El fumador que acecha

Todas las cosas se ajustaban con precisión a su memoria e iba sintiendo con regocijo la exactitud de ese acoplamiento. Primero fueron los grandes árboles dispersos frente a la facultad. Habían plantado muchos de ellos cuando él era estudiante y luego los había visto ir consiguiendo ese follaje espeso que, repentinamente amarillo, doraba cada año los inicios del curso, antes de desplomarse sobre los senderos y permitir vislumbrar las fachadas de los edificios al otro lado de la gran plaza. Luego fue el vestíbulo, los colores severos que brillaban en los barnices que los habían ido conservando a lo largo de los años, los materiales de aspecto marmóreo, los ángulos abruptos, el enorme reloj mostrando escuetamente un círculo de números y dos agujas triangulares, signos de una arquitectura que en sus tiempos pretendió ser avanzadísima y que le daba al vestíbulo el aire desolado de una estación de transportes por carretera.

Todo encontraba pacíficamente el molde justo en alguna parte de su memoria, y la larga enfermedad que lo tuvo durante tanto tiempo apartado de aquel lugar parecía difuminarse, como si no hubiera tenido otra solidez que la de los sueños, frente al seguro y palpable materializarse de una realidad que había conocido durante tantos años. Fueron luego los rostros de ciertos conserjes, y hasta los gestos con que se supo reconocido. Nada en ellos parecía haber cambiado, como si vistiesen el mismo uniforme azul de los días en que él había empezado a encontrar incomprensible el significado de las palabras, como si aquellas mismas cabelleras ralas y mejillas pálidas que ostentaban cuando él tuvo que abandonar la facultad, acosado por su delirio, siguieran inmutables gracias a la penumbra de los corredores y a esas tareas repetidas que parecen igualar todos los instantes en uno solo, sin conclusión ni destino. Y estaban los olores, sobre todo ese sutil de la cebolla frita con lentitud en la cocina del bar para aglutinar las tortillas que formarían el compacto núcleo de los innumerables bocadillos dispensados a lo largo de la mañana, pues aunque, como luego habría de comprobar, en una de las paredes del bar se había instalado una guarnición sólida de máquinas expendedoras de refrescos y dulces, no se había perdido aquel aroma que caracterizaba acaso todo el edificio con uno de sus signos inconfundibles.

De manera que todo seguía igual, nada sobresaltaba aquella restitución en que, ya en orden todas sus ideas, salvado de la larga enfermedad, el profesor Eduardo Souto, brillante lingüista, estimable poeta y ocasional crítico, regresaba al cobijo académico.

Estimulado en los tiempos de la convalecencia por algunos descubrimientos que le había mostrado el mundo de la informática, el profesor pensaba, con cierto regodeo, que dentro de él estaba produciéndose una especie de reconocimiento del disco de arranque y de las diferentes partes del disco duro, para comprobar si alguna había resultado dañada por los problemas que habían afectado a su salud y el largo tiempo de la separación, aquel bloqueo repentino, el incorrecto apagarse de su razón, y que su máquina de reflexionar verificaba que todo se mantenía cabalmente, repuestos en cada uno de los espacios que le correspondían los distintos elementos de la memoria, sobre todo aquellos en apariencia neutros, ajenos, que sin embargo eran tan importantes a la hora de asegurar el equilibrio de los más cercanos y personales.

Pero la pacífica verificación se alteró con violencia cuando el profesor Souto abrió la puerta del departamento. Antes de alcanzarla, aquel pasillo del tercer piso también había ido encajando los claroscuros de sus tramos, los vidrios traslúcidos de las puertas de los retretes, las cartelas a modo de banderitas rígidas que señalaban el número de las aulas, en los moldes en que su memoria los conservaba. Sin embargo, el profesor Souto había abierto la puerta del departamento, y la primera impresión destruyó aquel proceso armónico en que había ido recuperando el antiguo escenario de su vida académica. Sentados en torno a la gran superficie que formaban, unidas, varias mesas de trabajo, diversas personas llenaban aquel espacio con el humo de sus cigarrillos. Antes de identificar a los fumadores, el profesor Souto percibió la calidad de aquella nube espesa, dotada de una densidad aún mayor al exhalarse en un lugar casi hermético, impregnado por sucesivos niveles de intensa fumadura, un humo concentrado en un lugar en que los fumadores, gente joven, debían formar aplastante mayoría y donde, al parecer, a nadie se le había ocurrido restringir el consumo de tabaco.

