Gaby y yo en nuestro segundo año de universidad en el salón de música de la Academia de Artes de Boston. Esta foto estuvo colgada todo el año en el salón de nuestro profesor de humanidades. Como pueden ver, algún vándalo la dañó.
Si vas a cualquier lugar, incluyendo el paraíso, extrañarás tu hogar.
—MALALA YOUSAFZAI, activista paquistaní y Premio Nobel de la Paz en 2014
No pude visitar a mi padre la tarde en que fue deportado. Los funcionarios de inmigración no nos habían dicho cuándo lo deportarían exactamente, y como lo hicieron durante un día laboral, Amelia no pudo llevarme al centro de detención. Sentí alivio al perderme el último encuentro. Ver a mis padres con sus espíritus rotos, sus cabezas agachadas, me había producido casi más dolor del que mi corazón podía soportar. Después de cualquier pérdida, llega un momento en que dejas de lamentarte; si siguieras anclada en el dolor, no podrías funcionar. Así que, poco a poco, creas lo que se llama una «nueva normalidad», así no tenga nada de normal. Sigues adelante aunque haya un enorme agujero en tu vida. Y es imposible hacer eso si sigues mirando por encima de tu hombro. Yo necesitaba mirar hacia adelante.
Amelia fue maravillosa conmigo. Ella, Gabriela y sus otros dos hijos, que eran veinteañeros, me hicieron sentir parte de la familia. Fueron mucho más que hospitalarios, y, sin embargo, yo sabía que era una huésped. «Mi casa es tu casa», te diría cualquier anfitrión latino educado. Pero todo el mundo entiende la verdad: ser bienvenida significa acatar las reglas. Me costaba trabajo sentirme relajada. Tenía un temor persistente de que pudiera hacer algo para que me echaran de allá. Amelia no sugirió nada parecido; pero yo, consciente del gran sacrificio que estaba haciendo para tenerme allí, me mantuve alerta para respetar los límites.
El ejemplo perfecto: minimicé el espacio que ocupé. Metí mis pocas pertenencias en un par de cajones inferiores y en un lugar del armario. Guardé mis artículos en una bolsa de viaje, y no en la parte superior del lavamanos o en la ducha. Todo era estrecho, pues había cinco personas en la casa. Yo no quería que Amelia o sus hijos se arrepintieran de su decisión de acogerme. También me di cuenta de la gran responsabilidad que tenía ella como madre soltera y como asistente de enfermera muy trabajadora. Hice todo lo que pude para aligerar su carga.
Había estado con frecuencia en casa de Amelia y había visto la forma en que hacía las cosas. Sin que ella me lo pidiera, ayudaba con los quehaceres de la casa. Cada vez que usaba un plato, lo lavaba, lo secaba y lo guardaba en el gabinete. Por un tiempo dejé de comer carne cuando estaba con mis padres, pero lo superé muy rápido. Un huésped permanente no puede ser exigente. Quiero decir, todavía soy bastante exigente, pero quizás un poco menos gracias a mi experiencia, lo cual me parece una buena cosa. Mis padres me habían malcriado cuando de comida se trata. Entre las comidas, Gabriela sacaba a veces un snack de la nevera; yo le pedía permiso a Amelia antes de sacar cualquier cosa. «Sabes —Gabriela se burlaba de mí—, no tienes que preguntarle a mi mamá todo el tiempo». Pero yo me resistía a ser tan libre. Ella era la hija, yo era una invitada. Ella podía hacer cosas que yo no intentaría.
Era muy consciente de no causar problemas, pues ya se pueden imaginar lo molesta que me habría sentido si hubiera llegado a hacerlo. Gabriela me llevó aparte cuando llevaba varias semanas en su casa.
—Mm, ¿puedo hablar contigo un segundo? —preguntó.
—Claro —le dije. Se me hizo un nudo en la garganta.
—Sé que no lo hiciste a propósito —continuó—, pero mi hermana ha estado encontrando una gran cantidad de pelo tuyo en el baño.
Arrugué la frente.
