Sultanato de Bankara, a orillas del Mar Negro
Verano, 1890
La fiesta apenas acababa de empezar y el sultán ya se aburría, observando a los invitados desde su pequeña atalaya. Se le antojaban pequeños insectos a los que aplastar con el pie para impedir que siguieran incomodándole. Extendió la enjoyada mano izquierda para hacer un gesto al esclavo que permanecía de rodillas a sus pies y, en el breve espacio de un suspiro, el muchacho le entregó una copa, bajo la mirada inquisitiva del gran visir. Esperó, con los labios pegados al fino cristal, las amenazas de condena eterna por atreverse a beber vino, ¡y en público!
Por supuesto, Osman Pasha guardó silencio. Nadie se atrevía a enfrentar la ira del sultán. Al menos cara a cara. Por la espalda, en sus diez años de reinado, ya le habían clavado más puñales de los que podía contar.
Bebió al fin el vino tinto de su tierra adoptiva, España, y devolvió la copa al esclavo, forzando una sonrisa para saludar precisamente al nuevo cónsul español, que se acercaba acompañado de una dama con el rostro cubierto.
—Majestad.
El caballero hizo una elegante reverencia ante el trono, esperando permiso para hablar.
—Me alegra verle de nuevo, don Luis, y en buena compañía.
—Permítame que le presente a mi hija, Beatriz.
Su acompañante dio un paso al frente e hizo una pequeña reverencia, llevándose las manos a los bajos de la túnica que vestía, de estilo griego. El antifaz, que cubría gran parte de su rostro, solo dejaba ver una boca en forma de corazón, de labios rosados.
—El juego consiste en adivinar la identidad de los enmascarados —dijo el sultán, mirando con descaro el generoso escote de la dama—. Dígame, ¿quién es usted esta noche? ¿Atenea? ¿Afrodita?
—Europa, Majestad.
Tenía una voz dulce y musical, pero tan firme que se impuso sobre el bullicio de la fiesta a sus espaldas. El sultán se puso en pie y bajó los dos escalones que les separaban, extendiendo la mano derecha. Obediente, Beatriz le entregó la suya, blanca y delicada.
—Tenga cuidado entonces, que no la secuestren.
Ella rio, aunque la poca piel de su rostro expuesta tornaba escarlata bajo tan intenso escrutinio.
—No he visto ningún toro blanco en el baile.
—Quizá no ha mirado en la dirección adecuada.
El sultán besó la mano que sostenía, inclinando un poco la espalda. Cuando volvió a erguirse, se acercó un paso más a ella, consciente de que la abrumaba con su presencia. Se imaginó levantándola en volandas y cargándosela al hombro. Se convertiría en el Zeus de la mitología, transformado en toro para raptar a Europa, y se la llevaría lejos de su padre y de aquella fiesta interminable, y tal vez, solo tal vez, lograría aliviar por unas horas su aburrimiento.
—Estaré atenta, entonces —dijo ella, y pareció contener la respiración.
Estaban tan cerca, que los pliegues de la túnica rozaban su caftán. El sultán la vio contener el aliento, los labios entreabiertos, húmedos, expectantes. Quiso arrancarle al antifaz y comprobar si el resto de ella era tan delicioso como lo poco que mostraba. Su mano seguía sosteniendo la femenina, sus ojos clavados en los de ella, tan alerta como invitadores. El tiempo y la música se detuvieron, y todo el salón pareció pendiente de aquel momento.
Y entonces el cónsul carraspeó, incómodo, y se acercó para tomar a su hija por el codo.
—Ya le hemos robado suficiente tiempo, Majestad.
—Ha sido un placer, don Luis. Disfruten de la fiesta.
Dio un paso atrás y soltó a su presa. Su mano se enfrió rápidamente al perder el contacto, y se la frotó incómodo con la otra, raspándose la palma con los anillos.
No comprendía lo ocurrido. Quizá solo era el antifaz, la túnica mostrando el nacimiento de los senos, la larga y ondulada melena oscura, suelta y salvaje, cubriendo la espalda. La vio alejarse, escoltada por el cónsul, moviendo las caderas bajo la tela plisada, sin polisones ni complicados artilugios de los que usaban las mujeres europeas para disimular sus cuerpos tras la ropa. Se inició un nuevo baile en el salón, y el bullicio ocultó su figura, rompiendo el hechizo.
Era hora de subir de nuevo los dos escalones que lo separaban de los plebeyos, ocupar su trono dorado y dejar que le invadiera de nuevo el hastío en que vivía desde hacía ya tiempo.
