El apagón

A veces, al llegar este tiempo, algún delfín así, pequeño, viene a morir a la playa. Al principio la gente cree que es un juguete de plástico, un flotador de los que llevan los niños. Nadie sabe por qué, para morirse, se acercan hasta quedar varados en la orilla, con el morro apuntando a tierra, como si cumpliesen un regreso. Parecerían juguetes, porque un delfín de plástico puede tener apariencia tan real como uno de verdad, si no fuese por ese reguerito de sangre que les fluye desde el ojo, como una lágrima final. Primero la gente piensa acaso que es un juguete, luego el cuerpo empieza a oler mal y la gente no sabe qué hacer, hasta que a alguien se le ocurre avisarnos. Nosotros venimos y recogemos el cadáver del animal, nos lo llevamos para enterrarlo, porque el parque no está en condiciones de hacer otra cosa, no vaya usted a creer, aquí no hay laboratorio ni nada de eso, no podemos saber de qué ha muerto, con limpiar un poco el montón de basura que deja la gente tirada, sobre todo en el verano, y vigilar que no haya pescadores submarinos, ya tenemos bastante tarea. Sin embargo, y usted sabrá perdonarme, yo pienso que no son reales ni la basura, ni esos pescadores furtivos, ni todos ustedes que llegan aquí en multitud para disfrutar de la soledad de estos parajes de escoria volcánica, ni esos delfines que de vez en cuando vienen a morir a la orilla. Ni siquiera yo soy real. Ya nada existe. El mundo terminó hace años, exactamente en 1992. Claro que una cosa tan grande como el mundo no puede apagarse de una vez. Hasta una bombilla, al fundirse, arroja un resplandor final, el último, que va más allá del apagón. Esto que ahora estamos viviendo es el resplandor del apagón del mundo. Puede durar años, pero sólo es un eco de algo ya concluido. Este delfín, las playas, los montes, las dunas, nosotros. Y digo el 92 porque fue entonces, a finales más o menos, en el momento en que el príncipe Felipe, ensombrerado, llevaba la bandera y su madre la reina se emocionaba tanto. Y claro que no tengo inconveniente en contárselo a usted.

La verdad es que a mí me había sorprendido la admiración un poco ingenua de mi madrina cuando oía hablar de todo lo que se proyectaba para celebrar el quinto centenario del descubrimiento de América, el Quinto Centenario a secas, como se le llamaba. «¡Esto va a ser el fin de mundo!», decía mi madrina, al oír todo lo que iba a prepararse, las autovías, el puentazo en la circunvalación, la exposición universal, los juegos olímpicos, «¡Y un tren que va a ir volando, igualito que un avión!», exclamaba mi madrina, que gloria haya, a quien el anuncio de tantos prodigios le estimulaba para imaginar cosas por su cuenta. Todos los domingos, mi mujer, Rocío, y yo íbamos a almorzar a su casa, porque ella siempre me trató como al hijo que no tuvo, y la pobre se esmeraba en agasajarnos. El tren que iba a volar como un pájaro la tenía fascinada, pero lo que le colmaba sobre todo de admiración era lo de la Expo —mi madrina no era capaz de pronunciar bien esa equis, decía algo así como «egpo»— que íbamos a tener en la isla de la Cartuja, a la puerta de casa, con ciento y pico de países enseñándonos las formas y las figuras de las cosas del futuro, y lagos, y jardines, y un clima artificial en medio de la isla que, según decían, iba a hacer que allí no se sintiese la calor del estío sevillano. «¡Va a ser el fin del mundo, Curro!», me decía mi madrina, porque en mi casa y los amigos, cuando el mundo existía, a mí me llamaban Curro, y no vea las bromas que hubo al ponerle también el mismo nombrecito a la mascota de la exposición, ese pájaro blanco con el pico y la cresta de colorines como un arco iris.

