Hubo murmullos y comentarios en las calles y bazares, pero nadie sabía nada a ciencia cierta. Una concubina desterrada, escoltada por soldados de palacio en dirección sur; se hablaba también de un eunuco, también escoltado, hacia el norte. Una marca de fuego en sus rostros, ningún equipaje. Solo eso se sabía, y se hablaba en voz baja, con miedo.
Ni siquiera Álvaro Montenegro logró traspasar el silencio espeso que parecía cubrir el Palacio Real. Solo conjeturas le pudo ofrecer a Beatriz, que aguardaba ansiosa por sus noticias.
El harén es lo privado, le había dicho el sultán, no permitía que sus enemigos conocieran lo que ocurría tras aquellas puertas siempre cerradas. Silenciosa y pensativa, se olvidaba de su invitado, que aguardaba de ella una palabra, un poco de su atención.
—Será mejor que me vaya —dijo al fin Álvaro, demostrando que incluso su paciencia tenía un límite.
—Perdóname. —Beatriz se puso en pie, deteniéndole con un gesto y poniendo una mano sobre las suyas—. Me preocupa y me intriga esta cuestión, siento haber sido tan descortés contigo.
Álvaro se detuvo en seco, mirándola como si fuera una delicada mariposa la que se hubiera posado sobre sus dedos, temeroso de dañarla si la tocaba o de asustarla y que huyera para no volver.
Ella no era consciente de que lo que le hacía sentir con tan leve contacto, del poder que tenía sobre su cuerpo y su alma, quizá se asustaría si lo descubriese.
Álvaro reconocía que su enamoramiento tenía algo de infantil, tal vez porque Beatriz era mayor que él, o porque se sentía casi como en su hogar cuando estaba en el consulado, en su compañía y la de don Luis, con los que podía hablar de su país y añorar su cultura y costumbres. Su padre no había estado de acuerdo en que iniciara aquel viaje solo, le parecía demasiado joven para aquella larga aventura a través de media Europa hasta la frontera con Asia. Por otra parte, en su familia estaban acostumbrados a que él intentase emular siempre a su hermano Mateo, tres años mayor, compitiendo con él en estudios y experiencias. Álvaro había tenido siempre tan buenas notas en el colegio que lograba adelantar cursos enteros hasta alcanzar a Mateo, que sin ser menos inteligente, simplemente era más vago y poco devoto de los libros y las clases. Juntos fueron a la universidad, y mientras el mayor se divertía y rondaba a todas las jóvenes bonitas de Santiago, Álvaro estudiaba a todas horas para graduarse, una vez más, antes de tiempo, y cumplir su sueño de volver a Bankara, ahora como estudioso en su primer gran proyecto científico.
No sabía que allí le aguardaba el primer gran amor de su joven vida.
—Perdóname tú —dijo, logrando salir de su abstracción—. No quería mostrarme tan impaciente.
—Los dos estamos pensativos hoy —reflexionó Beatriz, mirándolo con gesto interrogante.
Estaban tan cerca que podía ver las motitas marrones y verdes que parecían bailar en sus iris y las largas pestañas oscuras cuando parpadeó inquieta ante su escrutinio.
—Beatriz… —Álvaro acunó su mano sobre sus palmas, acariciando sus dedos fríos—. Nunca te he preguntado qué ocurrió en el harén. —Ella intentó hablar, pero no se lo permitió—. No quiero saberlo, no necesito saberlo. Solo dime, si de algún modo, afecta a tu futuro, si vas a volver a palacio… Tal vez para quedarte.
—No. —Ella denegó con la cabeza, para reafirmar su respuesta—. No, esa no es vida para mí.
—Pero está siempre en tu pensamiento.
Los dos sabían que aquellas palabras no se referían en realidad al harén. Suaves manchas rojas cubrieron los pómulos de Beatriz.
—Lograré olvidarlo —dijo, con bastante convicción.
Y él quería creerla. Si fuera más valiente se atrevería a decirle que lo harían juntos, que siempre estaría a su lado y que tal vez algún día llegaría a hacerle la pregunta que no le hizo aquella mañana en el jardín, cuando ella lo detuvo con tanta delicadeza.