—¿Mi pelo? —le dije.
—Sí —respondió ella—. El que se te cae. ¿Podrías recogerlo por favor antes de salir del baño?
—Está bien —dije, derramando lágrimas—. Lo siento mucho, Gabriela. Te prometo que lo haré.
A partir de entonces, tuve un desorden compulsivo con mi pelo, que era identificable a todas luces, pues era la única que tenía una larga melena negra y lacia. Después de desenredar mis trenzas, lavaba bien el desagüe y recogía cada uno de mis pelos.
El dinero escaseaba en la casa de Amelia. Papi envió dinero como había prometido. Había logrado que un amigo vendiera su auto y el de Mami; ese dinero, además de su golpe de suerte con la lotería, tuvo que ser dividido entre mi manutención y su nueva vida. Si Amelia me daba unos cuantos dólares, yo los hacía rendir al máximo; podía hacer que cincuenta dólares me duraran varias semanas. Me encantaba poder comprar cosas de poca importancia. Si quería una botella de jugo o algo de la farmacia, podía pagar eso sin tener que involucrar a Amelia. Era inteligente y cuidadosa con mis compras, que prácticamente se limitaban a comprar tampones y porciones de pizza por un dólar. No veía la hora de cumplir dieciséis años para poder conseguir un trabajo. Quería tener independencia financiera. Mientras que muchas chicas de mi edad miraban detenidamente revistas de moda o se reían de sus enamoramientos, yo estaba pensando en cómo podría sostenerme por mis propios medios. La deportación de mis padres me había arrojado de cabeza en el mundo de las preocupaciones adultas.
Mami y Papi desaparecieron de mi vida en un momento crítico, mientras yo atravesaba ese trayecto complicado entre principios y mediados de la adolescencia. Mi relación con mis padres había ido cambiando. En un momento, quería estar con ellos, un segundo después, los dejaba para estar con mis amigas. Pero una vez que ya no tuve acceso a ellos, anhelé las experiencias más simples a su lado, como ver una película tonta con mi papi o que Mami me trajera una taza de té caliente cuando tenía retortijones. En ausencia de mi madre, aprendí a tomarme un Advil y a no estar quieta. Y aunque Amelia trató de reemplazarla, no era lo mismo.
La vez que más extrañé a mis padres fue una noche en particular: durante el festival de la primavera. Yo ya había decidido casi retirarme del dúo; estaba tan perturbada por la detención de mis padres que no sabía si podría recobrar la calma. Por otra parte, no quería decepcionar al señor Stewart ni a Damien. Y hacerlo era algo que me debía a mí misma: habíamos trabajado duro y habría sido una lástima no haber cantado nuestra canción.
La noche del concierto llegó. Amelia y Gabriela fueron a apoyarme, al igual que Sabrina y su madre, Eva.
—Amiga, estarás fantástica —me dijo Gabriela antes de que yo fuera detrás del escenario—. Te estaremos animando.
El espectáculo estaba lleno de diversas interpretaciones, que iban desde ópera, jazz y música contemporánea, a conjuntos de cuerdas y piezas corales. Todo el mundo tenía un papel en este evento; era la única vez del año en que podríamos mostrar a nuestros padres aquello en lo que habíamos estado trabajando tan duro. El señor Stewart nos dio a Damien ay a mí la señal, y nos dirigimos a nuestros micrófonos. Miré al público. Estaba lleno de padres de familia, profesores, administradores, personas de la comunidad. Incluso cuando estaba a punto de cantar, me pellizqué porque me hubieran elegido.
Damien entonó sus primeras líneas maravillosamente. Luego llegó mi turno. Cerré los ojos.
—En un mundo que se está moviendo demasiado rápido —canté en voz baja—, en un mundo donde nada puede durar, voy a abrazarte … Voy a abrazarte. —Estaba tan nerviosa que mi voz temblaba. Y las palabras que había practicado una y otra vez ahora parecían nuevas de repente, diferentes.
