La impaciencia del soñador

La impaciencia no le ha dejado quedarse en el despacho, esperando la noticia, y llama por el móvil a Almudena. «No aguanto más, me voy a dar un paseo, avísame en cuanto sepas algo.» Ella responde que lo hará: «Pero no te pongas nervioso, acaban de entrar, yo creo que hay para rato». De modo que echa a andar, a andar, sin seguir una ruta demasiado consciente, hasta que se encuentra junto a las ermitas, frente al monumento recién inaugurado:

AL INGENIERO Y ARQUITECTO

JUAN BAUTISTA ANTONELLI

EL PUEBLO DE MADRID, AGRADECIDO

La luz es muy dorada y unos niños juegan en la plaza. A lo lejos, en el río, el movimiento incesante de las grandes barcazas de transporte se acompasa, en su suavidad, a la placidez de la tarde. Las gaviotas revolotean sobre las grúas del puerto.

Piensa que ya iba siendo hora de que el ingeniero Antonelli tuviese una estatua en Madrid. Claro que el gusto no ha estado a la altura de los buenos propósitos municipales, la estatua es excesivamente realista en lo menos significativo, el autor se ha esmerado sobre todo en la fidelidad de la indumentaria, en la meticulosa reproducción de la cuera, el jubón, las calzas con muslos acuchillados, y una gorra con una gran pluma, que le dan a la figura cierto aire carnavalesco, rematado por el gran compás que sostiene entre sus manos. La postura desmañada de la estatua no denota demasiado talento artístico en el escultor, pero por fin Madrid reconoce públicamente a quien fue el principal iniciador de su grandeza.

De repente comprende que su errático paseo no le ha traído aquí por casualidad. Ya desde su llegada a la Villa y Corte, en los tiempos de estudiante, le gustaba acercarse a estos lugares donde se alzan las ermitas de San Antonio, junto a los muelles de La Florida. Por un lado, la primera contemplación de los frescos de Goya le había fascinado, esas majas de cuerpos y ojos incitantes, esos mendigos y cargadores en el borde del agua, esos tipos de barba cerrada asomados a la borda de un navío, los grandes pañuelos rojos en la cabeza, aretes en las orejas, el mango de una faca, alguna pata de palo, algún parche ocultando el ojo tuerto.

Los preciosos frescos son sin duda testimonio de lo que debieron ofrecer los muelles de La Florida en la época de Goya, pero en sus tiempos de estudiante seguían teniendo bastante sabor, varias tabernas con acordeonistas, tonadilleras y cantantes de fados, barcos de arcaica traza amarrados a los muelles, que todavía eran de madera, las farolas de gas dándole al lugar una atmósfera pintoresca. A última hora de la tarde llegaba el correo de Lisboa, el mismo barco de vapor, movido por grandes palas laterales, que se conserva en el Museo Fluvial de Aranjuez, y su lenta aproximación ponía en el Manzanares una misteriosa atmósfera de Misisipí.

La reforma urbanística de la zona ha hecho desaparecer los muelles y pantalanes de madera, las tabernas, las farolas de gas, ciertas casas entonces adornadas con un farolillo rojo sobre el dintel, y aquel barco de palas, que evocaba el mundo americano de tahúres y aventureros, ha sido sustituido por un rápido overcraft. Ya no queda nada del antiguo pintoresquismo, pero le sigue gustando visitar los muelles, recorrer los jardines que los flanquean, imaginar ese océano Atlántico que, no por lejano y ajeno, ha impedido que Madrid sea puerto de mar, como imaginó el genial Antonelli.

Sentado pues ante su estatua, piensa que su visita de esta tarde tiene una significación diferente, cumple a la vez el papel de una ofrenda, de una imploración al soñador afortunado que fue capaz de imponer su sueño, de parte de quien está pendiente de que otro sueño pueda hacerse realidad. Su sueño, además, es mucho menos ambicioso que el de Juan Bautista Antonelli.

Se sabe que Antonelli, aquel romano tan español, no lo tuvo nada fácil, y que sólo la cercanía al rey Felipe II, basada en una confianza casi familiar, pues el ingeniero y arquitecto había servido ya al emperador Carlos V, pudo hacer posible que el rey tuviese noticia de sus proyectos en la misma boca de quien los imaginaba. Juan Bautista Antonelli había probado su talento como constructor de fortificaciones al servicio de la corona en muchos lugares —todo el mundo se hizo lenguas de la fortificación de Orán—, y ese talento suyo para la erección de fortalezas tan inexpugnables en su naturaleza como asombrosas en su aspecto lo heredaría su hijo Bautista, que con los años llevaría a cabo la traza y la construcción de las de Puerto Rico, La Habana y Cartagena de Indias, por lo menos. Sin embargo, su idea de la canalización de ríos iba mucho más lejos de lo que entonces se conocía en Europa.