—Volveremos juntos a España —dijo, y se esforzó por mostrar una sonrisa cariñosa, la que le ofrecería a una de sus hermanas, para no dejar una vez más su corazón sangrante al descubierto.
—El viaje se hará corto con tan buena compañía. —Beatriz se llevó de repente una de sus manos a la boca, besándole los nudillos—. Eres el mejor amigo que nunca he tenido.
Y esas eran las palabras más dolorosas que podía decirle, como afilados cuchillos que rasgaban su pobre alma enamorada.
—Haría cualquier cosa por ti, Beatriz, lo que sea.
Vio una duda, una interrogación en su gesto, como si estuviera a punto de contarle algo, algo trascendental que no podía callar más. No lo hizo. Al momento volvió a sonreír y soltó su mano, caminando hasta las puertas del jardín, cerradas al viento frío de aquel largo otoño.
—Será un maravilloso viaje, de Constantinopla a París —le dijo con tono casi alegre.
—Pasando por Sofía, Belgrado, Budapest, Viena…
Se alegró al ver cómo sus ojos se iban iluminando con cada capital que nombraba.
—Quisiera detenerme en cada estación.
—Pasear por sus calles y conocer a sus gentes.
—Comprar exóticos recuerdos de cada país…
La sonrisa franca y dulce de Beatriz le hizo concebir nuevas esperanzas. Quizá no todo estaba perdido, tenía una oportunidad para conquistar su corazón y no la desperdiciaría, aquel largo viaje cambiaría sus vidas para siempre.
Solo logró resistir unos pocos días antes de volver al consulado, atraído por el canto de sirena que ella ni siquiera sabía que entonaba.
Era de madrugada y ninguna luz alumbraba en las ventanas. Entró por el jardín, abriendo la pequeña puerta con su llave, como tantos años atrás había hecho para llevar un mensaje a Mercedes Montenegro. Pocos recuerdos le quedaban de quién era él entonces. Tan joven, tan fatuo, tan seguro de su destino. Había logrado todo cuanto se propuso, menos el corazón de Mercedes, un pequeño precio a pagar por todo lo que recibía en herencia. El sultanato, los lujos decadentes de palacio, un harén lleno de mujeres bellas y ansiosas por complacerle. Lo había disfrutado a fondo aquellos primeros años. Ahora también aquellos placeres quedaban lejos y solo dejaban un regusto amargo en su boca.
Trepó por la enredadera hasta el primer piso, seguro de cuál era su alcoba, y se introdujo en ella como un ladrón de pies ligeros, con el aliento contenido.
Beatriz se había quedado dormida leyendo, el libro desmadejado sobre su pecho era la prueba, y su cabeza descansando en una postura incómoda, sobre varios cojines satinados. Sus ojos acostumbrados a la oscuridad podían distinguir sus rasgos delicados, la boca entreabierta y el ceño fruncido, como si estuviera inmersa en alguna pesadilla. Su pecho subía y bajaba, más acelerado de lo normal, marcando las bellas curvas de sus senos contra la fina tela del camisón.
Se sentó sobre el borde de la cama, inmerso en un extraño sentimiento que le costó reconocer como ternura, algo que solo identificaba con los raros momentos de paz que tenía con sus hijas. Como si ella fuera también una niña con malos sueños, le pasó una mano por la frente, calmándola, susurrándole palabras dulces para tranquilizarla.
Beatriz respiró hondo y se removió buscando una postura más cómoda. Al girarse, atrapó su mano bajo la mejilla y se frotó contra ella mientras una sonrisa suave le curvaba los labios.
—Estás aquí —dijo, sin abrir los ojos.
—Siempre estaré aquí, contigo, mi Beatriz.
—No te vayas. —Palpó su muñeca y siguió por su antebrazo, tirando de él hasta que le obligó a acostarse.