—Así que quédate conmigo y apriétame —cantamos al unísono—, y baila conmigo como si fuera la última noche en el mundo.
La sala estalló en aplausos cuando terminamos de cantar. Damien y yo juntamos los brazos e hicimos una venia. Miré de nuevo las decenas de rostros, rezando para que, por algún milagro, viera a Mami y a Papi. En medio de las luces brillantes y de la magia de aquel escenario, lo imposible parecía posible, incluso por el más fugaz de los instantes. Sin embargo, fuera del escenario, con las cortinas bajadas y el auditorio vacío, la verdad fría prevaleció. Mis padres, que durante semanas habían esperado su suerte en un par de celdas de la cárcel de Nuevo Hampshire, ya habían sido enviados a su patria, a un mundo completamente aparte.
* * *
Nunca había estado en Colombia. Sin embargo, en cierto modo, sentí como si hubiera ido una docena de veces. Y todo porque mis padres nos mantenían a Eric y a mí conectados con su patria. Escuchaban la música, preparaban los alimentos y nos contaban las historias de su infancia. También hablábamos con frecuencia con nuestras numerosas tías, tíos y primos que vivían allá, y algunos de ellos nos visitaron en el transcurso de los años. Pero en nuestra cultura, no importa si nunca has conocido a tu familia: son sangre de tu sangre y por lo tanto están conectados a ti por un lazo más fuerte que todos. Yo no tenía que ver a mis familiares para saber que les importaba; su amor me llegaba a través del teléfono y en las tarjetas de cumpleaños y cartas que continuamente nos enviaban por correo. Aun así, como no había puesto un pie en su país, seguía siendo una especie de misterio para mí. Eso cambió en julio de 2001.
Unos tres meses después de regresar a Palmira, Papi hizo preparativos para que yo pasara un mes con él allá.
En los días previos a mi partida, estaba ansiosa y, sí, tenía un poco de miedo. ¿Qué sentiría al ver a mis padres? ¿Cuáles serían sus condiciones de vida? ¿Era seguro allá? Tan pronto como mis parientes se enteraron de que iba a ir, comenzaron a pedirme que les llevara artículos que son difíciles de conseguir, o muy caros, en Palmira, como loción de Victoria’s Secret y barras de caramelo Snickers.
—Ten mucho cuidado con tus maletas —me advirtió Papi—. La gente roba.
Como si mi presión arterial no fuera ya lo suficientemente alta, Papi me dio una noticia muy dura una semana antes de mi viaje.
—Tu madre y yo decidimos separarnos —me dijo.
Apreté el teléfono más cerca de mi oído. Mi ritmo cardíaco se aceleró.
—¿De qué estás hablando, Papi?
—Dejamos de hablar —dijo—. Cuando vengas, podrás pasar tiempo con cada uno de nosotros. Pero no esperes que hagamos cosas juntos.
Estuve a punto de soltar el teléfono. Todas las disputas, el culparse mutuamente por sus circunstancias, había amenazado la conexión de mis padres durante años. Al parecer, la deportación había sido el golpe final. Una vez en Colombia, tomaron caminos separados. Mami se fue a vivir con su hermano; Papi se quedó con su hermana. Vivían a pocos minutos el uno del otro, pero emocionalmente estaban en dos mundos diferentes. Me estaba empezando a parecer que preferiría no hacer este viaje.
Viajé a Palmira en la víspera de mi cumpleaños número quince.
—Ten cuidado —me dijo Amelia mientras me dejaba en el Aeropuerto Logan—. Y llámame cuando llegues.
El vuelo de Boston al Aeropuerto Internacional Alfonso Bonilla Aragón, de Cali, el más cercano a la región de mis padres, es largo. Muy largo. Especialmente si haces una escala en Miami. Y sobre todo si no estás segura de lo que enfrentarás cuando aterrices. Mami y Papi me habían dicho que me recibirían en la sala del aeropuerto. Lo que no mencionaron es que irían acompañados. Ay, Dios mío.
