Su boca era el único alimento que necesitaba, el bálsamo para su dolor, la paz de su alma.
Atrapado por una espiral de deseo y ansiedad, la condujo dentro de la cabina sin dejar de besarla, hasta que sus piernas tropezaron con la cama. Se dejó caer sobre las sábanas revueltas, su rostro a la altura de la cintura de Beatriz, y contuvo el aliento al ver la hermosa curva que ya se marcaba en su vientre. Deslizó sus manos desde las caderas hasta el lugar donde crecía su hijo y levantó la cara para mirarla con veneración, con los ojos empañados.
—Tu madre me dijo que lo sabías.
Él asintió, sin dejar de acariciarla, buscando la vida que latía bajo tantas capas de ropa.
—No quería tener más hijos, pensaba que mi vida estaba completa, y lo único que logré fue el odio de mis concubinas por tanto egoísmo. —Una sombra cubrió su rostro de aflicción—. La muerte de Basir fue culpa mía. Sara creyó que, si me privaba de mi heredero, tendría la oportunidad de darme otro y convertirse en mi esposa.
—¡No! No puedes culparte por las acciones de una demente. Tú no le diste el veneno que le causó la muerte.
—La empujé a hacerlo. Estaba desquiciada por la forma en que las trataba.
—Su mente estaba enferma, no podías saberlo. —Beatriz le puso las manos sobre los hombros y le fue quitando la chaqueta y el cuello duro—. Creo que tus concubinas eran mujeres muy afortunadas, vivían rodeadas de lujos, con poca competencia para obtener tus atenciones. —Sus dedos ágiles se deslizaban por la pechera de la camisa—. Me parecieron conformes y felices con su destino.
—Pero tú nunca hubieras aceptado ser una de ellas, ni siquiera como primera esposa.
—Vengo de una cultura muy diferente, me educaron con unos valores y una religión que conoces bien, para aceptar que son los hombres los que gobiernan el mundo y las vidas de sus esposas e hijas, y a cambio recibir protección, amor y respeto.
—No creo que tú, precisamente, te dejes gobernar por ningún hombre, sea lo que sea que te ofrezca a cambio.
Beatriz dejó brotar una risa cómplice mientras le iba desabotonando la camisa.
—Además, tus concubinas tenían el mejor amante que se puede soñar.
Se detuvo a mitad de camino para introducir una mano suave y cálida bajo la tela, haciéndole gemir bajo su caricia.
—¿El mejor amante? —bromeó, dejando a un lado las penas pasadas. Realmente ella era la cura para todos sus males, podía hacerle olvidar lo sufrido con el simple roce de sus manos, con su dulce aroma que tanto extrañaba, con el torrente cálido de su sonrisa.
—Bueno, reconozco que no tengo con qué comparar. —Sus manos se movían sobre sus clavículas y volvían a bajar hasta sus pectorales, haciendo hormiguear su piel de puro placer—. Pero estoy segura de que acierto en mis apreciaciones.
Forzaba una voz sin inflexiones, como una maestra resabiada dando una lección. Jaime la miró fascinado, dejándola que marcara el ritmo y que siguiera desvistiéndole.
—Quizá tengamos que repetir algunos… eh… ejercicios… Para asegurarnos de que tus apreciaciones no son erróneas.
—Sin duda. —Se detuvo por un momento, y al siguiente estaba sacándole los faldones de la camisa para comprobar lo que ocultaba bajo la ropa—. ¿Qué son estas vendas?
Jaime se echó atrás, apoyando la espalda en el mamparo, y se llevó una mano al costado, fuertemente fajado, ahogando un quejido.
—Un hombre me apuñaló en la calle. No todo fue mentira, amor, estuve a punto de morir.
Beatriz se sentó a su lado, terriblemente pálida.
—Te acabas de levantar —comprendió, mirando la cama revuelta—. No deberías…
—Estoy bien. Me encontraron los soldados de la guardia y me llevaron a palacio, allí Hekim efendi me curó la herida. Recuerdo que estaba tan débil que perdía el sentido por momentos. Hamdullah expulsó a toda la gente de mis habitaciones y nos quedamos solos los tres, entonces el médico le dijo que era difícil que me recuperara, que había perdido demasiada sangre.
—Oh, Adnan…
—Jaime —la corrigió, y su mano la tomó de la barbilla, acariciándole el rostro—. El sultán de Bankara murió aquella noche, Beatriz. Ahora solo queda Jaime Galván.
—El nombre es lo de menos —dijo ella, besando los dedos que se posaban sobre sus labios.
