea! ¡Lo tengo que hacer todo yo!”, dijo él/ella, quejándose, pero luego cambió el tono de rabia por uno de sosiego y de confianza: “Bueno, eso es lo de menos. Lo importante es que ya llegaron y que podemos proceder… Por aquí, por favor”.
La/lo seguimos, caminando entre las rocas y la nieve, hasta que estuvimos en el borde mismo del volcán, y luego nuestro guía ambiguo nos dejó solos un instante para darles algunas instrucciones a los camarógrafos, creo, o para arreglar un último detalle de la utilería o de las luces, y mientras el hombre/mujer se ocupaba de estas cosas, fuimos tanteando con cuidado para asomarnos al vientre del volcán.
Abajo, en un abismo hecho de minerales y de fuego, los suspiros que provenían del centro de la Tierra estallaban en cámara lenta y, con sonidos de borborigmos y flatulencias, el núcleo del planeta exhalaba los gases azulados que después el volcán soltaba en forma de cintas de Möbius hacia el cielo del mediodía. Todos guardábamos silencio, sobrecogidos por la belleza inefable de lo que es elaborado y extraño y no se ve todos los días, y sonreíamos agradecidos por la fortuna que nos había dado acceso al espectáculo que, sin que tuviéramos que decirlo, reconocíamos como el magnífico final de nuestro viaje, y fue precisamente ahí, al ver los rostros de los otros, iluminados por el fulgor anaranjado de la piedra fundida, que sentí en la espina dorsal el corrientazo inequívoco de un keraunoma, la idea eléctrica de una nueva historia que quería ser contada y que me elegía a mí como su narrador y su primer testigo… Todavía no sabía muy bien de qué se trataba ni cuál sería la forma o el derrotero, pero recuerdo que esa poderosa intuición que antecede a la obra me trepó veloz por la columna y se me dispersó por las extremidades con cosquillas cálidas que se liberaron en una chispita de electricidad estática cuando tomé a A. de la mano para que, así, unidos, compartiéramos la visión del caldo primigenio que se cocía en lo profundo del Monte Misterio. Me acuerdo que le apreté fuerte la mano y que esperé, otra vez, a que mi mujer sacara uno más de sus globos de diálogo, pero A. no dijo nada de lo emocionada que estaba y se limitó a mostrarme que estaba contenta con la elocuencia rutilante de sus ojos… ¿Por qué ya no me hablaba? ¿Acaso se había resignado ya a que yo jamás la comprendiera? ¿Había decidido reemplazar el lenguaje cotidiano por miradas? ¿Era posible el amor con este lenguaje de guiños y pupilas? ¿Era posible la vida juntos sin palabras?
Así nos quedamos no sé cuánto tiempo, y cuando ya no soportábamos más el calor en nuestros rostros nos reincorporamos y fuimos en busca de la mujer/hombre para ver en qué podíamos ayudar, a lo mejor como extras de la película o como asistentes de vestuario o cualquier otro detalle menor de la producción. La/lo encontramos dándonos la espalda, en una silla plegable en cuya parte posterior leí primero “Director”, luego “Directora” y después “Directur”, sin que este cambio de género en el sustantivo me causara demasiadas inquietudes. Cuando nos vio llegar, el director hizo sonar las palmas para llamar la atención de todo el equipo y luego se despejó la garganta:
“¡Nuestros actores han llegado, finalmente!”, dijo, potenciando la voz por medio de un megáfono electrónico. “¡Camarógrafos: asuman sus posiciones; micrófonos, listos!”.
Entonces la directora abandonó el megáfono y esta vez nos habló, con su voz desnuda, solo a nosotros:
“Bien”, dijo, abriendo los brazos para envolvernos a todos: “Se trata de uno de los momentos más importantes de la historia”.
“Ah”, dijo mi padre: “La apoteosis”.
“No”.
“El clímax”.
“Tampoco”, dijo el director. “No hay clímax, o no hay un solo clímax. La historia está construida con vicisitudes y altibajos que son valiosos en sí mismos y no son necesariamente un andamio para erigir una epifanía. La escena es…”
“Pero no nos han maquillado ni nos han dado nuestro vestuario”, interrumpió Miranda.
El director la miró confundido:
“¡No hay maquillaje! ¡No hay vestuario! ¡Nada de eso importa! En la historia todo es espontáneo, fluido, con toques oníricos o azarosos”.