Juan Bautista Antonelli, en sus viajes con el Emperador, había descubierto las vías fluviales alemanas y flamencas, y los ríos españoles habían hecho encenderse en él una ferviente pasión canalizadora. Todos los grandes ríos de la península ibérica debían convertirse en navegables, incluso más allá de los tramos que entonces servían para ello. Veía principalmente al Ebro, al Duero, al Tajo, al Guadalquivir, convertidos en líneas de transporte que se adentraban en el corazón de la tierra española para facilitar un movimiento de gentes y mercancías que la orografía hacía lento y caro, además de servirse de una red de canales secundarios que harían enriquecerse las comarcas que atravesaban. Entre todos ellos, el Tajo estaba llamado a cumplir una función importantísima, la de enlazar la capital del imperio con el mar, comunicarla fácilmente con Europa y hacerla apta para compartir con Sevilla el tráfico de Indias.

Incluso vista con ojos contemporáneos, la idea de Antonelli era de difícil ejecución, piensa. Su propio proyecto es muchísimo más modesto: utilizar alguno de los valles de las sierras madrileñas para implantar un parque etnográfico en que se conserven, en forma de museo pero también en pleno funcionamiento, todos los instrumentos y formas de trabajo relacionados con el mundo agrícola y anteriores al maquinismo industrial. También aquí el agua será decisiva para mover molinos, almazaras, martillos pilones de herrerías, telares, y para asegurar el regadío mediante los procedimientos antiguos. Su sueño es hacer revivir los modos de relación con el medio rural que desaparecieron a mediados del siglo XX, muchos de ellos de origen prerromano, para conservarlos y darlos a conocer a las nuevas generaciones. Y hacerlo precisamente en el entorno de Madrid, cuya vieja condición capitalina la ha mantenido tradicionalmente alejada de los oficios y sabidurías campesinas. Un proyecto inverso en sus objetivos al de Antonelli, pues aquél miraba al futuro y el suyo mira al pasado, pero compuesto también de sueños de hacer más grande y famosa la ciudad y la región que ambos habían acabado haciendo suyas.

Antonelli fue muy reservado en lo referente a sus tratos y conversaciones con el monarca, pero ello no impidió que la noticia se difundiese y que despertase el escándalo y la hilaridad de ciertos cortesanos, que comenzaron a tildarla de quimera y desvarío, y a él a motejarlo de loco romano. Se sabe que el ingeniero Antonelli sufrió momentos de aflicción ante los comentarios que lo ridiculizaban, pero no era hombre que se arredrase. Tampoco le gustaba hablar por hablar. Había hecho construir una pequeña embarcación de quilla plana y con ella había recorrido el Tajo aguas arriba, desde Lisboa hasta Aranjuez, verificando su calado y el ancho de su cauce. Había estudiado el volumen de la corriente del Manzanares y del Jarama, con sus variaciones estacionales, y calculaba que, convenientemente repartida entre ambos cauces mediante canalizaciones y esclusas, sería suficiente para instalar en Madrid el puerto cabecera del río navegable.

También su propio proyecto ha despertado las reservas y hasta las burlas de algunos colegas, que lo tachan de anacrónico, de arcaizante. Sin embargo, él lo ha estudiado con todo detalle y sabe que es posible aprovechar viejas alquerías, molinos, lagares, bodegas, hornos de cal, sistemas de irrigación y otras antiguas instalaciones y edificios para llevar a cabo lo que, precisamente en una época sobrecargada de espectáculos virtuales y efectos especiales con tecnologías de última hora, podría ser tan insólito como atractivo. El proyecto incluye un programa de labores y cosechas adecuado al ritmo de las estaciones y el museo tiene vocación de acoger, desde una perspectiva de antropología comparada, los infinitos aperos, herramientas y objetos artesanos que han estado al servicio de las tecnologías tradicionales desde la noche de los tiempos.

Por fin, el ingeniero Antonelli, a pesar de innumerables informes escépticos de consejos y consejillos, había conseguido interesar a Felipe II en su idea. En 1584, toda la familia real había navegado en las embarcaciones de su invención entre Vaciamadrid y Aranjuez, y el rey, concluido ya El Escorial y aunque estaba exhausta la hacienda del reino de Castilla, parecía decidido a acometer aquellas obras que comunicarían la capital de su imperio con el Atlántico. Lo único que podía retrasarlas o impedirlas era la pugna con Inglaterra y la presión de los más belicosos entre sus allegados, que proponían que se reuniese una flota gigantesca, nunca antes vista, invencible, para llevar a Inglaterra un ejército capaz de invadirla. Si la formación y composición de tal flota y ejército se llevaban a cabo, no quedaría un solo maravedí para acometer otras empresas.