—Recuerdo a una dama misteriosa con antifaz, dispuesta a seducir al sultán con sus miradas ardientes y su hermosa melena suelta.
Beatriz lo recorría de arriba abajo con sus ojos, acariciando su rostro y la piel de su pecho expuesta, pero se detenía preocupada ante la venda que le envolvía la cintura.
—No era el título ni el trono lo que me atraían —le dijo, y se acercó tanto que sus rostros casi se tocaban, inclinándose sobre su oído—. Era el hombre que se adivinaba bajo el lujoso caftán.
Movió la cara para que sus mejillas se encontrasen, mientras una mano indagadora se posaba sobre su regazo, subiéndole las faldas hasta poder tocarle el muslo.
—No sabes cuánto te he añorado —le susurró, y al momento sus manos le estaban deshaciendo el moño, soltando su gloriosa melena, que acarició con deleite—. Creo que en mi delirio te llamaba a gritos, por suerte solo estaba Hamdullah para escucharme.
—¿Quién es Hamdullah? —preguntó ella, curvando la espalda para darle acceso a los botones que ya estaba abriendo.
—Mi mejor amigo en Bankara, un hombre sabio y poderoso que me ayudó a recuperar el trono, y ahora a abandonarlo. Él cuidará de que todo se cumpla según mi testamento. —La chaqueta de Beatriz cayó al suelo, y a continuación la falda y la blusa—. Mi pueblo tendrá la república que tanto ansiaba, pero he dejado las condiciones bien atadas, para que los nuevos gobernantes no se aprovechen de su poder y destruyan lo que tanto me ha costado llevar a cabo.
—Nunca dejarás de ser el sultán de Bankara —le dijo Beatriz, poniéndose en pie para deshacerse de sus enaguas y quedarse solo con la fina camisola de seda—. Llevas esa tierra en tu sangre.
—Siempre estará en mi corazón y no dejaré de preocuparme por su futuro. —Contuvo el aliento cuando Beatriz posó las manos sobre sus caderas para quitarle el pantalón—. Pero mi vida allí se había convertido en una pesadilla.
—Se acabaron las pesadillas —le prometió Beatriz, sentándose en su regazo—. Yo cuidaré tu descanso a partir de ahora, para que solo tengas sueños felices.
—Tú eres mi mejor sueño, Beatriz.
Ella le ofreció su boca y él la tomó, con ansia y reverencia. Su calor derretía el hielo que se había apoderado de su corazón en las últimas semanas, era el consuelo que tanto necesitaba, y mucho más; con ella entre sus brazos, podía permitirse volver a ser feliz.
—Te amo —le decía ella bajito, contra su boca—. Me hubiera muerto de pena si no fuera por el consuelo de llevar tu hijo en mi seno.
—Los dos hemos sufrido. Las heridas y las enfermedades se curan con el tiempo; el dolor por la pérdida de los que amamos nos durará, sin embargo, toda la vida. —Le tomó el rostro para buscar su mirada, para que ella misma descubriera en el fondo de sus pupilas la sinceridad de sus sentimientos—. Te amo, Beatriz, solo tú alivias mi pesar y me haces creer en un futuro feliz.
Le hizo el amor despacio, demorándose en cada caricia, en cada suspiro. Su herida le molestaba, pero más le preocupaba el estado de Beatriz, y se obligaba a contener su pasión, con un esfuerzo titánico, que teñía de sudor su frente.
—No me vas a hacer daño —le susurró Beatriz, acomodándose mejor sobre su regazo, abriéndose para él, ansiosa por acogerle en su interior—. No nos vas a hacer daño —rectificó, y ella misma le condujo con mano firme hacia aquel paraíso de seda y fuego.
—Por nada del mundo —juró, tomando su boca para devorarla con besos que los dejaban sin aliento.
Movían las caderas al compás, como una pareja de bailarines que llevaran toda una vida ejecutando la misma pieza. Beatriz gimió y se estremeció, y él la acompañó dándole lo que necesitaba hasta que se derrumbó entre sus brazos, sin aliento. La dejó recuperarse, disfrutando del placer de estar en su interior simplemente, sin buscar una rápida finalización también para él.
—Nunca, en mi vida, he sido tan feliz como entre tus brazos —le confesó ella, acariciándole el cuello con su aliento.
—Prometo seguir haciéndote feliz a diario, el resto de mi vida.
Recorría su espalda con las manos abiertas, descubriendo cada zona sensible donde ella suspiraba, o donde la hacía reír.
