Era el día de Nochebuena y, como todos los años, íbamos a reunirnos en casa de mis padres. A la pequeña exaltación propia de las fechas, aquella vez se unía el júbilo por el regreso de Marcelo, el hermano mayor, que volvía a casa después de quince años.
En sus escasas y lacónicas cartas, Marcelo nos había contado que todo iba bien y que Australia era el Eldorado de los veterinarios. Y en las fotos que había mandado, apenas media docena, se le veía siempre serio, a veces con algún animal en brazos, en un paraje de colinas ocres, casitas de una planta y armazones metálicos con aspas en la cúspide, que debían de servir para subir el agua de los pozos.
Mi madre lo arregló de manera que el hijo mayor recuperase para él solo su misma habitación juvenil, y los demás aceptamos sin rechistar aquella decisión, que nos obligaba a mi mujer y a mí a compartir la cama con nuestra hija, y a nuestro hijo a dormir en el cuarto de Ramón, el hermano pequeño. Pero el regreso de Marcelo había suscitado una gran euforia en la familia, y las estrecheces de nuestro acomodo no tenían importancia frente al valor del acontecimiento.
A media mañana, mi hijo y yo fuimos a esperarlo a la estación. Yo estaba un poco desazonado por el aspecto que el viajero podía presentar y los límites de mi perspicacia para reconocerlo, pero cuando el tren se detuvo y los pasajeros comenzaron a descender de los vagones, no tuve ninguna duda: allí estaba mi hermano Marcelo, con el pelo un poco gris, pero sin que se hubiesen modificado apenas sus facciones, ni el gesto inquisitivo de su mirada.
—¡Ahí está tu tío Marcelo! —le dije a mi hijo.
Eché a correr y ceñí mis brazos alrededor de su torso, como si yo hubiese vuelto a ser el muchacho que era cuando él se había marchado, tantos años antes. Él besó a mi hijo, se quejó del frío, y no dijo más que «¿Todos bien?», o algo así, antes de entrar en el coche.
Enseguida sospeché que algo había cambiado en él. Se le veía más serio, menos espontáneo en las preguntas, más reservado en las respuestas. Y ya en casa, cuando mi madre lo abrazaba entre sollozos y le besaba con besos repetidos y chasqueantes, me pareció que no mostraba otra emoción que cierta perplejidad sensorial, los ojos recorriendo los muebles y los cacharros de la cocina, y las aletas de su nariz aspirando los olores domésticos, supongo que en la certeza del reconocimiento.
Recién llegado, Marcelo empezó a mostrar el extraño comportamiento que convertiría aquella jornada en una fecha de triste recuerdo.
Salvo nuestro padre, que estaba todavía en el almacén, toda la familia lo rodeaba con avidez. Yo le había presentado ya a mi mujer y había hecho que mi pequeña Lucía le besase, Ramón le palmeaba las espaldas llamándole Marsupial una y otra vez, y mi madre le sobaba y repetía que lo encontraba muy delgado pero guapo, y se ponía a llorar de nuevo, cuando Marcelo hizo por primera vez la extraña alusión:
—¿Dónde está Emilina? —preguntó.
Aquel nombre nos resultó completamente ajeno, y le miramos con extrañeza.
—¿Qué Emilina? ¿De quién hablas? —dijo Ramón.
De repente, Marcelo desorbitó los ojos, como si en aquel instante recordase algo antes inadvertido, y se tapó el rostro con las manos.
—Perdón —exclamaba—, perdón, debe de haber sido el viaje tan largo, estoy aturdido, no me había dado cuenta.
Nuestro padre entró en la sala llamándole, y ambos se abrazaron en silencio, pero luego Marcelo siguió hablando con voz compungida:
—Padre, tienes que perdonarme, tenéis que perdonarme todos, pero ya no recordaba lo de Emilina.
—¿De qué hablas?
Marcelo no contestó nada, pero se veía que estaba bastante desasosegado. Entonces, intervino mi madre:
—Marcelo, hijo, te he preparado tu habitación. Si quieres arreglarte, ya tienes allí tu maleta.