Mas el rey, no en vano recordado como El Prudente, optó por olvidar aquella invasión de tan azarosos resultados y se conformó, como se sabe, con dar mayor fortaleza a la flota defensiva de los puntos del litoral ibérico menos protegidos. Así, las obras que deberían hacer navegable el río Tajo desde Madrid hasta Lisboa se pusieron en marcha, con gran solemnidad, el 10 de agosto de 1587, un año antes de la muerte de Juan Bautista Antonelli.

Las burlas cortesanas tuvieron que ir acallándose mientras se acometía la excavación del canal de San Lorenzo, entre el Castillo de Viñuelas y El Pardo, que debía llevar agua del Jarama al Manzanares, se canalizaba éste, se construían las enormes esclusas de Aranjuez y las del Manzanares y Jarama, a la altura de Vaciamadrid, se drenaba y ampliaba el cauce del Tajo en aquellos puntos en que era necesario, y se ampliaban los puentes del Arzobispo y Alcántara. A la muerte de Juan Bautista Antonelli continuó dirigiendo los trabajos su hijo Bautista. El conjunto de las obras quedó finalizado en menos de treinta años, y en la primera embarcación que recorrió la flamante vía fluvial, un día de primavera de 1615, iba una selecta representación de la Corte, presidida por el Duque de Lerma y el heredero de la corona, que era todavía un niño.

Claro que Juan Bautista Antonelli se merecía una estatua, pues al fin sus aflicciones tuvieron un fruto mucho más rico del que nadie hubiera podido imaginar. El enlace de Madrid con Lisboa, entre otros beneficios, convirtió a la capital portuguesa en el puerto más importante de Europa, desarrolló junto al cauce del río un tejido urbano de enorme pujanza, con ciudades tan ricas como Santarem, Abrantes, Vila Velha de Ródão, Alcántara, Talavera, Toledo y Aranjuez, y fue uno de los motores de la prosperidad de todos los pueblos de la península, reunidos desde finales del siglo XIX en la República Federal Ibérica, aunque en los últimos tiempos muchos vascos, que no aceptan sus raíces iberas, estén empeñados en recuperar el nombre de Española que tuvo la Federación en los postreros años de la monarquía.

Tiene de repente un escalofrío, porque aunque el otoño está siendo benigno, según acostumbra en Madrid, ya se ha puesto el sol. La plaza ha quedado vacía de niños y paseantes, a lo lejos aparecen las luces de una embarcación, y se levanta para acercarse a los muelles. Su proyecto puede parecer arcaico y disparatado, pero él está seguro de que es único en el mundo, y con mucho sentido histórico y cultural. Además, su ejecución aseguraría el trabajo central de su estudio de arquitecto durante varios años.

La comisión que lleva reunida tanto tiempo es la que debe proponer que el proyecto se acepte, tras las reuniones e informes de muchos otros órganos sucesivos. A lo largo de más de tres años ha podido conocer bien lo que es la impaciencia del soñador, ese debatirse entre la fe íntima en la bondad de una idea y la incomprensión, el menosprecio y hasta la burla de los interlocutores. De ello tuvo experiencia Juan Bautista Antonelli hasta ver cómo su sueño empezaba a hacerse realidad. Pero él, con un sueño menos ambicioso, todavía está en el arduo camino de intentar ser comprendido.

Cuando llega al muelle, los viajeros están abandonando el overcraft con ese aire de sueño y confusión que remata todas las travesías. Río abajo se desliza una larga barcaza cargada de bocoyes que arrastra también varias armadías señaladas con luces anaranjadas. Desde la cubierta, un perro ladra a la gente del muelle. No se atreve a llamar a Almudena, aunque le parece que a estas horas la reunión tiene que haber terminado, y mientras regresa hasta la plaza de las ermitas suena el teléfono. Es ella.

«No te he llamado antes porque han terminado ahora mismo.» Él no es capaz de encontrar en aquellas palabras ningún signo favorable o adverso. «¿Qué ha pasado?», pregunta. «Lo siento, pero no han decidido nada todavía.» «¿No han decidido nada?» «Bueno, han nombrado una subcomisión que redactará el último informe económico. Pero parece que el asunto les gusta, no hay que desanimarse. Voy hacia el estudio, allí nos vemos.»

Otra vez en la plaza solitaria, contempla la estrafalaria estatua que le han dedicado al antiguo ingeniero y arquitecto, que parece sujetar el compás como un zahorí su horquilla. Siente una mezcla de decepción y alivio. La batalla no está perdida, aunque todavía le corresponda vivir muchas horas esa impaciencia ardorosa de luchar por los sueños. «Deséame suerte, Antonelli», murmura.