Un tipo alto, vestido con una ropa ajustada, brillante, azul celeste. Había soñado algunas noches con él, pero aquella vez, cuando desperté, no desapareció.
—Tranquilo, no tengas miedo —me dijo—. ¿Es que no me reconoces?
Claro que tenía miedo de encontrármelo inclinado sobre mí. A aquella distancia pude comprobar que su ropa era rígida, una especie de armadura, y que de su gran cinturón colgaba un bulto alargado, que podía ser un arma.
—¿Tanto he cambiado? Soy tu primo Lito —añadió.
Habían pasado tantos años desde la desaparición de mi primo Lito que tardé unos instantes en recordarlo. Mientras seguía hablando con voz ansiosa, me pareció descubrir en los rasgos del insólito interlocutor un aire familiar.
—Escucha, me tengo que ir enseguida, no puedo quedarme más tiempo. Te necesito, te necesitamos.
Yo estaba tan asombrado que seguía sin poder hablar, pero a él parecía bastarle con que le escuchase.
—Vengo de Mundo Baldería. Los Geriones han repetido la invasión. Necesitamos la fórmula de la macrobalita. Allí no tenemos los libros, ¿comprendes? La fórmula de la macrobalita. Busca los libros, ayúdanos.
Después de decir todo esto, se dio la vuelta y salió deprisa de mi habitación, y su figura fue sólo un fulgor apagado de repente. Comprendí entonces que lo que había creído un despertar había sido otra apariencia del sueño, y que el verdadero despertar se producía en aquel momento, cuando ya era la hora de levantarse.
Me esperaba una jornada de mucho lío, porque aquella temporada la situación bursátil era desastrosa, pero a lo largo del día no olvidaba un detalle de mi sueño, la precisión con que el extraño personaje aludía a los libros de Mundo Baldería y pronunciaba esa palabra, macrobalita, olvidada por mí muchos años antes.
La mención soñada de aquellas novelas trajo una luz grata a las sombrías rutinas del día, y entre la insistencia de las llamadas telefónicas y la urgencia de los documentos y de los faxes iba reconstruyendo en mi memoria su forma, las tapas de cartón verde con las imágenes de los guerreros de las diferentes especies, y con aquellos enormes artefactos invasores medio orgánicos medio mecánicos, que llamaban Geriones. Estaba a punto de exclamar «¡Eran tres!», pues recordé la imagen de los tres libros alineados en la estantería de mi alcoba infantil, cuando mi padre entró en el despacho, con el móvil pegado a la oreja, hablando del desastre de éste y de aquél, de vender y de no vender. «Y todavía no hemos acabado de tocar suelo», añadió antes de salir, y comprendí que aquella visita era sólo producto automático de su nerviosismo.
Regresé a mi casa muy tarde, pero intenté encontrar las novelas de Mundo Baldería entre los libros, y me di cuenta de que hacía demasiado tiempo que los libros ya no eran objetos cercanos, pues al manosearlos tenía la conciencia de reencontrar un tacto perdido. Me había alejado de los libros, tan importantes para mí en la niñez y en la adolescencia, casi inseparables, y en mis estanterías, entre innumerables vídeos y deuvedés permanecían las últimas muestras de una pasión terminada quince años antes, con el aire un poco arqueológico de los objetos que han dejado de ser cotidianos. Y entre ellos no se encontraban las novelas de Mundo Baldería.
Durante toda aquella temporada la crisis financiera se fue haciendo cada vez más grave, pero el recuerdo de las novelas de Mundo Baldería seguía perfilándose en mi memoria con mayor nitidez: un planeta desértico, en el borde de la galaxia, en que existía un único lugar vivo, un inmenso valle regado por un río que, en sus periódicas crecidas, le concedía una fertilidad extraordinaria, capaz de alimentar a la población de especies inteligentes que, resultado de sucesivos naufragios estelares, lo habían colonizado. Las especies inteligentes eran tres, una similar a la humana, otra de vegetales semovientes, y la tercera de grandes artrópodos.
Las novelas describían el mundo originario, el valle del inmenso río en medio de un completo desierto, el aposentamiento de los náufragos de las distintas especies, sus iniciales enfrentamientos, la progresiva ordenación de las comunidades en que por fin se federaron, la construcción de sus ciudades a lo largo del río, la llegada de los invasores, tres enormes seres capaces de desconcertantes transformaciones físicas que pretendían esclavizarlos, la resistencia, las batallas, y cómo para vencer a los invasores fue decisivo el descubrimiento de la macrobalita.