—¿Y prometes no tratarme como si fuera de cristal?
—Quizá. —Se movió en su interior, para recordarle que el asalto no había terminado—. Cuando des a luz a mi hijo.
—O a mi hija. —Beatriz se movió también, recuperando su baile sensual.
—Si me das a una hija que se te parezca, no podré volver a dormir tranquilo y volveré a tener pesadillas. Quizá vayamos a vivir a algún país oriental y os encerraré a las dos en mi harén, donde no tendré que espantar a los moscones enamorados que os persigan.
—Creo que… eso… lo discutiremos más tarde…
No podía hablar, de nuevo temblaba y se estremecía entre sus brazos, y él la acompañó esta vez, ignorando el dolor de su costado y olvidando incluso sus precauciones anteriores, la tumbó sobre la cama y dio rienda suelta a toda su pasión, hasta que los dos ardieron en un fuego inextinguible que los devoró y los convirtió en cenizas, de las que renacieron como el ave de la leyenda.
—No hay nada que discutir —le dijo, rendido y sometido como nunca se había sentido en su vida—. Tus deseos son órdenes para mí; tu felicidad, mi única meta.
Ella le miraba con una sonrisa tan satisfecha que le devolvía el orgullo y la confianza seriamente dañadas.
—Te amo, Jaime —le repitió una vez más, como si no se cansara de decirlo—. Te he amado desde la primera vez que te vi, mi corazón te reconoció, aunque yo no me diera cuenta y me confundieran el deseo y la fascinación por el mundo exótico que te rodeaba. —Enredó los dedos en los cortos mechones de su cabello negro, deslizándolos hasta su nuca, en una caricia pensativa—. Quizá hemos vivido otra vida juntos y por eso el destino nos ha vuelto a reunir. Nunca has sido un extraño para mí y, por más que intentara no implicar mis sentimientos, siempre fue amor, desde el principio.
—Y yo te amo a ti, Beatriz, con cada pedazo de mi corazón maltratado, como no esperaba volver a amar en mi vida. Me has devuelto la fe y la esperanza, tu amor es un premio que no merezco recibir, pero que necesito como el aire que respiro. —La envolvió entre sus brazos, deseando fundirse con su piel y que ni un milímetro les separara—. Quiero que vivamos para siempre juntos. No podrá ser en España, quizá en Inglaterra, los dos hemos estado antes y sabríamos adaptarnos a su estilo de vida. —Beatriz asentía, reposando la cara en su clavícula, acariciándole la piel desnuda con los labios, en un gesto tierno que lo emocionaba—. Mi hermano Alejandro viaja en estos momentos hacia París, con nuestros documentos, para que podamos casarnos cuando lleguemos. —Ella se separó un poco para mirarle, confundida. La besó en la frente, deshaciendo la arruga de interrogación que se le formaba entre las cejas—. El suegro de mi hermano también es diplomático, de hecho, fue cónsul en Bankara hace unos diez años. Conoce a tu padre, y se ha ocupado de conseguir todo lo necesario para que nuestro matrimonio sea legal.
—Dices que el sultán ha muerto —bromeó Beatriz, fingiendo un enfado que no sentía—, pero yo juraría que lo tengo aquí, entre mis brazos, dando órdenes y planeando mi futuro sin consultarme siquiera.
—Sabía que olvidaba algo.
Hizo un gran esfuerzo para soltarla y levantarse de la cama, llevándose una mano a la herida que notaba caliente bajo las vendas. Hincó una rodilla en el suelo y tomó la mano de Beatriz, que se ruborizaba como una debutante al verle desnudo y postrado a sus pies. En ese momento recordó la moderna cámara fotográfica que guardaba en alguno de sus baúles y deseó tenerla a mano para captar aquel momento, la sonrisa expectante de su amada y el brillo de sus ojos pardos.
—No hagas locuras. Tu herida…
—Mi querida señorita —empezó él, engolando la voz, divertido y travieso como un adolescente ante su primer amor—, debo decirle que desde hace tiempo mi corazón solo late por usted, que sueño con un futuro juntos y le ruego me haga el honor de concederme su mano en matrimonio.
—No sé si es la proposición más correcta que me han hecho.
—¿Así respondes a un pobre hombre postrado a tus pies, desnudando su alma ante ti?
—Quizá si solo fuera tu alma lo que desnudaras… pudiera concentrarme en tu pregunta.