Adnan II el Esperado, sultán de Bankara, el hombre que había vivido veinte años exiliado, planeando su regreso a su país natal, para vengar el asesinato de su padre y recuperar el trono que le correspondía por derecho de nacimiento, hacía tiempo que había descubierto que cuando los sueños se cumplen, a veces se convierten en pesadillas.
En las pocas semanas que llevaba en Bankara, Beatriz había escuchado muchas historias sobre el sultán Adnan II. Le contaron que su tío Mehmet, el anterior sultán, había asesinado al padre de Adnan, y a casi todos sus hermanos menores, para hacerse con el trono. También que su madre había logrado poner a salvo a Adnan, enviándolo al extranjero, donde permaneció en forzado exilio durante veinte años. Que a su regreso al país, para reclamar sus derechos, se sucedieron algunos hechos confusos que concluyeron con la muerte del sultán Mehmet y la coronación del heredero.
Sí, le habían hablado de la historia del país, pero también del hombre. En privado, las mujeres le llamaban Adnan el Conquistador, y no por las pequeñas batallas libradas contra algunos vecinos incómodos. Según pudo adivinar a base de preguntas sutiles, puesto que nadie quería contarle tales historias a una dama soltera, este sobrenombre tenía más que ver con su capacidad para seducir a todas las mujeres a su alcance. No se conformaba con su harén, en el que se decía que vivían más de veinte mujeres, entre esposas y concubinas. De todos era sabido que más de una esposa de algún diplomático extranjero había caído rendida ante sus artimañas, y también se conocían sus escapadas nocturnas para divertirse en locales de mala reputación con camareras y bailarinas.
Con la mente ausente en tales pensamientos, la hija del cónsul se dejaba guiar en un vals por un caballero inglés vestido con chilaba árabe y turbante. Sus pasos les llevaron cerca del trono y, con un suspiro, la dama miró la portentosa figura que lo ocupaba. Ahora comprendía que todas aquellas historias no eran exageraciones ni cuentos de mujeres aburridas. El sultán de Bankara podía someter a cualquier mujer de aquel salón abarrotado, solo con una mirada de sus ojos oscuros, con la leve sonrisa que le había dirigido al saludarla. Beatriz hubiera querido que su padre no estuviera presente y poder disfrutar de aquel momento, pero entonces quizá se hubiera avergonzado a sí misma rogándole cualquier locura. Que fuera él su Zeus y raptara a esta pobre Europa, dispuesta a aceptar hasta las más pecaminosas de sus atenciones.
Sí, tan desesperada estaba.
Y tan absorta que solo supo que se acercaba cuando su voz, tan grave como seductora, sonó demasiado cerca de su oído. A su alrededor, los invitados les miraban con las bocas entreabiertas de sorpresa.
—¿Aún no ha encontrado a su toro blanco?
Reunió todo su valor para girarse a mirarlo. Su perfume, algo exótico, mezcla de madera y especias, asaltó sus sentidos haciéndola titubear.
—He… He bailado con un anciano caballero… Lucía una barba blanca que me ha recordado… —Elevó el rostro para mirarle a los ojos, y su escaso valor la abandonó por completo.
—Vamos, confiéselo ya. Promete ser interesante.
—Me ha recordado… Al chivo de mi abuela.
La carcajada del sultán se elevó por encima de la música, que cesó al momento. A su alrededor, se formó un corrillo de invitados que buscaban unirse a la conversación y el divertimento inesperado. Pocas veces su Majestad abandonaba el trono para hablar con los cortesanos, y ese era motivo suficiente para que todos miraran ahora a la joven desconocida, con el rostro oculto tras el antifaz de seda, que había logrado hacerle reír.
—Bailemos —ordenó Adnan, levantando apenas una mano hacia la orquesta.
Cuando sonaron los primeros acordes de un vals, miró a su alrededor, y pronto se formaron parejas que se alejaron de ellos, despejando el centro de la sala.
Beatriz apoyó la mano derecha sobre la izquierda de Adnan, la otra tocándole apenas el hombro, y dejó que la guiara con su paso firme y elegante. Buscó fuerzas en su interior para no derretirse entre sus brazos y permanecer muda y alelada, incapaz de mantener siquiera una aburrida charla de salón. Miró a su alrededor, a los cortesanos con disfraces extravagantes y absurdos, a las mesas en las que se servían refrescos y licores, y luego levantó la vista por encima de la cabeza del sultán, hasta la prodigiosa araña de cristal que iluminaba el gran salón.