Cuando entré a la sala, una banda comenzó a tocar una canción en voz alta. Oh, no por favor que eso no sea para mí, pensé. Por favor que eso no sea para mí. Y sí: ¡mi madre había contratado a una banda completa para celebrar mi llegada! Los globos, flores y un cartel que decía ¡BIENVENIDA A COLOMBIA, DIANE! llenaban la sala de espera. Varios miembros de mi familia, así como un grupo de vecinos que mi mamá había invitado, aclamaron, gritaron mi nombre, y me tomaron fotos. Estaba tan aturdida que no podía hablar. Mis ojos se cruzaron con los de Mami y Papi, quienes agitaban frenéticamente sus manos en dirección a mí. Mi mirada de asombro probablemente lo decía todo. Quería gritar «¿Qué demonios es todo esto?». En cambio, esbocé una sonrisa a medias. A fin de cuentas, no todos los días te dan una serenata. Todo el asunto fue muy divertido. Bueno, algo así.
—¡Estás aquí! —chilló Mami. Corrió hacia mí con un abrazo. Papi permaneció a un lado mientras nos abrazamos, y luego se inclinó y me besó en la frente.
—Hola, chibola —dijo—. Me alegra que hayas venido.
Mientras tanto, la banda seguía tocando. Personas desconocidas ponían ramos de flores en mis manos. Por último, todos nos abrimos paso por las puertas y salimos a una sauna. La humedad convirtió inmediatamente mi pelo lacio en un afro esponjado y colombiano.
Primera parada: una fiesta en casa de mi tía. Mi tío nos llevó a Mami y a mí en medio de una caravana de carros. Como ya saben, mi madre puede ser conversadora; pero ese día, estaba completamente desatada. Me hacía una pregunta tras otra. «¿Cómo está Amelia? —me preguntaba. Antes de que pudiera responder, pasaba al siguiente tema—: ¿Trajiste la loción y todos los otros regalos para la familia? ¿Y cómo estuvo el festival de primavera?». Permanecí aturdida y en silencio. No podía creer que estuviera en Colombia. Siempre había pensado que iría por primera vez con mi familia una vez que hubieran conseguido la ciudadanía, una vez que «nuestra situación» se hubiera resuelto por fin. Todo había sucedido con mucha rapidez. Una noche, estaba celebrando con Papi la lotería que había ganado. La noche siguiente, mis padres llevaban puesto un overol naranja. Y ahora estaba en el país del que ellos habían huido una vez. Un verdadero torbellino.
Me quedé mirando desde mi ventana. En el centro de Cali, los habitantes en bicicletas zigzagueaban entre el tráfico. Muchas motos y carros viejos, modelos que nunca había visto en Estados Unidos, tocaban la bocina y cambiaban de carril sin poner las luces direccionales. Las adolescentes se pavoneaban en unos vestidos que escasamente les cubrían las caderas; algunas chicas llevaban tops diminutos con sus vientres desnudos, y jeans que apenas les tapaban las líneas del trasero. La música resonaba desde todas las direcciones. Luego, en la carretera hacia Palmira, multitudes de niños descalzos pedían limosna; cuando nos detuvimos en una intersección, algunos niños se apresuraron a nuestro carro y suplicaron dinero o alimentos; muchos hacían malabares, tratando de conseguir algunas monedas.
—Mami, ¿por qué hay tantos niños en las calles? —le pregunté. Mi madre suspiró.
—Diane, son personas sin hogar —me dijo.
—¿Dónde están sus padres? —le pregunté.
—No lo sé —me dijo. Mis ojos se llenaron de lágrimas. No podía imaginar lo que sería para un niño de cinco o siete años estar completamente abandonado a su suerte. La escena era caótica, colorida, exótica, frenética. Y, debido a la gran pobreza, también era un poco inquietante. En Estados Unidos, no había visto ese tipo de dificultades. Una revelación me llamó la atención: esta podría haber sido mi vida. Dios mío, ¿será que yo también habría estado haciendo malabares con limones? ¿Cómo puede ser? Esto no está bien. ¿Qué está pasando? ¡Salven a esos niños!