Pero eso no había sido siempre así. En los tiempos previos a su enfermedad, en el departamento solamente fumaban, con Souto, un catedrático y otros dos profesores. Además, poco antes de que al profesor Souto le hubiera sobrevenido aquella rara amnesia conceptual que lo había separado de las aulas y hasta de sus hábitos domésticos, había conseguido dejar de fumar. Fumador con arraigo desde la adolescencia, Eduardo Souto había llegado a consumir cerca de los veinte cigarrillos diarios, y en las tardes de las jornadas festivas se regalaba además con un par de puritos.

Aquella afición, para él tan gustosa, que le aclaraba las percepciones intelectuales y ayudaba a la rapidez de su discurrir, había acabado ocasionándole una furiosa tos crónica, que se hacía acuciante en las primeras horas de la mañana —la tos mañanera de Souto, resonante en el patio de luces de su vivienda, era la señal que avisaba a los vecinos de que había que levantar a los niños para llevarlos al colegio— y un dolor de cabeza muy intenso, una fuerte neuralgia que parecía el apretón de una corona de espinas en torno a su cráneo. Y el médico había sido tajante sobre la necesidad de dejar de fumar: un caso de vida o muerte, había exclamado, con un aire nada dramático que incrementó el susto del profesor.

Había tardado muchos días en decidirse a seguir aquel dictamen, pues no volver a fumar más en la vida, renunciar a aquella costumbre que casi formaba parte del decurso inconsciente de su metabolismo, le parecía aceptar precisamente una parte de esa muerte contra la que se le advertía, o al menos asumir por anticipado una de esas separaciones angustiosas, irremediables, a las que la muerte nos condena. Contemplaba su venerable encendedor de gas, la pitillera de plata que había llegado a sus manos desde las de un antepasado oscuro, emigrante a Puerto Rico, los veía como compañeros entrañables, y al imaginar que debía renunciar a ellos para siempre, se sentía ahogado por la congoja. Pero sobre todo imaginaba la pérdida de la plenitud que enaltecía su alma al fumar el primer cigarrillo después del desayuno, la renuncia a aquella gratísima culminación que ponía en todo su cuerpo el humo del tabaco desde la primera inhalación, tras penetrar en sus bronquiolos a velocidad vertiginosa. Aquellas sensaciones ya no se volverían a repetir, pensaba, y acaso a la renuncia a aquel incomparable regocijo siguiesen una progresiva torpeza mental y la extinción de su acreditada lucidez.

A pesar de todo, el profesor Souto, ayudado principalmente por el propósito de que desapareciesen su tos asfixiante y la terrible neuralgia mañanera, había conseguido separarse de la adicción a fumar. Habían sido meses llenos de momentos angustiosos, y se encontraba a menudo en tensión frente a las numerosas tentaciones que lo acechaban, una euforia ante determinadas fiestas y conmemoraciones nunca sentida antes, que lo predisponía a suspender su renuncia por una sola vez y fumarse un cigarrillo, pero él consiguió ir manteniéndose firme en su resolución, y aunque era capaz de detectar la cercanía de un fumador invisible y hasta la clase de tabaco que estuviese consumiendo con un sencillo husmear, como los buenos perros cazadores ventean la presencia de la pieza, y muy a menudo soñaba que había vuelto a fumar, y creía sentir en sus pulmones la inigualable sensación que despierta la bocanada de humo, ese regusto que no se parece a ninguna otra cosa, había logrado mantenerse apartado del tabaco.

Dejó de toser, perdió aquellos dolores de cabeza matutinos que antes lo martirizaban, pero el buen estado de su salud había durado poco tiempo, pues su rara dolencia mental lo había atacado sólo unos meses más tarde, y a lo largo de todo el episodio de su extraña amnesia conceptual y del vagabundeo callejero que había adoptado como forma de vida en aquel tiempo de desvarío, no había vuelto a fumar, como si hubiese abandonado definitivamente la vieja pasión por el humo aromático.

