Tenía varios recados de la esposa del secretario, doña Julia, esperándola en el consulado. En todos ellos le rogaba que la informara de su regreso, cada uno con más apremio que el anterior.
Beatriz los leyó por encima, con poco interés, y los volvió a depositar sobre la bandeja de plata del vestíbulo. Luego subió las escaleras, con paso cansado, hasta su dormitorio. La doncella la seguía, mirándola con una mezcla de preocupación y curiosidad, sin atreverse a abrir la boca ante su silencio. Le ayudó a desvestirse y a ponerse un camisón, a pesar de que era mediodía y se acercaba la hora del almuerzo. Solo le habló para pedirle que cerrara las gruesas cortinas para tapar la luz difusa de aquel día gris, y que no permitiera que nadie la molestara. Luego se acostó y cerró los ojos.
Al día siguiente, la doncella se atrevió a molestarla para entregarle un presente, una cesta de mimbre llena de frascos de olorosos aceites y distintos cosméticos, como los que había visto en el harén. Supuso que debía agradecérselo a la sultana valide, pero no había tarjeta ni ninguna indicación de quién lo enviaba. Ignorando aquel regalo que tantos recuerdos dolorosos le traía, volvió a acostarse, en busca de un sueño que la rehuía.
Al tercer día de su regreso, doña Julia entró como una tromba en el dormitorio, sin prestar oídos a la doncella que intentaba detenerla, y se paró ante su cama, preocupada.
—Por el amor de Dios, niña, ¿estás enferma?
—Solo cansada.
—¿Cansada? Llevas tres días en la cama, si no me equivoco. ¿Has comido algo?
Beatriz asintió, con desgana. Había hecho que le subieran una bandeja con cada comida. No tenía apetito, incluso le repelía la sola vista de los platos calientes, pero la esperanza que latía en su vientre la obligaba a alimentarse adecuadamente.
Se incorporó en la cama, imaginando el horrible aspecto que debía de tener, con el pelo enmarañado y los ojos hinchados, más por contener las lágrimas que por las derramadas.
—Lo siento —murmuró, incapaz de encontrar más palabras para disculpar su comportamiento.
—Ay, Beatriz. —Doña Julia se sentó en el borde de la cama y le tomó una mano—. Solo dime que estás bien, que no te ha ocurrido nada malo.
—No quería preocuparla. No, no ha pasado nada malo. La sultana valide ha sido muy amable conmigo y he conocido a las esposas y los hijos del sultán.
Su voz se quebró al nombrarlo. La doncella había descorrido las cortinas para que entrara algo de luz y dejó que su mirada se perdiera en los cristales cubiertos de gotas. Llevaba tres días diluviando. Era como si el cielo llorara por ella.
—Puedes contarme lo que sea, Beatriz. —Doña Julia acariciaba su mano, midiendo sus palabras, como temiendo molestarla—. Alivia tu alma conmigo, no te juzgaré, y de mi boca no saldrá ni una sola palabra, guardaré cualquier secreto que necesites confiarme.
—Gracias… Pero… No puedo.
—Solo dime que de verdad no te ha ocurrido nada malo…
Beatriz respiró hondo, conjurando en su interior los recuerdos felices, las risas, el placer, la fascinación, la complicidad.
—He vivido los mejores días de mi vida —resumió, con los labios curvados en una sonrisa triste—. Ahora solo debo acostumbrarme a volver a mis viejas rutinas.
Doña Julia le dio unas palmaditas, alejando su mirada, empañada por momentos. Carraspeó antes de volver a hablar.
—Sabes que me tienes para lo que necesites.
Beatriz asintió y, en un momento de debilidad, se acercó a su única amiga para abrazarla. Doña Julia la acogió contra su pecho como si fuera una niña a la que hay que consolar tras una pesadilla.
Aquel abrazo le dio las fuerzas suficientes para decidir levantarse y aceptar por fin la invitación para ir a comer a la casa de doña Julia.
Con la ayuda de la doncella, se dio un largo baño y se puso su mejor vestido de paseo. Dejó que la peinara con un elaborado moño y tapó las cicatrices de su cara con los cosméticos recibidos del harén, procurando imitar la maestría de Yasemin al hacerlo. Aquel presente era un recuerdo constante de lo que había dejado atrás, pero se armó de valor para emplear el contenido de los frascos en su piel dañada, reconfortándose al ver cuánto la beneficiaba.
