El inocente

El profesor Sierra acostumbraba a mostrarse bastante cercano a sus alumnos. No le costaba sonreír, ni hacer bromas, y raras veces se enfadaba. Sin embargo, aquella mañana había entrado en clase con talante serio, un aire diferente del habitual, y después de sentarse en su mesa permaneció un rato sin hablar, mirándonos despacio, como si no nos reconociese. Al principio se pudieron escuchar algunas risitas, como anticipos jocosos del chiste que la gente estaba esperando, pero luego todos nos quedamos también silenciosos, contemplándole con la misma atención con que él nos miraba a nosotros.

Habló por fin para decirnos que aquel día la clase iba a ser distinta, que no íbamos a tratar directamente ningún tema del programa, que nos iba a contar una historia. Enseguida matizó lo que había dicho y añadió que, para que la cosa no pareciese tan rara, su relato podíamos considerarlo como una narración oral, y además en primera persona, exclamó, sonriendo por primera vez. Luego se puso de pie y, acercándose a la parte delantera de su mesa, se apoyó en ella y se cruzó de brazos, recuperando una de sus posturas preferidas. Yo creo que entonces todos nos sentimos más relajados.

—La historia que os voy a contar empieza hace quince años. Yo tenía entonces vuestra edad. Imaginaos a mis amigos y a mí cuando íbamos a estudiar al instituto. Vosotros nos miráis como si pensaseis que siempre hemos sido adultos, y nosotros solemos olvidar que también fuimos adolescentes. En fin, los años han pasado, como pasarán para vosotros, y yo he perdido el contacto con casi todos mis compañeros de entonces. Me fui a estudiar la carrera lejos de aquella ciudad, otros también se marcharon, nos dispersamos. Sólo he seguido teniendo comunicación con uno de ellos, Héctor, que nunca se movió de allí. Casi no hemos vuelto a vernos, y apenas sabríamos nada el uno del otro, si no fuese porque al final de cada año nos cruzamos unas postales, contándonos en pocas palabras cómo nos ha ido y deseándonos feliz año nuevo. Pero ayer por la noche mi antiguo amigo Héctor me telefoneó, muy conmovido, para decirme que había muerto su hermano Fidel, otro de los compañeros de aquellos años. La noticia me trajo a la cabeza muchas cosas de entonces, y una aventura muy rara, misteriosa, que nunca he podido olvidar. Esta mañana, de camino hacia aquí, he decidido contárosla, aunque siga sin encontrarle explicación. A lo mejor os la cuento para volver a escuchármela a mí mismo, para seguir intentando entenderla.

Se acercó a la pizarra y trazó una especie de circunferencia, como si fuese a componer un diagrama, pero enseguida nos dimos cuenta de que era un dibujo sin objeto, un puro garabato, pues mientras hablaba fue dibujando rayas alrededor sin ton ni son.

—Llevábamos siendo amigos varios cursos. Héctor, Antonio, Luis, a éste siempre le llamábamos Beli, una abreviatura del apellido, y yo. Íbamos juntos al cine, al río, de paseo, jugábamos entre nosotros a los juegos de cada temporada, al fútbol, nos pasábamos los apuntes, intentábamos ayudarnos en los exámenes.

Soltó la tiza y volvió a apoyarse en su mesa. En medio de la pizarra quedó pintado un sol deforme.