Nunca pensé que aquella exclamación admirativa de mi madrina acabase convirtiéndose en un vaticinio. Porque yo, como todos, ignoraba lo que el destino había urdido para nosotros, y esperaba el 92 con curiosidad, pero sin la ingenua sorpresa de las gentes del pueblo, como mi madrina, que acaban creyéndose todo lo que dice la televisión. Y fue por entonces cuando apareció Tonio. Tonio estuvo casado con mi hermana, pero se divorciaron cuando no llevaban ni cuatro años de matrimonio, de manera que no sé si sigue siendo mi cuñado, pero fue amigo mío desde la niñez en el barrio. Yo entonces no trabajaba en esto del parque, yo tenía un empleo decente, una colocación que había conseguido tras unas pruebas, casi una oposición, no vaya usted a creer, unos exámenes para los que se exigía el título de bachiller, que es el que yo tengo, y había que aprobar unos ejercicios regulares. No es que ganase mucho, pero Rocío y yo nos las arreglábamos bastante bien, porque ella trabajaba llevando las cuentas tres días a la semana en una empresa de transportes por carretera. Así que entre una y otro, además sin hijos, y sin ser aficionados a salir, ni a gastar, pues las cosas no nos iban mal, como le digo. Pero apareció Tonio. Lo digo así porque siempre sus llegadas eran súbitas e inesperadas, sin avisar, y tras mucho tiempo de no saber nada de él. Como éramos amigos desde la infancia, yo me alegraba de volver a verlo, aunque él aparecía por lo general para pedirme algo. Pues ya le digo que yo, entonces, no trabajaba en un sitio como éste, dedicado a retirar la mierda de los visitantes festivos y a enterrar delfines y cabras muertas, sino que tenía un empleo decente, y hasta ciertas relaciones que me permitían influir a veces en algunas cosillas, llamar a uno aquí y a otro allá y conseguir una información, facilitar algo, una pequeña recomendación, ya me entiende, todo dentro de lo lícito y de lo amistoso.

Sin embargo, en aquella ocasión Tonio no venía a pedir nada, sino a ofrecer. Bueno, por lo menos a proponer. Quiero decir que no venía a pedirme que le presentase a algún otro funcionario como yo, o a que me enterase de cómo iba un asunto oficial que hubiese caído cerca de lo que era mi trabajo de cada día, cosas que le interesaban a él o a otros de sus amigos, sino a ofrecerme la oportunidad de participar en un gran negocio. «¡Venga, Curro! ¿Es que no te has enterado de que el español que no se enriquece es tonto de baba?», me dijo, para empezar. Lo recuerdo como si fuera hoy. Yo había vuelto de la oficina y estaba tomando una cañita en la taberna de debajo de casa, que era de un pariente de Rocío. Me eché a reír, como si aquello que Tonio me decía fuese una más de las bromas a que él era tan aficionado, pero aquella vez en las palabras de mi cuñado, o ex cuñado, o lo que sea el marido divorciado de la hermana de uno, había una intención certera debajo de la zumba. «¿Es que no escuchas lo que dicen los ministros? ¡Hay que hacerse ricos, hombre, que eso es buenísimo para la prosperidad del país!» El caso es que él tenía un plan, y ahora creo que ese plan era también otra de las señales de ese fin del mundo que mi pobre madrina no hacía más que proclamar entre suspiros cuando se enteraba de una más de las maravillas que conmemorarían el Quinto Centenario.