Cuando bajaba las escaleras hacia el vestíbulo, llegó un mensajero sudoroso y agotado que le entregó una nota de su padre sin mediar palabra.
Le anunciaba un accidente durante su viaje a Bagdad. Se había caído del caballo y tenía una pierna rota. Viajaba de vuelta en un carruaje y esperaba llegar a lo largo de aquel día, pero enviaba por delante al mensajero para que estuviera advertida y no se preocupara al verle llegar.
Era una precaución innecesaria, puesto que Beatriz sintió de todos modos que la invadía la preocupación. Una pierna rota, y a su edad, podía no curar nunca bien. En el mejor de los casos le quedaría una cojera de por vida, en el peor, podía llegar a perder la pierna.
Se preguntó si el anciano médico español que vivía cerca del consulado, el que se ocupaba de las leves afecciones de los extranjeros que residían en su barrio, tendría los conocimientos modernos suficientes para darle el mejor tratamiento posible a su padre.
Decidió consultarlo con doña Julia durante la comida, y puesto que la casa del secretario estaba muy cerca de la suya, dejó aviso de que la fueran a buscar sin demora en cuanto llegase el cónsul.
Su padre la necesitaba y por suerte ella estaba de vuelta para ocuparse de él, como siempre había hecho. Esa era su vida, no debía olvidarlo. Si hasta aquel momento había sido suficiente, ahora que había disfrutado de su ansiada aventura, quizá fuera de agradecer la vuelta a la rutina. Y cuando las noches se hicieran más oscuras de lo normal, más largas y angustiosas, siempre tendría los recuerdos que atesoraba en su corazón para consolarse.
Durante los mismos tres días, el sultán se había peleado con todos y cada uno de los miembros de su gobierno, con cada secretario y lacayo, incluso con su barbero, hasta crear una nube de desesperación que cubría el palacio con la misma densidad que la lluvia incesante que parecía provocada por su inagotable malhumor.
En aquellos malditos tres días no dirigió la palabra a ninguna de las mujeres del harén, incluida su madre, y solo se acercó a ellas para dar las buenas noches a sus hijos, que parecían ser también conscientes del preocupante estado de su padre.
Seyran observaba las idas y venidas de su hijo. Desde la ventana enrejada del pasillo del harén, que servía para ver la gran sala de palacio, le espiaba cada mañana, cuando se dirigía a su despacho, caminando a grandes pasos como si le persiguieran y, después, cuando volvía a sus habitaciones para el almuerzo, aún más furioso que antes.
No parecía encontrar consuelo.
Al tercer día, sentada en el jardín, escuchó un estrépito en sus habitaciones y corrió a ver lo que sucedía. Adnan había arrojado la bandeja con la comida al suelo y, cuando la vio parada en la puerta, censurándole con la mirada, lanzó también la copa que tenía en la mano contra la pared.
—Esto tiene que acabar —le dijo con su voz más autoritaria, como si él aún fuera un niño que debía obedecer las órdenes de su madre—. Bankara está llena de mujeres hermosas y dispuestas a complacerte. Y, si ninguna lo logra, juro que yo misma iré a buscar a la que tanto te trastorna y la traeré de vuelta, aunque sea a rastras.
—Yo mismo lo haría, si sirviera de algo. —Adnan se sentó, poniendo los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos—. Quiero que vuelva, sí, pero no contra su voluntad.
—Puedes ganarte su voluntad… Casi la tenías ya. —Seyran detuvo su lengua, para no darle demasiadas esperanzas contándole lo segura que estaba de que el corazón de Beatriz le pertenecía.
—He perdido la oportunidad. —El sultán se mesaba el largo cabello, como un tigre lamiéndose las heridas—. El cónsul español regresa de Bagdad, con una pierna rota… No le dejará solo ni un minuto en las próximas semanas, o meses.
—Asegúrate de que recibe los mejores cuidados, para que su mejoría sea rápida y absoluta.
Adnan levantó la mirada para clavarla en su madre, que esperó paciente su respuesta.
—Ese es un buen consejo, que pienso seguir.
—Me alegra ver que no has perdido del todo la cabeza.