Llegamos a la casa. Mi tía y un montón de parientes emocionados salieron por la puerta principal para saludarnos. Entre las caras, vi la de Eric. Mi cara resplandeció, no esperaba ver a mi hermano porque había oído que estaba en Santa Marta, una ciudad en el norte de Colombia. Había venido a casa antes de mi llegada.
—¿Cómo estás, hermana? —dijo, agarrándome y dándome vueltas—. ¡Estás muy grande!
—Estoy bien —le dije con timidez, probablemente porque no lo había visto en mucho tiempo. Se veía diferente, mejor. Tenía el rostro bien afeitado, su tez brillante. Durante sus primeros meses en Colombia, había luchado para encontrar su camino: pasaba de la casa de un familiar a otra. Pero finalmente consiguió trabajo como profesor de inglés. Se veía feliz ese día.
Después de una fiesta que se prolongó durante horas, Mami y yo nos fuimos a su casa. Yo me quedaría con ella primero. Las casas de mis padres estaban en sectores de clase trabajadora. Muchos de los residentes sólo tenían agua fría; había que ser rico para permitirse agua caliente. Hileras de casas construidas en serie, la mayoría de ladrillos, eran tan básicas como podrían serlo. No tenían timbres, ni interiores de lujo.
—Entremos —dijo Mami mientras cruzábamos el umbral de la casa de mi abuelo—. Siéntete cómoda.
Entré mi maleta, la puse a un lado y empecé a mirar a mi alrededor.
Seguí a mi madre a una habitación trasera. Compartía un pequeño espacio con mi primo joven, quien dormía en la litera de arriba y ella en la parte inferior. Su maleta estaba abierta a los pies de la cama. Debido a que no tenía un armario, guardaba todas sus cosas en la maleta, la misma que empaqué a toda prisa para ella. Se agachó, sacó un abrigo de su equipaje y se rió entre dientes.
—¿Por qué empacaste esto? —sonrió—. Con este clima, ciertamente no necesitaba un abrigo.
Puse los ojos en blanco. A continuación, mencionó que le había empacado pares de zapatos diferentes. Sabía que mi madre estaba medio bromeando, pero sus quejas me molestaron. ¿Cómo diablos se suponía que debía saber qué empacar? ¿Acaso no entendía la presión que había sufrido al tratar de evitar que nuestros vecinos saquearan nuestras pertenencias?
—Hice lo que pude —murmuré—. Por lo menos tienes una maleta con ropa.
Esta conversación marcó la pauta de mi visita. Día tras día, Mami hablaba constantemente acerca de lo triste que estaba, de lo dolorosa que había sido su separación de mi padre. A través de los ojos de la edad adulta, ahora entiendo que mi madre aún estaba conmocionada por todo lo que había pasado. Y si me parecía difícil aceptar su nuevo estilo de vida, a ella debía resultarle incomprensible. Ella también se estaba recuperando de la angustia del divorcio, porque, no nos engañemos, estaba pasando por eso. Ella y Papi no se habían casado, pero su ruptura fue tan devastadora como cualquier separación legal. Los dos habían sido cordiales por mí en el aeropuerto y en la fiesta, pero lo único que querían era estar lejos el uno del otro.
Sentí pena por mi madre, pero al mismo tiempo, la culpaba por nuestra situación. Al volver a abrir su caso en Nueva Jersey, se hizo susceptible a la deportación. Por un lado, no me puedo quejar de que tratara de cambiar las cosas, estaba desesperada por salir adelante en su vida y por llamar a mi país su hogar legal. Aun así, le echaba la culpa por la forma irregular en que había manejado la situación. Nunca trató de confirmar si su solicitud había sido entregada efectivamente a los federales. En cambio, se asustó y dejó que todo se desmoronara. Y porque no resolvió eso, porque no vio el proceso hasta el final, había dejado nuestro futuro en manos del azar. También nos había dejado indefensos ante gente que quería hacernos daño.