Con un suspiro placentero, la envolvió entre sus brazos y ella se acomodó sobre su pecho, como si ese fuera su verdadero y único hogar. Y él ansiaba que lo fuera en verdad, tenerla siempre a su lado, que su rostro fuera lo último que viera al dormirse y lo primero al despertarse. No sabía qué extraña magia ejercía ella en su espíritu, qué bebedizo amoroso le había hecho ingerir, pero solo encontraba consuelo y paz entre sus brazos.
Beatriz suspiró y por fin despertó del todo. Parpadeó varias veces y elevó el rostro para mirar sus rasgos cubiertos de sombras.
—No quería despertarte.
Ella no respondió. Estiró un brazo para tocarle el rostro, pasando las yemas de los dedos sobre la barba muy corta y espesa. Adnan sintió la piel fría bajo su caricia, tan llena de magia, que iba dejando un rastro cálido por donde pasaba, logrando que la sangre circulara más rápido en sus venas y su corazón cubierto de hielo volviera a latir casi con alegría.
—Eres tú de verdad.
—Deberías echarme y prohibirme volver a verte.
—¿Cómo podría?
—Sería lo mejor para ti, para todos. Solo atraigo a la desgracia y la muerte.
Beatriz lo miró largamente, con los ojos grandes y relucientes, como un gato en la oscuridad. Sus manos le envolvieron el cuello y elevó el rostro hasta posar la frente sobre sus labios.
—Morir sería la única forma de lograr el descanso, si supiera que nunca iba a volver a verte.
—No digas eso. —Con un gesto más brusco de lo que quería la obligó a tumbarse sobre la cama y se cernió sobre ella, amenazador—. Prométeme que pase lo que pase te mantendrás a salvo, que esperarás mi regreso y nunca dudarás de que volveré a por ti.
—Me asustas con tus palabras.
—Prométemelo, Beatriz.
—Te lo prometo.
—Y yo te prometo que nada logrará separarnos, que encontraré la forma de que estemos juntos para siempre.
Su pecho subía y bajaba anunciando un sollozo. Adnan le pasó la mano por el rostro y encontró los regueros húmedos que lo surcaban. Le besó la frente y los párpados mojados tratando de calmarla.
—Tengo miedo, es como si una negra sombra se cerniera sobre nosotros.
—No puede nada contra ti, me ocuparé de que nunca te roce siquiera. Por eso no volveré a partir de ahora, nadie debe saber lo que hay entre nosotros. Mis enemigos solo buscan destruir todo lo que amo.
Beatriz contuvo el aliento ante sus palabras. Adnan no dejaba de mirarla, pero la oscuridad de la alcoba no le permitía distinguir sus expresiones, solo podía acariciar su rostro, como un ciego tratando de leerlas con los dedos.
—Yo también te amo —dijo ella después de una pequeña eternidad, entre susurros, como si se estuviera confesando en la iglesia—. Traté por todos los medios de proteger mi corazón, por eso me fui sin mirar atrás, porque temía que, si lo hacía, me quedaría contigo para siempre.
—Es ya lo único que deseo en el mundo.
—No podría vivir en el harén.
—Lo sé. Pero todo se solucionará, tienes mi promesa.
Ella la aceptó con un leve gesto afirmativo y luego lo abrazó, enterrando el rostro en su cuello. Adnan le besó la frente y bajó por la línea de la mandíbula hasta su clavícula, tirando del cuello del camisón para desnudar su piel cálida que se estremecía bajo sus caricias.
—Tu piel es tan suave… —Logró abrir dos botones con las manos, temblando de ansia, y pasó los labios por la curva de su hombro.
—Son los aceites que traje del harén —confesó ella—. Han mejorado mucho mis… cicatrices…
Adnan apoyó la cara sobre su pecho, buscando inútilmente su mirada en la oscuridad. Extendió una mano para tocar la línea de su barbilla, con una caricia leve y tan dulce que la hizo suspirar.
—Eres una mujer fuerte y valiente, no deberías darle más importancia a lo que solo es superficial. He conocido mujeres bellísimas y perfectas que solo eran cáscaras vacías, sin nada en su interior, o peor, con un corazón podrido bajo su piel inmaculada. —El recuerdo de Sara, la asesina de su hijo, endureció su voz.