—No deberías hablarle así al sultán.
Seyran cruzó la estancia y se sentó al lado de su hijo, ordenándole el largo cabello revuelto con sus propias manos.
—A pesar de tu mal carácter, siempre has sido mi predilecto.
—No es cierto, siempre has preferido a mi hermano Alí.
—Eso es lo que tú crees, y uno de los motivos por los que precisamente tienes ese mal genio.
—Madre, estoy muy mayor para que me consueles y arrulles como a una criatura.
—No tan mayor, cuando puedes enamorarte de nuevo como un muchacho.
—¿Ahora me disculpas? —preguntó, sin rebatir sus palabras, pero quitándoles importancia con una mueca burlona—. Hace unos días dijiste que ya era hora de que sentara la cabeza y trajera un montón de hijos más al mundo.
—Bueno, diría que has seguido mi consejo y que tu nueva concubina probablemente me dará un nieto dentro de nueve meses.
Adnan elevó las cejas, deshaciendo el ceño que las fruncía, y una sonrisa ladina se extendió por su boca, la primera en tres días.
—Sí, yo también lo creo. Y cuando ella tenga la certeza volverá en busca de mi ayuda.
—No estés tan seguro. La vida del harén no está hecha para ella, no le impresionan los lujos y comodidades, solo ve los inconvenientes.
—Tendrá sus propias habitaciones, separada de las otras mujeres, ni siquiera se cruzará con ellas si no quiere. Y a mí no me importaría no volver a verlas en mi vida.
—Si tanto te disgustan, deberías traer nuevas mujeres al harén.
—Solo quiero a Beatriz.
—No creo que se conforme con ser una concubina, aunque sea tu favorita.
—Estoy dispuesto a casarme con ella.
Seyran asintió, emocionada al ver hasta qué punto aquella mujer había calado hondo en el duro corazón de su hijo, aunque ni él mismo se diera todavía cuenta de la profundidad de sus sentimientos.
—Es católica.
—Lo sé. Celebraremos dos ceremonias si es preciso. Será la esposa del sultán por los ritos acostumbrados y, si insiste, se casará con Jaime Galván en la Iglesia de San Julián.
—Veo que has pensado en todo. —Seyran se puso en pie, posando una mano sobre el hombro de su hijo—. ¿Te reunirás con nosotros para al almuerzo?
Adnan hizo un gesto negativo, de nuevo inmerso en sus cavilaciones. Al menos ahora parecía más calmado, incluso optimista ante el futuro. Seyran salió por la puerta que conducía al harén, reflexionando aún sobre los extraños caminos del amor, y cómo una mujer tan imperfecta había podido ganarse el corazón de quien podía escoger entre las mayores bellezas del inmenso Imperio Otomano. Sin duda era verdad lo que los sabios decían, y la belleza está en el interior de las personas, puesto que el exterior solo es una cáscara que más tarde o más temprano termina resquebrajándose.
Reconocía para sus adentros que también le gustaba Beatriz. Era valiente y decidida, dulce, inteligente y, sobre todo, había hecho feliz a su hijo, algo que parecía casi imposible desde la muerte de Selma. Estaba deseando tenerla de vuelta en palacio, y rezaba porque aquellos intensos sentimientos que había despertado no se limitaran solo a la novedad y se desvanecieran en el tiempo cuando Adnan lograra hacerla su esposa.
Sabía cuántos quebraderos de cabeza le daba el gobierno del país, su insatisfacción al ver que no progresaba tanto como había imaginado, su sufrimiento cuando el pueblo se levantaba contra los impuestos o las leyes que consideraban abusivas. Quería borrar la memoria de los abusos de su tío Mehmet, pero aún estaba demasiado fresca, y gran parte de sus súbditos no hacía distinciones entre el viejo dictador y el actual sultán, criado en tierras remotas. Diez años era demasiado tiempo para sobrevivir en aquella tensión diaria, y comenzaba a pesarle en el alma. Seyran se preguntó si más de una vez no se había arrepentido de reclamar la herencia de su padre, el sultán Murat. Cuánto más feliz viviría en España, con la herencia de su familia y la de su padre adoptivo, Mateo Galván. Sin preocupaciones, sin tener que lidiar con un gobierno indisciplinado y probablemente corrupto, sin luchar día a día por complacer a todo un país de descontentos.