Al abrir la puerta del departamento, el recuerdo de su antigua y profunda devoción había llegado hasta él, pero no con la placidez con que los demás recuerdos encontraban su sitio en la memoria, sino para golpearle con una intensa sensación de desagrado y para hacerle sentir algo más, un movimiento extraño dentro de sí, una especie de sobresalto físico, que a lo largo de la reunión con aquellos compañeros, la mayoría desconocidos, fue haciéndose cada vez más preciso, como si en algunas partes de su cuerpo, los brazos, las manos, la nariz, los músculos habituales estuviesen sufriendo una transformación hasta entonces nunca experimentada por él.

El caso es que el profesor Souto, tras abrazar a algunos y ser presentado a los demás, tomó asiento en un punto alrededor de la mesa e intentó acomodar su inicial repugnancia a aquel ambiente cargado por la espesa niebla que tantos pulmones exhalaban. A su derecha había una cajetilla con un encendedor colocado sobre ella. La mano derecha del profesor Souto sostenía un rotulador de punta muy fina, que son los que él prefiere a la hora de escribir. Escuchaba hablar a sus colegas y a veces tomaba alguna nota en su cuaderno, aunque los asuntos de la reunión, dedicada sobre todo a ajustar los últimos horarios del curso, no eran lo que llamaba su interés, sino las sensaciones que estaba probando, la percepción de unos músculos en su brazo que, más allá de su esfuerzo por sujetar el rotulador y anotar en el cuaderno las ideas provechosas, parecían decididos a soltar el rotulador y echar mano de uno de los cigarrillos del cercano paquete, de la misma manera que, por debajo de los tejidos olfativos de su nariz, tan ofendidos por la acometida de aquella humareda que le había devuelto a los tiempos de las neuralgias agudas y de las toses espasmódicas y cavernosas que le habían obligado a dejar uno de los mayores placeres de su vida, parecía ir asomando una disposición a aceptar el humo con el gusto dañino que lo había tenido tantos años cautivo.

En aquel vaivén contradictorio, hubo un momento en que su mano derecha soltó el rotulador y aquellos músculos de inesperados reflejos la llevaron hasta el paquete de cigarrillos, hasta el punto de que su mano izquierda tuvo que sujetar a la otra para impedir que completase el gesto y se apropiase de uno de aquellos cigarrillos, en la acción previa a llevárselo a los labios.

Todo esto se conoce por el testimonio de Celina Vallejo, que a lo largo de los años había sido alumna del profesor Souto, luego compañera en las tareas profesorales, tutora ocasional de sus desvaríos en los tiempos de la enfermedad, y que durante la larga convalecencia había vivido con él una relación amorosa que habían hecho fracasar ciertas veleidades del profesor. Celina Vallejo le escuchó relatar, con la meticulosidad que es habitual en él, aquellos ajustes de la memoria que iba encajando cada imagen y cada percepción en su matriz original, hasta el momento en que se vio agredido por el humo que los fumadores exhalaban en el despacho del departamento. Para Celina Vallejo, que nunca ha dejado de admirar al profesor, y menos de mirarlo con ternura, la descripción pormenorizada de aquellas sensaciones muestra sus buenas condiciones mentales, y que el episodio de sus delirios parece completamente superado. Pero el profesor Souto también le contó que aquella experiencia de un impulso casi incontrolable que se había adueñado por unos instantes de su mano fue para él una manera muy desasosegante de reencontrar ciertos aspectos conflictivos de su vida anterior a la enfermedad.

La misma tarde de aquel día, el profesor Souto iba a descubrir nuevos matices en su comportamiento. Frente a la casa en que vive, en pleno centro del barrio del Refugio, hay una expendeduría de tabacos cuyo rótulo es visible, a través del balcón, desde la mesa de su estudio. El profesor está harto de atisbar aquel rótulo, junto a unos azulejos mellados que señalan la antigua numeración de la manzana. El sobresalto que el profesor había sentido aquella mañana al entrar en el departamento, el extraño movimiento perceptible físicamente dentro de él, se hizo entonces claro. Nuevos músculos se movieron, los nervios establecieron conexiones inesperadas, desde una zona imprevista dentro de sí afloraron propósitos que él no había sido consciente de componer, y comprendió que su abandono del tabaco había sido sólo aparente, que la posterior enfermedad había ocultado una certeza que de súbito se manifestaba: sus deseos vehementes de sentir entrar el humo a presión en sus pulmones, acelerando los latidos de su corazón y lubrificando los cauces de su lucidez, no eran un equipaje más de su conducta, como el hambre, el sueño o el deseo sexual, sino que pertenecían a un ser capaz de otra voluntad, capaz incluso de moverse dentro de él como si gozase de una estructura corporal autónoma.

