Beatriz cruzó los largos pasillos de palacio, con sus elegantes alfombras de Hareke y sus enormes cuadros representando antiguas batallas, siguiendo al lacayo que las conducía a ella y a su doncella hasta las habitaciones privadas de la sultana valide en el harén.
Cada vez que una puerta se abría, o escuchaba voces, se sobresaltaba como un niño al que cogen haciendo algo indebido. Esperaba ver aparecer al sultán en cualquier momento, burlándose de ella por tener el atrevimiento de presentarse en su hogar después de lo ocurrido la noche del baile de máscaras.
Esto le hizo reflexionar sobre lo extraña que resultaba la palabra hogar para aquel inmenso edificio. Aunque antes apenas había visto nada más que el gran salón donde se celebraba la fiesta, ahora podía apreciar a qué se refería el sultán cuando le dijo que su abuelo había querido construir un pequeño Versalles. Cruzaron varias salas de recibo y vestíbulos, iluminados por lámparas de cristal de Baccarat, que combinaban mobiliario clásico europeo con invitadores divanes que los turcos llamaban sedir, ocupando los rincones. Los techos lucían bellos artesonados y en cada sala pudo ver una gran chimenea ornamentada. Aunque el lacayo no se detenía para que pudiera admirar toda aquella ostentación, durante el camino Beatriz se olvidó de sus preocupaciones, incluso de la posibilidad de encontrarse al sultán, y disfrutó contemplando las pinturas, los llamativos relojes y los candelabros que adornaban cada rincón.
Por fin llegaron ante unas grandes puertas custodiadas por dos soldados. A palabras del lacayo que las acompañaba, los guardias entreabrieron apenas las hojas de madera labrada para dejarlas pasar.
Cuando las puertas se cerraron a sus espaldas, Beatriz sintió el eco del portazo en su pecho, como el anuncio de que estaba sellando su destino.
Una hermosa esclava las aguardaba en el medio de un pasillo cuyas paredes estaban cubiertas de azulejos de suelo a techo, dibujando un delicado mosaico que simulaba un vergel. La joven les hizo señas para que la siguieran, y así lo hicieron, hasta la sala de recibo.
Allí, sentada en un gran diván, las esperaba la sultana valide. Beatriz contempló fascinada a la madre del sultán. Vestía amplios pantalones turcos, ceñidos a los tobillos, una larga camisa blanca con bordados en el cuello y en las bocamangas y el escote adornado de encaje, y sobre esta, un lujoso caftán con mangas cortas y anchas. La larga melena de oscuros tonos caoba la llevaba recogida en una trenza sobre el hombro derecho, y lucía un tocado curioso, un gorrito redondo cubierto de piedras preciosas y perlas como lágrimas que colgaban de la tela, agitándose como campanillas con cada movimiento de la sultana. Como símbolo de su poder, sujeta a la cintura llevaba una daga en una funda también enjoyada.
Parada en el medio de la estancia, con su doncella dos pasos más atrás, Beatriz esperó a que la dama le prestase su atención. Parecía muy ocupada, revisando un libro que el niño que se sentaba a su lado le mostraba. Cuando el pequeño, intrigado, le dedicó una mirada, reconoció al momento la herencia de aquellos ojos oscuros.
—Puedes irte —dijo la sultana al niño en español, que se levantó de un salto con una sonrisa emocionada—. Tu padre te espera.
Beatriz siguió con la mirada los pasos rápidos del pequeño príncipe heredero. Cuando desapareció tras una puerta, se volvió para mirar a Seyran, que la observa a su vez con evidente interés.
—Disculpe la espera —dijo poniéndose en pie, con una sonrisa poco acogedora—. Mi nieto Basir es mi responsabilidad desde la muerte de su pobre madre. Me ocupo de su educación y de todas sus necesidades.
—Y le enseña español —añadió Beatriz, que había podido leer el título del libro de cuentos desde aquella distancia.
—Sí, conocer otros idiomas es parte de una buena educación, y en ocasiones puede reportar grandes ventajas, ¿no cree?