La vio reír, descarada y feliz como nunca antes, y supo que todo había valido la pena por aquel momento. Beatriz era el premio que no se merecía, a cambio de abandonar su vida pasada y todo lo que había planeado hacer en Bankara. Ansiaba regresar a una vida sencilla, convertirse de verdad en un esposo y padre a la manera occidental, y preocuparse tan solo por hacer feliz a los suyos, cuidarlos y protegerlos.
Se sentó en la cama, y al momento Beatriz estaba pegada a su costado, compartiendo su calor y envolviéndolo con las mantas.
—No estoy muy seguro de saber quién soy ahora, quién seré en adelante —le confesó, desnudando en verdad su alma por una vez en su vida—. Sé que ya nunca seré el hombre que conociste, orgulloso de su poder, prepotente y soberbio; aquel cabrón arrogante que ordenó que te secuestraran a la puerta de una iglesia y que te amenazó para que no abandonaras el harén.
Beatriz abrió la boca, se detuvo a pensar sus palabras y volvió a cerrarla. Él supo que se había sorprendido por su confesión, nunca le había dicho que realmente había enviado a dos hombres de su guardia para que se la llevaran a palacio, a la fuerza si era preciso.
—Álvaro lo sospechaba, pero yo no podía creerlo —dijo por fin—. Era tan… halagador… Me parecía impensable que pudieras desearme tanto como para hacer aquella locura.
—¿Después de besarte la noche del baile de máscaras? Beatriz, solo podía pensar en tu boca, en tenerte de nuevo entre mis brazos, solo vestida con tu gloriosa melena. —Acarició un largo mechón entre sus dedos, fascinado al ver el brillo cambiante de su pelo según el reflejo de la luz—. ¿Por eso pediste a mi madre que te invitara al harén? ¿Porque te había halagado con mi burdo intento de secuestro?
Beatriz asintió y se cubrió la cara con las manos, avergonzada.
—Solo he hecho locuras desde que te conozco.
—Me gusta esa Beatriz alocada, la que no se esconde tras una capa de maquillaje. —Deslizó las yemas de los dedos por las cicatrices de su mejilla—. La que toma lo que desea sin pensar en las consecuencias.
—Tú me has hecho así, decidida y segura, no me sentía tan fuerte desde mi enfermedad. Estaba dispuesta incluso a ser una madre soltera, y afrontar las críticas y los desprecios.
—Ya no tienes que preocuparte por eso. —Le acarició la curva del vientre—. ¿Tienes ahora una respuesta para mi pregunta? ¿Me concederás tu mano?
Beatriz le tomó el rostro entre las palmas de las manos, para mirarse en sus ojos, tan intensamente que ambos dejaron de respirar por un momento.
—Sí, por supuesto que sí. Nada ni nadie volverá a separarnos.
Había lágrimas de emoción brillando en sus pupilas, Jaime las besó y la acunó entre sus brazos. Sí, ella era un sueño, su mejor sueño. Nunca más volvería a tener pesadillas.
Beatriz se sentía débil y temblorosa. Jaime debió de percibirlo y le puso una mano en la cintura, prestándole su apoyo.
En el vagón restaurante, su padre se levantó al verlos acercarse, con una interrogación en su rostro al descubrirlos juntos y en tan íntimo contacto.
—Papá, es don Jaime Galván, ¿te acuerdas?
—Por supuesto. —El cónsul extendió su mano para estrechar la de su prometido—. Qué extraña coincidencia, encontrarnos en el mismo tren después de tanto tiempo.
Álvaro se puso también en pie, dejando su servilleta y la taza de café a medias.
—Les dejo ahora, tendrán cosas de qué hablar.
Beatriz le puso una mano en el antebrazo para detenerlo, pero fue Jaime el que habló.
—Quédate, Álvaro, sé cuánto aprecias a Beatriz y a don Luis, y que te alegrarás por las noticias que traemos.
—Yo, no…
Miró la mano que presionaba con firmeza sobre su chaqueta, el gesto preocupado del cónsul, y detuvo sus protestas. Ofreció asiento a Beatriz y volvió a ocupar el suyo, dejando que Jaime se sentara enfrente.
—Don Luis, lamento que no hayamos podido conocernos mejor antes. Mis ocupaciones en Bankara me dejaban poco tiempo libre, aunque sí tuve la fortuna de disfrutar de la compañía de su hija, con ocasión de su viaje a Bagdad.
Beatriz bajó el rostro azorada al recordar exactamente cuánto habían disfrutado ambos en aquel corto viaje. Tragó saliva e hizo un esfuerzo por recomponerse. A su lado, Álvaro estaba tenso y disgustado. Esperaba poder arreglar las cosas entre ellos, le apreciaba de verdad y no soportaría despedirse como enemigos.