“Tipo improvisación surrealista”, dijo Guillermo.
“No, hombre”, dijo la directora. “No se trata de géneros ni de estilos: se trata de una exploración de la vida misma, aprovechando elementos poéticos para ampliar el espectro narrativo y para darle más capas de significado”.
“Ah”, dijo Marcel. “Como una cebolla”.
“No”.
“Como una muñeca rusa”, propuso Miranda.
“Tampoco”.
“Ah”, dijo papá. “Como una torta de novios”.
“¡No!”.
“Ya sé”, dijo William. “Como los estratos de colores distintos en un cañón profundo”.
“Puede ser”, concedió el director. “Como un paisaje que contiene todos los tiempos, todos los elementos, todos los símbolos, todos los arquetipos, todas las variables. La escena es…”
“¡Ay, pero ni siquiera hemos leído el guion!”, interrumpió mamá.
“¡No hay guion! ¡Nadie ha escrito el libreto! Las palabras llegan si llegan, y si no llegan, el espectador tendrá que apreciar los espacios de silencio”.
La directora calló un instante, como a la espera de otra interrupción intempestiva, y cuando vio que ya nadie tenía nada que decir, volvió a sus indicaciones:
“La escena es esta: después de planes fallidos y extravíos, después de hallazgos afortunados y comprensiones íntimas, los viajeros llegan a la cima del volcán. No los dejan entrar, al principio, pero luego los confunden como actores de Absolument tout, una película sobre la creatividad y las dificultades de la comunicación en el amor que en ese momento se está rodando cerca del humo azul expelido por el volcán del Monte Asombro. La idea es que los viajeros llegan al volcán, a cuyo abismo se asoman, embelesados por la lava, satisfechos con la travesía, comprendiendo que ya en verdad se acerca el momento del regre— ¿Preguntas hasta el momento? ¿No? Muy bien. Ahora, después de eso viene la parte más importante”, dijo la directora y nos tomó a A. y a mí del brazo, separándonos de los otros. “Porque mientras que el resto del grupo da una vuelta por la cima para divisar el paisaje que han recorrido, los amantes se quedan solos y comparten uno de los instantes más significativos de toda la película”.
“¿De cuál película?”, preguntó papá. “Estoy muy confundido”.
“Ñoño”, dijo Léna y luego la vimos hacer la seña para salir a caminar.
“¡Preciosa!”, dijo la directora. “Le haremos varios close-ups, demostrando su habilidad para comunicarse con se… Pero ¿qué significa esto?”, preguntó al ver por primera vez a Segismundo, convertido en ese instante en un magnífico oso polar, especie en peligro de extinción.
“Es Segismundo”, dije. “Nuestra mascota plurieidética. Del latín plu…”
“OK, OK”, dijo. “También está en la película. Estará. Estaría. ¡Ah! Estuvo. Está estando”.
“Nosotras tampoco entendemos”, dijeron las gemelas. “¿Por qué comenzamos a filmar desde el final de la historia?”.
“No puedo desperdiciar tiempo en estas minucias”, dijo el director, algo ofuscado, pero después recuperó la compostura y habló con un delicado didacticismo: “Los detalles colaboran con la estructura del artificio y lo hacen más interesante: la belleza es compleja, apretada, sinuosa, y por lo general su forma más pura no se encuentra en la línea plana y sin curvas por donde transitan los charlatanes. Ahora: no importa de qué película se trate, porque la película que rodamos es en realidad una secuencia infinita de películas: un túnel de gusano que abarca todos los universos que componen el multiverso: a veces se llama Absolute ĉio y es una comedia tipo sci-fi en la que los personajes parecen entablar contacto con un extraterrestre o un viajero del futuro; otras veces se llama Absolut alles y es un thriller con espías, complots políticos y el descontento civil de un mundo plagado de injusticia y porquerías; otras veces es rodada bajo el título de Absolutely Everything y tiene que ver más con los lazos familiares y los azares que le dan textura a la vida. Eso sí: en todos los universos la historia es una reflexión sobre los retos de la paternidad, el regalo de un padre a su hijo, una reivindicación de la existencia por encima de la nada. En cuanto al orden, todo lo que es ya fue y será: en el ciclo de la vida no hay un solo comienzo, no hay un solo final. La historia es además fragmentaria, llena de interrupciones, poblada de paréntesis, repleta de incisos éticos, filosóficos y poéticos. Tenemos que rodar esta escena del final porque estamos aquí y no podemos desaprovechar la locación. Después, durante el proceso de edición, nuestro equipo de posproducción se encargará de que tengan sentido”.