Seyran le ofreció asiento frente a ella, y mientras Beatriz lo ocupaba despidió con un gesto de la mano a la esclava, que se llevó con ella a la doncella del consulado.
—Sin duda. Ya quisiera poder defenderme en turco, aunque fuera lo más básico. —Beatriz se acomodó sobre los mullidos cojines del diván, sintiéndose extraña con su recargado vestido cerrado hasta la garganta, de manga larga y con un marcado polisón. Aquel era un lugar para vestir sedas y encajes, como la que lucía la sultana valide, y liberarse de moño y corsé para sentirse como una auténtica princesa turca, exótica y decadente—. Quiero agradecerle su amable invitación, sentía mucha curiosidad por conocer esta parte del palacio, y a la madre española del sultán, claro.
—¿Quién le dijo que yo era española?
—Su hijo.
—¿En el baile de máscaras? Ahora recuerdo que les vi bailando juntos.
Beatriz se sintió un tanto incómoda, la sultana la miraba con gesto calculador y no estaba resultando demasiado simpática.
—No sabía que usted también había estado en el baile.
—No se permite que las mujeres del harén asistan a los actos públicos, aunque el sultán insiste y a veces consigue que yo lo haga, sobre todo cuando se trata de agasajar a mandatarios de nuestra tierra. —La esclava regresó con una gran bandeja, en la que traía un servicio de té y pastelillos de miel—. Quizá se habrá fijado, poco antes de llegar al harén, en un largo pasillo, en una pared que luce una curiosa rejilla de metal labrado.
Beatriz asintió.
—Debo confesar que me atreví a mirar a través de la reja y pude ver el salón de baile a nuestros pies.
—Exacto. Es el lugar desde donde las mujeres del harén vemos las fiestas. Puede resultar muy divertido.
Seyran no sonreía al contarle aquello, así que Beatriz tuvo que dudar de sus palabras. Aceptó la taza que le ofrecía, removiendo con la cucharilla la infusión caliente, pensativa.
—Me han dicho que no suele recibir usted muchas visitas —dijo, apenada—. Si de algún modo mi presencia es para usted una molestia…
—Disculpe mis modales —la interrumpió la sultana, cerrando los ojos por un momento y respirando hondo—. Hace mucho, mucho tiempo que no hablo con una mujer libre, y además de mi tierra.
—No tiene que disculparse.
Hubo un momento de silencio mientras las dos bebían su té. Beatriz se sentía incómoda y rechazada, y la forma reflexiva en que la sultana la miraba, casi sin pestañear, no hacía nada bueno por sus nervios a flor de piel.
—¿Siempre usa tanto maquillaje? Mucho han cambiado las modas en España en estos años.
—No… Yo… —Beatriz dejó su taza con mano temblorosa, carraspeó para aclarar su garganta e hizo acopio de valor—. En realidad, es para ocultar las marcas de la viruela.
—¿Viruela? Pobre criatura. —El gesto de la sultana cambió por completo, y sus enormes ojos verdes se llenaron de compasión—. Pero no debe avergonzarse, no muchas personas sobreviven a una enfermedad tan grave.
—Mi madre falleció… La sufrimos al mismo tiempo, y estaba segura de que me iría con ella… Pero entonces mi padre me dijo que no le dejara, que no podía quedarse solo en este mundo. —Beatriz buscó un pañuelo en su bolsito y se secó las lágrimas que asomaban a sus ojos—. Eso me dio fuerzas.
—¿Hace mucho tiempo que ocurrió?
—Más de ocho años.
—Y desde entonces cuida usted de su padre.
Beatriz asintió, ya repuesta, guardando el pañuelo de encaje.
—Siempre me ha gustado viajar —afirmó, forzando una sonrisa—. Y mire, aquí me tiene, viviendo toda una aventura en un país exótico.
—A su edad, las aventuras se reducen a casarse lo mejor posible y traer hijos al mundo.