Llegó por fin a sus habitaciones privadas, donde Basir jugaba con la mayor de sus hermanas al ajedrez. Con sus grandes ojos oscuros desorbitados, Leyla miraba cómo su hermano vencía a su reina, dejándole casi sin oportunidades de ganar la partida.
—Haces trampas —le acusó la niña, levantándose del cojín en el que se sentaba.
—No hago trampas, es que eres una jugadora pésima.
—¡A mi madre siempre le gano!
—Porque te deja ganar, y así nunca aprendes.
Leyla apretó la boca y lanzó fuego por los ojos, pero volvió a su posición ante el tablero, concentrada, y movió un peón, dispuesta a recuperar su reina.
Seyran se sentó en silencio, para no interrumpirles, observando cómo evolucionaba la partida. Adoraba a sus cinco nietos, pero reconocía su debilidad por Basir, el mayor, el heredero. Desde la muerte de su madre, ella había tenido que ocupar su lugar y se dedicaba en cuerpo y alma a su educación y cuidado.
Aún podía recordar el día que nació, su primer nieto, y el momento de cortar el cordón que le unía a su madre, cuando le impusieron el nombre del sultán Murat, su abuelo. Después su madre había escogido Basir como su nombre familiar, el que todos usarían, puesto que el umbilical no debía ser utilizado.
Ocuparse de su nieto llenaba un vacío en su vida, el que le quedó cuando tuvo que enviar lejos a sus dos hijos, Adnan y Alí, para evitar que su tío Mehmet acabase con sus vidas, como había hecho con sus hermanos y su padre, el sultán Murat. Veinte años habían pasado hasta que ambos volvieron de España, dispuestos a recuperar su herencia y vengar a los difuntos. Todo eso había pasado ya, pero su primogénito nunca había hallado consuelo ni descanso en Bankara. Dirigir aquel país de inconformistas solo le producía pesadillas.
Solo podía rezar porque Beatriz le trajera la paz que tanto necesitaba su alma. Y quizá unos cuantos nietos más, que llenaran el harén de risas y juegos infantiles.
La concubina seguía en el jardín, pegada a la pared, como si formara parte de la hiedra que la cubría. Sus ropas se habían empapado en la tierra mojada de lluvia, pero ella no sentía el frío ni la humedad. Solo la ira que cegaba su razonamiento.
Quería hacerla su esposa. Quería que le diera más hijos. Una recién llegada. Una extranjera infiel.
No podía permitirlo.
Primero se desharía de su mayor obstáculo y, después, si ella volvía, aún tendría varios meses antes de que alumbrara a su criatura para pensar en algún accidente que se los llevase a ambos, como la triste enfermedad que acabó con la princesa Irina, o el penoso accidente de aquella concubina que se despeñó por el acantilado. Nadie había sospechado nada entonces, y no podía esperar otro golpe de suerte, como cuando Selma, la primera esposa, falleció en su segundo parto. Tendría que ocuparse personalmente de eliminar esta nueva competencia.
Anochecía ya cuando se escucharon caballos acercándose a la puerta del consulado. Beatriz corrió a abrir la puerta, sin esperar a los criados, y vio detenerse el coche en el que venía su padre, con la pierna entablillada y una sonrisa dolorida en los labios, tras un largo viaje sin duda incómodo y doloroso en su estado.
Tuvo que esperar una pequeña eternidad. Esperar a que los criados lo levantaran en vilo para llevarlo a su alcoba a que se ocuparan de desvestirle y ponerle la camisa de dormir, y hasta que por fin estuvo acomodado y cesó el alboroto a su alrededor, Beatriz no pudo acercarse y darle el abrazo que tanto necesitaba.
—No estés tan preocupada, solo es una pierna rota, no me voy a morir.
Beatriz intentó contener el llanto, sonriendo ante la ternura de su padre, que le daba palmaditas en la espalda. Si él supiera cuánto lo había extrañado, y cuánto había cambiado su vida en aquellos pocos días que habían estado separados. Dejó, sin embargo, que achacara su exceso de sensibilidad a la preocupación por su estado, y hasta se permitió derramar algunas lágrimas, que se secó con el dorso de la mano.