“¿Cuándo comenzamos?”, preguntó el oscuro bicho de la melancolía. “¡Tengo que acicalarme la melena!”.
“¡¿Cómo que cuándo comenzamos!?”, preguntó la directora y luego señaló a los camarógrafos tras las máquinas y a los asistentes que ponían los micrófonos sobre nuestras cabezas. “Comenzamos ya hace un par de días, cuando los viajeros salieron de la ciudad. No: antes de eso: hace muchísimo tiempo… Ahora, a lo que vinimos”, dijo, y tras distanciarnos a A. y a mí del resto del grupo hasta que estuvimos encuadrados en el centro de una de las cámaras, les indicó a los otros que caminaran en el otro extremo del volcán para divisar el paisaje que habíamos recorrido y luego nos habló solo a nosotros:
“Muy bien: los amantes se han quedado al fin solos”, dijo el director. “La historia no quiere renegar del amor, pero tampoco quiere ignorar el hecho de que hay pocas cosas más desafiantes que una vida en pareja. Todo lo importante es difícil, todo lo valioso es frágil, todo lo gratificante requiere dedicación y esfuerzo. La frase hecha valer la pena es un comprimido filosófico que ha sido devaluado por el abuso pero que no ha perdido validez: el amor, el arte, la paz, el ejercicio, el reciclaje, la meditación, la búsqueda de vida interplanetaria, una existencia dedicada a una labor minuciosa: todas esas cosas valen la pena, justifican el dolor que llega a veces, la soledad, el tedio, la abulia, el horror, el silencio. Para cuando llegamos a este punto, los amantes llevan un tiempo indeterminado sin poder comunicarse, ajenos, extrañados. Párense aquí, eso, para que las cámaras puedan capturar las refulgencias de la lava y parte de los anillos de humo”.
La directora nos movía, nos guiaba, nos acomodaba dentro del paisaje, y entretanto seguía con las explicaciones: “El amor es un puente, la amistad es otro puente, la relación de un hijo con sus padres es otro puente, todo lo que importa en el multiverso tiene al menos dos orillas opuestas que deben ser unidas con esmero, valentía y ternura. Así, eso: mientras los otros caminan, los amantes se abrazan, todavía sin decirse nada. Los dos acarician el vientre de la mujer y, a través de la piel, al hijo que esperan, al hijo que los espera. Atrás está la boca del volcán, el pico nevado del Monte Asombro. Súbitamente comienza a nevar un poco”, dijo el director mientras yo sentía, maravillosamente, el contacto de los primeros copos que caían, derritiéndose contra mi piel.
“Hace frío, sí”, siguió la directora, “pero es un frío agradable, como el de las sábanas cuando uno despierta a medias y sabe que puede cerrar los ojos y volver inmediatamente al sueño, sin interrumpir el hilo narrativo. Eso, así, con movimientos suaves sobre la panza de la mujer encinta. No se inquieten por mi voz, que desaparecerá durante el proceso de edición: enfóquense en las miradas, en las pulsaciones, en las caricias. Eso…”.
“Pero ¿qué es esta fantochada?”, preguntó el parásito sobre mi cabeza, siempre escéptico de las escenas amorosas. El director lo atajó en el acto:
“No, no, no”, dijo: “Aquí y a lo largo de toda esta escena el oscuro bicho de la melancolía no abre la boca ni participa de ninguna otra manera: se queda quieto en forma de gorrito de invierno. Eso, así, como un tuque canadiense. Muy bien. Ya está a punto de llegar el momento de la reconciliación, el anticipado instante del reencuentro. También es un desafío recomponer las cosas: es más fácil destruirlas, desecharlas. Vivimos en un mundo que no quiere arreglar lo descompuesto y que prefiere reemplazarlo por versiones nuevas que también se tirarán en este círculo vicioso de la indiferencia y el derroche. Pero a veces, no digo siempre, reparar algo también vale la pena”.