—Aquel curso vino al instituto, a la clase anterior a la nuestra, el hermano de Héctor, Fidel, al que acabaríamos llamando Fidelín. Sabíamos que Héctor tenía un hermano pero nunca le preguntábamos por él, porque se decía que aquel chico no estaba bien, y que por eso lo tenían interno en un colegio especial, pero aquel año lo pasaron a los cursos normales. Que el chico no estaba bien se notaba enseguida, en cuanto se le oía hablar. Era bastante alto, más que la mayoría de los de su edad, un poco gordo, con unos andares muy desmañados, y tenía cierta dificultad para expresarse y para entender las cosas. El mismo día que llegó, uno de los mayores, con el que tropezó en el recreo, le dio un empujón llamándole subnormal, retrasado mental. Héctor, que lo oyó, se lanzó contra él como un rayo y empezaron a darse puñetazos. A Héctor le costó sangrar por la nariz y a su contrincante un ojo morado, y ambos fueron castigados, pero nadie volvió a tratar mal a Fidelín. Héctor decía que su hermano era un inocente, que es como llamaban antes en los pueblos a esos chicos. «Mi hermano es un inocente, y a los inocentes hay que respetarlos —decía—. Mi hermano no se mete con nadie, y nadie tiene derecho a meterse con él». Su afán de proteger a Fidelín llegó a tal punto que lo incorporó a nuestra pandilla. Lo llevaba con nosotros a jugar al fútbol y lo ponía de árbitro, menos mal que no le hacíamos caso, al cine, de paseo, a la feria, cuando la había. Así, Fidelín se convirtió en otro miembro del grupo, y al fin nos acostumbramos a su extraña forma de andar y de hablar, a sus ocurrencias, que nos hacían reír sin remedio, y el propio Héctor acabó tolerando nuestras burlas amistosas hacia su hermano. Por ejemplo, cuando le explicaron en clase la fotosíntesis, nos contó que las plantas respiraban como nosotros, que si nos fijábamos bien se podía ver que cada hoja se hincha y se deshincha, y que los árboles hacen ruido de soltar el aire, de vez en cuando. A veces se ponía a hablar con los bichos, una hormiga, una oruga, un escarabajo, a preguntarles cómo se encontraban, qué habían comido, que qué tal la familia. Una vez, en Navidades, fuimos a la iglesia de San Francisco, que ponía un belén muy celebrado, y se echó a llorar porque decía que el buey del portal tenía los ojos demasiado tristes. Otra vez que fuimos al río a pescar, nos amargó la tarde, porque, según él, aquellos barbos que habíamos sacado estaban gritando de sentir que se ahogaban fuera del agua. En algunas ocasiones se exaltaba un poco, y aquélla fue una de ellas, y Héctor dijo que se lo iba a llevar a casa para que le diesen una pastilla, pero antes tuvimos que devolver la pesca al río. A veces hacía cosas raras, a lo mejor el parque estaba solitario y él echaba a correr como si persiguiese una pelota real, o se ponía a hablar como si conversase con alguien, mirando a un punto vacío. Pero, con sus rarezas, era un compañero dócil, pacífico y alegre.

Era bastante raro que un profesor, aunque fuese don Miguel Sierra, se pusiese a contarnos cosas de su vida, de manera que todos estábamos pendientes de sus palabras.

—La historia que os voy a contar sucedió aquel mismo curso o al siguiente, ya no estoy seguro. En el instituto habíamos hecho una excursión a un paraje de montes carcomidos que son el resultado de la minería del oro en tiempo de los romanos, hace dos mil años. Lo llaman Las Médulas. Es un lugar extraño, silencioso, muy solitario. Entre grupos de árboles se alzan, como esqueletos de tierra de color amarillento, los restos de las grandes montañas desaparecidas. Para extraer el oro, en aquellas montañas se perforaban largos túneles, con trabajo muy duro de esclavos, y luego se hacía entrar por allí a presión agua que llegaba a través de un sistema de canales que también los esclavos habían excavado en la roca viva de las montañas circundantes. El agua derrumbaba los túneles y arrastraba la tierra hasta unos enormes lavaderos en que quedaban depositadas las pepitas de oro. El lugar estimuló nuestra imaginación, pues mis amigos y yo pensábamos que sin duda en aquella tierra debía de quedar todavía oro, mucho oro. De modo que nos propusimos buscarlo.

El recuerdo de aquellas lejanas ilusiones le hizo sonreír. Guardó silencio y se puso a mirarnos otra vez de uno en uno, como si se preguntase cuál podía ser la quimera en que soñábamos nosotros. No había risitas, ni comentarios, nadie se movía. Aquellas confidencias insólitas nos estaban resultando demasiado sorprendentes.

—Aprovechamos otra excursión escolar. Mentimos en casa. Ya sé que esto que os digo no resulta muy ejemplar, pero así fue. Coincidiendo con el tiempo de la excursión verdadera, de la oficial, y empleando el dinero en la nuestra, nosotros nos iríamos a los viejos restos de las minas romanas. Conseguimos unas tiendas de campaña pequeñas, sacos de dormir para todos. Calculamos la comida necesaria, el agua. Llevaríamos azadas, palas de jardín, cedazos, linternas, pilas. El viaje fue una odisea, dos autobuses primero, con largo tiempo de trasbordo entre uno y otro, luego una interminable caminata con todo a cuestas. Mientras tanto, le íbamos contando a Fidelín el objetivo de nuestra excursión, le hablábamos de los canales, del agua que había hecho derrumbarse las galerías y que arrastraba la tierra en torrentes de arenas auríferas, de los esclavos sudorosos, de los soldados vigilantes, del oro que al cabo brillaría en los grandes depósitos, una vez arrancado de la tierra. No podíamos saber si era consciente de nuestras referencias a un tiempo tan lejano, el mismo tiempo en que había nacido Jesucristo, pero él nos escuchaba con interés, se contagiaba de nuestro entusiasmo de buscadores de aquel oro con que estaban hechos los anillos de matrimonio, los pendientes y las pulseras de nuestras madres y hermanas, los cálices de las iglesias, las monedas de las leyendas. Llegamos al lugar bastante tarde. El sol declinante iluminaba los picos de aquellos montes roídos y les hacía parecer los dientes de una enorme dentadura abierta en el valle.

