Todavía nos reunimos de vez en cuando para tocar juntos. Estoy seguro de que a todos nos cuesta mucho esfuerzo, que sentimos idéntico pavor ante la posibilidad de que el extraño caso se repita, pero que, al mismo tiempo, tememos que no se reproduzca. Esos miedos contradictorios, enfrentados, son los que sin duda nos impulsan a juntarnos de nuevo.
Al principio, cuando volvíamos a reunirnos después de nuestra separación, empezábamos tocando cualquier cosa, disimulando todos el verdadero motivo de nuestra reunión y posponiendo al mismo tiempo el momento decisivo de acometer la pieza musical que en realidad nos convocaba. Ahora hemos dejado atrás el disimulo y ya no tenemos paciencia. Preparamos nuestros instrumentos, nos miramos sin hablar, sin cambiar explicación ni orientación alguna, y nos ponemos a tocarla. Y cuando el asombroso fenómeno vuelve a suceder, me imagino que, como yo, los otros dos se sienten a la vez satisfechos y aterrorizados. Después de terminar la pieza nos separamos, también sin hablar, despavoridos pero seguros de que volveremos a encontrarnos.
Todo empezó hace un par de años, en las Navidades. No hacía mucho tiempo que yo había descubierto a un compañero del conservatorio tocando la guitarra en un pasillo de la estación de Cuatro Caminos, con la funda a sus pies como receptáculo ofrecido a las monedas de los transeúntes. Sus confidencias me abrieron los ojos. En las épocas festivas, o de mucha afluencia de viajeros, venía al metro a practicar sus lecciones, y de paso se ganaba un dinero que no le venía nada mal, pues la beca apenas le alcanzaba para vivir. Era un caso tan parecido al mío que, después del verano, al comenzar el nuevo curso, decidí vencer mi vergüenza y llevarme al metro el violín, el atril y las partituras que debía trabajar. Me venía bien la estación más cercana a la pensión, que además tiene amplios descansillos de paso entre las escaleras, y empecé a practicar allí mis lecciones.
La experiencia recaudadora fue tan satisfactoria que me aficioné a ir todos los fines de semana. A veces, en mis ejercicios, me acompañaba Raquel, con su viola. Al cabo de quince minutos ya no piensas que estás en el metro. Absorto en la ejecución de la partitura, eres del todo ajeno al gentío que las escaleras van derramando y al repiqueteo de las monedas compasivas. Pero Raquel no tiene problemas económicos y la mayor parte de las veces era yo solo quien permanecía en aquel lugar, tocando infatigable mi violín. Cambié de estación un par de veces hasta descubrir el lugar idóneo, uno de los vestíbulos intermedios de Príncipe de Vergara, y me aficioné tanto al lugar, que lo echaba de menos cuando no podía ir allí, pues no había otro sitio en que con mayor libertad, sin cuidado de molestar a nadie, pudiese entregarme a mis prácticas.
Las cosas marchaban muy bien, el público era bastante generoso, pero en la fiesta de la Constitución supe que no era el único músico que estaba tocando en la estación.
En las pausas entre una y otra pieza —entonces sólo interpretaba música clásica, lo que me correspondía estudiar para el conservatorio— pude oír sonidos que me parecieron instrumentales, y al escuchar con atención identifiqué las inequívocas melodías de un par de instrumentos. Luego descubriría que en otros descansillos diferentes estaban tocando una chica menuda, pelirroja, y un muchacho alto, moreno.
La chica es escocesa, se llama Fiona y toca una especie de gaita de fuelle pequeño, de cuero sin teñir. El chico es guatemalteco, se llama Anastasio, y toca la marimba. Seguimos coincidiendo a lo largo de varios días, cada uno en una parte diferente de la estación, y yo comprobé que mis rentas iban menguando. Sin duda los viajeros recibían en sus oídos la noticia sonora de la múltiple oferta musical que les esperaba, y perplejos, desorientados por una ley tan psicológica como económica, se retraían en el momento de depositar su aportación en la funda de mi violín, y acaso hacían lo mismo con mis competidores.