Le digo que yo trabajaba para la administración de aquí, y en un sitio que tenía mucho que ver con ciertos contratos de la famosa exposición universal. Tonio, por entonces, y digo por entonces porque él cambiaba con frecuencia de trabajo, estaba colaborando con una agencia de viajes. Claro que también hacía seguros y, si usted lo precisaba, le conseguía con descuento un buen perfume o un rotulador de oro, pero la mayor parte de su tiempo laboral lo empleaba, como digo, en la agencia de viajes. Y se le había ocurrido una idea que, según él, podía hacernos ganar mucho dinero. Claro que tanto Rocío como yo deberíamos conseguir un permiso laboral durante el tiempo que durase la famosa Expo, entre finales del mes de abril y el 12 de octubre, para dedicarnos solamente a tal negocio. El plan parecía sencillo: se trataba de ofrecer a visitantes de cierta holgura económica uno de esos conjuntos de ofertas turísticas, que incluiría la estancia, durante un par de noches, en un hotel confortable, el billete para entrar en la Expo, el recorrido con uno de los carritos motorizados que iba a haber allí y la entrada a los mejores pabellones. Para ello, Tonio y yo aprovecharíamos los recursos que nos facilitaba nuestro trabajo. Tonio difundiría la oferta a través de la agencia en que trabajaba, con una clave especial que haría que las peticiones le llegasen solamente a él, aunque la agencia, que no conocería el asunto, sería la encargada de facilitar los billetes del transporte. Antes de todo, a través de una persona cercana, acaso el mismo Tonio, debíamos conseguir un crédito de esos que llaman blandos y que concedía el departamento en que yo trabajaba, para facilitar los servicios de hostelería. Habría que crear una sociedad y presentar un proyecto, que Tonio relacionó con la formación de un equipo de guías turísticos. Un crédito modesto, para arrancar los dos primeros meses, pues enseguida el dinero de los viajeros financiaría nuestros compromisos. Con ese crédito daríamos el anticipo para alquilar, durante el tiempo de actividad de la Expo, un hotelito decente, de diez o quince habitaciones, en el centro, cerca de los puentes nuevos que iban a dar acceso a la isla de la Cartuja. Yo también tendría que conseguir que a ese servicio de guías se le adjudicase en exclusiva, durante unas horas cada día, una docena de carritos motorizados. Por lo que tocaba a Rocío, según Tonio tendría que formar parte del equipo, porque nosotros dos no podríamos atender todo el tinglado de llevar y traer a nuestros turistas, y hasta era posible que necesitásemos contar con alguna otra persona de confianza, aunque al margen de nuestra sociedad. «Dos noches en Sevilla, en un hotelito pintoresco, billete de entrada, panorámica motorizada y visita a los mejores pabellones, entrando sin colas. Y para nosotros, descontando los gastos, un montón de dinero de beneficio.» «¿Entrando sin colas? —preguntaba yo—. ¿Y cómo vamos a conseguir eso?». «Déjamelo a mí, Curro, que nos vamos a forrar», respondía él, con la mayor seguridad del mundo. Se lo conté a Rocío. De entrada se sintió muy confusa y rechazó la idea, porque no podía pedir permiso en su trabajo, allí no había esas cosas, tendría que dejarlo, y le daba miedo. Además, lo de tener que ir y venir llevando turistas, hablar cada día con gente distinta, la ponía muy nerviosa, porque ella era una mujer muy reservada, tímida, una mujer guapa, eso sí, de esas sevillanas rubias que hay, pero que ni siquiera se pintaba, y solamente en las ocasiones en que se ponía a bailar, en alguna fiesta, con amigos muy cercanos y gente de la familia, le relucía la mirada con un ardor que me dejaba un poco turbado, como si dentro de mi Rocío hubiese otra menos reservada, menos silenciosa y tranquila, una Rocío llena de alegría y capaz de alborotarlo todo con su vivacidad.