—Soy una solterona, Alteza, pasé mis mejores años recuperándome de la enfermedad, ocultándome de la sociedad incapaz de mostrar mis cicatrices. Y ahora ya es demasiado tarde.
—No sea usted tan pesimista, no se consigue nada en la vida con esa actitud.
—No creo que sea pesimista, sino realista, me temo.
Seyran sirvió un poco más de té en sus tazas, pensativa.
—Si de verdad quiere vivir una aventura exótica, le propongo una visita a nuestro hamam. —Ante la mirada intrigada de Beatriz, la dama explicó—. Son los baños del harén, toda una experiencia para quien nunca los ha probado.
—Cuénteme más —pidió, insegura pero interesada.
—Tenemos dos piscinas, de agua caliente y tibia, el baño de vapor y la sala de relajación y masajes. —La cara de Beatriz mostraba su confusión—. Es mejor que lo vea, nunca se hará una idea solo con mis explicaciones. Pero, si es tan valiente como el sultán cree, acepte la aventura. Tendrá que despojarse de su ropa y del maquillaje. Estoy segura de que mis esclavas harán maravillas con su piel.
Beatriz sintió el sofoco subir desde su pecho hasta la raíz del cabello. Ruborizada como una quinceañera, entrecerró los ojos para meditar las palabras de la sultana. Desnudarse por completo y dejar que sus esclavas la bañaran y cuidaran como a una niña pequeña, ¿era eso?
El sultán le había hablado a su madre de ella. Le había dicho que era una persona valiente. Entonces, tendría que serlo.
—Es… todo un desafío.
—Una experiencia única y deliciosa.
La sultana sabía cómo tentarla. Beatriz asintió con la cabeza, sin estar muy segura aún de lo que iba a ocurrir, y al momento Seyran dio palmas y apareció la esclava a la que dio rápidas instrucciones.
—Yasemin la llevará a una habitación privada, donde le ayudará a desnudarse y le dará una túnica. —Seyran se puso en pie y Beatriz la imitó—. Mientras, me ocuparé de que el baño esté libre, las mujeres del harén suelen pasar allí mucho tiempo, y entiendo que su pudor no le permitiría disfrutar del baño en compañía.
—Es usted muy amable —dijo Beatriz, sintiéndose torpe y temblorosa, y se alejó siguiendo a la esclava, que le indicaba el camino con una amable sonrisa.
Yasemin la hizo entrar en un dormitorio que parecía desocupado desde hacía bastante tiempo. Dejó que la desvistiera, ayudándola cuando dudaba ante la complejidad de un vestuario europeo al que sin duda no estaba acostumbrada. Cuando se quedó solo con la camisa, Yasemin le hizo un gesto para que esperara y salió de la estancia.
Beatriz miró a su alrededor, nerviosa e incómoda. La habitación era sencilla y, aun así, todo resultaba exótico, desde la amplia cama cubierta con una colcha de alegres colores, con su cabecero de madera labrada, hasta las cortinas de seda que ondeaban suavemente, trayendo la brisa del jardín al que se abría la ventana. Se imaginó viviendo allí, otra de las concubinas del sultán, dejando pasar los días en la única ocupación de mantenerse bella y dispuesta a la espera de la llamada de su amo. Un escalofrío placentero la recorrió al pensar en ese momento, en la posibilidad de que el sultán la eligiera a ella, a pesar de que ya no era tan joven, a pesar de sus cicatrices y sus miedos, y llegar a convertirse en su favorita por encima de las hermosas mujeres del harén, que languidecerían a la espera de recuperar su favor. No sabía muchas cosas sobre el funcionamiento de aquel lugar, pero sí que cuando una mujer destacaba por encima de las otras podía llegar a convertirse en la esposa del sultán, su única y verdadera amada.
Quizá ganarse el corazón de Adnan II el Conquistador fuese suficiente para compensar una vida de recogimiento y monotonía en aquella jaula de oro. Pero nadie podía garantizarle que realmente el sultán tuviera un corazón que ganar.