La lectura de aquellas novelas me había hecho vivir momentos apasionantes. Mi padre temía cualquier estímulo que, aparte del fútbol, pudiese distraerme de mis obligaciones escolares, pero no había ocasión de santo, cumpleaños o Navidad en que mi abuela no me regalase libros. Como era buen estudiante, mi padre toleraba que en mis ratos libres, o en vacaciones, leyese aquellos libros diferentes de los de texto. Mi primo Lito no tenía esa suerte, porque no era tan buen estudiante como yo. También a él la abuela le regalaba libros, pero nunca los pudo leer porque eran requisados inmediatamente por su padre. Lito llevaba una vida que me daba mucha lástima, encerrado siempre en su cuarto, castigado por las malas notas, sentado frente a los libros de texto con un aspecto al que sólo le faltaban la jarra de agua, el mendrugo de pan y unos ratones para parecer un presidiario de tebeo.
Nuestras familias pasaban en casa de la abuela buena parte del verano y fue allí donde Lito descubrió, leyendo mis libros a la luz de una linterna, lo que era Mundo Baldería. Jamás antes de entonces había leído una novela, y el hallazgo le entusiasmó tanto que no quería hablar conmigo de otra cosa, para contrastar nuestras ideas sobre aquellas lecturas. Consiguió leer una novela durante el primer verano y otra en el verano siguiente, porque la implacable tutela paterna apenas le dejaba tiempo a solas. El tío Ángel estaba cada vez más enfurecido con su hijo, y muy a menudo le reprochaba en público los desastrosos resultados escolares, que atribuía a la falta absoluta de interés de Lito, a su radical vagancia, a su desvergüenza. Al igual que mi padre, el tío Ángel esperaba que Lito hiciese una carrera para luego ayudarle a él en su bufete, y declaraba continuamente su desesperación al imaginar que su hijo acabaría de repartidor de pizzas, como mucho.
Y volví a soñar con aquel hombre alto, de armadura azul celeste, que decía ser mi primo Lito. La cabeza muy cerca de la mía, me pedía con zozobra la fórmula de la macrobalita, y yo le respondía que no había encontrado aquellos libros, que a saber adónde habrían ido a parar.
—Tienes que buscarlos, Fernando, debes encontrarlos, esta vez los Geriones no vienen a hacernos sus esclavos sino a exterminarnos. Y allí ya nadie conoce la fórmula.
Es sorprendente cómo los sueños pueden ofrecer tanta certeza. Desperté y me parecía sentir aún el sonido de su voz acuciante, vislumbrar todavía sus ojos muy abiertos, el brillo de aquella coraza que simulaba los abultamientos de su tórax.
La rememoración de aquellos veranos me empujó a escaparme de la agencia para rebuscar en las casetas que venden libros viejos en la cuesta de Moyano, y al fin encontré el primer ejemplar de la trilogía. El tipo de la caseta me aseguró que intentaría localizar los otros dos, y aquella noche releí la primera parte de las aventuras que tanto me habían fascinado cuando tenía doce o trece años. Reencontré los nombres de las tres especies: Hadanes, la similar a la humana; Arbos, los grandes vegetales ambulantes; Insas, los enormes artrópodos. Reviví las primeras escaramuzas entre ellos, el acercamiento a que les obligó la vida en aquella ribera arrasada y revitalizada periódicamente por la inundación, su especialización en el cultivo del muti, del que todos, cada uno según su naturaleza, se nutrían. Los Arbos se ocupaban de los diques, de los canales y las acequias para el riego, los Insas eran labradores y los Hadanes molineros.
Aquella noche volví a soñar que el hombre que decía ser Lito me visitaba y se mostraba muy contrariado al saber que yo sólo había conseguido encontrar la primera de las tres novelas.
—Sigue buscándolos, Fernando, por favor, no dejes de seguir buscándolos, nuestra situación es desesperada.
Al despertar, recordé a Lito el segundo verano de aquellos, diciéndome lo mismo: «Mi situación es desesperada». Lito no quería estudiar, pero su padre no lo admitía. «Pero ¿qué vas a ser de mayor?», le preguntaba yo, y él me decía que podía ser jardinero, mecánico, fontanero, cocinero o electricista, y que hasta puede que no se le diesen mal los ordenadores, si su padre le dejase intentarlo. «¿Por qué voy a tener que ser abogado? Yo no sirvo para eso, me parece lo más aburrido del mundo.»