Y resultó que no recordaba dónde estaba su cuarto, y anduvo dando vueltas por el piso de arriba. Me lo encontré sentado en la cama de nuestros padres, con la mirada inmóvil en su propia figura, que reflejaba la luna del armario.
—¿Y mi maleta?
—En tu cuarto.
—¿No era éste?
—No, hombre. Éste ha sido siempre el cuarto de los padres.
Fui con él hasta su habitación. Al verla, se quedó en el vano de la puerta.
—Pero ¿ésta no era la habitación de Emilina?
—De verdad que no sé de quién hablas, Marcelo —repuse.
Me sentía confuso y un poco preocupado por su insistencia en echar de menos a alguien desconocido, que nunca había pertenecido a nuestra familia. Él se quedó observando con aire ausente la maleta puesta sobre la cama, y preferí dejarle solo.
Durante la comida le preguntamos sobre su vida en Australia, a lo largo de tantos años. Nuestra madre tenía en las manos las pocas fotos que nos había ido enviando, y queríamos saber cuál era ese lugar de casitas bajas, colinas y molinos de viento.
—¿Molinos de viento? Donde yo vivo nunca he visto de eso. Y no hay colinas, es una llanura larga, larga —repuso, con desgana.
Le pasamos las fotos y las fue mirando una tras otra, indeciso. Al cabo, las apartó con un gesto evidente de desinterés.
—Hace mucho tiempo de esto, qué sé yo —dijo—. Las fotos no pueden dar una idea de conjunto.
De modo que quedó claro que no le apetecía hablar de sus años australianos. Yo pensé que, como él mismo había dicho, aquel viaje tan largo, desde la otra punta del mundo, lo tenía desorientado. Acaso el tiempo pasado, el de su vida allá lejos pero también el de su juventud en la casa familiar, formaba en su cabeza una madeja enmarañada, que todavía no estaba en condiciones de desenredar bien. Los demás debieron de pensar algo parecido, porque todos coincidimos en sugerirle que descansase un poco, que se echase una siesta, porque además la noche que se avecinaba iba a ser más larga de lo habitual.
Él respondió que prefería no acostarse, para ir acostumbrando el cuerpo a la nueva latitud, y en su boca las palabras «cuerpo» y «latitud» adquirieron una significación misteriosa, como si la primera señalase un ámbito extenso e impreciso, y la segunda un lugar muy distante en el espacio.
Después de comer le invité a dar un paseo, como hacíamos los días de fiesta, cuando vivía en casa. Se puso la pelliza de nuestro padre, yo le coloqué la correa al perro de Ramón, y salimos a la calle.
Subimos primero hacia la Plaza Mayor, entre las callejuelas, y él lo miraba todo con gesto escrutador, como contrastando la realidad cercana con la imagen que conservaba en sus recuerdos.
Al descubrir la catedral la contempló con asombro, y después de entrar en la plaza y andar unos pasos, se detuvo.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Yo me eché a reír, imaginando que su sorpresa era fingida, una especie de homenaje al monumento más famoso de la ciudad, pero enseguida comprobé que parecía sincera.
—¿No había ahí antes una torre muy grande, de ladrillo rojo? —volvió a preguntar.
No supe qué decir, y me sentí muy incómodo. Él no habló más. Descendimos por la calle Ancha, y al acercarnos a la plaza de Santo Domingo señaló la Casa de Botines y se quedó quieto otra vez.
—¿Y eso? ¿Qué han hecho con los osos?
—¿Qué osos? —murmuré.
—Había un par de osos abrazados donde ahora están ese guerrero y ese bicho —dijo con seguridad, señalando al San Jorge y al dragón que presiden la portada de la casa de Gaudí.
Mi incomodidad se había convertido en una molestia física, como si la digestión de la comida se me hubiese cortado. Él debió de advertir mi malestar, y creo que lo relacionó con su comportamiento, porque me agarró de un brazo y se mostró mucho más cercano y afable.
—Tienes que excusarme, chico. Seguro que es el dichoso viaje, que me ha despistado un poco. Encuentro cosas que me resultan familiares y otras que me parecen extrañas, rarísimas. Hasta con vosotros mismos me pasa, hasta con vosotros siento esa confusión. Estoy un poco ido, y la memoria me pone trampas. Ya se me pasará, no te preocupes.