Trataba de manejar mi resentimiento saliendo de casa. Salía mucho, sobre todo con mi otra familia. Me hice muy amiga de tres de mis primos, Raúl, Fernando y Liz; no nos llevábamos más de un par de años. «¿Quieres salir esta noche?», me preguntaba Fernando. «Claro», le decía yo, mirando a Mami a la cara para medir su grado de decepción. Para su crédito, no me impedía salir. Incluso antes de irse de Boston, yo había empezado a pasar más tiempo con mis amigos y menos con ella y Papi, así que esto no era nuevo. La diferencia era que, en lugar de salir con mis amigos en el barrio, yo estaba dando un paso hacia lo desconocido.
Con mis primos como mis guías turísticos, experimenté un lado de Colombia que me encantó. Allá, los adolescentes suelen tener mucha más libertad que en Estados Unidos, por lo que pasábamos varias horas por fuera. Probábamos todo tipo de comidas. Íbamos al cine, al parque, al centro comercial. Bailábamos toda la noche en los clubes de salsa. Era una manera de escapar de mi realidad. Lo que fuera lo hicimos, y lo disfruté todo. A pesar de sus múltiples retos sociales, Colombia tiene una energía increíble, una viveza irresistible, un fervor que te atrae muchísimo. Cuando estaba con mi trío favorito, iba y venía entre las casas de mis parientes. Desde el primer día, la gente estuvo encima de mí. Me sentía como una celebridad. «¿Diane puede venir a comer hoy?», llamaba y preguntaba uno de los hermanos de Mami. Una hora más tarde, el teléfono sonaba con una invitación adicional. Dondequiera que fuera, la gente quería darme comida, hablar conmigo, abrazarme, bailar conmigo o presentarme a sus amigos y familiares. Recibí tanta atención porque los demás me veían como alguien especial: yo era una joven estadounidense que todavía estaba totalmente sincronizada con mis raíces colombianas. Estaba conectada con la cultura. Me gustaba todo el alboroto, pero también había ratos en los que simplemente era demasiado.
Pasé mis últimas dos semanas con Papi. Su vivienda era tan modesta como la de Mami, pero él estaba tranquilo al respecto; si le molestaba su nuevo destino en la vida, no lo mencionó. De hecho, estaba callado en general y tal vez un poco deprimido. Al atardecer, cuando la humedad disminuía, me llevaba con frecuencia a montar en bicicleta. Una tarde, cuando volvíamos, entablé una conversación con él.
—¿Papi? —le pregunté.
—Sí, Diane —dijo—. Dime.
—¿Crees que alguien los haya delatado?
Hizo una pausa.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Uno de los guardias de la prisión le dijo a Mami que probablemente alguien los había delatado.
—No sé, Diane —dijo. Apartó la vista de mí—. Y en este momento, supongo que no importa. Ya estamos aquí, no hay mucho que pueda hacer al respecto.
Me encogí de hombros, entré mi bicicleta al garaje y dejé aquel misterio sin resolver.
Papi me sorprendió el domingo de mi última semana.
—Quiero llevarte a un lugar especial para tu cumpleaños —dijo—. Sólo nosotros dos.
En las culturas latinas, cumplir quince años es muy importante para una chica, pues marca el inicio de la feminidad. Años antes, había dicho a mis padres que no quería una quinceañera, la tradicional ceremonia de guantes blancos y vestidos de gala. No es lo mío. Pero yo quería algún tipo de fiesta, y, de hecho, ya había tenido tres: una que me hizo mi madre, otra que me festejó la hermana de mi padre y la tercera por cuenta de mis primos. Así que cuando Papi me dijo que remataría todo eso con unas vacaciones, me emocioné.
—¿A dónde iremos? —le pregunté.
—Te voy a llevar a Cartagena —me dijo.
Levanté las cejas.
—¿En serio, Papi? —grité. Yo había oído que esa ciudad histórica en la costa Caribe era una de las más hermosas de Colombia.
—Sí, en serio —dijo, riendo—. Compré los tiquetes aéreos con parte de mis ahorros. Iremos esta semana.
