En la madrugada de ese mismo día, después de que papá me ayudara a escapar de la prisión de humo y luego de resurgir del ambiente fétido de las catacumbas, habíamos regresado a Pueblo Triste, esta vez no por accidente sino en un acto de volición que obedecía a la corazonada que me embargó mientras caminábamos bajo la aurora boreal.
Una vez de vuelta por las calles de hollín y podredumbre, nos dirigimos al Museo en Miniatura de la Barbarie (abierto las veinticuatro horas, de martes a domingo —niños entran gratis), y luego de que papá hiciera el tour por la exhibición, hablé con Isidoro Hart, exponiéndole mi problema de comunicación con A., y logré que (a cambio de una mención de patrocinio para su museo en mi próximo libro) me obsequiara la preciosa lupa con la que se observaban las miniaturas y una versión a escala de Enigma, la máquina de cifrado utilizada por las fuerzas militares de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. La máquina era una Wehrmacht de tres rotores y, según el historiador, era la réplica exacta y funcional de las empleadas por la Luftwaffe, la fuerza aérea del ejército nazi. En el momento de entregármela, Isidoro Hart me mostró cómo manipularla y luego hablamos acerca del valor pedagógico del pasado, que yo estúpidamente había comenzado a devaluar cuando era más joven y apenas llegaba al mundo de las palabras, pensando que solo el futuro contenía los asuntos importantes y que no tenían por qué atañerme los eventos de generaciones pasadas destinadas al olvido.
“El pasado y el futuro son el anverso y el reverso de un mismo espacio en donde se debaten dos fuerzas complementarias”, había dicho el historiador. “La memoria y la imaginación son la verdadera esencia del presente y solo existen en compañía: como el fuego y el oxígeno, como la luz y la sombra, como la música y el tiempo. Sin imaginación somos apenas polvo, sí, y sin memoria estamos abocados a ser solo fantasmas de nosotros mismos…”.
Me acuerdo de que escuché las palabras de Isidoro Hart con una vaga sensación de irrealidad, como si mi yo de entonces empezara a transformarse en otra cosa o yo fuera el personaje de un sueño tejido por alguien extraño. ¿Me había convertido en un hombre nuevo luego de mi conversación con el historiador? ¿Quién era el que soñaba? Si tanto el pasado como el porvenir convivían de manera simultánea (como lo adivinaron los poetas, como lo demostró la física moderna), ¿por qué me había empecinado en ignorar o despreciar lo que yacía detrás de mí como si no fuera asunto mío? Si la especie podía concebirse también como un individuo, ¿no eran la crueldad y la injusticia de la humanidad apenas las idiosincrasias de un niño malcriado que todavía no sabe lo que quiere? ¿Alcanzaríamos a llegar a la madurez, como especie, o nos aniquilaríamos durante el periodo depresivo de nuestra tonta adolescencia? ¿No era la barbarie de mis ancestros el camino que había que recorrer para llegar a la plenitud de mi descendencia? ¿Acaso era posible hermanar la historia y la utopía?
Todavía no sabía nada y en lugar de certidumbres tenía la mente como un avispero de preguntas, pero la conversación con Isidoro Hart me había llenado de esas dudas importantes que lo hacen a uno ver con nitidez sus propios errores, de manera que para cuando abandonamos Pueblo Triste me sentía ya un poco distinto, y más tarde, cuando comprobé que con ayuda de la máquina miniatura podía comprender los mensajes cifrados que emitía A., era como si algo dentro de mí se restableciera o se completara, y que mi consciencia cautiva y cautivada en el presente, tuviera sin embargo dos caras alternativas que miraban con libertad hacia atrás y hacia adelante, en dirección a dos puntos en apariencia lejanos y dispares pero que a la larga terminaban por unirse en la esfera sin fisuras de lo eterno.
“Bah, ¡qué fanfarrón es este filosofillo de segunda, este pensador de pacotilla!”, dijo el oscuro bicho de la melancolía mientras, ya en el descenso hacia el otro lado del Monte Misterio, yo trataba de explicarle a mi esposa qué había ocurrido y por qué, por fin, podía entender lo que me decía.