Aquella tarde había llovido mucho, una tormenta muy fuerte que vuelve a retumbar en mi memoria, Lito y yo corriendo por la senda bajo los enormes castaños, el agua rebotando sobre la tierra, llenando en instantes los cauces secos del riego, las rodadas del camino. Nos guarecimos en un pajar abandonado y ruinoso. Terminaba el verano, y como Lito no había podido leer la última novela de Mundo Baldería, había querido que se la contase, y lo hice. Narré la desesperada resistencia de las tres especies, la voladura de los diques, la muerte de Ans, el valeroso Insa, y el sacrificio de Urdo, el líder de los Hadanes.
Los tres Geriones se habían unido en un solo cuerpo gigantesco, erizado de antenas emisoras de rayos mortíferos, que se desplazaba sobre cientos de patas con las que se asentaba y que le permitían resistir sin inmutarse la feroz avenida del agua. Tras varias jornadas de batalla, unos Insas voladores arrojaron sobre el Trigerión la bomba de macrobalita, descubrimiento de los científicos Arbos.
«Macrobalita», repetía Lito con admiración, como quien pronuncia un conjuro capaz de preservarle de todos los maleficios. Estuvimos un rato callados, mientras la tormenta continuaba descargando, y al fin dijo aquello de que su situación era desesperada.
—Tan desesperada, que voy a escaparme de casa.
Tenía una expresión a la vez desolada y decidida.
—Pero ¿adónde vas a ir?
Me miró con complicidad y me agarró de un brazo.
—Ojalá supiese cómo llegar a Mundo Baldería.
Aquella tarde descubrí que Lito creía que todo lo que había leído en aquellas novelas era cierto, y no abandonó su idea a pesar de mis objeciones. ¿Cómo no iba a ser verdad todo aquello tan verosímil, tan bien contado, impreso además en un libro?
—¿Y qué me dices del autor? —aducía, remachando su argumentación—. Comodoro Benzuy de Borox. ¿Tú crees que un comodoro, con lo importante que debe de ser un comodoro, iba a ir contando mentiras así como así, firmando con su nombre? Lo malo es que no tengo ni idea de cómo se puede llegar hasta allí, pero si lo supiese mi padre no iba a volver a verme el pelo en su vida, y que haga lo que le dé la gana con el dichoso bufete.
Yo estaba tan estupefacto ante la firmeza de su fe, que al fin desistí de intentar convencerlo.
—¿Y qué ibas tú a hacer allí? —le pregunté.
—Sería molinero, como los Hadanes, aunque tampoco me importaría trabajar como labrador, o en los canales de riego. Y si volvían los Geriones, o los invasores que fuesen, lucharía contra ellos. Tengo muy buena puntería.
Lito desapareció a los pocos días de regresar a la ciudad, y nunca más se supo de él. A mí me quedó la pesadumbre de haber sido testigo de su desesperación aquella tarde de tormenta y no haber comprendido lo certero de su propósito. Pero habían pasado los años y su nombre volvía a mí en la figura de aquel guerrero soñado, mezclado con los recuerdos difusos de unas novelas que habían seducido mi imaginación cuando era casi un niño.
La jornada siguiente, cuando estaba en la Bolsa, me llamó al móvil el tipo de la cuesta de Moyano y me dijo, como si se tratase de un secreto de alta seguridad, que ya había conseguido los otros libros. «El resto de los volúmenes», precisó, como si se tratase de una colección amplia e importante, sin duda para justificar el precio, que me pareció exagerado, aunque lo acepté sin discutir. «Pasaré a recogerlos enseguida», contesté, a pesar de que imaginaba que en aquel momento había bastante complicación en la oficina.
Por aquellos mismos días estaba aún reciente mi divorcio de Elisa, y su vacío en la casa, sus objetos olvidados que a menudo parecían asaltarme, incrementaban mi indolencia, mi desapego. Y mientras me encaminaba a paso rápido hacia la cuesta de Moyano, descubría que a la rebeldía y falta de aplicación de Lito se había opuesto siempre mi sumisión, mi docilidad. Yo había aceptado el destino que mi padre había dispuesto para mí, pero después de tantos años sentía que en aquellos veranos de la niñez, en aquellas lecturas exaltantes, se escondían imprecisas imágenes de un futuro en que la prosperidad de los negocios no era la parte sustantiva. Cuando regresé a la Bolsa, Manolo estaba bastante nervioso: «¿Dónde te habías metido? ¿Cómo no has ido a la oficina? Tu padre anda buscándote muy cabreado, tenías una reunión con esos consultores de Barcelona y les has dejado plantados».