—He estado muy asustada desde que llegó tu mensaje. Ahora que estás aquí, sé que todo va a ir bien.
Una doncella llamó a la puerta y entró tras el permiso, anunciando la visita de Huseyin Kemal, Hekim efendi, jefe médico del sultán.
—¿Le has llamado tú? —preguntó don Luis, sorprendido.
—No. Pensaba llamar al doctor Jiménez.
Se miraron extrañados sin encontrar respuesta a sus preguntas y al momento un alto caballero, vestido a la usanza turca, estaba en la puerta. Le acompañaba un lacayo que hablaba un dudoso español.
—Su Majestad envía Hekim efendi. Médico sabio. Él cura.
—Pasen, por favor. —Don Luis se incorporó, apoyando la espalda en la almohada, haciendo gestos a los recién llegados para que se acercaran—. Qué amabilidad por parte de Su Majestad. Sean bienvenidos.
Beatriz permaneció de pie, con las manos cruzadas sobre la falda, observando y escuchando, temiendo traicionarse si pronunciaba una sola palabra.
Le había enviado su médico personal. Su corazón rebosaba de alegría al comprender que se preocupaba por ella y por su familia, y que estaba pendiente de lo que les ocurría.
El doctor Kemal retiró el vendaje y la tablilla que mantenía recta la pierna rota de don Luis. Luego procedió a curar las rozaduras provocadas por la madera, revisó el estado del hueso, y finalmente volvió a vendarlo y colocarle la tablilla. Durante todo este proceso, su acompañante se dirigió a él con el título de cortesía de efendi, demostrándole el mayor de los respetos.
—Hekim efendi dice bueno, pierna buena, curar pronto.
Beatriz respiró hondo, dejando que una sonrisa de alivio iluminara su rostro.
—Dígale que le estamos muy agradecidos, que ha sido muy amable al venir tan pronto. Y transmítale también todo nuestro agradecimiento al sultán.
El criado asintió, traduciendo rápidamente sus palabras. Luego le dio unas últimas instrucciones sobre cómo cambiar el vendaje y los cuidados a seguir, y le entregó una poción calmante para aliviar las molestias del enfermo. Después, ambos hombres se marcharon tan rápido como habían llegado.
—Debo decir que no me esperaba tanta consideración por parte del sultán, un hombre tan poderoso y ocupado, y con ese carácter que tiene, no parece propio de él ocuparse de la salud de un simple funcionario extranjero.
—No es tan malo como se dice —defendió Beatriz al que cada día se apropiaba más de su corazón—. Es solo que sufre muchas presiones en el gobierno de Bankara, y hasta intentos de asesinato. Lleva una vida muy dura, que le obliga a mostrarse fuerte para que sus enemigos le teman.
—Parece que has coincidido con el sultán en tu visita a palacio —adivinó el cónsul, con un gesto entre divertido e intrigado.
—Sí, bueno. —Beatriz tartamudeó, sintiendo que sus mejillas se tornaban rojas—. Su madre, la sultana valide, fue muy amable conmigo, me contó muchas cosas.
—¿Es cierto que es española?
—Lo es. Por eso el sultán habla a la perfección nuestro idioma.
No quería seguir hablando, por miedo a traicionarse. Aprovechó que su padre intentaba moverse sobre la cama, con gesto entre cansado y dolorido, y le ofreció el calmante que les había dejado el médico de palacio.
Poco tiempo después, don Luis dormía plácidamente y Beatriz, acurrucada en una butaca cerca de la chimenea encendida, velaba su sueño, sintiéndose casi feliz por primera vez desde su regreso de palacio.
Ahora sabía que pensaba en ella, que se preocupaba por su bienestar y el de su padre, y eso reconfortaba su dolorido corazón.
A media mañana, el secretario anunció la visita que el sultán esperaba.
Ignorando la cola de diplomáticos, peticionarios e industriales que aguardaban por un minuto de su valioso tiempo, hizo pasar al hombre que tanto le había ayudado en el pasado, y que esperaba también lo hiciera en el futuro.
Se puso en pie, rodeando su escritorio, y se acercó para estrechar la mano del recién llegado, besándole en las mejillas.
—Selam aleykum, Hamdullah, hermano —le saludó, llevándose la mano al corazón para demostrarle su amor y su respeto.
