Súbitamente estábamos frente al hangar de Globos Panamericanos, luego de estacionar allí la furgoneta, y todos (menos A., que se sentía un poco indispuesta) ayudábamos a extender las telas multicolores del Rocambolesque, nuestro globo, antes de comenzar a hincharlo con aire caliente. Para entonces era la hora carmesí del crepúsculo y todo a nuestro alrededor guardaba silencio, como si el mundo esperara la llegada inminente de algo grande, y hasta las olas se estrellaban contra los peñascos con apenas un sutil rumor de espuma atomizada. Cuando el globo quedó desplegado sobre el césped ayudamos a Montgolfier a cargar la barquilla de los pasajeros y luego me ofrecí para buscar los cilindros de propano, que no veía por ninguna parte, pero aquí Absalón Montgolfier me dijo que esperara y luego sopló el silbato dorado que llevaba alrededor del cuello, solo que del silbato no salió ningún sonido o en todo caso ninguna frecuencia reconocible por nosotros, aunque me di cuenta de que Segismundo tal vez sí la escuchaba, porque en el acto dejó de cazar luciérnagas y se fue, curioso y dócil, a lamerle los tobillos al poeta-piloto. Pensé simplemente que era una broma o un truco de aquel personaje pintoresco y me ofrecí nuevamente a traer los tanques de propano para comenzar a bombear aire caliente dentro del globo, pero en esas escuchamos que el silencio era resquebrajado por el ruido de un incendio alborotado que provenía de todas partes y luego vimos que el cielo se iluminaba con aleteos majestuosos de candela:
“¡El ave fénix!”, gritaron las gemelas al unísono y señalaron en el cielo al pájaro incandescente que, después de algunas piruetas de exhibición, descendió en un remolino de pavesas hasta donde estábamos, y con una pirueta incandescente, se posó en el antebrazo de Absalón Montgolfier, al parecer inmune al fuego. Al aterrizar, el pájaro mermó la intensidad y el color de las llamas, y durante un instante azulado, mientras Montgolfier lo sostenía como a un halcón de cetrería, lo vimos acicalarse las alas con el pico; después, sin embargo, cuando el piloto lo posicionó bajo la abertura del Rocambolesque, en una especie de columpio acondicionado ad hoc para los vuelos, el ave fénix volvió a hincharse con una lumbre naranja y comenzó a aletear hacia el interior del globo, llenándolo de aire como a un pulmón antes del grito, de manera que el Rocambolesque, que reposaba bidimensional sobre el césped, comenzó, lentamente, a cobrar volumen y a levantarse como si un dios invisible arrancara del suelo la calcomanía de nuestra nave. Cuando le preguntamos cuánto tardaría el ave fénix en este proceso magnífico de combustión, nuestro piloto se despejó la garganta y, abriendo los brazos con parsimonia, improvisó su respuesta:
De fuego, amor y magia es el revuelo
Del ave, el mayor de sus atributos.
En cuestión de solo treinta minutos
Estaremos por encima del suelo.
Después quise saber si no había problema con que A. volara con nosotros, y tras revisar su anemómetro y su barómetro de bolsillo, Absalón Montgolfier me tranquilizó:
Nos favorecen los dioses del viento
Con un cielo claro y soplos propicios.
Le garantizo que no habrá estropicios
Ni un inesperado estremecimiento.
¡Dígale a su mujer que no hay problema
Si se monta al globo con bebé a bordo!
En nuestra nave cabe hasta el más gordo.
¡Pero qué maravilla de poema!
Anoté las respuestas del poeta-piloto en mi cuaderno de notas bajo una lista que titulé Los endecasílabos de Absalón Montgolfier y, sosegado y contento, me alejé de los otros mientras el ave fénix terminaba de inflar el globo, caminando hacia una de las rocas de los peñascos donde A. esperaba sentada a que se le pasara el cólico que, de un momento a otro, le había atravesado el vientre con un ardor de hierro candente. Cuando llegué, mi mujer sonrió y me dijo que ya se sentía mejor, y cuando le conté lo que me había dicho Montgolfier, de inmediato se puso de pie y me invitó a bailar, emocionada por el vuelo, y así nos quedamos, danzando suavemente, siguiendo nuestro propio ritmo, hasta que el multicolor globo estaba completamente henchido y estábamos listos para el despegue.