—Sé que no debería ser tan vanidosa, pero es terrible cuando me muestro tal cual soy y recibo miradas de espanto, o peor aún, de compasión.
—Tendrás que aprender a ignorarlos. Valora lo que tienes, a los que te quieren y ven más allá de tus cicatrices, a la mujer hermosa de noble corazón que enamora a dioses y mortales.
—En el futuro espero que me repitas a menudo esas palabras. —Beatriz posó una mano sobre su cabeza, enredando los dedos en su espeso cabello—. Son un bálsamo para mis miedos.
—Prometo decirte todas las cosas bellas que me inspiras. —Tomó su mano para besarla en la palma—. Has conseguido derretir el hielo que cubría mi corazón, y ahora solo late por ti, mi Beatriz.
Las palabras surgían solas, como un manantial en primavera, brotando desde lo más hondo de su alma, incontenibles, sinceras, poniendo en voz alta lo que no se había confesado en silencio ni a sí mismo. La amaba, sí, de un modo arrebatador e inesperado, pero no le sorprendía descubrirlo, de algún modo, sabía que Beatriz era su destino desde la primera vez que sus miradas se enfrentaron.
—Hazme el amor ahora —le rogó ella al oído—, por todas las noches que no podré tenerte conmigo.
—Siempre logras de mí todo lo que te propones —bromeó él, sintiendo una repentina alegría que hacía temblar su voz de emoción.
—Podría decir lo mismo.
Beatriz rio también, y suspiró cuando la mano de Adnan se deslizó por el escote de su camisón, enmarcando la curva de su seno y bajando hasta la cadera.
—Algún día, en el futuro, quemaré en la chimenea estos camisones de monja que usas para dormir.
—No me lo hubiera puesto de saber que vendrías, pero hace mucho frío estas noches y me cuesta entrar en calor.
Tiró de la tela para subirla por su muslo e introdujo la mano por debajo, acariciando su piel desnuda. Luego su boca siguió el mismo camino. Beatriz ahogó un gemido cuando la barba le hizo cosquillas entre los muslos.
Él extendió una mano grande sobre su vientre y Beatriz contuvo el aliento. Lo supo al momento, pero no quiso decir nada, para no romper la magia, para no asustarla. Acarició con mimo la curva levísima, imaginando a la afortunada criatura que crecía en su interior, un guerrero sin duda, fuera niño o niña. Un superviviente, como su madre. La única buena noticia que podía dar consuelo a su roto corazón.
Beatriz hundió los dedos en su pelo y gimió cuando su boca subió, dejando un reguero de besos en el interior de sus muslos hasta llegar al centro mismo de su deseo. Estaba preparada para él, como siempre, dispuesta y seductora, provocándole un ansia por poseerla que lo hacía rejuvenecer por momentos.
—Me vuelves loco —la acusó con un gemido—, nunca tengo suficiente de ti.
Ella temblaba y se retorcía bajo sus caricias, y cuando se incorporó para cubrirla por completo con su cuerpo y poseerla con firmes embestidas, lo envolvió con piernas y brazos, jurando su amor y su deseo con palabras apenas inteligibles.
Pasar la noche entre sus brazos era el mayor de los placeres y también de las torturas. Saber que tendría que esperar mucho, mucho tiempo, antes de repetirlo, le provocaba un dolor sordo que empañaba la euforia del momento.
—No me dejes nunca —le susurró Beatriz antes de caer rendida al sueño.
—Nunca. Lo he prometido —le hablaba al oído, acariciándole los mechones revueltos de su larga melena mientras lo hacía, a pesar de que ella ya no parecía escucharle—. Mi divina Europa, mi amor, tienes mi corazón, nada ni nadie podrá evitar que vuelva a ti.
Y mientras velaba su sueño, cubriéndola de promesas y caricias, supo que nunca había deseado nada en su vida tanto como estar por fin con Beatriz, hacerla su esposa y ver crecer a su hijo en su vientre.