La directora se separó de nosotros, dando tres pasos hacia atrás, y luego la vi armar con los pulgares y los índices un recuadro dactilar a través del cual siguió observándonos. “Perfecto”, dijo. “Aquí llega: el puente restablecido, el río sin diques. Mientras el hombre continúa con sus caricias, acerca su boca al oído de su mujer y le susurra algo que el espectador no alcanza a escuchar pero que, se entiende, expresa el amor a pesar de todo y la voluntad de aceptar los retos que se avecinan”.
Siguiendo las indicaciones del director, me acerqué al oído de A. y le dije en secreto, utilizando mis propias palabras, el mensaje que la directora quería transmitir en su película y que, tal vez por casualidad, coincidía exactamente con lo que yo quería decirle a mi mujer.
“Eso, eso. Maravilloso. Casi al mismo tiempo a la mujer se le encharcan los ojos y vemos cómo le bajan las lágrimas por el rostro y el hombre las recibe con sus labios, como ha hecho antes. Muy bien, muy bien. El tipo saborea las lágrimas dulces y espera, como ha venido haciendo desde muy temprano, a que ella diga algo. Todavía no está del todo seguro, pero cree que esta vez podrá comprenderla. Es apenas una sospecha, pero es una sospecha valiosa: la idea de que ha tenido que viajar solo, transitar por calles pobladas de humo y miseria para encontrar la clave de sí mismo, la solución del enigma que lo ha alejado de su mujer. Ya viene, ya viene. Así. Muy bien. La mujer se despeja la garganta, suavemente, sonríe antes de abrir la boca y finalmente dice algo, no sé bien qué, improvisen —pero eso sí, que sea lindo y significativo, pues es la última línea de diálogo de esta escena”.
Aquí el director calló y le indicó a A., con señas de las manos, que era su turno y que las cámaras la enfocaban. Entonces vi que A. se despejaba la garganta, suavemente, y que sonreía antes de abrir la boca:
“IFATKFQFRUZQ”, dijo, el mensaje todavía encerrado en un globo de diálogo en el que volvieron a aparecer letras desorganizadas, extrañas, tridimensionales, diagramadas en fuente Courier, solo en apariencia sin sentido. Esta vez no me desanimé, sin embargo, y con emoción, mientras anotaba las letras en mi cuaderno de notas y hacía los cálculos y los reemplazos, terminé de comprobar lo que hasta entonces era apenas una sospecha vaga, aunque valiosa: la idea de que había tenido que alejarme, extraviarme, deambular por calles oscuras y enfrentar la tristeza y el odio que a veces me embargan para, al final de la sombra y los horrores que pueblan el mundo, encontrar la clave de mí mismo que me permitía reconciliarme con mi labor y con el mundo; la llave que me permitía, finalmente, volver a comprender a mi mujer…
Las cosas que dijo A.: “Soñé que conocía a un viajero del futuro”, en su primer bocadillo aquella mañana antes del viaje; “No parece ni de día ni de noche”, cuando comenzábamos el paseo; “¿Cuántas pelotas hay en el aire?”, al malabarista en calzoncillos; “La victoria sin esfuerzo no es placentera”, al momento de hablar de la final de jiu-jitsu; “Siempre fue uno de mis sueños”, y lo cumpliste, amor mío, lo cumpliste; “Necesito que me comprendas”, justo después del pícnic; “No puedo hacer esto sola”, antes de que viéramos por primera vez a Absalón Montgolfier, sin saberlo; “¿Por qué no vamos por la izquierda?”, cuando estábamos ante una trifurcación de caminos cuyos letreros ilegibles habían sido carcomidos por la ventisca ardiente del Desierto de los Espejos; “Ni loca”, cuando pensamos que tendríamos que adoptar costumbres caníbales; “En otro universo el lenguaje está hecho de silencios”, cuando hablábamos de las otras versiones de nosotros mismos; “Tienes cara de cansancio”, cuando la encontré junto a las viejitas surfistas; “La pantalla del mío está borrosa”, cuando quiso verificar la hora en su reloj de pulsera; “O de la fumigación con glifosato”, al momento de entrar al paraje yermo donde moriría Segismundo; “Gracias”, en respuesta a algo que había dicho Miranda; “Ese era el hombre del que te hablé, el hombre de mis sueños”, cuando tuvimos nuestro encuentro con el otro; “Amo mi destino”, casi al final, arriba, arriba, arriba, en la cima nevada del Monte Misterio…