Aquel descubrimiento consternó al profesor Souto. A veces, durante su convalecencia, había tenido largas conversaciones con una voz que vivía dentro de él, pero aquella voz había sido la parte de su conciencia que se mantenía incólume por encima del delirio y de la amnesia. No era otro, sino la sustancia más saludable de sí mismo. En el caso de lo que aquella poderosa vaharada de tabaco había hecho moverse dentro de él, no parecía que se tratase de un residuo de otros tiempos, una parte fósil de sus hábitos o de sus deseos, sino de la avidez viva y permanente de fumar, constituida en una especie de sombra plena y paralela, un deseo y una ansiedad del tamaño de toda su persona, que él debía dominar desde un esfuerzo de control superior en que también todo su cuerpo tenía que implicarse para conseguirlo.

Desde entonces, aquella avidez dotada de tanta fuerza comenzó a manifestarse cada día con mayor determinación. Al salir de su casa, el profesor Souto debía controlarse mucho para que sus piernas no lo condujesen al estanco, y en las reuniones con los colegas, o cuando tomaba café con algún fumador, tenía que mantener los dedos de sus manos entrelazados para evitar que se abalanzasen sobre los cigarrillos de los paquetes de los compañeros. De la misma manera, se veía obligado a sujetar su voz para que no emitiese los sonidos susceptibles de ordenar la oración correspondiente a la petición de un cigarrillo, y el propio olfato, para evitar que aspirase con abandono deleitoso el humo de los fumadores cercanos.

El profesor Souto se fue sintiendo orgulloso al comprobar que, aunque con bastante trabajo, era al fin capaz de dominar las violentas apetencias de aquel fumador que acechaba dentro de él. Sin embargo, en la situación comenzó a haber algunas novedades. Para empezar, una mañana, al despertar, descubrió que el olor que durante tantos años había formado parte de su vida cotidiana y que en la actualidad tanto le molestaba, parecía haberse adueñado otra vez de su alcoba, y al levantarse encontró en la mesa del escritorio una cajetilla de tabaco, y varias colillas en uno de los ceniceros que durante tanto tiempo habían quedado arrinconados como objetos superfluos.

El profesor Souto tiró a la basura todo aquello, pero sospechó que en algún inadvertido alejamiento o descuido de su conciencia la sombra fumadora agazapada dentro de él había aprovechado para satisfacer sus ansias. El profesor extremó sus cautelas y su ejercicio de dominio muscular y de control de la voluntad, pero aquella actividad debía de seguir realizándose en algún momento no advertido por él, pues las ropas solían olerle a humo de tabaco más de lo que pudiera deberse al trato con gente que fumaba, y una tosecilla insistente volvía a acosarlo nada más levantarse, como en los tiempos en que se habían iniciado sus antiguos problemas bronquíticos.

Un día, ya en pleno invierno, al bajar al bar de la facultad a tomar un café coincidió con Celina Vallejo, que se declaró muy sorprendida de su rapidez, al encontrárselo allí cuando acababa de verlo en la explanada.

—¿Por dónde has venido? —le preguntó Celina.

El profesor Souto la miró sin entender su pregunta.

—Por cierto, he visto que has vuelto a fumar —añadió Celina.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Yo misma te acabo de ver echando humo como un alto horno en la puerta de la facultad. Pensaba que era verdad que lo habías dejado para siempre.

Aquella conversación permitió al profesor Souto comprobar que el fumador al acecho que se ocultaba dentro de él conseguía cumplir sus objetivos.

—Pues avísame siempre que me vuelvas a ver fumando, a ver si eres capaz —contestó.

Celina aceptó aquella declaración como una especie de reto, como si con ella el profesor Souto se jactase de mantener su voluntad de seguir apartado para siempre de la horrenda absorción respiratoria de alquitranes y cenizas, y también creyó ver en ella una señal de acercamiento personal. Desde entonces procuró observar el comportamiento del profesor en relación con el tabaco, y en tres nuevas ocasiones pudo descubrirlo a través de las cristaleras del bar, paseando solitario por el jardín helado, entre las plantas cubiertas de escarcha, como una figura espectral en que lo más nítido era el chorro de humo que se desprendía de su boca.