—Aleykum selam, mi sultán.
Durante un rato intercambiaron cortesías y recuerdos de los tiempos del regreso de Adnan a Bankara y las aventuras que habían vivido hasta lograr recuperar el trono y ser coronado como heredero de su padre, el sultán Murat, al que el príncipe Hamdullah, poderoso gobernante de territorios vecinos, debía antiguos favores.
Desde entonces poco se habían visto. Las ocupaciones de uno y otro les mantuvieron alejados, pero, ahora que le necesitaba, Hamdullah no dudaba en acudir a su llamada.
Tomaron el café espumoso que Cenk les sirvió y, más tarde, con la puerta cerrada para evitar oídos curiosos, Adnan le contó a su buen amigo todas las dificultades por las que pasaba el país y cómo sentía que se le agotaban las ideas y las fuerzas para reconducir Bankara de vuelta a los tiempos de paz y prosperidad.
—No me quieren. Nunca me han querido. Debí dejar que la república se impusiera tras la muerte de Mehmet.
—Te debes a la herencia de tu padre.
—No contra la voluntad de mi pueblo.
—¿Qué quieres hacer entonces? ¿Entregar tu corona? —Hamdullah le clavó una mirada interrogante—. ¿Dejar que Osman Pasha dirija el país en solitario?
—Si al menos pudiera creer en la sinceridad de mi primer ministro, en su amor por el pueblo y su falta de intereses personales.
—Si no crees en él, deberías destituirlo. ¿Qué hay de ese antiguo capitán de jenízaros?
—¿Ahmet Bilal? Parece un hombre íntegro, pero también es un exaltado que puede cambiar de idea de la mañana a la noche.
—¿Hay alguien en tu gobierno de quien te fíes plenamente?
Adnan meneó la cabeza con una sonrisa de decepción.
—Es difícil, la política es la profesión más corrompedora que existe, hasta el hombre más idealista muda su piel de cordero por la de lobo una vez que alcanza el poder.
—Entonces, amigo, creo que te quedan muchos años por ocupar el trono de Bankara.
—¡Me asfixia!
El sultán se puso en pie, acercándose a la ventana por la que entraba una brisa fresca demasiado otoñal para la época. Hasta el clima parecía empeñado en hacerle sentir miserable.
El verano se había ido con ella.
—Sé que han intentado matarte. ¿Te preocupa?
—Casi me divierte, si no fuera porque la última vez hirieron a una de mis concubinas. —Una sombra cubrió su rostro moreno—. Y mataría con mis propias manos a quien envió una caja de dulces envenenados para mis hijos.
—¿A tus hijos también? Alguien quiere acabar con tu reinado.
—E instaurar por fin la república que algunos tanto ansían.
—Entonces, esos son los que tenemos que vigilar hasta que cometan un error.
—Osman Pasha me aseguró que, si algo me ocurriera, mantendría un gobierno provisional a la espera de que Basir alcanzara la edad suficiente para ser coronado.
—¿Crees que fue sincero?
—Sí. Me miró a los ojos mientras lo decía, sin dudar. —Volvió a su asiento, ocupándolo con un suspiro—. Mi primer ministro no me aprecia, me interpongo demasiado en su gobierno, le obligo a aprobar proyectos con los que no está de acuerdo.
—Como la electrificación de la capital.
—Veo que estás bien informado. —El sultán se sirvió otra taza de café, ofreciéndole al príncipe, que la rechazó con un gesto negativo—. Sí, el viejo Osman no me soporta, pero no es un traidor, ni siquiera es tan osado como para intentar atentar contra mi vida.
—¿Qué hay de su hijo? Es un republicano convencido.
—Fatih Osmanzade se da aires de grandeza, cree que, si yo abdicara, su padre gobernaría Bankara como presidente de la república y él sería su primer ministro. Es un torpe y un inútil, y ha expuesto demasiado pronto sus cartas. Lo he vetado para cualquier puesto en el gobierno, y tiene que ganarse la vida administrando las propiedades de su padre.
—Te odiará por eso.
—Nadie puede enfrentarse con el sultán sin recibir su castigo.