Entramos en un bar, tomé una infusión de manzanilla y me encontré más entonado.
Lo peor ocurrió después, ya de vuelta a casa. El calor formaba con el aroma del asado un signo muy navideño, y mis padres trasteaban en la cocina con mi mujer. En la sala, mis hijos jugaban sobre la alfombra y Ramón estaba sentado en el sofá, delante del televisor encendido, pero no le hacía caso, porque había sacado la escopeta y la limpiaba.
Ramón es muy aficionado a la caza, y aprovecha cualquier rato libre para desmontar el arma y pasarle un trapo a las piezas. Yo creo que no es sólo una costumbre de cazador cuidadoso, sino un motivo de ensimismamiento, como lo es para otros ordenar las piezas de un puzzle o hacer solitarios con una baraja.
Marcelo se acercó en dos zancadas a Ramón y le interpeló con tono seco y agresivo:
—¿Se puede saber qué demonios estás haciendo?
—Estoy limpiando un poco la escopeta —dijo Ramón, que no se había percatado de la actitud de nuestro hermano mayor.
Marcelo agarró los cañones y se los quitó con gesto violento.
—¿Por qué me provocas? —preguntó Marcelo, y fue alzando la voz cada vez más—. ¿Por qué no me dejas que lo olvide?
—Pero ¿se puede saber qué te pasa?
—¡Alguien la había dejado cargada! —gritaba Marcelo—. ¡Yo no quise hacerlo!
Ramón y yo contemplábamos atónitos aquel estallido nervioso. Mis hijos habían dejado de jugar y hasta el perro levantó la cabeza y sacudió las orejas con sobresalto. Desde la cocina llegaron mi padre y mi madre, y nos miraban estupefactos. Marcelo se dirigió entonces a ellos, y su tono era desquiciado, como si lo que decía fuese la primera y desesperada confesión de un terrible secreto.
—¡Yo estaba sentado en el sofá, como Ramón, y ella estaba sentada en el sillón de enfrente! ¡Apunté hacia ella en broma, por juego!
—Hijo, tranquilízate —le pidió mi madre, y se abrazó a él.
Mi mujer había llegado también y me miraba, asustada.
—¡Cómo iba yo a querer matar a Emilina! ¡Cómo iba yo a querer matar a nuestra hermana!
Soltó el cañón y se dejó caer en el sofá, junto a Ramón. Permaneció otra vez con la cara entre las manos mucho tiempo, y todos le mirábamos sin comprender, horrorizados ante aquella alucinación suya que había introducido en nuestra familia los fantasmas imaginarios de un miembro más y de una terrible tragedia.
Se fue sosegando. Al rato, puso los ojos en la televisión. Mis padres y mi mujer volvieron a sus afanes, y los niños a sus juegos. Ramón recogió las piezas de la escopeta, y yo intentaba recuperar la tranquilidad hojeando una revista.
Por fin mis padres y mi mujer terminaron sus tareas en la cocina, y al entrar en la sala encendieron todas las luces, sobresaltándonos. Mi madre se sentó al lado de Marcelo, le cogió una mano y se la acariciaba con las suyas, mientras le preguntaba si se encontraba bien, y él sacudía afirmativamente la cabeza. Por primera vez desde su regreso, vi en sus labios una sonrisa.
Luego se fue a su habitación, y los demás nos pusimos a armar la mesa y a sacar los platos, los vasos y los cubiertos buenos. Cuando estuvo todo listo, mi padre abrió una botella de jerez, para el aperitivo. Marcelo no había vuelto de su cuarto y subí a avisarle, imaginando que acaso lo iba a encontrar dormido, pero no estaba. Tampoco estaba su maleta. Se había marchado, y aunque salimos en su busca, y dimos muchas vueltas, no pudimos encontrarlo.
Han pasado otros quince años y no hemos vuelto a saber nada de él. Ojalá su memoria deje de ponerle trampas, y le permita recorrer algún día el verdadero camino de vuelta.