No tardé mucho en llegar a estas deducciones, y como no me gusta dejar enconarse los problemas, me acerqué a los otros dos músicos para contarles mi experiencia de cómo se había reducido mi recaudación desde su llegada, pues tanta música dispersa en la misma estación parecía despistar a los posibles corazones bondadosos. Les propuse que se fuese cada uno a otra estación, para ser allí el único músico, o que nos uniésemos los tres para repartirnos el producto de nuestros afanes. Esto fue lo preferido por mis compañeros, que aseguraron que no perdíamos nada con hacer la prueba. Y nos convertimos en un trío.
Claro que al principio nos costó armonizar y conjuntar instrumentos tan dispares, y que yo tuve que abandonar mis ejercicios académicos, pero en la aventura había también la necesidad de afrontar retos y dificultades técnicas que no perjudicaban a lo que pudiera ser mi carrera hacia el soñado virtuosismo, sino al contrario, me obligaban a inventar y conocer nuevas posibilidades de mi instrumento. Al fin conseguimos ordenar un pequeño repertorio, y la verdad es que aquella conjunción de gaita, marimba y violín debía ofrecer una melodía misteriosa y sugerente, pues en cuanto a los óbolos de los viajeros nos fue bastante mejor, y mi parte llegó a ser incluso mayor de lo que recaudaba cuando era el único músico de la estación.
No nos resultó difícil descubrir que los viajeros eran más sensibles a unas melodías que a otras. En general, a la gente de cierta edad, que son los que disponen de alguna moneda sobrante, parecen conmoverles más los temas de ritmo suave e intención romántica que los temas rápidos. Las hojas muertas, El humo ciega tus ojos, Ansiedad, El mar, el tema de Casablanca, el tema de Lara, el de Memorias de África, Only you, eran siempre bien recibidos, y ése fue nuestro repertorio durante varias semanas, hasta que nos cansamos de tanto repetirlo, y decidimos incorporar nuevas melodías. Para empezar, All you need is love.
Habíamos conseguido tanta práctica en nuestra colaboración que apenas necesitamos ensayarla, de modo que empleamos poco tiempo en acordar las diferentes intervenciones. Y por fin nos pusimos a tocar All you need is love. Era un momento de mucha afluencia de pasajeros y el pasillo estaba lleno de gente que caminaba deprisa en las diferentes direcciones. Al principio no comprendimos bien lo que ocurría, porque no podíamos conocer la relación que había entre aquella música que nosotros estábamos tocando y la conducta de la muchedumbre. El caso es que todo el mundo se quedó quieto.
Fue una inmovilidad instantánea, que acaso hubiéramos tardado unos segundos más en percibir si, al mismo tiempo, no nos hubiéramos quedado deslumbrados por un fenómeno del todo ajeno a la normalidad de las cosas: pues aquel vestíbulo, que se encuentra separado de la superficie por dos tramos de escalera, el equivalente a dos o tres pisos de un edificio corriente, quedó de repente desnudo de sus techos y paredes, y el gran espacio rectangular en que nosotros y los viajeros inmóviles nos encontrábamos apareció al aire libre, al ras del suelo, pero no rodeado por las calles y casas de Madrid sino por un espacio de vegetación frondosa, que cubría también las laderas de unas colinas cercanas. La visión fue tan asombrosa que dejamos de tocar, y en el mismo instante todo lo que nos rodeaba recuperó su apariencia anterior y habitual, la sólida estructura que conforma el espacio subterráneo de los pasadizos, la luz de neón con su blancor sin sombras, y las gentes continuaron moviéndose con esa prisa ensimismada que el metro parece propiciar.
La visión y todo lo demás nos dejó muy asustados, incapaces de hablar, pero al fin la intuición de los tres nos hizo comprender que la única manera de recuperar la tranquilidad era seguir tocando. Ansiedad, balbuceó Anastasio, y al aplicarnos nuevamente a nuestros instrumentos fuimos volviendo poco a poco al sentido de lo cotidiano. Apenas hicimos comentarios sobre la incomprensible experiencia que acabábamos de vivir, y a ninguno de los tres se nos ocurrió relacionar el fenómeno con la interpretación de All you need is love, pero la tarde siguiente, cuando en el desarrollo de nuestro repertorio volvimos a ejecutar la pieza, el absurdo y asombroso suceso se repitió, los viajeros que pasaban delante de nosotros detuvieron en el acto su movimiento para quedar quietos como estatuas, y las paredes y el techo del subterráneo desaparecieron otra vez para ser sustituidos por el paisaje de las colinas, lleno de vegetación. Dejamos también de tocar, y todo recuperó la forma de la realidad habitual.