De manera que le dije a Tonio que no acababa de ver el negocio y que Rocío no estaba dispuesta a dejar su trabajo. Pero cuando Tonio se propone conseguir algo acaba haciéndolo. Vino a vernos a casa y le trajo a Rocío un ramo de flores que no cabía por la puerta. Nos dijo que no dejásemos pasar esa oportunidad, ganar más de treinta y cinco millones en cinco meses. Lo tenía todo calculado. Con los precios que nos iba a poner el hotel conseguiríamos un beneficio diario de quince mil pesetas por turista, por lo menos, con una media de veinticinco turistas. Nos hizo las cuentas tras escribir el enunciado, como si estuviese resolviendo en la escuela un problema de aritmética. Fue muy persuasivo, y le dijo a Rocío que yo podía empezar pidiendo las vacaciones anticipadas y luego un permiso breve, y que si veíamos que la cosa marchaba mi permiso se convertiría en uno más largo, y ella se podría unir a nosotros pisando terreno seguro. El caso es que acabó convenciéndonos. Estaba tan firme en la idea del éxito del plan, que decía que nuestras ganancias serían la base para una empresa dedicada a preparar ese tipo de «paquetes turísticos», así lo llamaba, para los más importantes acontecimientos mundiales. Con lo que, además de hacernos ricos, íbamos a viajar a los mejores sitios del mundo. Cuando se fue, Rocío, que antes no le veía con buenos ojos, dijo que había cambiado su opinión, pues parecía un hombre que sabía lo que quería, y que daba la impresión de que se podía confiar en él.

Como el mundo ha terminado, y esto que estamos viviendo es solamente un eco, no tengo inconveniente en contárselo todo. Constituimos la empresa, una sociedad de responsabilidad limitada cuyos socios eran Tonio, administrador con un sueldo simbólico, y Rocío. Yo estaba muy preocupado cuando solicitaron el crédito, con un informe de Tonio tan largo y prolijo que parecía una novela. Hablé con un colega del departamento de concesiones. Se presentaban muchas solicitudes de créditos, pero abundaba el dinero oficial. Si había dinero para las carreteras, para los puentes, para el tren de alta velocidad, para restaurar los aeropuertos y preparar al mismo tiempo lo de Sevilla y lo de Barcelona, ¿cómo no iba a haberlo para una modesta agencia dedicada a formar guías «especializados en los signos de identidad hispalenses» y «expertos conocedores de la estructura de la Expo 92»? Casi ni tuve que pedir el favor, pues mi colega, en cuanto se lo dije, colocó la solicitud de Tonio encima de todas las demás. Las cosas fueron saliendo bien desde el principio, y eso me animaba mucho. Conseguí también la adjudicación de los carritos, y además con un precio especial por el tipo de labor de difusión turística que iba a realizar la empresa. El hotelito resultó una fonda bastante típica y bonita en el barrio de Santa Cruz, y a la vista del coste real de las habitaciones y de los menús, descubrimos que nuestro beneficio podía ser todavía mayor que el calculado por Tonio. Estaba el problema de las colas en los pabellones, y ahí es donde Tonio mostró sus cualidades indudables para lograr el éxito del negocio. Mandó a un sastre amigo que nos hiciese unas chaquetas azules, ligeras, de botones dorados, que en el bolsillo superior llevaban bordada con mucha discreción la palabra «Sexpotours», abreviatura de «Sevilla, Expo, Tours», que es como se llamaba la sociedad. Y cuando empezaban a terminarse las obras de la exposición, con aquel barullo de máquinas y obreros que trabajaban incansables, mientras cada pabellón instruía a sus azafatas, guías y guardas, Tonio, no me diga cómo, conmigo a su lado, lograba meterse en todas partes, claro que también llevábamos una corbata blanca y verde, y en menos de diez días éramos amigos de muchos, y desde luego de casi todos los que iban a controlar el acceso a los pabellones que se anunciaban como más apetecibles. Y en uno de los bares que empezaban a preparar sus servicios para el acontecimiento, Tonio invitó a los nuevos amigos a una fiestecita, les anunció que nos verían a menudo pastoreando a nuestro pequeño rebaño de turistas, y les pidió que no nos hiciesen esperar mucho. Entre copas de fino y tapas variadas, nuestros nuevos amigos prometieron que la gente de «Sexpotours» sería tratada en plan vip, que ya sabe usted lo que significa, y Tonio, por su parte, les prometió invitarles a ellos de vez en cuando a otra copita como aquélla, para celebrar nuestra buena amistad. Rocío había venido a la fiesta y comprobé que no parecía encontrarse demasiado a disgusto entre aquella gente, toda joven, que acabábamos de conocer, y que se sentía animada con la cercanía de la inauguración. Dijo que estábamos elegantísimos con nuestras chaquetas, y encontré en sus ojos, sin que necesitase bailar, esa luz secreta que tanto me turbaba.