—Beatriz no me había comentado nada —decía su padre, intrigado.
—La preocupación por su accidente, supongo. —Jaime le ofrecía su mejor sonrisa, con la que había seducido a diplomáticos de media Europa, y Beatriz descubrió que su padre iba cediendo poco a poco a su encanto—. Me alegro de verle recuperado, ¿ya no usa bastón?
—Solo para salir a la calle.
—Sé que le ha tratado el mejor médico de Bankara. Ya ve, me preocupo por su salud y su bienestar, todo lo que es importante para Beatriz lo es para mí también.
Extendió una mano sobre la mesa y Beatriz no dudó en poner la suya encima, junto con su corazón rendido. Su padre carraspeó y se removió en su asiento, enderezando la espalda.
—¿Tiene algo que decirme, joven? —preguntó con la suficiente impertinencia como para que los dos tuvieran que contener la risa.
—Discúlpeme, don Luis, por el atrevimiento, pero sí, tengo mucho que decirle. Tengo que decirle que amo a su hija, que no puedo imaginar ya la vida sin ella a mi lado y que me ha hecho el hombre más feliz de la Tierra al aceptar mi propuesta de matrimonio. —Jaime dijo todo esto mirando a los ojos a Beatriz, pero finalmente se volvió hacia su futuro suegro—. Le pido humildemente su bendición.
Un camarero se acercó para preguntar si se les ofrecía algo, pero don Luis lo despidió con un gesto perentorio.
—Esto es toda una sorpresa —murmuró, pensativo—. Dígame, ¿nos ha seguido usted? ¿Sabía que tomaríamos este tren de regreso a España?
—Por suerte logré enterarme a tiempo. Llevo unos días en Constantinopla, por asuntos personales, y al saber que tomarían el Expreso de Oriente, decidí acompañarles en su viaje.
—Beatriz nunca me ha hablado de usted.
—Perdona mi silencio —dijo ella, buscando la forma más sincera de explicarle a su padre lo ocurrido, sin tener que confesar intimidades que no necesitaba conocer—. Hasta hoy no estaba segura de los sentimientos de Jaime.
—Tuve que salir precipitadamente de Bankara, sin despedirme —explicó él, añadiendo su parte sin mentir, pero sin contar toda la verdad.
—No sabía si nos volveríamos a ver.
Don Luis asentía, indagando, en sus gestos y en la poca información que le daban, la verdad escondida.
—Permítanme que me retire ahora —dijo Álvaro, y se puso en pie antes de que pudieran detenerlo—. Es mejor que les deje hablar en privado.
Beatriz lo siguió hasta la puerta del restaurante, y allí le obligó a detenerse y a mirarla a la cara.
—Aún tenemos un largo viaje por delante —le dijo, nerviosa, sin saber qué otra cosa decir.
—Tal vez me baje en Budapest, tengo entendido que es una de las ciudades más bellas de Europa, y me gustaría dedicar un tiempo a conocerla.
—Por favor, Álvaro, por favor, dime que no me odias por lo mal que te he tratado.
Él apretó la mano que ella posaba sobre las suyas y le regaló una sonrisa triste, abatida.
—Por supuesto que no te odio, Beatriz, nunca podría hacerlo. Sé que siempre le has querido, desde antes de conocerme a mí, desde antes incluso de que tú misma te dieras cuenta. Y nadie manda en su corazón.
—Eres el mejor amigo que he tenido nunca.
Sabía que se repetía en sus palabras, pero no encontraba otra forma de expresar sus sentimientos. Le quería de verdad y le dolía tener que dejarle marchar, pero era lo mejor para todos.
—Lo sé.
Le vio dudar, pero por fin se atrevió a inclinarse y besarla en la mejilla, antes de darse la vuelta y salir del restaurante, cerrando la puerta a su espalda.
Con el corazón encogido, Beatriz volvió a la mesa, donde su padre y Jaime bebían sendas copas de brandy en amistosa compañía.
—¿Todo bien, querida?
—Sí, papá. Álvaro me ha dicho que se quedará en Budapest.
—Comprendo.
Beatriz miró a su padre dudosa, pero se dio cuenta de que él realmente lo comprendía, de que no se le había pasado por alto la devoción de su buen amigo y su tristeza al ver desaparecer su última oportunidad ante la llegada de su rival.
—Le decía a tu padre que te he propuesto vivir en Inglaterra.