Se levantó de nuevo para acercarse a la pizarra y guardó silencio mientras dibujaba unas siluetas quebradas, acaso las de aquellos montes con aspecto de grandes dientes puntiagudos y llenos de caries. Contempló unos instantes lo que había dibujado, dejó la tiza, y antes de volver a sentarse se limpió cuidadosamente los dedos con el trapo.

—Cuando empezamos a montar las tiendas, comenzó a manifestarse el desasosiego de Fidelín. Se había acercado a una parte del monte en que se abría la enorme boca de una de las antiguas galerías, pero volvió corriendo a donde estábamos. «El agua, el agua —balbuceaba—, aquí las tiendas no, por aquí pasa el agua, nos llevará, nos ahogaremos». Le aseguramos que eso era imposible, que hacía cientos y cientos de años que ningún agua que no fuese la de la lluvia mojaba aquellos parajes, pero se puso tan nervioso, que Héctor nos pidió que cambiásemos el emplazamiento de las tiendas para que se tranquilizase. Buscamos otro sitio y no lo encontramos tan llano. Sin embargo, tuvimos que aguantarnos. Estábamos arrepentidos de haberle contado nuestro proyecto a Fidelín con tanto fervor, pues sentíamos que habíamos sido nosotros mismos los causantes de aquella actitud suya. Mientras acabábamos de montar las tiendas y de ordenar las cosas, Fidelín volvió a merodear por el bosquecillo. Héctor le había dicho que no fuese lejos, que no se apartase mucho de nosotros, y regresó al cabo de un rato, muy excitado. «¡Los esclavos! —gritaba—, ¡los esclavos!». Parecía despavorido. «¡Hay muchos, muchos! ¡Los atan con cadenas para llevarlos a dormir, les dan de cenar un pedazo de pan!» «Vale, Fidelín, ahora vamos a cenar nosotros», le dijo Héctor, pero Fidelín nos hizo seguirle, mientras corría con sus andares bamboleantes. El sol ya se había puesto y había una opacidad azulada, una bruma ligerísima embalsada entre las masas picudas de los montes arruinados. Fidelín señalaba aquella opacidad como si mostrase algo muy interesante. «Los soldados, los esclavos», murmuraba, pero allí no había otra cosa que árboles, rocas, y la oscuridad que iba depositándose en silencio sobre todas las cosas. Regresamos con él al campamento, pero parecía muy nervioso, y Héctor estaba contrariado. «Mira que si hoy le da uno de sus ataques aquí, lejos de todo el mundo, sin pastillas.» Pero al cabo Fidelín dejó de hablar de aquellas cosas, de los esclavos desarrapados, de los soldados con sus lanzas y escudos. Hicimos una hoguera, cenamos con hambre unos bocadillos. Yo creo que sentíamos la aventura como un sabor, como un tacto en la piel. Salió una luna enorme, al principio rojiza, luego amarillenta, por fin blanca como nieve, que llenó el paraje de claroscuros, de sombras movedizas. Empezaban a oírse cantos o graznidos de pájaros, aleteos, crujidos en la maleza, ruidos de insectos, sonidos en lo oscuro que nos inquietaban, aunque disimulásemos.

La narración del profesor Sierra se había hecho más lenta y parecía recrearse en la memoria de aquel anochecer. Tras una pausa, se puso de pie para reclinar otra vez el cuerpo en la mesa, cruzado de brazos y de piernas.