Recuerdo que A. y yo veníamos hablando como si nada hubiera pasado, como si fuera lo más normal del mundo que yo tuviera que ingresar las letras de sus globos de diálogo en mi máquina Enigma para convertirlas a un lenguaje que no me resultaba abstruso, y que ese restablecimiento de nuestra comunicación le había dado un nuevo ímpetu a nuestro cariño y ya solo teníamos en mente regresar a casa y descansar un poco y esperar los dos meses que nos separaban del nacimiento de nuestro hijo… Me parece que para entonces todos los demás también tenían esa misma actitud suave de clausura, el cansancio plácido que queda al final de los viajes y que es una mezcla de la alegría de la travesía realizada y la nostalgia de lo que se termina, y tal vez por eso es que todos callaban, apoyando las cabezas contra las ventanas, viendo el panorama acuarélico de la península con un gesto agridulce de ensoñación y de despedida mientras Guillermo conducía la máxivan por el sendero de descenso hacia el valle que está al otro lado del Monte Misterio, adonde nos dirigíamos ya no para el despegue de nuestro frustrado viaje en globo sino para tomar el atajo conocido por las gemelas que nos pondría a unas cuantas horas de la urbe.
Era una tarde luminosa, sin nubes, con un fondo azul profundo lleno de brillos como si todo el firmamento estuviera empotrado con zafiros, y aunque el hecho de estar cerca del valle me pesaba por recordarme lo que pudo ser y no fue, el paisaje en el que nos adentrábamos era una recompensa en sí mismo, pues desde allí se divisaba el último borde de la península, y más allá de los peñascos donde se deshacían las olas, uno alcanzaba a ver a lo lejos el océano ilimitado copulando con el cielo en la línea sensual del horizonte.
Algunos minutos más tarde, cuando entrábamos definitivamente al valle que descansa entre el volcán y los riscos, decidimos detenernos para comer una merienda antes de proseguir, y tras estacionar bajo la sombra de un precioso arce, nos sentamos sobre el césped fino que se explayaba como una alfombra verde, todavía húmeda por el rocío. Mientras comíamos nos pusimos a soñar planes para nuestro próximo viaje (papá quería cavar un túnel directo hacia la China, mis hermanos y las gemelas querían conocer la mancha roja de Júpiter, Marcel propuso unas vacaciones en el sur de Francia para aprovechar y visitar a sus hermanos), y luego, en tanto algunos tomaban una breve siesta y otros exploraban las rocas ásperas de los peñascos, me quedé junto a la pequeña Léna, que parecía triste por el final del paseo y, pensando que era un momento apropiado, quise ponerles fin a nuestras lecciones de conceptos abstractos con una última sesión que cobijara los asuntos importantes que nos hacían falta: para decir ilusión había que besarse el dorso de la mano; para decir coincidencia era necesario llevarse el pulgar a la boca y mover los dedos rápidamente, como si se estuviera tocando una trompeta invisible; la seña que quería decir final o cierre consistía en un movimiento circular de los puños cerrados seguido de un tirón hacia afuera, en una secuencia rápida y enérgica, parecida al gesto de los conductores de orquesta en el compás último de una sinfonía…
Después de mi trabajo de pedagogo la bebé me sonrió como si me hubiera comprendido completamente y luego la vi cerrar los puños con la intención de hacer la seña para el final, pero antes de que pudiera completarla vimos que el aire se llenaba de miles de luciérnagas y la maravilla hizo que Léna interrumpiera lo que iba a decir para, en cambio, señalar los brillos ámbares que titilaban en el aire, al tiempo que dejaba escapar un suspiro de estremecimiento que casi hace derretir a Clara Luna. Me acuerdo de que Segismundo comenzó a perseguir a los cocuyos, y que todos los demás nos pusimos de pie para presenciar la danza de los insectos que flotaban ante nosotros como astros diminutos cuando vimos que, a lo lejos, se aproximaba una mancha amarilla que al principio resultaba difusa pero que después de algunos instantes se despejó para dejarnos ver al mismo ciclista que habíamos visto ya dos veces, esta vez convertido en un tipo flaco con los músculos bien definidos que andaba veloz sobre su máquina y que frenó en seco, haciendo derrapar la llanta trasera de la bicicleta, cuando estuvo frente a nosotros. El ciclista estaba agitado por la extensa carrera de tres días y todavía llevaba el maillot amarillo, solo que ajustado a su torso esbelto, y se había quitado los lentes de sol pero se había dejado el gorrito con la visera y el silbato dorado que le colgaba alrededor del cuello. Lo miramos felices, como si al fin hubiera llegado alguien a quien hacía mucho tiempo esperábamos, pero como ni siquiera sabíamos su nombre decidimos guardar silencio hasta que fuera él quien dijera la primera palabra. Entonces, cuando se le pasó el cansancio y recuperó el aliento, lo vimos abandonar la bicicleta sobre el suelo, limpiarse el sudor del bigotito, pararse recto como un maestro de ceremonias y ejecutar una venia magistral antes de dirigirse hacia nosotros con una voz cálida aunque profunda, adornada con la música rimada de sus endecasílabos de arte mayor:
Absolutamente todo está escrito
En el libro abierto del multiverso.