Celina informaba puntualmente al profesor de lo que llamaba sus claudicaciones nicotínicas, y el profesor intentaba averiguar lo que él había estado haciendo en aquellos mismos instantes, y pudo comprobar que las apariciones de su fumador furtivo coincidían con breves momentos en que él estaba absorto en la lectura de algún texto. Su voluntad traía a raya al fumador acechante, pero éste aprovechaba cualquier resquicio de su distracción para meter tabaco en sus bolsillos o para inhalar aquel humo venenoso que, además de hacerle recuperar sus asfixias tosedoras, le había devuelto la intensa neuralgia matinal que tanto le hizo sufrir en otros tiempos.

Todo esto se lo acabaría contando el profesor Souto a Celina Vallejo, y a través de ella llegaríamos a enterarnos el resto de sus amigos, pero entonces mantuvo en secreto todos los episodios de su lucha. El profesor Souto, aparte de las ausencias y los delirios que durante tanto tiempo lo han tenido separado del mundo, es una persona extremadamente racional, lúcida en sus hipótesis y nada amigo de buscar orígenes fabulosos en los fenómenos raros con que pueda enfrentarse. Así pues, estudió su caso con la misma meticulosidad que emplea para sus análisis lingüísticos.

El conocimiento de la existencia de aquel fumador acechante dentro de él no le había hecho abandonar ni un solo instante su cautela ni había menguado la firmeza de su ánimo. Cuando era consciente de que el intruso quería manifestarse, amordazaba sus palabras y sujetaba sus brazos para no pedir tabaco ni aceptar la invitación de un cigarrillo. Pero tal postura intolerante ¿no estaba precisamente propiciando la actividad furtiva del fumador escondido dentro de él? El profesor Souto comprendió que todas las señales que emitía su ser consciente hacían retraerse y buscar caminos furtivos a la sombra fumadora que llevaba incrustada. Del mismo modo que la prohibición del consumo de determinados productos puede favorecer que se sigan distribuyendo a través de canales ocultos o imprevisibles, ¿no estaba facilitando su actitud tajante las acciones clandestinas de esa avidez de fumar que, al parecer, nunca lo había abandonado?

Cuando llegaron las vacaciones de Navidad, el profesor Souto tosía como un asmático, tenía que tomar al día varias aspirinas para aplacar sus neuralgias y apestaba a humo de tabaco, pero había adoptado una determinación. La estrategia del profesor Souto tenía mucho que ver con los signos, como no podía ser menos en un lingüista. Aunque el profesor, como mucha gente, aborrece ese espíritu festivo de la Navidad que parece cristalizar exclusivamente en la adquisición de cosas innecesarias, en tal ocasión decidió romper con sus costumbres frugales y no solamente adquirió un whisky de malta añejo y turrones que fabricaba un obrador artesano del centro de Madrid, sino que aquel mismo día entró en el estanco vecino y, aparte de comprar un cartón de tabaco, se llevó también media docena de puros Montecristo del número 4, que eran los que solía fumar en las tardes dominicales, en sus tiempos de fumador, como complemento de su ración de cigarrillos. Mientras hacía aquella compra, el profesor Souto pudo advertir el movimiento interior de su intruso y su sorpresa, y hasta el alborozo de descubrir en aquellas novedades que la negativa tan acendradamente manifestada parecía resquebrajarse.

Aquella misma tarde, en el avatar de una peligrosa aventura, el profesor Souto se dispuso a librar la batalla final, que tendría como armas principales varios cigarrillos y un puro, si era necesario. Luego le confesaría a Celina Vallejo que su rechazo de aquel humo que lo había esclavizado durante tantos años permanecía incólume dentro de él, pero que tenía que llevar a cabo su plan, y en el plan era imprescindible la aparente entrega al saboreo del tabaco. De manera que el profesor Souto permitió que el fumador que acechaba dentro de él fuese creyendo que el anterior rechazo de su anfitrión había sido doblegado, sustituido por una entrega sin condiciones.