Y por primera vez en su vida tuvo miedo. Ella tenía razón, había una sombra negra que se cernía sobre su destino. Tendría que afrontarla y vencerla. Solo entonces merecería su amor y la felicidad que le aguardaba a su lado.
Aquella mañana, en la mesa del desayuno, Beatriz ahogaba un bostezo tras otro, agradecida de que su padre estuviera distraído con el correo y no se diera cuenta de su cansancio.
—La buena noticia que esperábamos —anunció don Luis, agitando una de las cartas recibidas con una alegría que paralizó el corazón de su hija—. El cónsul titular llegará en menos de un mes y por fin podremos volver a casa.
—A casa —repitió ella como un eco.
—En el mejor de los momentos, o en el peor, para ser sinceros. Bankara está muy revuelta, hay un gran movimiento, político y social, que busca un cambio de gobierno, y la palabra república se escucha cada vez más en todos los ámbitos. —Don Luis hizo una pausa para beber su café, repasando las breves líneas del comunicado oficial que tenía en su mano.
—¿Te preocupa que haya algún tipo de revuelta? —preguntó Beatriz, comprendiendo que estaba tan abstraída en sus propios problemas que ignoraba lo que ocurría fuera de las paredes del consulado.
—Pues sí, la verdad. Ya conoces al sultán —dijo con tanta seguridad que le provocó un sobresalto, temiendo por sus siguientes palabras—. No se va a quedar de brazos cruzados viendo cómo se cuestiona su trono, ni va a permitir pacíficamente una transición como la que reclama el pueblo.
Beatriz asintió, recuperando el aliento. Por un momento se había asustado al pensar que su padre insinuaba algo distinto sobre ella y el sultán.
—Quizá ya no es el gobernante dictatorial y prepotente que todos creen.
—¿Crees que ha cambiado? —Don Luis tomó un bizcocho, pensativo—. Quizá la muerte de su heredero le haga replantearse el futuro del país. Tal vez, incluso haya sido un complot de sus enemigos para desestabilizarlo.
Beatriz sabía ahora la verdad de lo ocurrido, aunque no podía confiárselo a su padre. Había sido Sara, una de las concubinas, tan ansiosa por darle un heredero al sultán y convertirse en su esposa que no había dudado en envenenar a un pobre niño para lograr sus deseos. Adnan se lo había confesado de madrugada, en la oscuridad intensa que precede al amanecer, con la voz estrangulada de rabia y dolor.
—La muerte de nuestros seres queridos siempre nos cambia. Deja una herida en el corazón que tarda mucho tiempo en cicatrizar.
El cónsul fijó la vista en su hija, en su rostro sin maquillar, que lucía las marcas de una lucha a vida o muerte.
—Siempre añoraremos a tu madre —dijo, emocionado—. Pero el Señor fue generoso al dejar que te quedaras conmigo, eres mi consuelo y la mejor compañía.
Beatriz tomó la mano que su padre extendía sobre el mantel, estrechándosela con cariño.
—No dejes que se te enfríe el café —le dijo, tragándose un nudo de emoción, y lo soltó para beber de su propia taza.
Don Luis dejó la carta sobre el montón, y entonces pareció reparar en dos sobres que se habían quedado pegados el uno al otro, los separó y miró el que había estado oculto con interés.
—Una carta de tu tía Emilia —dijo sin levantar la vista, y al momento abrió el sobre y se levantó murmurando una excusa.
Beatriz esperó y esperó, pero al ver que su padre no tenía intención de volver al comedor siguió sus pasos hasta la biblioteca. Lo encontró sentado en su sillón favorito, con la vista perdida y la carta olvidada sobre su regazo.
—¿Ocurre algo? ¿Está bien la tía Emilia?
—Sí, sí, todo está bien.
—¿Puedo…?
Extendió la mano para tomar la carta, pero su padre fue más rápido y la dobló, guardándosela en el bolsillo de la chaqueta.
—Beatriz, yo…
—Me estás asustando.