No sólo estaba emocionada. Dada la escasez de dinero, también estaba agradecida. La generosidad de Papi hizo que el viaje fuera muy dulce mientras paseábamos por las calles de la Ciudad Vieja, saboreábamos ceviche en un restaurante pintoresco y veíamos el atardecer de sol rojo y dorado sobre aguas plateadas. Fue un viaje perfecto.
La magia terminó tan pronto volví a Palmira. Cuando mencioné el viaje a Mami, se llenó de lágrimas.
—Ah —dijo—, habría sido agradable estar allá con ustedes.
Saber que habíamos ido sin ella revivió todo el dolor de su separación de Papi. La tristeza en los ojos de Mami me recordó la locura de nuestras vidas.
Mis padres fueron al aeropuerto a despedirme.
—¿Por qué no vienes a vivir aquí? —me preguntó Mami. No respondí. Por mucho que hubiera disfrutado ciertas cosas del viaje, sabía que mi vida no estaba allá. Mami también lo sabía. Papi se quedó tranquilo. De hecho, nunca me había dicho de ningún modo u otro que quería que me fuera para allá. Probablemente sabía que era inútil darme su opinión, porque era claro que yo ya lo había decidido. Oí mi llamado para abordar. Besé a cada uno de ellos y me dirigí a la única patria que realmente había conocido.
* * *
Más cambios me esperaban en Boston. Ese julio, Amelia se había mudado de Roslindale a un lugar de dos dormitorios en Roxbury. El hermano de Gabriela se había ido, por lo que aunque la nueva casa era más pequeña, había una persona menos para compartir el espacio. Gabriela y yo compartimos una habitación; Amelia y su hija mayor estaban en la otra.
Comencé mi segundo año, ya no era una novata. Todavía estaba encontrando mi camino en el departamento de música, y me encantó. Me concentré en mis clases. Y me sentí entusiasmada de evolucionar como estudiante y artista. Ese semestre de otoño también vino con un bono: Gabriela se convirtió en mi compañera de clase.
«Te va a gustar —le había dicho en varias ocasiones el año anterior—. Deberías hacer una audición».
Lo hizo, y unas semanas más tarde, recibió la misma carta que una vez me dio una razón para seguir adelante.
La única cosa mejor que estar en la Academia de Artes de Boston era tener una buena amiga allá. Después del octavo grado, Dana se había mudado a la Florida con su familia y Sabrina empezó a ir a otra escuela secundaria. Pero no se vayan a equivocar, todavía son mis amigas del alma. Era genial saber que tenía a una amiga conocida en la escuela secundaria y era aún mejor saber que mis otras amigas serían amigas por siempre.
Luego de ese enorme sabor de libertad en Palmira, volví dispuesta a extender mis alas sociales. Un montón de mis amigos y yo pasábamos el rato después de la escuela en una sala de cine cerca del campus. Jugábamos, nos tomábamos fotos (el tipo de fotos anticuadas que llevabas a revelar a Walgreens, je, je) y hacíamos tonterías. Ese año, estábamos obsesionados con John Leguizamo, el comediante colombiano-estadounidense. Había lanzado su especial de HBO Sexaholic, y nos lo aprendimos de memoria. Nos volvimos bastante insoportables, pero era que estábamos demasiado emocionados de ver a un latino en televisión. Hablaba nuestro idioma y hablaba de temas que nos eran cercanos. Por fin había alguien con quien nos podíamos identificar. Nos entreteníamos repitiendo cada chiste que había contado. Fue el mejor momento. Y luego llegó el golpe del 11 de septiembre.