Yasemin regresó con una túnica azul índigo, bordada en hilo de plata en el escote y las mangas. La depositó sobre la cama, mientras despojaba a Beatriz hasta de la última de sus prendas, antes de vestirla con aquella tela tan suave que la sintió como una caricia en su piel desnuda. También la calzó con unas zapatillas muy puntiagudas, del mismo color azul bordado en plata.
Por señas le indicó que se sentara cerca de la ventana. En el aguamanil había preparado unos paños blancos, que fue mojando y pasándole por la cara con delicadeza. Olía a agua de rosas y a algún otro componente desconocido, pero igual de agradable. Cuando terminó de desmaquillarla, también le deshizo el moño, peinando su larga melena hasta dejarla tan brillante y sedosa como la túnica que vestía, y luego se la separó en dos para trenzarla.
Terminada su tarea, Yasemin le indicó que la siguiera. Beatriz se puso en pie y se vio reflejada en un espejo en la pared. La túnica se adaptaba a sus curvas, que en absoluto disimulaba, podía ver la forma de sus pezones, la suave redondez de su vientre y sus marcadas caderas. Las trenzas reposaban sobre sus hombros y su piel brillaba casi hermosa por efecto del agua de rosas. Era una desconocida la que la miraba desde el espejo.
La esclava la apuró con gestos y Beatriz logró recuperar el control de sus piernas y seguirla.
La sala de baños era una hermosa estancia recubierta de suelo a techo por mármol crema con vistosas vetas más oscuras. En el centro, una especie de gran banco circular, también de mármol, recibía la luz del sol de mediodía, que entraba por un gran tragaluz justo encima. Yasemin extendió un suave lienzo sobre el banco y le hizo señas a Beatriz para que le dejase despojarla de la túnica y se sentase. Un calor húmedo se apoderó de sus miembros, relajándola, a pesar de que nunca en su vida había estado así, sentada en medio de una gran sala, completamente desnuda. Quería envolverse con el lienzo para recuperar su dignidad, pero se obligó a sí misma a pensar que ese era el momento en que tenía que demostrar que era tan valiente como el sultán creía.
Frente a ella había una especie de fuente hermosamente decorada en mármol, formando flores y volutas alrededor de los dos grifos de bronce. Yasemin la llenó de agua y jabón hasta formar espuma, y sumergió en ella un lienzo blanco. Cuando volvió a mirarla, por señas le indicó que debía acostarse, luego se acercó y comenzó a frotarla con el lienzo tibio, que dejaba un reguero de espuma sobre su piel. Recorrió todo su cuerpo, desde el cuello hasta la punta de los pies, haciéndola girar para hacer lo mismo con su espalda. De vez en cuando se levantaba para remojar la tela, y volvía a la labor, restregándola como una portera limpiando un suelo de madera. Era confuso y a la vez totalmente delicioso.
Cuando pareció satisfecha con su labor, recogió agua limpia en una pequeña jofaina y la dejó caer como una lluvia sobre su cuerpo para eliminar toda la espuma. Beatriz se sentía lánguida y satisfecha, y comprendía ahora por qué a los niños muy pequeños les gustaba tanto que su madre les bañase.
Yasemin le pidió que se sentase en el borde, le deshizo las trenzas y procedió a enjabonarle también el cabello, masajeando su cabeza con las yemas de los dedos, provocándole otro torrente de sensaciones tan placenteras que a Beatriz le costaba mantener los ojos abiertos. Aclaró de nuevo la espuma, varias veces, y luego dispuso un nuevo lienzo, seco, al otro lado del banco, donde le indicó que podía acostarse.
Tendida sobre el tibio mármol, Beatriz se entregó a la somnolencia, mientras la esclava le secaba la melena y volvía a trenzársela. Luego comenzó a extenderle algún tipo de aceite sobre la piel, empezando por la cara y bajando por sus brazos y su pecho. De nuevo la masajeó, con sus manos grandes y fuertes, y a la vez tan delicadas. No supo cuánto tiempo permaneció así, entre sueños, hasta que una nube cubrió el sol, llevándose su calor y despertándola.