—Me habían dicho que la corte de Bankara se parecía más a la inglesa que a la de algún otro país oriental —logró decir, después de ensayar la frase mentalmente.
—Su padre estuvo destinado en Londres hace años —dijo Adnan, demostrando que había leído personalmente las credenciales del nuevo cónsul español—. Entonces no tendría usted edad para presentarse en la corte.
—Es usted muy amable, pero debo confesar que sí la tenía, la suficiente como para celebrar mi puesta de largo en aquel país.
Recuerdos que había querido sepultar todo aquel tiempo volvieron a inundarla, los bailes, los coqueteos, sus primeros besos. Todo eso había terminado cuando regresaron a España. Luego solo hubo enfermedad y muerte.
—¿Allí tampoco encontró un dios que la raptara? —le preguntó el sultán, mirando su mano derecha, donde no encontró ni la huella de una alianza—. Nunca he tenido a los ingleses por hombres especialmente listos, ni demasiado hábiles en materia de seducción.
Aquellas palabras la trajeron de vuelta al salón y a aquel instante, con la mano posesiva del sultán calentando su espalda bajo la túnica. Tenía que doblar el cuello si quería mirarle al rostro, puesto que su cabeza solo le llegaba al hombro. Y no solo era su altura lo que la abrumaba, sino también la fortaleza de su ancho pecho, todo su cuerpo, sólido y poderoso. A su lado se sentía frágil y diminuta, una figura de cristal que él podría quebrar entre sus dedos. Si existía un dios que podía transformarse en toro blanco para raptar doncellas, ese era el sultán de Bankara.
—Siempre deseé contraer matrimonio en mi propio país, dejar esta vida nómada y establecerme, tener mi hogar, hijos…
—Suena aburrido, pero supongo que cada uno desea lo que no tiene.
El sultán la hizo girar y Beatriz notó cómo la túnica se abría en el escote, mostrando demasiado piel desnuda. Se sentía muy descarada y hasta decadente aquella noche, sin corsé ni polisón, con solo metros y metros de tela enrollados alrededor de su cuerpo. Y, sin embargo, el hecho de llevar el rostro cubierto, le daba una seguridad que hacía años que no sentía.
—Empiezo a decepcionarle —se atrevió a sugerir—. Ya ve, solo soy una mujer tradicional que deseaba llevar una vida tradicional.
—Habla en pasado. ¿Sus deseos han cambiado? ¿Por eso está aquí esta noche?
—Solo acompaño a mi padre —mintió para no confesar que se moría por conocerle desde que comenzaron a llegarle aquellas habladurías—. Mi madre falleció hace años. —Aceptó con un leve gesto de la cabeza sus rápidas condolencias—. Desde entonces, procuro suplir su ausencia atendiendo a mi padre en sus necesidades.
—Y sacrificando así el sueño de una familia y un hogar tradicional.
La música se detuvo cuando ya no estaban en el centro del salón, sino cerca de una puerta discreta que los criados abrieron al momento ante un solo gesto del sultán. Con su mano en la cintura, la dirigió hacia otra sala, mucho más pequeña que aquella en la que estaban y menos iluminada. La puerta se cerró a sus espaldas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Beatriz, parada ante un sofá tapizado en oro y terciopelo granate.
—La sala de espera para invitados.
Miró a su alrededor. Cuadros con batallas en las que se veían soldados turcos a caballo, con sus espadas curvadas. Sus pies se hundían en una gruesa alfombra con delicados dibujos en forma de hojas. Todo era dorado, opulento, y le hacía sentirse como en un cuento de Las mil y una noches.
—¿Ya le he dicho cuánto me sorprende este edificio de estilo tan europeo?
—Mi abuelo, Basir II, al que llamaban «el Justo», viajó en su juventud a Francia e Inglaterra. —Mientras hablaba, el sultán iba tirando de ella y la hizo sentar en aquel amplio y mullido sofá—. Visitó muchos palacios que le fascinaron, y decidió construir su pequeño Versalles.
—¿Quién le enseñó a hablar español?
Se había olvidado por completo de la decoración, del palacio, y de la historia que él le estaba contando. Cuando se sentó a su lado, mirándola de aquella forma suya, tan intensa, se llevó una mano al rostro para asegurarse de que el antifaz seguía ahí, guardián de su secreto.
—Mi madre es española. Viví muchos años en su país, ¿no se lo han contado?
—No, eso no.
—Ah, pero le han contado cosas sobre mí, ¿cierto?