—No entiendo por qué no puede ser en España.
—Mis circunstancias familiares son… complicadas.
Don Luis miró su copa, moviendo el líquido en su interior para que reflejara las luces del restaurante, pensativo.
—Su padre es Mateo Galván, ¿no? —Jaime asintió—. Y su hermano, el marqués de Villamagna, está casado con una de las hijas de don Tomás Montenegro.
—La cuestión es que renuncié a mi herencia a favor de mi hermano Alejandro, por eso él ostenta el título de marqués, aunque es el menor de los dos.
—¿Y eso es un inconveniente para su regreso a España?
—No quiero que haya suspicacias, ni que por parte de amigos y familiares se sospeche que vuelvo para reclamar el título y las propiedades unidas. —Jaime volvió la vista hacia Beatriz—. Soy un hombre rico, don Luis, no necesito la herencia que he cedido a mi hermano, ni realmente me interesa mucho la vida en España. Me he acostumbrado a la libertad de Bankara, a ser un extranjero que no debe dar cuentas ni someterse a religiones y protocolos.
—La vida en Inglaterra será más similar a la de nuestro país que a la de Bankara.
—Quizá, si vivimos en Londres y hacemos vida en sociedad. Beatriz y yo aún tenemos mucho que hablar sobre esto, pero a mí me gustaría vivir en una finca en el campo, donde poder descansar de tantos años de vida nómada. —Beatriz callaba y les escuchaba, asintiendo complacida ante aquellas palabras que le dibujaban un paraíso al alcance de las manos—. Espero que venga a visitarnos a menudo, no quisiera que sus nietos crecieran sin conocer a su abuelo.
Beatriz se ruborizó al pensar en el único secreto que no compartiría con su padre, a menos que se opusiera a su matrimonio, aunque era evidente que no lo haría. Jaime se lo había ganado, suavizando un poco sus antiguos modales perfeccionados en una década de difícil sultanato, y no dejando lugar a dudas en cuanto a su amor y devoción. Aún no podía creer que todo esto era cierto, que él estaba allí, con ella, por ella… Que había renunciado a todo lo que era su vida por seguirla y comenzar una nueva juntos. Tampoco iba a ser tan engreída de pensar que había renunciado al trono solo por su amor, estaba convencida de que solo había sido un factor que añadir a muchos otros que coincidían en el tiempo y ni siquiera el determinante, que sin duda era el asesinato del pequeño Basir. Pero la cuestión era que la balanza se había inclinado a su favor y que, de la desgracia y la pena, surgía un futuro hermoso y lleno de esperanza. En sus manos estaba devolverle la felicidad perdida, corresponder a su amor con toda la fuerza de sus sentimientos y no dejar que nunca, nunca, se arrepintiera de las decisiones tomadas.
Los hombres seguían hablando mientras ella se entregaba a sus reflexiones. Escuchó la risa de su padre ante alguna anécdota que Jaime contaba, y poco a poco el comedor se fue vaciando de pasajeros y solo quedaban los camareros recogiendo el servicio.
—Creo que es hora de retirarse —dijo don Luis, echando atrás su silla con gesto cansado—. Ha sido un día muy largo.
Salieron juntos al pasillo, y al llegar a la altura de la cabina de Jaime, Beatriz detuvo a su padre con su gesto más inocente.
—Papá, aún tengo cosas que hablar con Jaime, ¿te importa si me quedo un poco más?
—Supongo que sí que tenéis mucho que hablar. —Don Luis se detuvo y estiró con gesto pensativo la pierna que se había roto. Pareció que iba a decir algo más, pero no lo hizo—. No tardes, querida. Buenas noches, Galván.
—Buenas noches, don Luis.
Lo vieron alejarse, con paso renqueante que demostraba su cansancio. Beatriz apretó la boca, emocionada, conteniendo la ternura que le inspiraba. Durante toda su vida, su padre había sido la persona que más quería en el mundo, y ahora tendría que separarse de él.
—Le echaré tanto de menos.
—¿Crees que aceptaría vivir con nosotros?
Era un ofrecimiento generoso, y se lo agradeció volviéndose para apoyar una mano en su pecho.
—Creo que no te he contado que también se va a casar. —Rio al ver la expresión sorprendida de Jaime—. Con mi tía Emilia, la hermana de mi difunta madre. Llevaban demasiado tiempo ocultándose el uno al otro sus sentimientos, y me alegro de que por fin se hayan decidido.
—Yo también me alegro, tu padre es un buen hombre, se merece lo mejor.