Parpadeó confusa, buscando a la esclava sin encontrarla. Al menos había cubierto su cuerpo desnudo con otro lienzo, supuso que para que no se enfriara. Se incorporó, sujetando la tela contra su pecho, intentado deshacerse del sopor que la invadía.
Y entonces descubrió que no estaba sola.
—Por fin nos vemos sin máscaras.
Llevaba un buen rato observándola, aprovechando su sueño para descubrir el secreto que tan celosamente guardaba. Viruela, le había dicho su madre. Una enfermedad mortal que dejaba una cruel huella en los supervivientes.
Era como mirar a la luna. Desde lejos su superficie parece tersa, tan blanca y luminosa. Vista con un telescopio, se descubren todas las marcas y erosiones que mancillan su perfección.
Pero no por eso dejamos de admirarla.
—¿Cuánto tiempo lleva ahí? Debería haberme despertado.
Beatriz se envolvía con las sutiles telas que le había dejado la esclava, que solo hacían más deseables las deliciosas curvas que enmarcaban. El rostro levantado, orgulloso y desafiante. Solo un leve temblor en los labios delataba su apuro.
—¿Y perturbar un sueño feliz?
—No estaba soñando, solo un poco adormecida.
—Sonreías.
Adnan recogió la túnica azul y se la ofreció en son de paz. Beatriz extendió un brazo y él aprovechó para tomar su mano y besarla antes de entregarle la prenda.
—Vuélvase.
Inclinó la cabeza, riendo bajito. Y luego volvió a mirarla, fascinado por el rubor que parecía cubrirla de pies a cabeza.
—No esperes que me comporte como un caballero, ya sabes que no lo soy.
La vio apretar los puños y supuso que se mordía la lengua para no gritarle alguna imprecación. Al fin decidió ponerse la túnica por la cabeza, retorciéndose para deshacerse del lienzo mientras iba bajando la prenda a lo largo de su cuerpo. Cuando por fin lo consiguió, se puso en pie, con un suspiro de fastidio.
—Ahora que ha descubierto lo que procuro ocultar, ya puede dejar de fingir interés en mí.
Seguía desafiándolo. El sultán extendió una mano y ella casi se encogió a la espera de lo que fuera a hacerle. Simplemente tomó una de sus trenzas, acariciando la punta sedosa entre sus dedos.
—En realidad, ahora es cuando más interesado estoy.
—No aceptaré su compasión.
—No es lástima lo que me provoca descubrir que has sobrevivido a una enfermedad mortal. Solo admiración.
—Yo… —El labio inferior volvió a temblarle, impidiéndole hablar.
—Deberías vestir siempre de azul.
Beatriz parpadeó confusa, y luego deslizó la mirada por su caftán, del mismo tono exacto que la túnica que ella vestía, y bordado también en plata.
—El color del sultanato —pensó en voz alta, sin necesidad de más explicaciones.
—Estoy seguro de que estás hambrienta. Ven. —Le ofreció su mano, con la palma hacia arriba—. El almuerzo está servido.
—La sultana me espera.
—Mi madre sabe que no estás aquí para verla a ella.
Beatriz había puesto una mano sobre la suya, pero la crispó ante aquellas palabras. Rápido, la encerró en su puño y tiró de ella, cogiéndola por sorpresa y haciéndola caer contra su pecho. Cuando levantó la vista, alterada, pensó que podía perderse en la mirada de sus ojos oscuros, en su hermosa boca de corazón que jadeaba por la sorpresa, y en las curvas cálidas de su cuerpo, completamente libres bajo la túnica.
—Había olvidado que puede ser tan…
—¿Convincente?
—Engreído.
—¿Encantador?
—Vanidoso.
—¿Seductor?
—Soberbio.
Adnan echó la cabeza atrás, soltando una carcajada, y se ganó con ella la recompensa de ver reír a Beatriz.