Adnan se recostó en su silla, cansado. Podían estar todo el día discutiendo el mismo tema. Quién era de fiar y quién no en el gobierno del país. A quién le dejaría las riendas si un día se cansaba y tiraba su corona al mar, terminando así con la estirpe de los sultanes de Bankara. O tal vez simplemente renunciando a sus derechos a favor de su heredero.
No era una idea descabellada. En realidad, cada vez la veía más apetecible. Con su fortuna personal podía vivir en cualquier capital europea que se le antojara, París, Londres, Madrid, disfrutar de toda clase de lujos, sin ninguna responsabilidad, y echarse a dormir cada noche, sin necesidad de guardias que custodiaran sus puertas.
Echaba de menos la vida fácil de sus años de juventud en España. Las correrías por Salamanca en sus tiempos de estudiante con su hermano Alejandro y su buen amigo Damián Lizandra. Damián, que se había casado con la mujer que tanto deseara.
No, no quería volver a España, no soportaría asistir a la felicidad conyugal de Damián y Mercedes, y no quería entrometerse en la vida de su hermano, heredero de su abuela y su padre adoptivo, marqués de Villamagna, el título al que Adnan había renunciado por el de sultán de Bankara.
Londres era una opción más apetecible.
Y a ella le gustaba la capital inglesa.
—Te has ido muy lejos, amigo.
—Lo siento, Hamdullah, son tantas cosas que pensar y decidir, que a veces mi cabeza me traiciona. —Se puso en pie, rodeando la mesa para posar una mano en el hombro del príncipe—. Nos merecemos un descanso. Almuerza conmigo y háblame de tus esposas y tus hijos. Olvidemos la política por un rato.
Hamdullah asintió y se puso en pie, cruzando la puerta que ya el sultán mantenía abierta para su paso.
Sí, mejor olvidarlo todo por un rato, el sultanato, la república, la idea de huir y no volver la vista atrás. Y el rechazo de Beatriz, esa herida abierta en su costado, el silencio y la indiferencia, como si nada hubiera ocurrido entre ellos, como si se pudiera olvidar tan fácilmente. Solo su inmenso orgullo conseguía retenerle y evitar que cometiera una locura, que asaltara el consulado y la trajera de vuelta al harén, a la fuerza si era preciso.
—Hay algo que te trastorna, y no tiene que ver con el gobierno ni la política.
Hamdullah se sentó en el pequeño comedor privado, sin dejar de observarle con una mirada sabia y paciente.
—Te burlarás de mí si lo confieso.
—¿Quién se atrevería a burlarse del sultán de Bankara?
—Todos lo harían, se reirían de mí a carcajadas si supieran que existe una mujer capaz de hacerme bailar al son que ella toca, como una marioneta sin ideas ni voluntad propia.
—Sin duda exageras. No ha nacido la mujer que te someta. —Hamdullah guardó silencio cuando entraron los criados a servirles el primer plato—. Cuando la hayas conquistado, la olvidarás, como a todas.
Adnan forzó una sonrisa, aceptando las palabras de su buen amigo, para no confesarle que ya la había conquistado. O, mejor dicho, que ella había sido la seductora. Beatriz había decidido cuándo y dónde, y después de obtener lo que quería se había marchado sin volver la vista atrás. Y su recuerdo lo mantenía tan desconcertado, ansioso y excitado, como la primera vez que la besó.
—¿Y si fuera algo más que lujuria? —preguntó al fin.
El príncipe detuvo el tenedor en el aire y lo miró con una sonrisa bailándole en sus ojos oscuros.
—Entonces me alegraría por ti, amigo, has estado solo demasiado tiempo.
Adnan asintió y probó la comida, descubriendo que tenía más apetito de lo que creía. Si todo fuera tan simple como alimentarse, simplemente tener apetito y comida suficiente. Pero incluso en esa cuestión nada era demasiado sencillo, puesto que en ocasiones no nos sirve cualquier plato para saciarnos. Esa era la cuestión. Comer por gula o por placer. Mil mujeres bellas y complacientes no servirían ahora para saciar el ansia que tenía de Beatriz. La quería a ella, no sabía si para una semana, un año, o toda la vida. Quizá solo estaba encaprichado, o quizá, como creía su madre, enamorado como un muchacho con su primera mujer. Sea como fuere, necesitaba más tiempo con Beatriz para probar sus sentimientos, y lo lograría, por más que ella se resistiera.