Beatriz se hizo a un lado, dejando libre la puerta de la cabina para que él pudiera abrirla y, cuando le cedió el paso, entró en el pequeño espacio, volviéndose con un revuelo de sus faldas azul marino.
—Hay algo que tienes que contarme, aunque creo que ya he descubierto parte de la historia por las palabras de mi padre. —Esperó a que Jaime cerrara la puerta a su espalda, recostándose contra la madera con gesto indolente—. Tu hermano está casado con la hermana de Álvaro, ¿esa es la relación de vuestras familias?
—Algún día te contaré una historia —le dijo, quitándose la chaqueta del frac con gesto fatigado—, de la hija del cónsul de España, María Elena Montenegro, que se vio involucrada a la fuerza en los planes de los hijos del sultán Murat para recuperar su herencia y vengar la muerte de su padre, y de cómo logró conquistar el corazón del príncipe Alí de Bankara.
—Parece una historia muy interesante.
Extendió su mano y, cuando Jaime la tomó, tiró de él para que se sentara a su lado en la cama revuelta. Lo ayudó a deshacerse del cuello duro de la camisa y le frotó la piel que iba desnudando, masajeando sus músculos agarrotados.
—Tienes las manos de un ángel. —Gimió cuando ella encontró un punto doloroso bajo su nuca e inclinó la cabeza para dejar que se lo aliviara con su masaje. Sus ojos quedaron a la altura de su generoso escote—. Por suerte el resto de tu cuerpo no lo es.
Beatriz rio, fingiéndose escandalizada. Hacía apenas dos horas que él había saciado su cuerpo con su habitual maestría, y de nuevo se sentía excitada, tanto que no protestaría si le levantaba las faldas y la tomaba sin muchos miramientos. Le escandalizaban sus propios pensamientos, que trató de refrenar con poco éxito.
—¿Inglaterra, entonces? —preguntó, tragando saliva, haciendo un esfuerzo por domar sus instintos.
—¿Te gustaría? —Jaime se deshizo de la camisa, mostrando sus hombros y pecho poderoso, llevándose una mano al vendaje de la cintura.
—Sí —suspiró Beatriz—, me encantaría.
Él, por supuesto, sabía cuánto le costaba concentrarse en la idea de vivir en Inglaterra teniéndolo de nuevo semidesnudo antes sus ojos. Le mostró su mejor sonrisa ladina, mientras le pasaba los nudillos por la línea del escote, erizando su piel con el contacto.
—¿Crees que tu padre te estará esperando? Parecía cansado, quizá se quede dormido y no te eche de menos.
Beatriz apretó la tela de su falda con las manos crispadas, jadeando cuando Jaime inclinó la cara para besarla en el cuello. Sus labios le enviaron oleadas de calor que cruzaron su cuerpo hasta detenerse en las zonas más sensibles.
—Quizá… —susurró, y notó cómo sus mejillas enrojecían de apuro al no poder disimular ni un poco cuánto deseaba sus caricias—. Me has convertido en una mujer lujuriosa y desvergonzada —le acusó, rindiéndose a lo evidente.
Una vez más, se encontraron sobre la mullida cama, saboreando cada beso y cada caricia, cada roce y cada estremecimiento, como si fuera el primero.
Beatriz no podía dejar de recorrer el cuerpo de su amado con las manos, asegurándose que aquello no era un sueño más de los muchos que la habían acosado en los negros días de desesperación. Simplemente, no soportaba mirarlo. Por algún milagro le había sido devuelto, y ahora era suyo, para siempre, le había prometido. No sabía qué había hecho para ganarse su corazón, quizá en ello residía su éxito, en no haberlo intentado siquiera, porque nunca lo hubiera soñado posible. Pero ahora que le pertenecía, lo iba a cuidar y proteger, del mundo entero si era preciso.
—Estás muy pensativa.
Jaime la envolvía entre sus brazos, reacio a dejarla marchar aún.
—Tu madre… ¿Lo sabe?
—Sí. Sabía que planeaba abandonar el país, y cuando el hijo del gran visir me apuñaló, aceptó fingir mi muerte.
—¿Y… tus hijas? ¿Qué hay de ellas?
Esa era una parte del plan que le dolía especialmente. Podía renunciar a su trono, a su herencia, a su país de nacimiento, pero costaba desprenderse de las que eran sangre de su sangre.