Las cosas salieron bien, o mejor que bien. Ya cuando se abrió la Expo teníamos casi comprometidas todas las plazas del hotel durante tres meses, y al poco quedaron contratadas para todo el tiempo que iba a durar el acontecimiento. Compramos un ordenador, que instalamos en casa de Tonio, para llevar el control de nuestras operaciones, que Tonio desviaba desde su propio ordenador de la agencia, y se puso a trabajar en él una prima de Rocío muy meticulosa. El tercer mes, Rocío dejó su trabajo y Tonio le hizo vestir un traje de chaqueta azul con un prendedor de plata en la solapa que llevaba el nombre de la sociedad. Rocío se cortó el pelo, se hizo un peinado muy moderno, se pintó un poco los labios y los ojos, y todavía parecía más guapa. Nos acompañó a Tonio y a mí en nuestro trabajo y como vio que era una cosa fácil de hacer, fue cogiendo confianza. Y es que, en realidad, el trabajo no tenía complicaciones. Los turistas nos esperaban a las diez y media al otro lado de la pasarela, pues les dejábamos llegar hasta allí solos, con un plano, para que pudiesen disfrutar a su aire de las calles de la ciudad. Después de pasar las taquillas, los distribuíamos en los carritos y les dábamos un paseo por todo el espacio de la exposición. Luego les llevábamos a dos o tres pabellones, el del Japón, tan primoroso, un verdadero monumento a la ebanistería, o ese de Finlandia o Noruega, ya no lo recuerdo, con un árbol al aire desde las ramas a las raíces, hasta las más diminutas, o el de Francia, lleno de amenidades audiovisuales, o el de Italia, que tenía de todo, o el de Chile, con su pedazo de iceberg, o el del galeón, tan bien reproducido que parecía que estabas en alta mar, en otro tiempo. Dos o tres pabellones, ahí terminaba nuestro compromiso, y luego les dejábamos libres, con una entrada para volver a visitar la Expo, si querían. A los turistas les encantaba lo del carrito motorizado y, sobre todo, no tener que guardar cola. Porque íbamos a la puerta de los vips y los encargados, que ya nos conocían, que bromeaban con nosotros en las fiestas a las que les invitábamos, con copitas y pescaíto frito, nos dejaban pasar. Y si no estaba el que conocíamos, con decir «Dígale al encargado que están aquí los de Sexpotours», todo quedaba resuelto en unos instantes, mientras la cola de los visitantes vulgares se extendía cientos de metros. De verdad, yo creo que eso de colarse era lo que más les gustaba a nuestros clientes. Y con muy pocas excepciones, la excursión era para ellos una experiencia agradable. Una de las excepciones fue un tipo de no sé dónde, que chapurreaba bastante el español y que al día siguiente de recorrer la exposición me dijo, con bastante desprecio, que todo lo que allí había estaba pensado para menores de edad, que era una estafa, que no había más que entretenimientos tipo Disneylandia, y que si hubiera llegado a imaginárselo nunca se hubiera comprometido en aquel viaje. Menos mal que estaba Sevilla, y Sevilla lo compensaba todo, añadió el tipo, insistiendo en que la Expo era un engañabobos.