—Acordamos el plan del día siguiente: penetrar en alguna de las grandes cuevas, cavar, cerner la tierra cavada en busca de las riquísimas pepitas. A la luz de la hoguera los ojos de Fidelín brillaban muy abiertos, como si permaneciese pasmado por alguna visión. Después de un rato, seguros de que la jornada próxima estaría llena de estupendos hallazgos áureos, nos acostamos. Estaban en la tienda más pequeña Héctor y Fidelín, y en la otra Antonio, Luis Belinchón y yo. Creo que a todos nos costó un poco quedarnos dormidos, porque aquellos murmullos del monte parecían dar señal de muchas presencias acechantes, y la lona de la tienda, iluminada por la luna, mantenía sobre nuestras cabezas un raro fulgor. Pero al fin caímos en el sueño. Nos despertó de repente la voz de Héctor, que llamaba repetidamente a su hermano, y luego sonó la cremallera de nuestra tienda. El tono de la voz de Héctor daba señal de su inquietud: «¡Fidelín no está en la tienda, ni alrededor! ¡Ha desaparecido!», gritaba. Salimos de los sacos, nos abrigamos un poco, cogimos las linternas. Ante la noche, a la vez luminosa y llena de sombras indescifrables, nos sentíamos confusos, desorientados. «¡Hay que encontrarlo!», decía Héctor. Nos separamos y recorrimos el lugar llamándole a voces, pero no contestaba. La búsqueda duró bastante tiempo, y a veces nos encontrábamos los propios buscadores, sobresaltándonos, pues no conseguíamos identificarnos en lo oscuro. Después de un rato bastante largo volvimos a concentrarnos en el campamento. Héctor propuso ir al pueblo a pedir ayuda. Los demás no sabíamos qué hacer. La noche se había puesto fresca y yo, entre el frío y el sueño, tenía una fuerte sensación de pesadilla. Cuando habíamos decidido que iríamos al pueblo Héctor y yo, y que los demás permanecerían en el campamento, con un fuego encendido para señalar el lugar, se escuchó la voz de Fidelín. Estaba en el borde del bosquecillo, mirándonos con los mismos ojos desorbitados que había mostrado a la luz de la hoguera. Musitaba palabras ininteligibles y sufría una fuerte tiritona. Héctor le obligó a acostarse, nos acostamos todos, y nos quedamos durmiendo hasta que el sol estuvo muy arriba.

El profesor Sierra había bajado de la tarima y estuvo moviéndose con parsimonia por los pasillos entre los pupitres, deteniéndose de vez en cuando para mirarnos de cerca, como si estuviese hablando con cada uno de nosotros. Volvió a subir a la tarima, se apoyó otra vez en su mesa y se frotó las manos con lentitud.

—Os preguntaréis adónde quiero ir a parar. Bueno, la aventura, así contada, parece que no tiene nada de particular, y estoy seguro de que bastantes de vosotros, chicos o chicas, habéis vivido alguna noche semejante. Pero aquella vez sucedió algo que no consigo explicarme, algo que me ha hecho evocar esa noche con viveza, cuando supe que el pobre Fidelín había muerto. Os dije que dormimos hasta la media mañana. Nos despertamos con hambre. El sol tan cálido y el descanso nos habían puesto de buen humor y acosábamos entre risas a Fidelín para que nos contase en qué discoteca o club de alterne se había metido. Él nos miraba un poco aturdido, porque no entendía nuestras bromas. Luego, cuando ya no le hacíamos caso, dijo que había encontrado el oro. Así lo dijo: «Encontré el oro». Era una salida tan rara, que los ojos de todos nosotros quedaron fijos en él. «Lo tienen en unas cajas de hierro muy grandes. Hay allí muchos soldados, pero no me cogieron. Estaban allí mismo, al lado mío, pero no me dijeron nada, como si no me viesen.» Metió entonces la mano en un bolsillo del pantalón y sacó algo que brillaba en su palma. «Os las traje de recuerdo, las más gordas que encontré. Una para Héctor, otra para Antonio, otra para Miguel, otra para Beli.» Eran cuatro piedrecitas doradas, del tamaño de avellanas.

En la clase había eso que se llama verdadera expectación, aunque luego supe que, como yo, muchos pensaban que el profesor Sierra nos estaba gastando una broma. El caso es que se desabrochó la camisa, sujetó una cadena que llevaba al cuello y, tras soltarla, nos enseñó un pequeño colgante dorado.

—Aquí está la mía. Echadle un vistazo, si queréis, írosla pasando. Oro puro, macizo. Ése fue el oro que conseguimos, aunque yo no puedo imaginar de dónde lo sacó el pobre Fidelín. Y ahora que lo he vuelto a recordar, pienso que acaso lo más razonable sea no seguir dándole vueltas al asunto.