—Ahora que estamos de acuerdo en todas mis buenas cualidades, puedes dejar el tratamiento formal, le resta intimidad al momento.
—No sé si me atreveré a tutear al sultán de Bankara. —La vio morderse el labio, entornando los ojos en una mirada traviesa—. Tal vez lo haría si estuviera con Jaime Galván.
La curiosidad por confirmar su otra identidad le hacía olvidar lo vulnerable que era en aquel momento. Se atrevía a retarlo con su sonrisa y hasta con su forma de caminar, siguiéndole al exterior de los baños, olvidando que solo una fina seda cubría su cuerpo desnudo. Adnan, por su parte, tenía que reprimir un jadeo al ver transparentarse sus pezones, tan erguidos y desafiantes como ella misma, prueba evidente de que la excitación era mutua.
—Jaime Galván no podría haberte invitado a visitar el harén.
—Fue su madre quien me invitó.
—¿De verdad crees eso?
Confundida, Beatriz pisó una losa húmeda y su fina zapatilla se deslizó como sobre hielo. Adnan la agarró a tiempo por el brazo, que enlazó al suyo con gesto protector.
—Gracias.
—¿Qué haré para ganarme tu confianza? —se preguntó en voz alta, fingiendo una exagerada preocupación—. Quizá tentándote con un delicioso menú.
Habían cruzado un largo pasillo sin encontrarse con nadie, y entraron en una habitación que los recibió con deliciosos aromas de carne asada y especias. La vio mirar con auténtico apetito el despliegue de platillos sobre una larga mesa baja. Pescado a la brasa, cordero, frutas de temporada, pastelillos de miel y frutos secos… Un menú completo y excesivo para dos personas estaba ya servido. También agua y vino, y todo lo necesario para los comensales. La idea era que nadie les molestara, ni siquiera los esclavos de servicio.
Adnan cerró la puerta a su espalda, sobresaltando a Beatriz que se volvió a mirarle.
—¿Comeremos solos? —preguntó, de nuevo abrumada por las circunstancias.
Ella aún no se había fijado, pero por la puerta abierta a su espalda se veía el dormitorio del sultán, la gran cama que parecía aguardarles, invitadora. Adnan hizo un esfuerzo para no asustarla diciéndole que no eran solo los alimentos de la mesa lo que iban a comer aquel día.
—Ven, siéntate aquí. —Le dio la mano, ayudándola a acomodarse sobre los cojines.
Beatriz se sentó sobre las rodillas y luego giró la cadera, buscando una postura cómoda. No estaba acostumbrada a la libertad que le daba la poca tela que la cubría y se removió sin cesar, hasta que él se sentó enfrente, con las piernas abiertas, cruzadas a la altura de los tobillos. Supo que se estaba planteando si podía copiar aquella postura, pero con la túnica solo podría lograrlo dejando que sus piernas asomaran desnudas a los lados, y entonces quizá no lograría pasar del primer plato.
—Apenas he tenido oportunidad de probar la comida turca desde mi llegada —dijo, intentando controlar la situación con la misma conversación que le daría si estuvieran sentados a la mesa en el comedor del consulado. Por fin había decidido mantenerse sentada sobre un cojín, las piernas juntas y dobladas hacia un lado.
—Te sorprenderá el sabor, más intenso de lo que estás acostumbrada. Prueba esto.
Le sirvió en su plato dos pequeñas albóndigas, lo que los turcos llaman kofte, y la observó probarlas con buen apetito.
—Están deliciosas.
Le obsequió con una sonrisa de niño pequeño que acaba de descubrir su nuevo plato favorito, y a partir de ahí los dos disfrutaron de la comida, probando un poco de cada plato y terminando con los exquisitos dulces de postre.
Envalentonada tal vez por sus buenos modales, Beatriz se atrevió a hacerle un gran número de preguntas, sobre el funcionamiento de palacio, del gobierno y, con más precaución, del harén. Estas últimas recibieron escasa respuesta. Adnan solo se limitó a aceptar los privilegios, lujos y comodidades de la vida entre aquellas paredes, pero sin darle demasiadas explicaciones.