Pero oiga, aquello era lo que le gustaba a la gente, y la gente se volvía loca por entrar en los pabellones más espectaculares, y era capaz de guardar cola horas enteras, y todo estaba lleno hasta los topes, y al atardecer medio Sevilla, que se había comprado un abono, invadía la isla para ver la cabalgata, y la fuente del lago con sus figuras hechas con rayo láser, y llenar los bares y los restaurantes, y hartarse de cantar y bailar. Y a nosotros las cosas nos iban estupendamente, no vea usted. Y como a nosotros, a muchos más. Al margen de los asuntos oficiales habían surgido cientos de pequeños negocios como el nuestro. De las grandes concesiones habían salido muchas contratas accesorias, digamos pequeñas, discretas, y la verdad es que hubo mucha gente que hizo dinero. Tenía razón Tonio cuando repetía lo que había dicho aquel ministro bajito, navarro, con cara de mala leche, de que España era un lugar propicio para enriquecerse. La Expo dio dinero a mucha gente, menos a mí, aunque eso ya no importa, después del fin del mundo. Pero vamos por partes. Tonio era, no digo es porque él ya no existe, como ninguno de nosotros, y no me lo tome usted a mal, digo que era hombre de buenas ideas, pero creo que lo suyo no estaba precisamente en el ahorro. Me explicaré. Como las cosas empezaron tan bien, ya el primer mes en que estuve con permiso me pagó el sueldo que había dejado de cobrar, y lo hizo prácticamente durante todos los meses siguientes. Pero el tercer mes, cuando Rocío dejó la empresa de transportes para unirse a nosotros, no sólo le pagó el sueldo a ella sino que le regaló uno de esos relojes rolex de oro que son el no va más en su especie. ¿No recuerda el chiste de los dos vascos que van a buscar setas y uno de ellos dice, oye, Josechu, aquí hay un rolex de oro, y el otro le contesta, muy enfadado, pero estamos buscando setas o estamos buscando rolex de oro? Perdóneme si es usted vasco, no era por molestar, es una manera de señalar lo valioso que es un rolex de oro. Y también lo de los restaurantes. Todas las semanas íbamos a cenar por ahí un par de veces a los mejores sitios, los platos más caros. A mí me preocupaba tanto gasto, pero Tonio se echaba a reír. «No sufras, Curro —decía—. Lo nuestro no va a ser un pelotazo de los que dan los peces gordos, pero te aseguro que en octubre cada uno de nosotros se va a meter en el bolsillo quince millones de pesetas limpios de polvo y paja». Y no sólo los mejores restaurantes. Vimos cantar romanzas de zarzuela a Plácido Domingo, y unos estupendos ballets, y conciertos de rock, y si no nos tomamos copas en todos y cada uno de los bares de la Expo es porque había más bares que días de feria.

Lo curioso es que a Rocío todo aquello no parecía sorprenderla, y tampoco disgustarla, a ella que hasta entonces había sido tan renuente a los dispendios, y hasta le diré que ahorradora. «Este Tonio no sé lo que está haciendo con el dinero», decía yo, porque para evitar complicaciones conmigo, por aquello de mi condición de funcionario, todo iba a una cuenta suya. «No te preocupes, Curro —me contestaba ella—, Tonio dice que para ganar hay que gastar, y parece que todo está marchando a las mil maravillas». Pero qué quiere que le diga, ya no teníamos aquellos ratos de antes para nosotros solos, cuando yo, acompañándome de la guitarra, le cantaba esos boleros antiguos que le llenaban de lágrimas los grandes ojos claros: «Nosotros que nos queremos tanto», «Reloj, no marques las horas», «Aunque no quieras tú, ni quiera yo, ni quiera Dios». Sin embargo, yo pensaba que aquello que estábamos haciendo era como una de esas misiones en el frente, o en la luna, uno de esos trabajos a plazo fijo que vemos en las películas, claro que sin los riesgos que corren los héroes del cine, y que, cuando terminan, devuelven a los protagonistas al mundo de sus hábitos cotidianos, con el añadido de la felicidad. Pero estaba escrito que las cosas iban a terminar de otro modo, como en los boleros. Para empezar, los domingos dejamos de ir a comer a casa de mi madrina, como dejamos de asistir a las procesiones de la cofradía, y de dar por el parque los paseos de costumbre. Un día me avisaron de que a mi madrina la acababan de ingresar en el hospital. Dejé a mis turistas con Tonio y Rocío y me fui a verla. Se había roto la cadera en una mala caída. Sin dolores ya por los calmantes, cuando entré me reprochó con dulzura que la tuviese tan abandonada. Yo le expliqué que estaba metido en un negocio que podía darme mucho dinero, y ella me contestó: «¿Para qué quieres el dinero cuando no lo necesitas?». «Pero madrina —repuse yo—, el dinero siempre se necesita». «Ay, Curro, ten cuidado, que el demonio nos tienta por donde puede.» Pobre madrina. La operaron, y parece que esa intervención solamente sale mal en un uno y pico por ciento de casos. Pues el destino la había incluido a ella en el porcentaje fatal, agarró una infección de quirófano y falleció en quince días. Y ante su cadáver, tan triste como cuando murieron mis padres, yo sentí que todo había cambiado brutalmente, me pareció que los objetos y los muebles y hasta las paredes que me rodeaban no tenían la consistencia habitual, y fue la primera vez que intuí que aquello del fin del mundo que ella tanto había repetido en los últimos tiempos de su vida podía tener algo de profecía.