—No, no, no pretendo asustarte. Ven, siéntate. —El cónsul le hizo señas para que se sentara frente a él mientras parecía estar buscando las palabras que debía decirle—. No quiero que pienses que hay nada malo ni sórdido en este asunto. Sabes que amaba a tu madre y siempre vivirá en mi corazón.
—Lo sé —dijo, apremiándole para que siguiera adelante.
—Y que en los últimos años tu tía ha sido nuestro mayor apoyo y un verdadero ángel de la guarda para nosotros.
—Sí, lo ha sido.
Don Luis tragó saliva, introduciendo un dedo en el cuello de la camisa, como si se estuviera ahogando, y entonces Beatriz comenzó a entender la cuestión. Tuvo que reprimir una sonrisa al sentir que sus sospechas se confirmaban. En los últimos meses, antes de su viaje, la relación entre su padre y Emilia, la hermana solterona de su difunta madre, había pasado por distintas fases, entre la confianza familiar y una tensión extraña difícil de explicar, que había ido creciendo hasta tornarse incómoda.
—Este destino en Bankara fue algo inesperado, recuerda que la notificación de mi nombramiento como cónsul temporal, en sustitución del definitivo, llegó por correo urgente y casi tuvimos que salir de casa con las maletas a medio hacer.
Beatriz asentía a las palabras de su padre, esperando que de una vez dejara de recordarle lo que ya sabía y le contara lo que estaba deseando oír.
—La tía Emilia estaba preocupada por un viaje tan largo —le contestó, trayendo de nuevo a la conversación el nombre que le interesaba escuchar.
—Sí, y apenas tuvimos tiempo de despedirnos… —Don Luis se pasó la mano por la frente, como si tuviera que ordenar sus pensamientos—. La noche antes de partir apenas pude dormir, así que aproveché para escribirle una nota.
—¿Y puedo saber qué le decías?
—No todo. —Una sonrisa cruzó de repente el rostro de su padre y Beatriz tuvo que devolvérsela. En aquel momento se le antojó solo un joven enamorado, incapaz de contener su felicidad al verse correspondido—. Le pedía que nos esperase… Que me esperase… Y también le proponía matrimonio.
Beatriz soltó un largo suspiro y se dejó caer en una butaca, mirando a su padre con expectación.
—¿Y esa carta?
Don Luis se tocó la chaqueta, haciendo crujir el sobre en el interior de su bolsillo.
—Le ha costado meses decidirse. —Su sonrisa se hizo más brillante, deslumbradora.
—Ay, papá, cuánto me alegro.
Extendió las manos para tomar las de su padre y llevárselas a la cara, besándolas.
—Te parece bien, entonces —logró decir después de una larga pausa, con emoción contenida en sus palabras.
—Me parece la mejor de las noticias.
Y lo era, estaba segura de ello.
Mucho tiempo después, a solas en su alcoba, reconocía para sus adentros que aquella noticia era un regalo para ella. No solo era una promesa de felicidad para sus seres más queridos, sino que además le concedía a ella la libertad. Pasara lo que pasase con su futuro, si tenía que dejar su hogar, al menos sabía que su padre quedaría en la mejor de las compañías, y que la tía Emilia, su futura madrastra, lo cuidaría y lo querría tanto como ella misma.
Todo se solucionará, le había prometido Adnan, sin conocer aún el secreto que se reservaba a la espera de saber cuáles eran sus planes. Los cambios en su cuerpo comenzaban a hacerse evidentes, pero durante un tiempo más podría ocultarlo con faldas amplias y corsés holgados. Podía echar la culpa a los dulces turcos, si alguien se fijaba en su aumento de peso, y si la doncella que la ayudaba con sus vestidos sospechaba algo, sería fácil comprar su silencio con unas monedas.
En tres o cuatro semanas llegaría el nuevo cónsul y emprendería el viaje de vuelta a casa. Pero antes algo iba a ocurrir, se lo había prometido, estarían juntos, por fin. Aunque había tratado de sonsacarle, Adnan se mostraba misterioso en cuanto a su futuro, así que a ella solo le quedaba esperar y confiar. Y algo en su interior, un pálpito emocionado, le decía que todo iba a salir bien.