Mientras se fumaba el primer cigarrillo, ni el fumador oculto acababa de confiarse del todo, ni los últimos hábitos del profesor Souto parecían reconciliarse con aquel abandono, de manera que sus músculos sufrían contracciones, sus nervios extrañas descargas, y todo su cuerpo manifestaba las alteraciones de aquella conciliación de contrarios que parecía estar sucediendo. Después de haberse fumado otros dos cigarrillos, el fumador acechante había salido ya sin reparos a la superficie. Mientras tanto, el profesor Souto corregía unos exámenes, pero estaba tan concentrado en su estrategia que apenas prestaba atención a los trabajos de sus alumnos, y al día siguiente tuvo que repetir toda la tarea correctora.

Estaba absorto en su batalla, tendiendo su trampa, mostrando las señales que debían embaucar y desarmar al enemigo, y sabía que todo había de quedar resuelto aquella misma tarde, y que él estaba corriendo un riesgo enorme, el de quedar atrapado por el gusto, la voluntad y la adicción de fumar de aquel fumador al acecho. Después de tantos años, el humo de aquellos cigarrillos podía hacer que la sombra propia que él había creado sin saberlo cuando renunció al tabaco volviese a hacerse protagonista exclusiva de su relación con el humo, y que él quedase condenado otra vez, acaso para siempre, a las toses que lo dejaban sin respiración y al dolor de cabeza que le impedía pensar con claridad en otra cosa.

Decidió dar el golpe final en el cuarto cigarrillo, y para eso dejó los folios de sus alumnos, se sirvió un whisky de la botella que había comprado aquella mañana y se retrepó en el sofá, en actitud de estar dispuesto a disfrutar intensamente de los momentos siguientes. Sentía en todo su cuerpo al fumador ya sin ninguna disposición acechante, embelesado en el placer de aquel humo que viejos cuplés llamaron embriagador. Cuando el profesor Souto calculó que había llegado el momento decisivo, hizo una aspiración intensísima, como si quisiese meter en sus pulmones todo el humo del cigarrillo que se estaba fumando, y sintió que aquel fumador clandestino que permanecía dentro de él se entregaba con gozo al disfrute de aquella fortísima inhalación, dejándose llevar completamente por la voluntad del profesor.

Para su acción ulterior, el profesor Souto había preparado el objeto que le había parecido más idóneo, la reproducción de un ánfora griega de mediano tamaño que le habían entregado como recuerdo en un congreso de semiótica celebrado en Cádiz algunos años antes. El profesor Souto dejó el cigarrillo en el cenicero, acercó bruscamente la boca del ánfora a su propia boca y soltó con fuerza el humo almacenado en sus pulmones sintiendo que, al mismo tiempo, se arrancaba de su cuerpo, como en el vómito más violento de su vida, al desprevenido huésped. El profesor taponó de inmediato la boca del ánfora y estuvo tosiendo durante más de media hora, muy mareado, intoxicado, exhausto, pero libre al fin de aquel odioso intruso. Abrió luego los ventanales para que la habitación se ventilase y se quedó largo rato apoyado en la balaustrada del balcón, sin sentir el frío de la noche, mientras contemplaba el rótulo del estanco lleno de serenidad, sin que hubiese ya nadie dentro de él a quien pudiera turbar el tabaco y sus humosas tentaciones.

Cuando el profesor Souto le enseñó a Celina el ánfora, ya había lacrado la boca y, sobre la inscripción conmemorativa del congreso de semiótica, había pegado un cartelito en que decía «El fumador que acecha» con letras mayúsculas.

—Ahí está sellado para siempre mi horroroso huésped, como el genio famoso de aquella lámpara o el demonio de aquella redoma —le dijo el profesor a Celina, sin que el humor le quitase seriedad.

Todas aquellas peripecias habían vuelto a acercarlos, y aunque no vivían juntos pasaban muchos ratos en compañía, con una disposición que sería difícil no calificar de amorosa. Además, Celina cuidaba un poco de que en la casa del profesor Souto hubiese orden. Precisamente cuando nos relató la aventura completa del profesor en lucha con su ávido huésped, Celina estaba desolada porque la asistenta que visita dos veces a la semana la vivienda del profesor para asearla había roto el ánfora en un descuido.

El profesor Souto no se enteró del estropicio porque Celina ha logrado recomponer perfectamente el cacharro, y la rotura no ha tenido efecto alguno en el profesor Souto, que sigue sin fumar y sin toser, que ya no toma aspirinas, y que a menudo nos dice a los colegas fumadores que odia el tabaco pero que compadece al fumador.