—He conocido a tu hijo. Cuando llegué a las habitaciones de la sultana, estaba allí. Un niño muy guapo.
Ella había empezado a tutearlo casi sin darse cuenta, y eso complacía al sultán, pero la miró intrigado por el comentario.
—Basir es un buen muchacho.
Tendría que explicarle que el harén era lo privado, lo tabú. No se hablaba de lo que ocurría en su interior, y menos de su único heredero. Su vida corría un peligro constante.
—Solo tienes un hijo varón —acertó ella, y él comprendió que ya le había dicho mucho al pronunciar el nombre del niño.
Arrojó el trozo de pastel que comía sobre el plato y se puso en pie, molesto. Caminó hasta la puerta de acceso al dormitorio, y al momento escuchó los pasos leves de Beatriz siguiéndole. No sabía lo que hacía, entrando por su propio pie en la guarida del lobo. Tuvo que reprimir una sonrisa y fingir un gesto severo.
—Lamento haber dicho algo inconveniente.
Estaba a su espalda, muy cerca. Su mano, pequeña y blanca, se posó sobre su brazo. Adnan no se volvió.
—Dime por qué has venido. ¿Solo por curiosidad?
—Yo… Quería… Quería saber.
—¿Qué es lo que realmente querías saber?
—Hace algunos días, al salir de misa, unos soldados de palacio me siguieron. —Se volvió para mirarla y ella bajó el rostro, ruborizada—. Álvaro Montenegro cree que trataban de secuestrarme.
—Mis soldados no secuestran mujeres en la calle —mintió sin inmutarse—. ¿Por qué se le ocurrió decirte tal cosa?
—Solo estaba preocupado por mí, quería advertirme.
—¿Qué más te dijo? ¿Te dijo que el sultán estaba tan necesitado de mujeres como para tomarlas por la fuerza?
—¡No! Nada de eso. —Beatriz se atrevió a enfrentarle, levantando el rostro con gesto valiente, dispuesta a defender a su amigo—. Solo me dijo que en ocasiones ha ocurrido, en otros tiempos, mujeres secuestradas para ser llevadas al harén. Pero yo sabía que nadie se tomaría tantas molestias por mí.
Volvía a retraerse, como un caracol en su concha, recordando quién era y sus circunstancias, y eso era lo que menos le interesaba al sultán. Le puso una mano bajo la barbilla, obligándola a no retirar la mirada, a pesar de que sus ojos empezaban a humedecerse.
—Beatriz, ¿crees que unas pocas cicatrices te hacen menos deseable? ¿Acaso no recuerdas la noche del baile?
—Entonces llevaba máscara.
—Fue tu mirada lo que me atrajo, parecías una mujer que tenía muy claro lo que quería. Era como un canto de sirena.
Ella parpadeó y sus labios se curvaron, casi formando una sonrisa.
—Sé que fui muy atrevida aquella noche. El disfraz me daba una libertad que nunca había experimentado.
—Hoy también vas disfrazada, en cierto modo. —Adnan soltó su mentón y acarició el bordado del cuello de la túnica—. ¿Crees que puedes sentir de nuevo el espíritu de la divina Europa?
Ella tragó saliva, dos veces seguidas, como si de repente su garganta se hubiera secado. Adnan siguió recorriendo su clavícula y bajó por su pecho, tentándola. Sus pechos parecieron erguirse a la espera de una caricia, pero él cambió de rumbo y tomó una de sus trenzas.
—Me asusta lo que podría hacer si dejo que se vuelva a apoderar de mí.
—No hay nada de lo que asustarse, no va a ocurrir nada que tú no quieras que ocurra. La pregunta es: ¿sabes lo que quieres?
Sí, claro que lo sabía. Tenía las pupilas dilatadas, la boca húmeda y entreabierta, y todo su cuerpo parecía clamar por sus caricias.