Beatriz asintió, llevándose una mano al pelo. Nerviosa, se enredó una y otra vez un largo mechón entre los dedos.
—Yo…
Adnan se inclinó sobre ella, como un gran felino sobre su presa, valorando si tenía tanto apetito como para devorarla en aquel momento. Extendió una mano y su dedo índice rozó su boca, dibujándola en una caricia tan sutil como seductora. Beatriz tuvo que morderse la lengua para no suspirar rendida.
—Dígame, ¿tiene usted tantas ganas de que la bese como tengo yo de besarla?
—Me avergonzaría responder a esa pregunta.
La mano del sultán bajó por su barbilla y su cuello, acariciando la delicada clavícula, y siguiendo más allá, marcando con su calor el borde de su escote.
—Divina Europa, no se avergüence nunca de sus deseos.
La envolvió entre sus poderosos brazos y la levantó del asiento, depositándola sobre su regazo. Sorprendida, Beatriz se agarró a su cuello. Su boca, ahora sí entreabierta y jadeante, apenas a unos centímetros de la masculina.
Unos segundos antes hablaban de la construcción de aquel palacio, y ahora ella estaba en una posición que nunca se hubiera imaginado, sentada sobre el regazo del sultán de Bankara, a punto de echarse a llorar si él no la besaba de una buena vez.
—Por favor —casi suplicó.
—Querida, soy todo suyo. —Él sonrió, provocador, sin mover ningún otro músculo—. Tome lo que desea.
Beatriz se agarró un poco más fuerte de su cuello, elevándose unos centímetros para alcanzar su estatura, y segura como no había estado nunca en su vida de lo que quería, besó aquella boca canalla que la había fascinado desde el mismo momento en que sus ojos se posaron en ella por primera vez.
Había ido aquella noche a palacio con el inconfesable deseo de captar el interés del sultán y dejarse seducir por él, de sentirse una mujer entre los brazos de un amante experto, por una vez en su vida, como un recuerdo que atesorar en los largos años de soltería y anhelos insatisfechos que tenía por delante. Y ahora que lograba su propósito, era más emocionante, excitante y cautivador de lo que nunca hubiera soñado.
Pero por supuesto, tal y como había imaginado, Adnan no le cedió el control durante demasiado tiempo. De repente era él quien la estaba besando, devorándole los labios con caricias expertas. Delineó el contorno de su boca con la lengua y aprovechó un jadeo sorprendido para introducirse en el interior, obligándola a salirle al encuentro. Nunca, nunca en su vida, había sido besada de aquel modo. Sentía que sus músculos se relajaban, y que nacía un calor extraño en sus partes más íntimas. Se removió inquieta sobre las rodillas del sultán, que la agarró por las caderas, deteniéndola. Luego aquellas manos grandes bajaron más allá de su cintura, apoderándose de sus curvas, donde nadie la había tocado jamás.
Beatriz descubrió en aquel momento lo que era el deseo. Entre sorprendida y abrumada, se rindió a sus besos y caricias, ansiando más, mucho más, cosas que ignoraba y de las que nadie le había hablado. Quería acariciar su piel desnuda, como él lo había hecho con su escote. Sin saber de dónde sacaba el valor, se atrevió a abrirle el caftán, y después la camisa que llevaba debajo, tocando la piel ardiente de su pecho. Adnan le besaba el cuello, y de un tirón bajó la túnica por su hombro, hasta el codo, siguiendo cada centímetro de piel que iba desnudando con besos de fuego.
Incapaz de estarse quieta, se removió de nuevo sobre sus piernas. Una mano del sultán se abrió paso entre sus muslos y por primera vez Beatriz estuvo a punto de asustarse. Se mordió el labio, escondiendo el rostro cubierto contra el pecho de él. Deseaba tener el valor para librarse del antifaz y sentir su piel contra las mejillas arreboladas. Cuando la mano siguió subiendo entre sus piernas, Adnan volvió a tomar su boca, con besos enloquecedores que no le dejaban pensar en lo que estaba ocurriendo, solo sentir, y disfrutar con sus escandalosas caricias. Y entonces logró su propósito, sus dedos largos alcanzaron el centro del deseo, apropiándose del punto palpitante que ardía por su contacto, rozándolo con tanto cuidado que ella sollozó sin tener la menor noción de lo que ocurría o a dónde la conducía aquella tensión desconocida, abrumadora. Entre dejarse vencer por el pánico o dar rienda suelta a lo que le pedían todos sus sentidos, Beatriz escogió lo segundo, aceptó aquella osada intromisión y se rindió a ella, imaginándose al borde de un precipicio, dispuesta a dejarse caer para descubrir por fin lo que había en la oscura sima. Guiada con tanta maestría, Beatriz explotó. Cabalgó contra su mano, sin tener idea de lo que hacía, al borde del desmayo. La túnica bajó más y más, y uno de sus pechos quedó al descubierto. Adnan inclinó la cabeza para besarlo, y ella hundió la cara en su cuello, clavándole los dientes para no gritar, derrumbándose satisfecha y exhausta entre sus brazos.