Entonces entramos a la barquilla del Rocambolesque, felices como gatos entrando a una caja de cartón, todos excepto el oscuro bicho de la melancolía que, anticipando el pánico de estar a tres mil metros sobre el nivel del mar, se aferró nervioso a mi cuero cabelludo mientras vociferaba obscenas imprecaciones contra las alturas y contra el fantástico arte de volar. ¿Me dejaría en paz una vez que Absalón Montgolfier comenzara con el ascenso? ¿Abandonaría la nave cuando sintiera el vértigo del despegue? Me aferré a esa esperanza, creyéndome una vez más la ficción de mis propias ilusiones, y mientras el poeta-piloto hacía que el ave fénix aleteara con más intensidad para iniciar el despegue, le expliqué al parásito que ya era hora de que nos separáramos y que, con toda seguridad, podría encontrar en la tierra algún otro huésped a quien atosigar con sus pedorreos sulfúricos y sus pensamientos pesimistas. El bicho temblaba y decía que no, que no, que no, que no quería abandonarme, y yo le respondía que sí, que sí, que sí, que ya estaba harto de la abulia y la melancolía, y en esas estábamos cuando comprendí dos cosas: la primera, que habían pasado ya varios minutos y sin embargo el globo no se elevaba, a pesar del revoloteo furioso del ave fénix; la segunda, que todos me miraban a mí, al hombre pesado y denso que los anclaba irremediablemente al suelo.
“¡Jajajá, jejejé, jijijí, jojojó, jujujú!”, cantó el oscuro bicho de la melancolía. “¡Aquí estoy y aquí me quedo, pelotudo! ¡Te cagaste en el paseo!”.
“Ay, pobrecito”, dijo mamá. “Es el estrés”.
“O la comida chatarra y el sedentarismo”, dijo papá.
“O tal vez”, dijo William, “es que comienzan a pesarle los años”.
“La preocupación por la vejez y por la enfermedad y por la muerte”.
“El miedo a la oscuridad y al vacío y al silencio”.
“La comprensión de la futilidad de todo…”.
Me acuerdo de que me llené de vergüenza mientras los otros barajaban teorías para explicar mi problema de densidad, y que cuando vi que el ave fénix comenzaba a acezar de lo cansada que estaba, le di un beso a A., y luego de desearles a todos un feliz vuelo, arrastré mis pasos hasta la portezuela de la barquilla para salir y de ese modo zafar el lastre que no dejaba despegar al globo. Justo antes de que abandonara la nave, sin embargo, Absalón Montgolfier me detuvo, poniéndome una mano sobre el pecho, y agarró el cuaderno de notas que asomaba por fuera del bolsillo de mi camisa:
“Mi cuaderno infinito”, expliqué mientras el poeta-piloto ojeaba las páginas. “Escribo listas heterogéneas mientras me llega la idea para un nuevo libro”.
Montgolfier no dijo nada, sino que siguió pasando las páginas al azar, leyendo con interés fragmentos del compendio del universo que yo quería capturar para mostrarle a mi hijo cuando naciera, no sabía para qué o tal vez lo estaba descubriendo en ese preciso instante: para ahorrarle tiempo y sufrimiento, para hacerle la antología de bellezas y pasiones que a mí me hubiera gustado tener desde el comienzo, para recoger todos los consejos y todas las advertencias, para curarlo de todos los temores, para darle todos los remedios, para informarle acerca de todos los atajos, para hablarle de los libros queridos, de las películas, de las pinturas, de la música, para que utilizara mi experiencia y sobre ella edificara una vida distinta, más valiente, más alegre, más saludable, más creativa, más bondadosa, utilizando para este fin las notas en las que yo estúpidamente había querido contener tantas cosas, sí, y no solo para darle una sobrecarga de información y de detalles que me parecían importantes, sino para que nuestro hijo recibiera mi cuaderno y pudiera leerlo cuando yo ya no existiera y supiera que por ahí había pasado un hombre, muchas veces insatisfecho, muchas veces pleno: un hombre que era su origen, sí, su hacedor, sí, pero también su criatura, su efecto, su consecuencia, apenas un viajero en uno de infinitos universos cuya bitácora eran esas hojas en las que el narrador, también conocido como el coleccionista de infinitos, esperaba incluir todos los colores, todos los animales, todas las fluctuaciones, todos los deseos, todas las hipótesis, todas las naves, todos los misterios, todos los nombres, todas las definiciones.
Entonces, tras un par de minutos, Absalón cerró mi cuaderno de notas y me miró lleno de comprensión y de simpatía, y sin que tuviera que declamar más endecasílabos, entendí lo que el maravilloso poeta-piloto quería decirme: que mi sobrepeso estaba en esas páginas, en mi deseo imposible de abarcarlo todo, y que a pesar de mis buenos deseos de padre primerizo, mi hijo tendría que deambular también solo, vivir por sí mismo, sortear por cuenta propia los azares de su paso por el mundo. Después algo debió cambiarme en la mirada, pues en cuanto pensé estas cosas, Absalón volvió a entregarme el cuaderno y asintió con la cabeza. Así, sin culpa, sin ansiedad, sin tristeza, sin siquiera la sensación de haber perdido el tiempo, arrojé mis listas por fuera de la barquilla, y entre el asombro y la gratitud, sentimos que la tierra temblaba al recibir mi cuaderno de notas y que, tras el portentoso sismo, el globo se estremecía y se volvía ingrávido, poco a poco, átomo por átomo, hasta que, finalmente, comenzamos a elevarnos…