Con la llegada de los primeros calores fuertes, Tonio nos anunció con mucha solemnidad que en su cuenta, en la que tanto él como Rocío como yo debíamos participar en la misma medida, había más de quince millones. Estábamos en la terracita de un bar, y sobre nosotros se alzaba la Giralda iluminada, y yo me sentí también lleno de luz, pensando que el futuro estaba cargado para nosotros de prosperidad y buenos augurios. Luego el calor apretó más, y los aparatos que llamaban micronizadores, con su agua hecha polvillo nuboso, los grandes toldos, los ventiladores, le daban al conjunto un frescor que nadie en Sevilla se hubiera podido imaginar. Tonio dijo que íbamos a devolver el crédito y a disolver la sociedad, y que a partir de entonces todo sería ganancia neta. «Lo siento por Hacienda, pero no va a sacar ni un duro de todo esto», añadió, echándose a reír. A mediados de agosto, una noche, Rocío no vino a dormir a casa. Eran jornadas de mucho trajín, con el hotel rebosante de viajeros y hasta algunas habitaciones alquiladas en otros sitios, y nosotros estábamos obligados a atender en la isla a muchos más clientes de lo habitual, incluso haciendo otro turno por la tarde, y aunque me sorprendió casi no tuve tiempo ni tranquilidad para llevar mi extrañeza hasta otros límites que fuesen más allá de los compromisos laborales que nos agobiaban. Pero al día siguiente, mientras los turistas a nuestro cargo iban ocupando sus carritos, quise saber cuál había sido el motivo de su ausencia nocturna, y en sus ojos hubo una huida desolada que nunca había vislumbrado antes, y que me acongojó, porque descubrí que aquella Rocío secreta que anteriormente se mostraba en la Rocío de cada día sólo cuando ésta bailaba o se divertía en alguna de las fiestas familiares, ocupaba ahora un lugar importante en el comportamiento de mi mujer, y que otra u otras nuevas Rocíos empezaban a asomar a través de su mirada. Y que aquella Rocío que acababa de enseñar su ademán escurridizo parecía estar muy lejos, no solamente de la Rocío originaria, de la Rocío tímida y silenciosa que mi mujer era la primavera anterior, sino de mí mismo, como si nuestra sencilla relación, aquella pacífica convivencia entre cuyos momentos más tiernos se encontraban las veladas en que yo tocaba para ella la guitarra cantándole «Cuando la luz del sol se esté apagando y te sientas cansada de vagar», había sufrido alguna importante transformación. Sin embargo, por encima de todo se hizo más firme la intuición de que había algo más allá de mí y de ella, algo que nos envolvía a nosotros y a todos los demás, dando signos seguros de un final que afectaba al espacio y al tiempo que ocupábamos. El fin del mundo. E igual que había sentido cuando murió mi madrina, tuve la sospecha segura de una catástrofe que estaba ya muy cercana, y que los cambios evidentes en la actitud de Rocío hacia mí eran signo también de alguna infausta consumación. A principios de septiembre, Tonio, cada día más jovial, en una de las cenas de jabugo, cigalas y dorada a la sal en que a menudo nos congregaba a los tres, me dijo que, disuelta la sociedad, ya todos los rastros de nuestro negocio se habían esfumado, y que el balance final iba a andar por los cincuenta millones. Claro que no estaba a la altura de una operación de ingeniería financiera propia de un Mario Conde, decía, pero bastante cosa era para unos aficionados. Rocío seguía evasiva y lejana. La semana antes de la clausura de la Expo, al llegar una noche a casa, encontré una carta de ella. Era muy afectuosa, llena de simpatía, pero me comunicaba que me dejaba por Tonio, pues había descubierto que él era el verdadero hombre de su vida. «Perdóname y consuélate al menos con el dinero, porque le he convencido a Tonio para que te deje mi parte, además de la tuya. Me ha dicho que ya lo ha ingresado en tu cuenta. Una pequeña compensación por este disgustazo, mi vida. Te querré siempre como la mejor y más cariñosa de tus amigas.»