Y entonces él hizo lo único para lo que no estaba preparada.
Su mano se introdujo entre la espesa melena de Beatriz y tiró de una de las cintas que sujetaban el antifaz.
—¡No!
Se separó de él con tanta energía que a punto estuvo de caer al suelo. Adnan la agarró por las caderas, riendo ante su apuro.
—Querida, no es como si fuéramos dos desconocidos en un baile. Déjame ver si tu rostro es tan encantador como el resto.
Beatriz se alejó todo lo que pudo de su cuerpo, observando avergonzada lo que habían hecho. El sultán tenía el pecho, moreno y poderoso, al descubierto. Y los amplios pantalones de seda apenas disimulaban la evidencia de su deseo. Su hermosa boca aún estaba húmeda de tantos besos y sus ojos parecían más negros que nunca.
Tuvo que hacer uso de toda su fuerza para deshacerse de su abrazo y ponerse en pie, arreglándose la túnica al descubrir que ella también mostraba casi todo el pecho descubierto. Por suerte, le había desnudado solo el brazo izquierdo.
—No lo es —dijo tan solo, y echó a correr en dirección contraria al salón de baile.
No, no lo era. Su rostro no podía ser mostrado, pues solo suscitaba repugnancia o compasión. Y no podría soportar ninguna de esas dos reacciones en un amante. Había sido una ingenua al creer que podría lograr su objetivo sin descubrirse. Tendría que conformarse con la antesala del placer que él le había ofrecido. Imaginaba que había más, mucho más sin duda, pero había perdido la oportunidad.
Encontró una puerta abierta al jardín y salió por ella, siguiendo el bullicio para regresar al salón de baile. Comprobó de nuevo el disfraz y el peinado. Se ató bien fuertes las cintas del antifaz y siguió caminando despacio, dejando que el fresco aire nocturno borrase las huellas de la pasión de su cuerpo.
No tenía demasiados conocimientos sobre lo que habían hecho, pero lo suficiente para comprender que el sultán no había disfrutado tanto como ella, y que de algún modo tendría que terminar lo que habían comenzado. Pensó en las mujeres que tenía en el harén, y supuso que alguna de ellas recibiría su visita aquella noche. Unos celos estúpidos la invadieron, y quiso reunir el valor para desandar el camino y volver a los brazos de Adnan. Pero temió que, si lo hacía, quizá sintiera el absurdo deseo de quedarse allí para siempre.
Parado en la oscuridad del jardín, dejó que el aire nocturno le refrescase cuerpo y mente mientras vigilaba el andar errático de su deliciosa presa de regreso al baile. No sabía lo que le esperaba. Iba a ser el blanco de muchas miradas y rumores malintencionados. Estaba seguro de que a nadie se le había escapado su salida juntos del gran salón. Y ahora ella volvía desde el jardín, sin aliento y con la boca hinchada de sus besos.
Quería ser generoso y protegerla en aquel momento violento, pero no era dueño de su cuerpo aún y, volver a su lado, solo daría más alas a las lenguas mordaces.
Caminó entre altos setos, respirando hondo, preguntándose qué tenía su dama misteriosa para provocarle una excitación tan intensa como hacía tiempo que no sentía. Y cuál era el secreto que ocultaba bajo su máscara de seda. Había confesado que, en realidad, no era tan joven como él suponía. Su piel era pálida y tersa, y no había ninguna arruga que enmarcase sus labios rosados y generosos. No era una edad madura lo que ocultaba, ni ningún rasgo excesivamente irregular, la fina tela bordada que la cubría permitía delinear una nariz pequeña y recta, y hasta unos pómulos altos. Sus ojos enormes y vivaces le habían parecido al principio de un discreto color castaño, pero mientras bailaban la luz de la lámpara se reflejaba en ellos, mostrando un juego de tonalidades verdes y ambarinas, los ojos pardos de un gato montés.