Pasaron algunos días y no volví a soñar con el hombre de la armadura que decía ser Lito. Releí los otros libros de Mundo Baldería, reconocí la fundación de las Siete Ligas: Felecha, Calbón, Amuz, Contrigo, Avido, Sanfel y Morla, la capital, donde residía el Comité Federal. En la tercera novela, reencontré la fórmula de la macrobalita que en mis sueños me era reclamada con tanta vehemencia, compuesta de elementos de la arena del desierto y del limo del valle: araz, vatal, comonia, ustina.
Aquella misma noche volvió a asaltarme el sueño recurrente, aunque esta vez había en el personaje señales infaustas. Su coraza mostraba abolladuras y marcas oscuras, uno de sus ojos estaba cubierto por un parche y llevaba una mano vendada. Le dije que ya tenía los libros y me pidió que le llevase en mi coche sin perder un minuto. Bajamos al garaje. Supe entonces que hay en la ciudad al menos cuatro puntos desde los que es posible acceder a Mundo Baldería: la glorieta del Ángel Caído, el espacio bajo la marquesina del cine Coliseum, los soportales ante la Casa de la Panadería y la entrada sur del Santiago Bernabéu.
El Bernabéu es lo que más cerca de casa me queda, y le llevé allí. La noche era suave y las calles estaban vacías. Al fin detuve el coche y me acerqué a los muros del estadio con el personaje de mi sueño, que apretaba los libros contra su pecho como una reliquia venerable. Le pregunté que cómo se entraba en Mundo Baldería.
—Pensando. Hay que cerrar los ojos y pensar muy fuerte en ello. El día que me escapé de casa, andaba por el Retiro desorientado, sin saber qué hacer, era casi de noche, estaba en esa plaza en que está el demonio, el ángel caído, y me sentí sin fuerzas, cerré los ojos y deseé con todo mi corazón llegar a Mundo Baldería. Así entré.
De manera que yo también cerré los ojos y pensé en aquel valle inmenso incrustado en un planeta desértico. Al volver a abrirlos, me encontré ante la corriente de un río, a una hora que debía de ser crepuscular. Dos astros grandes como la Luna, uno amarillento y otro rojizo, cercanos al horizonte, ponían en la penumbra un brillo dorado. Mi acompañante lanzó un grito y unos seres propios del sueño, una enorme mantis y un gran arbusto que se desplazaba sobre sus raíces, ambos revestidos con una coraza azul celeste, se acercaron a nosotros.
Me atemorizaban la luz nunca vista, una extraña melodía de insectos o de pájaros, las grandes masas vegetales de la ribera, en que la doble iluminación de los astros ponía un reflejo morado, el olor acre aunque no desagradable que lo impregnaba todo, aquella corriente que resonaba pese a lo horizontal de su fluir, las monstruosas figuras que se acercaban, un chirrido espantoso que llegaba de la lejanía.
—Para volver tienes que hacer lo mismo —me dijo Lito, como si fuese consciente de mi temor—. Cierras los ojos y piensas en tu casa.
Pero cuando abrí los ojos no estaba en mi casa, sino en la acera del Bernabéu, y no tenía la sensación de estar soñando, sino de que aquello era la realidad de la vigilia. Y resultó la vigilia, en efecto, pues aunque había cogido las llaves del coche para llevar a Lito no había hecho lo mismo con las del piso, y me encontré ante la puerta cerrada, en pijama, completamente despierto y sin posibilidad de volver a la cama. Bajé otra vez al garaje y me refugié dentro del coche hasta que llegó la mañana y el portero, mirándome con aire suspicaz, me abrió la puerta de mi casa con la llave maestra.