Tras varias repeticiones del caso, fue Fiona la primera en sospechar que el fenómeno alucinante estaba relacionado con nuestra interpretación de All you need is love. Y pudimos comprobar que era cierto pues cuando el absurdo fenómeno se repitió, no dejamos ya de tocar, y nuestra intrepidez nos permitió atisbar el lugar, más allá de las filas de gentes que parecían petrificadas delante de nosotros.
Había muchos árboles enormes, pero también personas entre ellos. No muy lejos, un hombre apenas vestido, sentado al pie de uno de aquellos grandes árboles, como se representa al Buda en muchas ocasiones, estaba rodeado por un grupo de personas. Entre los árboles se abrían claros en que jugaban muchachos y muchachas, y otros en que había gente con lo que parecían instrumentos musicales, o leyendo libros, y un poco más lejos una laguna, que debía de formar el fondo del valle, con hombres, mujeres y niños paseando a sus orillas o navegando con pequeñas barcas de remo. La vegetación componía la parte más visible del paraje, pero se divisaban edificios dispersos entre ella, y en las colinas que rodeaban el lugar, edificios y floresta se alternaban con equilibrio. Aquel paisaje infundía paz, júbilo, era una imagen de serenidad y armonía, pero cuando concluimos de tocar All you need is love volvió a desvanecerse otra vez, y en el pasillo de la estación de metro los viajeros recuperaron su rápido andar.
Sin duda aquella melodía producía la inmovilidad de la gente y nuestra irrupción en el maravilloso paraje, y era precisamente la conjunción de aquellos tres instrumentos nuestros al tocarla lo que completaba el efecto de misterioso conjuro, pues por comprobar el alcance del milagro, en una ocasión sustituí el violín por la flauta travesera, que también soy capaz de tocar, pero All you need is love no produjo los extraordinarios efectos del violín unido a la gaita y a la marimba.
Ya nos atrevíamos a hablar entre nosotros del increíble caso, y nos regalábamos con la visión de aquel lugar tres o cuatro veces cada jornada, causando en la estación atascos de muchedumbres que nadie podía explicar. Pero la vista de aquel lugar tan placentero, tan lleno de sugerencias de felicidad, también nos producía un sentimiento de frustración, porque comprendíamos que nosotros no podíamos llegar a él: nuestros tres instrumentos, interpretando al unísono All you need is love, eran la llave que abría el acceso a un espacio que se ofrecía como una meta de belleza y placidez, acaso de dicha, pero nosotros estábamos condenados a verlo desde el umbral.
Muy pronto supimos que ninguna otra persona podría penetrar allí. La conciencia de aquel hallazgo nuestro tan misterioso, que parecía propio de los milagros o de los hechos sobrenaturales, nos incitó a compartirla con otros. Fiona y Anastasio se lo contaron a varios compañeros y compatriotas, y yo se lo confesé a Raquel y a uno de mis profesores que muestra hacia los alumnos actitud de cercanía, un hombre todavía joven, advirtiéndoles de que sabía bien que podía ser tomado por un loco. Sin embargo, nunca hubo ni habrá testigos de nuestro fantástico descubrimiento, pues los amigos invitados a presenciarlo quedaban tan inmóviles y ausentes como el resto de los transeúntes mientras en nuestros instrumentos All you need is love hacía aparecer aquel espacio de paz jubilosa, y después no recordaban nada de lo sucedido.
Creo que fue esa reiterada impotencia, el comprender que nunca podríamos entrar en aquel atisbado paraíso, y que nadie más que nosotros tres lo percibiría, la causa de nuestra separación. Acabamos por dispersarnos. Buscamos otras justificaciones, que cada vez las limosnas eran menores, que la colaboración nos sujetaba a unos horarios demasiado rígidos. Un día nos despedimos y cada uno se instaló en una estación diferente con su instrumento. Pero todavía seguimos reuniéndonos de vez en cuando para tocar All you need is love y poder echar una mirada más a ese paraje donde todo parece estar en orden y en el que ninguno de los que vivimos en este mundo entrará jamás.