Quizá alguna cicatriz, reflexionó, un accidente o una enfermedad podía haberle dejado marcas que su coquetería le impidiese mostrar en público. Decidió descubrir la verdad de aquellas suposiciones, o la curiosidad no le permitiría dormir en adelante.
También decidió que no se iba a conformar con aquel breve interludio de besos y caricias. Ella se había mostrado más que dispuesta ante sus avances, y solo su torpeza al tratar de quitarle la máscara había provocado su fuga.
Esperaría otra oportunidad, aunque el tiempo para ellos estaba contado en el calendario. El padre de Beatriz solo era cónsul temporal, en principio por tres meses, a la espera de que llegase el definitivo, retenido en Madrid por asuntos personales. Puesto que no podía saber si esos tres meses se alargarían en el tiempo o no, decidió que era un plazo razonable para acosar y rendir aquella fortaleza, y disfrutar de la dulzura de los labios de su dama enmascarada, hasta que la novedad se agotase y el tedio lo empujara a nuevas conquistas.
Mientras, aquella noche, haría llamar a alguna de sus concubinas para que aliviase su malestar, tal vez así lograse dormir tranquilo, alejado de malos sueños y preocupaciones.
En el salón de baile, Beatriz vivía un momento de lo más violento mientras buscaba, sin lograrlo, a su padre. Varios caballeros se le habían acercado a proponerle un baile, pero sus sonrisas y miradas libidinosas hacían que rechazara uno tras otro.
Al fin se le acercó una dama, doña Julia, la esposa del secretario del consulado, que la atrajo hacia un rincón discreto, utilizando el abanico para esconderse tras él mientras le hablaba.
—Querida, cuando tantas veces hemos hablado del sultán, creía haberte dejado bien claro que no es un hombre del que se deba fiar una mujer soltera.
—No… No ha ocurrido nada… —mintió, agradeciendo que la máscara cubriese sus rojas mejillas.
—No importa lo que haya ocurrido. A estas alturas, todos los invitados saben que se os ha visto desaparecer juntos hacia el interior de palacio, y has regresado sola, sin aliento, por la puerta del jardín.
—Solo me estaba enseñando…
—Sé lo que te estaba enseñando, querida, no hace falta que te esfuerces. —La dama la miraba comprensiva, e incluso sonrió un poco antes de seguir—. Tienes suficiente edad para tomar tus propias decisiones, y entiendo que tu situación y tu forzada soltería te lleve a ser un poco más osada de lo que se tiene por correcto. No te angusties, no te estoy juzgando, solo te aconsejo, por tu bien y el de tu padre, que procures ser más discreta.
Beatriz respiró hondo y apretó la mano que doña Julia le extendía. Aquella mujer llevaba ya varios años viviendo en Bankara, y quizá aquel estilo de vida más oriental había relajado la rígida moral católica de su país de origen. Quiso decirle cuánto le agradecía sus palabras, pero su padre se acercaba a ellas y fingió su sonrisa más dulce e inocente para recibirle.
—Aquí estabas, por fin. Dime que estás tan cansada como yo y que podemos retirarnos ya.
—¿Te duele la espalda? —le preguntó, preocupada, sabiendo las molestias que le causaba estar de pie demasiado tiempo.
—Como si estuviera picando piedra en una mina.
Exagerando una mueca dolorida, se llevó las manos a los costados, frotándoselos mientras emitía un largo suspiro.
—Nos vamos cuando quieras.
Enlazó la mano en el brazo de su padre y se despidieron de doña Julia, cruzando el salón entre miradas curiosas y algunas abiertamente censuradoras.
—¿Te lo has pasado bien? —preguntó su padre, que parecía completamente ajeno a la expectación que suscitaban.
—Muy bien. Hacía tiempo que no me divertía tanto.
Sentía decenas de ojos posados en su espalda, pero de repente un escalofrío la invadió y supo que alguien más la miraba. Se volvió, muy despacio, a lanzar una última pesarosa mirada al hombre parado en la puerta del jardín, que con su sola presencia parecía detener el tiempo y las conversaciones. Inclinó un poco el rostro, en ademán de despedida, y dejó que su padre la alejara de su magnética presencia.
Quizá nunca volviera a tener una oportunidad como la de aquella noche, pues, ¿cuántos bailes de máscaras se ofrecían en palacio en el plazo de tres meses? Y después solo le quedaría retomar su casi monástica rutina en Madrid y vivir del recuerdo de aquella atrevida dama enmascarada que una noche osó dejarse seducir por el sultán de Bankara.