La experiencia me perturbó tanto que aquel día no fui a trabajar. Mi padre me telefoneó varias veces y por la noche vino a visitarme. Le dije que me encontraba fatal, desanimado, sin fuerzas para levantarme. Al día siguiente me vino a ver su amigo, el doctor Bustifer, que atribuyó al estrés lo que me estaba sucediendo, y me prescribió reposo, a ser posible en un lugar más tranquilo, acaso a la orilla del mar. A mi padre no le hizo gracia el consejo del médico. «¿No puedes hacer un esfuerzo? No son días para ponerse enfermo.» Reencontré en sus ojos la mirada del tío Ángel cuando amonestaba a Lito. «Lo intentaré», repuse, y se mostró muy complacido: «Te lo agradezco de verdad, hijo. Este verano te vas un mes al Caribe».
Sin embargo, en mi trabajo estaba distraído, las horas que antes pasaban casi inadvertidas formaban ahora pesados grumos de tiempo, mi desasosiego no me permitía cumplir con mi labor decorosamente. Aquella fantástica aventura nocturna me había devuelto al tiempo de la niñez, a la primera pubertad, a los sueños de aventura que los libros habían hecho brotar en mí y a los que había luego renunciado como si crecer y hacerse mayor consistiese en aceptar su puerilidad y su falta de sentido.
Ante la frenética actividad de mi padre y de nuestros empleados, recordaba aquel tiempo en que no podía imaginar que mover dinero y hacerlo fructificar fuese siquiera un trabajo, cuando creía que lo propio de los seres humanos tenía sobre todo que ver con la exploración de lo desconocido, buscar los secretos del mundo, trabajar las materias terrestres, conocer otras gentes y otros espacios. Así, en la resistencia de Lito a asumir su deber de estudiante, más allá de sus condiciones intelectuales, reconocía una actitud de extremada osadía, incluso heroica.
Mi melancolía no se apaciguaba ni siquiera de noche, pues me había sobrevenido un insomnio que no me daba ocasión a la tranquilidad ni al olvido. Releí otros libros que, tantos años antes, habían iluminado mi imaginación. Las graves circunstancias financieras que atravesaba el mundo, y hasta el mucho dinero que había conseguido ganar con mi trabajo, me parecieron anécdotas banales, que en cualquier novela interesante apenas serían el pretexto para una trama secundaria. Como no dormía, Lito no volvió a aparecerse, y aunque no me atrevía a pensar que había sido verdad aquel viaje hasta el Bernabéu en que yo mismo le había acompañado a Mundo Baldería, las luces, los sonidos, los olores, permanecían vivos en mi recuerdo, y las grandes figuras de aquel árbol que andaba y del enorme insecto de ojos facetados.
Al día siguiente, cuando llegué a la oficina, mi padre me llamó. «Escucha, Fernando, si estás enfermo debes internarte, que te traten, que te curen de una vez, esto no puede seguir así.»
Aquel día, las amenazas de Estados Unidos contra Irak habían hecho subir los precios del petróleo, las bolsas habían caído todavía más, y nuestros clientes no dejaban de telefonear. En la agencia había crispación, parecía que viviésemos el comienzo de una catástrofe.
«Me voy a casa», repuse. Salí de la oficina y eché a andar. Era una mañana fría pero muy soleada, de esas en que Madrid resplandece. Recorrí el paseo del Prado. A la luz blanca, la Cibeles parecía de porcelana. Anduve, anduve, y de pronto estaba delante del Bernabéu. Me acerqué a las taquillas del sur y ya no pude evitar las imágenes de aquella noche, incapaz de saber si la vigilia y el sueño me habían enredado en un laberinto confuso.
Mundo Baldería, pensé, y me quedé quieto, cerrando los ojos con fuerza, como un homenaje a los tiempos en que leía libros y creía en otras aventuras diferentes de la Bolsa y los efectos económicos de extraños ataques terroristas y guerras cuyas razones verdaderas sólo unos pocos poderosos conocían.
Al abrir los ojos me encontré ante el gran río inmenso y sonoro, que tenía brillo de plata. En el cielo anaranjado no había lunas, y alrededor brotaba la suave melodía de gorjeos o de élitros. Alteraban la placidez el eco de explosiones lejanas y aquel chirrido agudo que me había sobresaltado la vez anterior. En la ribera, cubierta de matorral morado y escarlata, dos enormes mantis se acercaron a mí. Una me tomó en sus patas delanteras y remontó el vuelo. Me depositó otra vez en el suelo ante una construcción azul, con aspecto de búnker. Allí estaba Lito.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó.
—He venido para quedarme —respondí.