—He comprometido ventajosos matrimonios para mis tres concubinas, si los aceptan, deberán renunciar a la custodia de las niñas, que vivirán con mi madre en la casa de las viudas y serán siempre tratadas como lo que son, las últimas princesas de Bankara. Tienen una pequeña fortuna para que no les falte de nada y serán libres de una forma que nunca podrían haberlo sido en el harén.
—Pero creen que su padre está muerto.
—No lo saben en realidad. Les han contado que he emprendido un largo viaje sin fecha próxima de regreso. Nadie más en Bankara puede saber la verdad, y no podría llevármelas conmigo porque despertaría sospechas. —Respiró hondo, como si le doliera el pecho al hacerlo—. Cuando pase un tiempo prudencial, mi madre anunciará que ha decidido que deben educarse en un buen colegio de señoritas en Inglaterra.
—¿En un colegio o vendrán a vivir con nosotros?
—Depende de ti. ¿Te parece una carga excesiva?
Beatriz le envolvió el rostro con las manos, suaves y calientes, y depositó un dulce beso sobre sus labios.
—Prometo ser la mejor de las madrastras. Pobrecitas, lo pasarán mal lejos de sus madres y su país.
—Las malcriaremos tanto, que no echarán nada de menos.
Jaime forzaba un tono ligero, pero Beatriz era consciente de cuánto dolor le causaba aquella separación temporal de sus hijas, y de cuántas decisiones había tenido que tomar en poco tiempo para dejar su país bien encaminado hacia un cambio de gobierno pacífico, a sus concubinas comprometidas en matrimonio, a su madre y sus hijas bien acomodadas, y además pensar en la mejor opción de futuro para las pequeñas. Bankara era un país hermoso y exótico, con una cultura respetable, pero las cuatro princesitas serían más libres y gozarían de mayores derechos en un país avanzado como era Inglaterra.
—Has hecho muchos sacrificios.
—Es cierto. —Aceptó Jaime con un guiño, recuperando su sonrisa atrevida mientras deslizaba una mano por la cintura de Beatriz, y más abajo, donde la espalda pierde el nombre—. Pero aquí está mi recompensa.
—Es una gran responsabilidad —dijo Beatriz, frunciendo el ceño y fingiendo una preocupación que no podía sentir en aquel momento de extrema felicidad—, me llevará años compensarte por todo lo que has dejado atrás.
—Toda una vida, diría yo.
—Tendré que esforzarme para que nunca te arrepientas, para mantenerte feliz y satisfecho con tu elección.
Jaime la atrapó por las caderas y la apretó más contra su cuerpo desnudo, hundiendo la cara en su cuello.
—Estoy muy satisfecho ahora, pero si me das unos minutos más para recuperarme, quizá necesite un poco más de ti.
Beatriz se acomodó entre sus brazos, sintiendo que la excitación renacía por sus caricias y sus palabras. Las puntas de sus senos se endurecían al frotarse contra su pecho, y su ingle buscaba de nuevo el contacto más íntimo. Qué dura sería su vida, se dijo conteniendo una risa infantil de puro contento, dedicada a satisfacer a un amante inagotable.
—Yo solo era una solterona aburrida. Había olvidado el juego del coqueteo, la sensación de poder que tenía cuando era una debutante, joven y bonita, y veía cómo los caballeros se interesaban por mí y trataban de atraer mi atención. —Hablaba despacio y en voz baja, como si lo hiciera para ella misma—. Creía que en mi vida ya no habría cambios, que alguien había trazado una línea recta por la que caminaría hasta el fin de mis días, sin sobresaltos ni alegrías, sin sueños ni esperanzas.
—Te saliste de esa línea recta cuando te presentaste en el baile dispuesta a seducir al sultán.
—Lo haría mil veces en mil vidas que viviera, aún sin saber cuál iba a ser el resultado final. —Lo besó en el mentón, recorriendo con los labios la línea dura de su mandíbula—. Solo por un beso tuyo, amor mío, habría valido la pena.
Jaime giró sobre ella, obligándola a tumbarse en el colchón. Sus miradas se encontraron y dijeron mucho más de lo que las palabras podrían pronunciar nunca.
—Por un beso tuyo, Beatriz, daría mi vida.
Y la había dado, los dos lo sabían. Su vida, su nombre, su trono, todo quedaba atrás, como Beatriz también dejaba su vieja vida de solterona, a su padre y su hogar. Empezarían de nuevo, en otro país, entre gentes extrañas y distintas costumbres, cualquier sitio sería bueno si estaban juntos. Atrás quedaban las pesadillas y los planes de futuro, y ante ellos se extendía una nueva vida en la que los sueños se hacían realidad.