Junto con el resto de la nación, observé con horror la manera en que los aviones secuestrados golpearon las Torres Gemelas. El Vuelo 11 de American Airlines y el 175 de United habían salido de Logan, el aeropuerto de nuestra ciudad. Los dos aviones estaban llenos de bostonianos, los cuales se sumaron a la cifra de quienes perdieron la vida en Nueva York y Pensilvania. Fue un día aterrador. Todos contuvimos la respiración, sin saber si habría más ataques. Amelia llegó temprano del trabajo para recogernos a Gabriela y a mí; permanecimos en casa los dos días siguientes. Incluso cuando regresamos a la escuela, la tristeza permanecía en el aire. Lo que era cierto en mi propia vida se hizo cierto para nuestra nación: es posible reponerte después de un desastre, pero para sanar de verdad, se necesita más tiempo.
El año avanzaba, y a medida que lo hacía, me enfoqué muchísimo en mis estudios. Por primera vez, entendí plenamente por qué mis padres habían arriesgado tantas cosas para venir a Estados Unidos, y yo estaba decidida a aprovechar esa oportunidad. No sólo me metí de lleno en la escuela, sino que fui más consciente en la casa de Amelia. Estaba decidida a mantener mi lugar, la oportunidad que tenía.
Una tarde de ese diciembre, llamé a Amelia a su celular. Ella y Gabriela habían salido a hacer unos recados. Yo estaba estudiando.
—¿Puedo ir caminando a la tienda? —le pregunté.
—¿Por qué no esperas hasta más tarde? —dijo—. Llegaremos dentro de poco. Gabriela podrá ir contigo.
Pero insistí. Quería comprar unos lápices de colores para un proyecto de arte.
—Está bien —cedió—, pero no te demores.
Yo conocía bien la ruta. Gabriela y yo pasábamos todos los días por la tienda en nuestro camino al metro. Presioné el botón del paso de peatones. Apareció la señal de marcha. Miré a ambos lados y comencé a caminar por la calle. Cuando iba a mitad de camino, un Mazda verde se desvió delante de mí y ¡pum!, chocó contra el lado derecho de mi cuerpo. La conductora, una mujer blanca, se bajó corriendo hacia mí. Yo estaba tirada en el pavimento, gimiendo.
—¡Señorita! ¡Señorita! —gritaba la mujer—. ¿Qué demonios hacías cruzando la calle así?
Se agachó y tomó mi mano. Con su ayuda, me puse lentamente de pie. Miré hacia abajo y noté que mis rodillas estaban ensangrentadas. Mi brazo derecho palpitaba como si estuviera a punto de desprenderse.
—Voy a llamar al 911 —dijo, buscando el teléfono en su bolsillo. Agarré su brazo.
—¡Por favor, no lo haga! —grité—. ¡Estoy bien!
—Pero, señorita —dijo—, ¡está herida!
—¡Váyase, váyase, váyase! —le rogué, las lágrimas inundando mi cara—. ¡Estoy bien!
Había sufrido un fuerte golpe y, sin embargo, un pensamiento trastabilló por mi cabeza: «no causes ningún problema». Si la policía llegaba, podrían darse cuenta de que mis padres habían sido deportados y enviarme a un centro de acogida. Además, no quería molestar a Amelia.
De hecho, no quería que nadie supiera que había recibido un golpe. Tenía planeado permanecer fuera del radar, como lo había estado siempre mi familia. En lugar de pedir ayuda, fui cojeando a la casa, me limpié e inventé una historia sobre cómo me había lastimado.
—Ay, Dios mío, ¡¿qué te pasó?! —dijo Amelia en el instante en que abrió la puerta y me vio cojeando. Puso los paquetes en el mostrador y corrió a mi lado en el sofá.
—Ah, no es nada —mentí—. Me caí en la calle.
—¿En serio? —replicó—. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Estás bien?
—Estoy bien —le aseguré—. No es gran cosa.
Pero, por supuesto, Amelia insistió en llevarme a la sala de urgencias. Una vez allí, los médicos descubrieron que me había roto la muñeca. Horas más tarde y un par de semanas antes de Navidad, salí del hospital con un yeso que tendría que llevar durante seis semanas. Pasé los últimos días del año 2001 recuperándome de una fractura en el brazo. Lamentando la profunda fractura en mi familia. Y esperando despertar para descubrir que los últimos cuatro meses habían sido tan sólo un mal sueño.