El día en que aprendí a hablar en verso
Hice las paces con el infinito.
Exento del mañana y del ayer
A todas mis citas llego puntual.
La de hoy no es una velada casual:
Soy su piloto, Absalón Montgolfier…
Una lista de métodos para combatir el taedium vitae y otra de remedios naturales contra la pecueca; otra con mi antología personal de los Beatles y la poesía de Pessoa; una lista que contenga las palabras “hexágono” y “libélula” y “Creta” y “sinalefa” y “azafrán”; una lista de invitados a la gran fiesta del próximo milenio; otra con el número π hasta que los decimales coincidan con la fecha exacta de tu nacimiento, seguida por la fecha exacta de tu muerte; una lista con los títulos de los libros que escribí y de los que apenas soñé; otra con los consejos de Polonio a Laertes en el primer acto de Hamlet; otra con el catálogo de las naves que fueron a Troya; una lista con tres deseos para pedirle al genio de Aladino; una con todos los anagramas posibles en el nombre del vampiro; una lista que contenga los pasos a seguir para la fabricación correcta del mousse con virutas de limón y leche condensada preparado por mi madre; otra que contenga, entre otros, los versos de Borges: “Las arenas innúmeras del Ganges. / Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña…” y los de Goethe: “Aquí estoy sentado, formando mortales / A mi imagen y semejanza…”; una lista de las distintas maneras de encender un fuego; una lista con los números de emergencia que hay que tener siempre a la mano (el de los bomberos, el de los paramédicos, el de tus padres); otra con la relación pormenorizada de los contenidos del Disco Dorado del Voyager; una lista con los nombres de los miembros de las tribus de Israel; otra con los hombres y mujeres que han desaparecido por las dictaduras y las avalanchas y los ataques terroristas; una lista con los treinta y siete factores de la iluminación; otra que contenga el cántico “¡Alabín Alabán Alabín Bon Ban!”; una lista de quejas cívicas para enviar a la Alcaldía y a la ONU; otra de lugares que ya no existen o que solo existen en los libros; otra con el número exacto de granos de arroz que solicitó el inventor del ajedrez; también una lista con listas y otra que contenga todas las listas de esas listas; ah, y una de los mil nombres que sopesamos antes de decidirnos por Luciano; y otra con los miembros de tu árbol genealógico, abierto en las dos direcciones del tiempo: tus hijos, tus nietos, tus tataranietos, tu descendencia entera —si es que existe— hasta el Big Crunch y tus abuelos, y tus tatarabuelos, y tus tataratatarabuelos y así, de tátara en tátara, de generación en generación, así, hasta llegar al aborigen del que provenimos, perdido en la sangre, y a Ötzi en Italia y a Lucy en Etiopía y más: hasta la sopa primigenia en el mismísimo comienzo de la vida, y más: hasta la primera oscilación vacilante en el péndulo del Tiempo…