Aun entonces, allí en el fondo, había un poso de preocupación, una inseguridad. El sultán tomó una decisión y, en absoluto silencio, se deshizo del caftán y la camisa. Beatriz comenzó a respirar por la boca, jadeante, al ver su pecho desnudo.
Le tomó la mano derecha y la puso sobre la cicatriz de su pecho. La vio mirar también, con gesto casi dolorido, la larga herida a medio curar que le había infringido el asesino de la playa en el brazo.
—Intentaron matarte.
—Varias veces. Mi vida y la de los míos corre un constante peligro, siempre hay intereses y ambiciones contra los que defenderse. —Le soltó la mano y ella recorrió la cicatriz con las yemas de los dedos—. Pero sigo aquí, luchando. —Le tocó el hombro derecho, deslizando la mano por las peores marcas de la viruela, las que le cubrían el brazo hasta la muñeca—. Somos supervivientes.
Y entonces ella volvió a sorprenderlo. Simplemente se colgó de su cuello y lo besó.
La dejó hacer, como la primera vez, en el baile. La pasión que le ponía compensaba por su inexperiencia. Le envolvió las caderas con sus manos grandes, apretándola contra su cuerpo, obligándola a curvar la espalda y ponerse de puntillas para seguir besándole. Cuando ella tentó con la punta de su lengua la entrada a su boca, Adnan la tomó por las nalgas, casi levantándola del suelo. Beatriz jadeó, pero no cesó en el beso. Con decisión, siguió adelante hasta que él le salió al encuentro y sus lenguas se enlazaron en íntima caricia. Ella hundió los dedos en su espeso cabello, tan pegada a su pecho que ambos estaban a punto de quedarse sin respiración. Podía sentir sobre su piel desnuda la caricia de sus endurecidos pezones y su pelvis que se rozaba contra su miembro con un ligero movimiento sensual.
Decidió ser generoso y concederle una última oportunidad de arrepentirse. Conociendo la importancia de la virtud en la sociedad occidental, donde el valor de una mujer se medía por su castidad, no quería arruinarle cualquier oportunidad, por escasa que fuera, que aún tuviera en el mercado matrimonial. Con un esfuerzo supremo, logró separarla unos centímetros y mirarla a los ojos.
—¿Qué ocurre? —Un ligero temblor la recorrió, como si su cuerpo se enfriara de repente al no tener su contacto.
—¿Sabes lo que va a ocurrir si seguimos adelante?
Beatriz se ruborizó, pero le mantuvo la mirada.
—Sé muy poco, pero estoy dispuesta a aprender.
Adnan contuvo la risa ante su decidida respuesta.
—No serás la misma persona cuando esto termine.
Ella aceptó, afirmando con la cabeza.
—Desde mi enfermedad… Me he sentido como una muerta en vida. Como si mi cuerpo no me perteneciera y se hubiera separado de mi alma… Todo cambió aquella noche en el baile… Quiero volver a sentirlo.
Ahora por fin lo comprendía todo. Y le complacía enormemente que ella lo hubiera elegido para volver a la vida.
—Antes de entrar en el harén, las mujeres son educadas y adiestradas para servir a su amo.
Tomó una de sus trenzas y, quitando el lazo que la sujetaba en la punta, comenzó a deshacerla, dejando que los densos mechones se deslizaran entre sus dedos.
—¿Es un largo aprendizaje? —preguntó Beatriz, mirando fascinada cómo él comenzaba a deshacer la otra trenza.
—Incluye lecciones de música, baile… Muchas cosas que en este momento resultan prescindibles.
—¿Y el resto?
Su melena estaba suelta y ondulante sobre su pecho. Adnan la tomó por los hombros y la hizo girar, acariciando los largos mechones que caían hasta su cintura. Se inclinó hacia ella, besándola en la curva del cuello.
—El resto es lo verdaderamente importante. Puedes aprender muchas cosas hoy. ¿Me dejarás ser tu maestro?