Al parecer, se marcharon lejos, muy lejos, pero no me dijo adónde. Allí estarían ahora si el mundo no se hubiese apagado. Con su buena fe, Rocío no podía imaginarse que Tonio no cumpliría la promesa que le hizo. No me dejó la parte de ella, pero tampoco me dejó la mía. Y con las prisas de su amorosa escapada, aquel mes ni siquiera ingresó en mi cuenta la cantidad equivalente a mi sueldo, como ya le he dicho que acostumbraba a hacer desde que pedí el permiso en mi trabajo. Puede usted figurarse cómo me quedé. Nadie de Sexpotours atendió a sus clientes en los últimos días. Yo andaba medio perdido, incapaz casi de pensar y sintiendo, ya con certeza, los precedentes del final del mundo. El día de la clausura mi triste vagar callejero me llevó a la isla de la Cartuja. Yo estaba convencido de que entre los fuegos artificiales, los grandes hologramas y el júbilo del desfile carnavalesco vería cumplirse mi intuición, pero no fue así. El mundo terminó un poco más tarde, cuando la olimpiada de Barcelona, en el momento en que el príncipe Felipe, con su sombrero terciado y la bandera, elevaba hacia sus augustos progenitores aquella mirada confianzuda. Yo estaba en el bar de debajo de casa, donde desde el abandono de Rocío recibía la atención más delicada y conmiserativa que el patrón podía expresar, y de repente vi que la pantalla del televisor palidecía poco a poco. Salí corriendo a la calle y fui testigo de la descomposición de lo existente, cómo los edificios se iban esfumando en el aire hasta regresar a la nada de donde todos venimos, cómo el cielo adquiría un fulgor vivísimo, primero rojo y al fin blanco, antes de una repentina explosión muda en que la luz alcanzó sus propios límites.

Por eso he sufrido con tanta serenidad todo lo que ha venido después. Primero, los líos con la agencia de viajes, que acabó descubriendo los enjuagues de Tonio y quiso empapelarme a mí, el único presente de los tres, aunque el juez reconoció que no era socio y me eximió de responsabilidad. Fue peor lo de mi trabajo, el expediente que me hicieron, con el instructor llamándome por escrito Rinconete, Cortadillo, Buscón, como si nuestro negocio no hubiese sido sólo la insignificante molécula de unas aguas procelosas. El caso es que me castigaron sin empleo ni sueldo durante un año, y luego me trasladaron aquí, a este desierto pedregal, entre las dunas fósiles y los acantilados de basalto, para que recogiese la basura y retirase el cadáver de un joven delfín como éste, enfermo de algún mal desconocido, que ha dejado la manada para venir a morir aquí, en el mismo sitio en que dicen que se concentró la flota española de la armada que ganó la batalla de Lepanto. Pero yo lo veo todo como lo que es, el sueño excedente de algo que terminó en el 92, cuando el apagón del mundo.